eltonelero
Será en Octubre
- Desde
- 19 Nov 2010
- Mensajes
- 49.367
- Reputación
- 155.853
Corriendo el riesgo de que se hunda con 2 o 3 visitas en los fondos de guarderia.
Estuve tentado de ponerlo en el principal, ahora que tenemos de nuevo de moda las olas migratorias con el asunto de los refugiados, aunque tal vez el relato no aluda directamente al problema.
Está a medias entre la sátira y ciencia ficción. Es de los años 50-60 pero aplicable al problema de fondo de la migración y la preservación de nuestra cultura occidental.
La traducción es algo chusca y el copypasteo lo hace bastante dificil de leer. Si queréis leerlo de foma mejor el relato está dentro de una recopilación en pdf/epub en estos links
Se lee en unos 20 min-
https://copy.com/90M9HVjGf1afs7h6
https://www.copy.com/s/mVjIZZCRvmjMY4GA
Estuve tentado de ponerlo en el principal, ahora que tenemos de nuevo de moda las olas migratorias con el asunto de los refugiados, aunque tal vez el relato no aluda directamente al problema.
Está a medias entre la sátira y ciencia ficción. Es de los años 50-60 pero aplicable al problema de fondo de la migración y la preservación de nuestra cultura occidental.
La traducción es algo chusca y el copypasteo lo hace bastante dificil de leer. Si queréis leerlo de foma mejor el relato está dentro de una recopilación en pdf/epub en estos links
Se lee en unos 20 min-
https://copy.com/90M9HVjGf1afs7h6
https://www.copy.com/s/mVjIZZCRvmjMY4GA
TIEMPO DE VISITAS
Había un poco de hacinamiento allá de donde venían... ¿y aquí empezaba a
ocurrir lo mismo!
Winston, el funcionario de inmi gración y Entradas, quedó perplejo cuando llegó aquella mañana.
Había varios centenares de personas desconocidas detrás de las barreras anticiclónicas, y no
se esperaba ninguna llegada.
—¿Qué naves aterrizaron? —preguntó—. ¿Por qué no figuraban en lista?
—No aterrizó ninguna nave, señor —dijo Potholder, el vista principal.
—Entonces, ¿cómo llegó toda esa gente? ¿Cayó del cielo? —preguntó Winston, cortante.
—Sí, señor. Eso creo. No sabemos quiénes son ni cómo siguen llegando. Dicen que vienen
de Escandía.
—Tenemos pocos arribos de Escandinavia, y ninguno se parece a éste —dijo Winston—.
¿Cuántos hay?
—Bueno, señor, cuando los vimos por primera vez eran siete, y un momento antes no
estaban allí.
—¿Siete? Usted está loco. Hay centenares.
—Sí, señor. Estoy loco. Un minuto después de haber siete había diecisiete. Pero ninguno
más había llegado de ninguna parte. En seguida hubo sesenta. Los separamos en grupos de
diez y los vigilamos atentamente. Ninguno de ellos pasó de un grupo al otro, ninguno llegó de
otra parte. Pero pronto hubo quince, luego veinticinco y después treinta en cada grupo. Y ahora
hay muchos más que los que había cuando usted empezó a hablar conmigo, señor Winston.
—Corcoran es mi superior, y estará aquí dentro de un minuto —dijo Winston—. El sabrá
qué es lo que hay que hacer.
—El señor Corcoran acababa de retirarse cuando usted llegó, señor—dijo Potholder—. Los
observó durante un rato y luego se marchó hablando solo.
—Siempre admiré la rapidez con que capta una situación —dijo Winston. Y también él se
alejó hablando solo.
Había alrededor de un millar de esas personas de Escandía, y un momento después se
habían multiplicado por nueve. No era gente descuidada, pero en aquél espacio ya no cabía ni
uno más. Se derrumbaron todas las barreras y los escandios se desparramaron por la ciudad,
los pueblos y los campos. Y esto fue sólo el comienzo. Esa mañana, se materializaron allí
alrededor de un millón de escandios, y luego sucedió lo mismo en otros diez mil puertos de
entrada a la Tierra.
—Mamá —dijo Trixie—, aquí hay algunas personas que piden permiso para usar nuestro
baño.
La que hablaba era Beatrice (Trixie) Trux, una niña del pueblito de Winterfield.
—¡Qué pedido más extraño! —dijo la señora Trux—. Pero supongo que se trata de una
emergencia. Déjalos entrar, Trixie. ¿Cuántos son?
—Unos mil —dijo Trixie.
—Trixie, no pueden ser tantos.
—Está bien, cuéntalos tú.
Todos entraron para usar el baño de los Trux. Había un poco más de mil, y tardaron un
buen rato en usar el baño aunque habían puesto un límite de quince segundos para cada uno y
tenían un cronómetro con una campanilla para controlarlo. Lo hicieron todo con mucha risa y
bullicio, pero ese primer grupo tardó unas cinco horas en desfilar, y para entonces había muchos
más esperando.
—Esto es un poco insólito —les dijo la señora Trux a algunas de las mujeres escandias—.
Nunca retaceé la hospitalidad. Son nuestros recursos físicos, no nuestra buena voluntad, lo que
se empieza a agotar... ¡Es que ustedes son tantos!
—No se preocupe —le dijeron las mujeres escandías—. Es la intención lo que vale, y
ustedes fueron tan amables al invitarnos. Rara vez tenemos la oportunidad de ir a alguna parte.
Nosotros llegamos un poco temprano, pero el grupo inicial no tardará en estar aquí. ¿No le
encanta a usted ir de visita?
—Ah, sí, sí —dijo la señora Trux—. Nunca hasta ahora me había dado cuenta de cuánto
me gusta ir de visita.
Pero cuando vio que afuera todo el espacio alrededor de la casa estaba neցro de gente, la
señora Trux decidió que lo mejor que podía hacer era quedarse donde estaba.
Truman Trux hacía cálculos con un lápiz.
—Nuestro terreno mide quince metros por cuarenta y cinco, Jessica —dijo—. Es decir, o
67,5 o 675 metros cuadrados, según cuantos ceros te lleves.
—Siempre fuiste bueno en matemática —dijo la señora Trux—. ¿Cómo lo sacas?
—¿Y sabes cuántas personas están viviendo con nosotros en este lote, Jessica? —
preguntó Truman.
—Unas cuantas.
—Yo calculo que entre seis y siete mil —dijo Truman—. Esta mañana encontré varios
edificios nuevos, que antes no había visto. Han construido en nuestro fondo toda una ciudad.
Las calles tienen setenta centímetros de ancho; las casas son de dos cuarenta por dos cuarenta,
con cielos rasos a un metro ochenta de altura, y la mayoría tienen nueve pisos. En cada
habitación viven familias enteras, y además cocinan allí. Han instalado tiendas y bazares. Hasta
han construido fábricas. Sé que hay todo un distrito textil de venta al por mayor en nuestro fondo.
Hay trece tabernas y cinco teatros de variedades en nuestro patio hasta donde yo sé, y puede
que haya más.
—Bueno, algunos de esos locales son bastante minúsculos, Truman. El Pequeño Escondite
es el armario de las escobas del Gran Escondite, y no sé si deberíamos contarlos como dos
tabernas diferentes. En el Club Oblicuo tienes que entrar de perfil; el Club del Hombre Delgado
no tiene más que veinticinco centímetros de pared a pared y hay que darse mucha maña para
empinar el codo allí; y la Ratonera es diminuta. Pero los mejores clubes están en nuestra
buhardilla. ¿Los contaste alguna vez? Allí arriba están el Cabaret del Loco y el Club Trasnoche.
Casi todos los demás clubes de la buhardilla son clubes privados, y yo no soy socia. Y ahora
están instalando en nuestro sótano el Teatro de Arte Escandio, ¿sabes? Dan funciones en
continuado.
—Lo sé. Jessica, lo sé.
—Sus comedias son tan divertidas que casi me muero de risa. El problema es que está tan
atestado que uno tiene que reírse para adentro cuando el vecino se ríe para afuera. Y lloro como
ellos con sus tragedias. Todas tratan de mujeres que no pueden tener más hijos. ¿Por qué no
tenemos nosotros un montón más, Truman? Hay más de veinte comercios en nuestro patio
donde no venden otra cosa que amuletos para la fertilidad. Me pregunto por qué no habrá niños
con los escandios.
—Ah, dicen que esta no es más que una corta visita de unos pocos, y que no quisieron traer
a los hijos. ¿Qué es ese nuevo estrépito que ahora se superpone al viejo?
—Ah, son los grandes tambores y los címbalos. Están haciendo una campaña política con
el fin de elegir funcionarios temporáneos para el período que permanecerán aquí. Ciudad
Imperial (ese es el nombre del pueblo que ocupa nuestro patio, y nuestra casa), elegirá
delegados para asistir al Congreso en representación de todo este barrio. Las elecciones serán
esta noche. Entonces sí que oiremos un poco de ruido, dicen. Los grandes tambores no
desperdician espacio, Truman. Hay gente adentro y los tocan desde adentro. Algunos de
nuestros vecinos se están poniendo un poco quisquillosos con los visitantes, pero a mí siempre
me gustó tener la casa llena de gente.
—Ahora la tenemos, Jessica. No puedo acostumbrarme a dormir con otros nueve en la
misma cama, aunque sean de sueño tranquilo. Me gusta la gente, y me atraen las experiencias
nuevas. Pero esto se está poniendo demasiado denso.
—Tenemos más escandios que ningún otro en nuestra manzana, excepto los Skirvey. Dicen
que es porque nosotros les gustamos más que los demás. Mamie Skirvey está tomando ahora
cuatro clases de píldoras de fertilidad. Está casi segura de que podrá tener trillizos. Yo también
quiero.
—Todos los comercios están vacíos, Jessica, y los aserraderos y los bosques; y los
elevadores de granos estarán vacíos dentro de dos días. Los escandios pagan todo con dinero,
pero nadie entiende lo que está escrito en esos billetes. No puedo acostumbrarme a caminar
sobre hombres y mujeres, cuando salgo... Pero es que no hay forma de evitarlo, pues el suelo
está cubierto de ellos.
—No les importa... Ellos sí que están acostumbrados. Dicen que allá de donde vienen viven
hacinados.
El Times—Tribune Telegraph de Winterfield publicó un artículo sobre los escandios:
La verdad desnuda es que durante dos días la Tierra ha recibido diez billones de
visitantes llegados de Escandía, donde quiera que eso quede. Y la verdad desnuda
es que la Tierra morirá a causa de ellos en menos de una semana. Llegan en
tras*portes invisibles, pero no dan muestra alguna de que vayan a desaparecer de
igual forma. Desaparecerán los alimentos, y hasta el aire que respiramos. Hablan
todas nuestras lenguas, son educados, cordiales y simpáticos. Y pereceremos por
ellos.
Un hombre grande y sonriente irrumpió en el despacho de Bar—John, que era una vez más
presidente del Gran Estado Amalgamado, antiguamente EE.UU.
—Soy el presidente de la Visitación Escandía —dijo, con voz tronante—. Hemos venido en
parte para instruiros, y vemos que realmente lo necesitáis. Vuestra tasa de fertilidad es patética.
A duras penas os duplicáis en cincuenta años. Vuestra medicina, adecuada en otros campos, en
éste es menos que infantil. Notarnos que algunas de las panaceas de pacotilla impuestas en
vuestros mercados impiden la fecundidad. Bueno, traiga al Cirujano Mayor y a algunos de los
muchachos y empezaremos a remediar esta situación.
—Fuera de aquí —dijo el Presidente Bar—John.
—Sé que usted no querrá que su pueblo se pierda la bendición de la explosión demográfica
—dijo el Presidente de la Visitación Escandía—. Nosotros podemos ayudaros. Queremos que
seáis tan felices como lo somos nosotros.
—¡Jarvis! ¡Garrotín! ¡Chupasavia! —llamó a gritos el Presidente Bar—John—. Péguenle un
tiro a este hombre. Más tarde me encargaré del papelerío.
—Usted siempre dice lo mismo pero nunca lo hace —se quejó Chupasavia—. Nos ha
metido en más de un lío.
—Ah, está bien, no le tiren si van a armar todo un escándalo por eso. Añoro los viejos
tiempos en que las cosas simples se hacían simplemente. Y tú, abusador escandio, ¿sabes que
sólo en la Casa Blanca hay nada menos que nueve mil de tus congéneres?
—Tenemos la intención de mejorar ahora mismo ese estado de cosas —dijo el presidente
escandio—. Podemos instalar una, dos y hasta tres plantas en estos salones de techos tan altos.
Tengo el agrado de anunciarle que esta noche habrá treinta mil de los nuestros alojados en la
Casa Blanca.
—¿Cree usted que me gusta bañarme en la misma bañera con otras ocho personas que ni
siquiera son electores empadronados? —se quejó el presidente Bar—John—. ¿Cree usted que
me gusta comer de un plato compartido con tres o cuatro personas más? ¿O afeitar a la mañana,
por equivocación, caras que no son la mía?
—No veo por qué no —dijo el presidente de la Visitación Escandia—. La gente es nuestro
bien más preciado. A los presidentes siempre se los elige por ser aquellos que más aman a la
gente.
—Oh, a ver, muchachos —dijo el Presidente Bar—John—. Liquiden a este hijo amante.
Tenemos derecho a darnos un gustito de vez en cuando.
Jarvis y Garrotín y Chupasavia acribillaron al escandio, pero no le hicieron daño alguno.
—Vosotros deberíais saber que somos inmunes a esto —dijo el escandio—. Hace años que
votamos en contra de sus efectos. Bueno, ya que usted no quiere cooperar, hablaré directamente
con su pueblo. Feliz multiplicación para todos vosotros, caballeros.
Truman Trux, que había salido de la casa para airearse un poco, estaba sentado en el
banco de una plaza.
En realidad no estaba sentado en el banco, sino casi un metro más arriba. En ese preciso
lugar, una locuaz dama escandía era quien estaba sentada en el banco. Sobre la falda de esa
dama esta sentado un corpulento escandio leyendo el Sporting News y fumando una pipa. Sobre
él, una mujer escandía más joven. Sobre esta mujer más joven, Truman Trux, y sobre las rodillas
de Truman Trux una muchacha escandia, morena, que se limaba las uñas y tarareaba una
canción. Sobre ella, a su vez, estaba sentado un anciano caballero escandio. Era tal el grado de
hacinamiento que uno no podía pretender un asiento para sí.
Un fulano con su chica, aparecieron caminando por encima de la gente echada en el pasto.
—¿Podemos trepar? —preguntó la joven.
—Claro que sí —dijo el anciano caballero de la punta.
—Bueno —dijo la chica que se arreglaba las uñas.
—No faltaba más —dijeron Truman y los otros, y el lector del Sporting News chupó de la
pipa, dando a entender que estaba perfectamente de acuerdo.
Ya no había ningún tránsito automotor. La gente caminaba apretujada por las calzadas y
las aceras. El estrato más lento era el inferior, luego el medio, y por último el más rápido (que
caminaba sobre los hombros de los del medio y combinaba las tres velocidades). En los cruces,
las cosas se complicaban bastante, y algunas veces la gente se apilaba de a nueve. Pero los
nativos de la Tierra, los que todavía salían de las casas, aprendían rápidamente las técnicas de
los escandios.
Un terrestre conocido por sus opiniones extremistas, se había encaramado en uno de los
monumentos del parque, y empezó a arengar a la gente, terrestres y escandios. Truman Trux,
que quería oír, se las ingenió para conseguir un buen sitio de quinto nivel: se sentó sobre los
hombros de una bonita muchacha escandía, que a su vez estaba sentada sobre los hombros de
otra, y así sucesivamente hasta el primero.
— ¡Sois la plaga de la langosta! —aulló el fanático defensor de la Tierra—. ¡Nos habéis
dejado en la miseria!
— ¡Pobre hombre! —dijo la joven escandía que era el soporte de Truman—. Con seguridad
tiene unos pocos hijos y está amargado.
—Habéis devorado nuestro sustento, y nos habéis robado el aire mismo de nuestra vida.
Sois las langostas apocalípticas, la undécima plaga.
—Aquí tiene un amuleto de fertilidad para su mujer —dijo la muchacha escandía, y se lo
alcanzó a Truman—. Puede ser que no lo necesite todavía, pero consérvelo para el futuro. Es
para aquellos que tienen más de doce. La leyenda escandía dice: "¿Por qué parar ahora?", y es
muy eficaz.
—Gracias —dijo Truman—. Mi mujer tiene muchos talismanes regalados por ustedes,
buena gente, pero ninguno como éste. Tenemos un solo hijo, una niña.
—¡Qué pena! Aquí tiene un amuleto para su hijita. Nunca es demasiado temprano para que
empiece a usarlo.
—¡Destrucción, destrucción, destrucción sobre todos vosotros! —gritó el exaltado defensor
de la Tierra desde lo alto del monumento.
—Un verdadero adepto —dijo la joven escandía—. ¿A qué escuela de elocuencia
pertenece?
La multitud empezó dispersarse y a alejarse. Truman sintió que lo bajaban de un nivel a
otro.
—¿Va en alguna dirección particular? —le preguntó la joven escandía.
—Esta es buena —dijo Truman—. Por aquí vamos directamente hacia mi casa.
—Vaya, aquí hay un sitio casi despejado —dijo la muchacha—. En nuestro mundo uno
nunca encuentra nada semejante. —Habían descendido hasta el último nivel, y la joven
caminaba únicamente sobre los cuerpos horizontales de los que estaban descansando sobre el
césped.— Aquí hay una brecha entre los caminantes por la que podrá escurrirse. Bueno, hasta
ver.
—Hasta más ver, querrá decir —le corrigió Truman mientras bajaba de los hombros de la
muchacha.
—Eso es. Nunca puedo recordar esa parte.
¡Los escandios eran gente tan cordial!
El presidente Bar—John y una docena de otros regentes del mundo habían decidido que
era preciso recurrir a la violencia. Dada la promiscuidad en que vivían las poblaciones nativa y
escandía, era cuestión de emplear armas menores y medianas. El problema consistiría en reunir
a los escandios en espacios abiertos, pero el día señalado ellos mismos comenzaron a
congregarse en un millón de parques y plazas de la Tierra, lo cual les venía al dedillo a los
terrestres. Las unidades del ejército se apostaron por todas partes, y entraron en acción.
Los rifles empezaron a silbar, y las ametralladoras a tartamudear. Pero el efecto sobre los
escandios no fue el previsto.
En lugar de caer heridos, aclamaban las descargas alborozados.
—¡Y además pirotecnia! —exclamó un líder escandio, encaramándose al monumento de
uno de los parques—. ¡Qué honrados nos sentimos!
Pero aunque los escandios no caían bajo las balas, empezaban a disminuir numéricamente.
Estaban desapareciendo tan misteriosamente como habían aparecido una semana antes.
—Ahora nos vamos —dijo el líder escandio desde lo alto del monumento—. Hemos
disfrutado cada minuto de nuestra corta visita. ¡No desesperéis! ¡No os abandonaremos a vuestro
vacío! Nuestra delegación piloto volverá a nuestro mundo, y presentará su informe. Dentro de
una semana volveremos a visitaros en contingentes más numerosos. Os enseñaremos a
comprender la felicidad del contacto humano, la gloria de la fecundidad, la bendición de una
población adecuada. Os enseñaremos a llenar los horribles espacios vacíos de vuestro planeta.
Los escandios empezaban a ralear. Los últimos que quedaban se despedían alegremente
de los desconsolados amigos terrícolas.
—Volveremos —les decían mientras les ponían en las manos ávidas los últimos amuletos
de fecundidad—. Volveremos y os enseñaremos todo para que seáis tan felices como nosotros.
¡Feliz multiplicación para todos vosotros!
—¡Feliz multiplicación para vosotros! —gritaba la gente de la Tierra a los escandios que
continuaban desapareciendo. ¡Oh, qué solitario quedaría el mundo sin toda esa gente tan
encantadora! Con ellos se tenía la sensación de verdadera cercanía.
—¡Volveremos! —dijo el líder escandio, y desapareció del monumento—. Volveremos la
semana próxima y seremos muchos más —y entonces no quedó ninguno.
—... ¡la próxima vez traeremos a los niños! —llegó desde el cielo la última voz escandía,
atenuada por la distancia.
Había un poco de hacinamiento allá de donde venían... ¿y aquí empezaba a
ocurrir lo mismo!
Winston, el funcionario de inmi gración y Entradas, quedó perplejo cuando llegó aquella mañana.
Había varios centenares de personas desconocidas detrás de las barreras anticiclónicas, y no
se esperaba ninguna llegada.
—¿Qué naves aterrizaron? —preguntó—. ¿Por qué no figuraban en lista?
—No aterrizó ninguna nave, señor —dijo Potholder, el vista principal.
—Entonces, ¿cómo llegó toda esa gente? ¿Cayó del cielo? —preguntó Winston, cortante.
—Sí, señor. Eso creo. No sabemos quiénes son ni cómo siguen llegando. Dicen que vienen
de Escandía.
—Tenemos pocos arribos de Escandinavia, y ninguno se parece a éste —dijo Winston—.
¿Cuántos hay?
—Bueno, señor, cuando los vimos por primera vez eran siete, y un momento antes no
estaban allí.
—¿Siete? Usted está loco. Hay centenares.
—Sí, señor. Estoy loco. Un minuto después de haber siete había diecisiete. Pero ninguno
más había llegado de ninguna parte. En seguida hubo sesenta. Los separamos en grupos de
diez y los vigilamos atentamente. Ninguno de ellos pasó de un grupo al otro, ninguno llegó de
otra parte. Pero pronto hubo quince, luego veinticinco y después treinta en cada grupo. Y ahora
hay muchos más que los que había cuando usted empezó a hablar conmigo, señor Winston.
—Corcoran es mi superior, y estará aquí dentro de un minuto —dijo Winston—. El sabrá
qué es lo que hay que hacer.
—El señor Corcoran acababa de retirarse cuando usted llegó, señor—dijo Potholder—. Los
observó durante un rato y luego se marchó hablando solo.
—Siempre admiré la rapidez con que capta una situación —dijo Winston. Y también él se
alejó hablando solo.
Había alrededor de un millar de esas personas de Escandía, y un momento después se
habían multiplicado por nueve. No era gente descuidada, pero en aquél espacio ya no cabía ni
uno más. Se derrumbaron todas las barreras y los escandios se desparramaron por la ciudad,
los pueblos y los campos. Y esto fue sólo el comienzo. Esa mañana, se materializaron allí
alrededor de un millón de escandios, y luego sucedió lo mismo en otros diez mil puertos de
entrada a la Tierra.
—Mamá —dijo Trixie—, aquí hay algunas personas que piden permiso para usar nuestro
baño.
La que hablaba era Beatrice (Trixie) Trux, una niña del pueblito de Winterfield.
—¡Qué pedido más extraño! —dijo la señora Trux—. Pero supongo que se trata de una
emergencia. Déjalos entrar, Trixie. ¿Cuántos son?
—Unos mil —dijo Trixie.
—Trixie, no pueden ser tantos.
—Está bien, cuéntalos tú.
Todos entraron para usar el baño de los Trux. Había un poco más de mil, y tardaron un
buen rato en usar el baño aunque habían puesto un límite de quince segundos para cada uno y
tenían un cronómetro con una campanilla para controlarlo. Lo hicieron todo con mucha risa y
bullicio, pero ese primer grupo tardó unas cinco horas en desfilar, y para entonces había muchos
más esperando.
—Esto es un poco insólito —les dijo la señora Trux a algunas de las mujeres escandias—.
Nunca retaceé la hospitalidad. Son nuestros recursos físicos, no nuestra buena voluntad, lo que
se empieza a agotar... ¡Es que ustedes son tantos!
—No se preocupe —le dijeron las mujeres escandías—. Es la intención lo que vale, y
ustedes fueron tan amables al invitarnos. Rara vez tenemos la oportunidad de ir a alguna parte.
Nosotros llegamos un poco temprano, pero el grupo inicial no tardará en estar aquí. ¿No le
encanta a usted ir de visita?
—Ah, sí, sí —dijo la señora Trux—. Nunca hasta ahora me había dado cuenta de cuánto
me gusta ir de visita.
Pero cuando vio que afuera todo el espacio alrededor de la casa estaba neցro de gente, la
señora Trux decidió que lo mejor que podía hacer era quedarse donde estaba.
Truman Trux hacía cálculos con un lápiz.
—Nuestro terreno mide quince metros por cuarenta y cinco, Jessica —dijo—. Es decir, o
67,5 o 675 metros cuadrados, según cuantos ceros te lleves.
—Siempre fuiste bueno en matemática —dijo la señora Trux—. ¿Cómo lo sacas?
—¿Y sabes cuántas personas están viviendo con nosotros en este lote, Jessica? —
preguntó Truman.
—Unas cuantas.
—Yo calculo que entre seis y siete mil —dijo Truman—. Esta mañana encontré varios
edificios nuevos, que antes no había visto. Han construido en nuestro fondo toda una ciudad.
Las calles tienen setenta centímetros de ancho; las casas son de dos cuarenta por dos cuarenta,
con cielos rasos a un metro ochenta de altura, y la mayoría tienen nueve pisos. En cada
habitación viven familias enteras, y además cocinan allí. Han instalado tiendas y bazares. Hasta
han construido fábricas. Sé que hay todo un distrito textil de venta al por mayor en nuestro fondo.
Hay trece tabernas y cinco teatros de variedades en nuestro patio hasta donde yo sé, y puede
que haya más.
—Bueno, algunos de esos locales son bastante minúsculos, Truman. El Pequeño Escondite
es el armario de las escobas del Gran Escondite, y no sé si deberíamos contarlos como dos
tabernas diferentes. En el Club Oblicuo tienes que entrar de perfil; el Club del Hombre Delgado
no tiene más que veinticinco centímetros de pared a pared y hay que darse mucha maña para
empinar el codo allí; y la Ratonera es diminuta. Pero los mejores clubes están en nuestra
buhardilla. ¿Los contaste alguna vez? Allí arriba están el Cabaret del Loco y el Club Trasnoche.
Casi todos los demás clubes de la buhardilla son clubes privados, y yo no soy socia. Y ahora
están instalando en nuestro sótano el Teatro de Arte Escandio, ¿sabes? Dan funciones en
continuado.
—Lo sé. Jessica, lo sé.
—Sus comedias son tan divertidas que casi me muero de risa. El problema es que está tan
atestado que uno tiene que reírse para adentro cuando el vecino se ríe para afuera. Y lloro como
ellos con sus tragedias. Todas tratan de mujeres que no pueden tener más hijos. ¿Por qué no
tenemos nosotros un montón más, Truman? Hay más de veinte comercios en nuestro patio
donde no venden otra cosa que amuletos para la fertilidad. Me pregunto por qué no habrá niños
con los escandios.
—Ah, dicen que esta no es más que una corta visita de unos pocos, y que no quisieron traer
a los hijos. ¿Qué es ese nuevo estrépito que ahora se superpone al viejo?
—Ah, son los grandes tambores y los címbalos. Están haciendo una campaña política con
el fin de elegir funcionarios temporáneos para el período que permanecerán aquí. Ciudad
Imperial (ese es el nombre del pueblo que ocupa nuestro patio, y nuestra casa), elegirá
delegados para asistir al Congreso en representación de todo este barrio. Las elecciones serán
esta noche. Entonces sí que oiremos un poco de ruido, dicen. Los grandes tambores no
desperdician espacio, Truman. Hay gente adentro y los tocan desde adentro. Algunos de
nuestros vecinos se están poniendo un poco quisquillosos con los visitantes, pero a mí siempre
me gustó tener la casa llena de gente.
—Ahora la tenemos, Jessica. No puedo acostumbrarme a dormir con otros nueve en la
misma cama, aunque sean de sueño tranquilo. Me gusta la gente, y me atraen las experiencias
nuevas. Pero esto se está poniendo demasiado denso.
—Tenemos más escandios que ningún otro en nuestra manzana, excepto los Skirvey. Dicen
que es porque nosotros les gustamos más que los demás. Mamie Skirvey está tomando ahora
cuatro clases de píldoras de fertilidad. Está casi segura de que podrá tener trillizos. Yo también
quiero.
—Todos los comercios están vacíos, Jessica, y los aserraderos y los bosques; y los
elevadores de granos estarán vacíos dentro de dos días. Los escandios pagan todo con dinero,
pero nadie entiende lo que está escrito en esos billetes. No puedo acostumbrarme a caminar
sobre hombres y mujeres, cuando salgo... Pero es que no hay forma de evitarlo, pues el suelo
está cubierto de ellos.
—No les importa... Ellos sí que están acostumbrados. Dicen que allá de donde vienen viven
hacinados.
El Times—Tribune Telegraph de Winterfield publicó un artículo sobre los escandios:
La verdad desnuda es que durante dos días la Tierra ha recibido diez billones de
visitantes llegados de Escandía, donde quiera que eso quede. Y la verdad desnuda
es que la Tierra morirá a causa de ellos en menos de una semana. Llegan en
tras*portes invisibles, pero no dan muestra alguna de que vayan a desaparecer de
igual forma. Desaparecerán los alimentos, y hasta el aire que respiramos. Hablan
todas nuestras lenguas, son educados, cordiales y simpáticos. Y pereceremos por
ellos.
Un hombre grande y sonriente irrumpió en el despacho de Bar—John, que era una vez más
presidente del Gran Estado Amalgamado, antiguamente EE.UU.
—Soy el presidente de la Visitación Escandía —dijo, con voz tronante—. Hemos venido en
parte para instruiros, y vemos que realmente lo necesitáis. Vuestra tasa de fertilidad es patética.
A duras penas os duplicáis en cincuenta años. Vuestra medicina, adecuada en otros campos, en
éste es menos que infantil. Notarnos que algunas de las panaceas de pacotilla impuestas en
vuestros mercados impiden la fecundidad. Bueno, traiga al Cirujano Mayor y a algunos de los
muchachos y empezaremos a remediar esta situación.
—Fuera de aquí —dijo el Presidente Bar—John.
—Sé que usted no querrá que su pueblo se pierda la bendición de la explosión demográfica
—dijo el Presidente de la Visitación Escandía—. Nosotros podemos ayudaros. Queremos que
seáis tan felices como lo somos nosotros.
—¡Jarvis! ¡Garrotín! ¡Chupasavia! —llamó a gritos el Presidente Bar—John—. Péguenle un
tiro a este hombre. Más tarde me encargaré del papelerío.
—Usted siempre dice lo mismo pero nunca lo hace —se quejó Chupasavia—. Nos ha
metido en más de un lío.
—Ah, está bien, no le tiren si van a armar todo un escándalo por eso. Añoro los viejos
tiempos en que las cosas simples se hacían simplemente. Y tú, abusador escandio, ¿sabes que
sólo en la Casa Blanca hay nada menos que nueve mil de tus congéneres?
—Tenemos la intención de mejorar ahora mismo ese estado de cosas —dijo el presidente
escandio—. Podemos instalar una, dos y hasta tres plantas en estos salones de techos tan altos.
Tengo el agrado de anunciarle que esta noche habrá treinta mil de los nuestros alojados en la
Casa Blanca.
—¿Cree usted que me gusta bañarme en la misma bañera con otras ocho personas que ni
siquiera son electores empadronados? —se quejó el presidente Bar—John—. ¿Cree usted que
me gusta comer de un plato compartido con tres o cuatro personas más? ¿O afeitar a la mañana,
por equivocación, caras que no son la mía?
—No veo por qué no —dijo el presidente de la Visitación Escandia—. La gente es nuestro
bien más preciado. A los presidentes siempre se los elige por ser aquellos que más aman a la
gente.
—Oh, a ver, muchachos —dijo el Presidente Bar—John—. Liquiden a este hijo amante.
Tenemos derecho a darnos un gustito de vez en cuando.
Jarvis y Garrotín y Chupasavia acribillaron al escandio, pero no le hicieron daño alguno.
—Vosotros deberíais saber que somos inmunes a esto —dijo el escandio—. Hace años que
votamos en contra de sus efectos. Bueno, ya que usted no quiere cooperar, hablaré directamente
con su pueblo. Feliz multiplicación para todos vosotros, caballeros.
Truman Trux, que había salido de la casa para airearse un poco, estaba sentado en el
banco de una plaza.
En realidad no estaba sentado en el banco, sino casi un metro más arriba. En ese preciso
lugar, una locuaz dama escandía era quien estaba sentada en el banco. Sobre la falda de esa
dama esta sentado un corpulento escandio leyendo el Sporting News y fumando una pipa. Sobre
él, una mujer escandía más joven. Sobre esta mujer más joven, Truman Trux, y sobre las rodillas
de Truman Trux una muchacha escandia, morena, que se limaba las uñas y tarareaba una
canción. Sobre ella, a su vez, estaba sentado un anciano caballero escandio. Era tal el grado de
hacinamiento que uno no podía pretender un asiento para sí.
Un fulano con su chica, aparecieron caminando por encima de la gente echada en el pasto.
—¿Podemos trepar? —preguntó la joven.
—Claro que sí —dijo el anciano caballero de la punta.
—Bueno —dijo la chica que se arreglaba las uñas.
—No faltaba más —dijeron Truman y los otros, y el lector del Sporting News chupó de la
pipa, dando a entender que estaba perfectamente de acuerdo.
Ya no había ningún tránsito automotor. La gente caminaba apretujada por las calzadas y
las aceras. El estrato más lento era el inferior, luego el medio, y por último el más rápido (que
caminaba sobre los hombros de los del medio y combinaba las tres velocidades). En los cruces,
las cosas se complicaban bastante, y algunas veces la gente se apilaba de a nueve. Pero los
nativos de la Tierra, los que todavía salían de las casas, aprendían rápidamente las técnicas de
los escandios.
Un terrestre conocido por sus opiniones extremistas, se había encaramado en uno de los
monumentos del parque, y empezó a arengar a la gente, terrestres y escandios. Truman Trux,
que quería oír, se las ingenió para conseguir un buen sitio de quinto nivel: se sentó sobre los
hombros de una bonita muchacha escandía, que a su vez estaba sentada sobre los hombros de
otra, y así sucesivamente hasta el primero.
— ¡Sois la plaga de la langosta! —aulló el fanático defensor de la Tierra—. ¡Nos habéis
dejado en la miseria!
— ¡Pobre hombre! —dijo la joven escandía que era el soporte de Truman—. Con seguridad
tiene unos pocos hijos y está amargado.
—Habéis devorado nuestro sustento, y nos habéis robado el aire mismo de nuestra vida.
Sois las langostas apocalípticas, la undécima plaga.
—Aquí tiene un amuleto de fertilidad para su mujer —dijo la muchacha escandía, y se lo
alcanzó a Truman—. Puede ser que no lo necesite todavía, pero consérvelo para el futuro. Es
para aquellos que tienen más de doce. La leyenda escandía dice: "¿Por qué parar ahora?", y es
muy eficaz.
—Gracias —dijo Truman—. Mi mujer tiene muchos talismanes regalados por ustedes,
buena gente, pero ninguno como éste. Tenemos un solo hijo, una niña.
—¡Qué pena! Aquí tiene un amuleto para su hijita. Nunca es demasiado temprano para que
empiece a usarlo.
—¡Destrucción, destrucción, destrucción sobre todos vosotros! —gritó el exaltado defensor
de la Tierra desde lo alto del monumento.
—Un verdadero adepto —dijo la joven escandía—. ¿A qué escuela de elocuencia
pertenece?
La multitud empezó dispersarse y a alejarse. Truman sintió que lo bajaban de un nivel a
otro.
—¿Va en alguna dirección particular? —le preguntó la joven escandía.
—Esta es buena —dijo Truman—. Por aquí vamos directamente hacia mi casa.
—Vaya, aquí hay un sitio casi despejado —dijo la muchacha—. En nuestro mundo uno
nunca encuentra nada semejante. —Habían descendido hasta el último nivel, y la joven
caminaba únicamente sobre los cuerpos horizontales de los que estaban descansando sobre el
césped.— Aquí hay una brecha entre los caminantes por la que podrá escurrirse. Bueno, hasta
ver.
—Hasta más ver, querrá decir —le corrigió Truman mientras bajaba de los hombros de la
muchacha.
—Eso es. Nunca puedo recordar esa parte.
¡Los escandios eran gente tan cordial!
El presidente Bar—John y una docena de otros regentes del mundo habían decidido que
era preciso recurrir a la violencia. Dada la promiscuidad en que vivían las poblaciones nativa y
escandía, era cuestión de emplear armas menores y medianas. El problema consistiría en reunir
a los escandios en espacios abiertos, pero el día señalado ellos mismos comenzaron a
congregarse en un millón de parques y plazas de la Tierra, lo cual les venía al dedillo a los
terrestres. Las unidades del ejército se apostaron por todas partes, y entraron en acción.
Los rifles empezaron a silbar, y las ametralladoras a tartamudear. Pero el efecto sobre los
escandios no fue el previsto.
En lugar de caer heridos, aclamaban las descargas alborozados.
—¡Y además pirotecnia! —exclamó un líder escandio, encaramándose al monumento de
uno de los parques—. ¡Qué honrados nos sentimos!
Pero aunque los escandios no caían bajo las balas, empezaban a disminuir numéricamente.
Estaban desapareciendo tan misteriosamente como habían aparecido una semana antes.
—Ahora nos vamos —dijo el líder escandio desde lo alto del monumento—. Hemos
disfrutado cada minuto de nuestra corta visita. ¡No desesperéis! ¡No os abandonaremos a vuestro
vacío! Nuestra delegación piloto volverá a nuestro mundo, y presentará su informe. Dentro de
una semana volveremos a visitaros en contingentes más numerosos. Os enseñaremos a
comprender la felicidad del contacto humano, la gloria de la fecundidad, la bendición de una
población adecuada. Os enseñaremos a llenar los horribles espacios vacíos de vuestro planeta.
Los escandios empezaban a ralear. Los últimos que quedaban se despedían alegremente
de los desconsolados amigos terrícolas.
—Volveremos —les decían mientras les ponían en las manos ávidas los últimos amuletos
de fecundidad—. Volveremos y os enseñaremos todo para que seáis tan felices como nosotros.
¡Feliz multiplicación para todos vosotros!
—¡Feliz multiplicación para vosotros! —gritaba la gente de la Tierra a los escandios que
continuaban desapareciendo. ¡Oh, qué solitario quedaría el mundo sin toda esa gente tan
encantadora! Con ellos se tenía la sensación de verdadera cercanía.
—¡Volveremos! —dijo el líder escandio, y desapareció del monumento—. Volveremos la
semana próxima y seremos muchos más —y entonces no quedó ninguno.
—... ¡la próxima vez traeremos a los niños! —llegó desde el cielo la última voz escandía,
atenuada por la distancia.