[Historia] 11 Septiembre, la Diada de la estupidez

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Crónica de un asalto anunciado

Crónica de un asalto anunciado

Los sitiadores entraron por las brechas abiertas junto a los baluartes del Portal Nou y de Santa Clara, en lugar de hacerlo por la intermedia y más grande Brecha Real, por temor a que estuviera minada. Una parte de los sitiados fueron sorprendidos apostados en la gran cortadura y no avisaron de inmediato. La razón de este error se debió, según el cronista y testigo austracista Francesc de Castellví (1726), a que el encargado de tener siempre las mechas encendidas, el capitán Perales, estaba ausente de su puesto desde hacía tres días. Al parecer, el origen de su marcha estaba en una discrepancia con el coronel Martí por un asunto de dos panes, que no le fueron entregados aunque correspondían a un oficial suyo que no estaba presente.

Era desde la cortadura desde donde debían lanzarse los cohetes de aviso para que los vigías apostados en el campanario de la Catedral tocasen campanas de señal de peligro y via fora al enemigo. El aviso a la población llegó cuando los borbónicos ya estaban dentro de la ciudad.

Casanova, el conseller en Cap, quiso la rendición

A pesar de esta dilación, los sitiados apostados en los distintos baluartes defendieron muy bien el tan esperado ataque borbónico. La noche anterior el teniente mariscal austracista Antonio de Villarroel, después de darse un paseo por la muralla dañada por el asedio, había advertido a las autoridades de la ciudad que el asalto era cuestión de horas. Ya no era comandante en jefe de las tropas. Una semana antes había propuesto a la Conferencia de los Tres Comunes de la Ciudad (Diputación del General o Generalitat, Consell de Cent y Brazo Militar) la necesidad de capitular, pero ni siquiera se pararon a oír sus argumentos profesionales. El 4 de septiembre la Junta de Gobierno decidió continuar la resistencia por amplísima mayoría, 24 frente a 4.


El Gobierno ordenó celebrar 500 misas para ayudar a que los barcos superasen los últimos obstáculos que iban a encontrarse

El historiador Sanpere y Miquel refirió en 1905 que en el dictamen fueron persuadidos por afamados eclesiásticos que les hicieron "creer ser imposición divina lo que era pura pasión ciega, de modo que toda aquella mañana les exhortaban a que creyesen que Dios misericordioso daría salida a aquellos trabajos". Rafael Casanova, Conseller en Cap, también era partidario de capitular, pero aceptó la decisión mayoritaria. Sin embargo, Villarroel se sintió desautorizado como jefe militar, dimitió y negoció su finiquito y su marcha de la ciudad, en cuanto llegasen las fragatas de Mallorca: "Quisiera morir con ellos, pero la honra me lo impide; no puedo capitanearles como Comandante, que esta defensa es más temeridad que valor, ni puedo imponerme el borrón de bárbaro, exponiendo tanto templo y tantas inocentes vidas". La providencia parecía jugar en su contra, la realidad en su favor.

En efecto, un pequeño barco mallorquín con provisiones y pólvora llegó el día 10. Sus marineros avisaron que por la noche arribaría un convoy con mucha más carga. Esta noticia fue recibida como una señal divina, un milagro que debía animar a la resistencia.

El Gobierno ordenó celebrar 500 misas para ayudar a que los barcos superasen los últimos obstáculos que iban a encontrarse, se expuso el Santísimo Sacramento en las iglesias alejadas de las brechas de los sitiadores, y tres dominicos predicaron con vehemencia para animar a los barceloneses a soportar la fatiga y el hambre como penitencia, porque así entrarían más embarcaciones en días sucesivos.

Histeria religiosa

Todo se medía según la histeria religiosa reinante. No en vano, las autoridades habían encontrado ya el 7 de septiembre al sustituto ideal de Villarroel, un buen profesional que fuese también un firme creyente en la cotidiana providencia. La Virgen de la Merced fue nombrada ese día jefe máximo de todas las tropas sitiadas y se le puso el Bastón del General Comando. Y para facilitar el ejercicio efectivo de su comandancia, se ideó un sencillo método de tras*misión de órdenes. Se pondrían en una urna diversos papeles con santos y señas para entrar en los baluartes y hacer relevos en las defensas.

Después de una misa, un niño sacaría uno de esos papeles, se lo daría a la progenitora de Dios, y a continuación el Conseller en Cap, Casanova, lo cogería y lo entregaría a los generales; y así se hizo hasta la madrugada del 11 de septiembre. Si no se entiende este extendido clima religioso, tan fanático como devoto, previo al asalto, no es posible comprender la actitud de una gran mayoría de las autoridades, de los militares y de buena parte de la sociedad barcelonesa antes y durante el 11 de septiembre. Son muchos los ejemplos de actos en favor de la resistencia y de la intervención divina antes del inicio del bloqueo, el 23 de julio de 1713, y que continuaron durante el asedio.

Como consecuencia del tratado de evacuación de 14 de marzo de ese año, acordado entre las potencias implicadas, y del posterior Convenio de L'Hospitalet, firmado por el representante imperial conde de Königsegg y el general borbónico marqués de Ceva Grimaldi el 22 de junio, se debía haber procedido a la salida de las tropas imperiales de Cataluña y a la entrega de Tarragona o Barcelona. Después de diez días decisivos con muchas discusiones, del 30 de junio al 9 de julio, la Junta de Brazos Generales de Cataluña rechazó ese tratado de evacuación y la Diputación del General llamó a la resistencia y a continuar la guerra contra Felipe V. Y para celebrar este acuerdo, las autoridades prepararon una peregrinación con trece doncellas desde Barcelona hasta Montserrat, a la que le siguieron procesiones de todas las comunidades religiosas desde sus iglesias a la Catedral. Continuaron sucesivas rogativas con públicas demostraciones de arrepentimiento "que movían a piedad a los más empedernidos corazones".

La inminente 'intervención divina'

Según Castellví, durante el asedio fueron diarias las procesiones en la ciudad, con una extraordinaria capacidad de convocatoria. Los vecinos asistían cada tarde a la catedral para participar en la que les llevaba hasta la pirámide de la Inmaculada Concepción instalada en el Borne, acompañados por jesuitas, dominicos, capuchinos y carmelitas. Durante el recorrido se cantaban misereres, letanías y oraciones en tono lúgubre, e iban "muchas doncellas de tierna edad y muchachos hasta de 13 y 14 años, vestidos de blanco, descalzos y con los cabellos sueltos, gritando con triste voz misericordia".

En una procesión organizada por agustinos hubo más de mil ochocientas doncellas y un número aún mayor de muchachos, además de muchísima gente en actitud suplicante y de arrepentimiento: "En fin -escribió el cronista-, no hubo acto de piedad en que no se ejercitaran los barceloneses. El silencio en las casas, los lamentos en las iglesias, la tristeza en las calles, daban indicios en todo de otra penitente y contrastada Nínive". Durante el asedio proliferaron también indicios 'sobrenaturales' en los que se podía percibir la inminente intervención divina que iba a cambiar el curso de los acontecimientos. Hasta la destrucción de imágenes por efecto de los ataques se explicaba como un milagro. Es conocido el caso de una bala de cañón que el 8 de agosto alcanzó una imagen de la Inmaculada Concepción en una capilla del Borne separándole los brazos, el milagro no fue otro que la Virgen había extendido sus brazos para proteger a los barceloneses.

Debieron ser muchos los vecinos que creyeron ciegamente en la victoria de los austracistas sobre los borbónicos, pronosticada por los predicadores más famosos de Barcelona. Llegaron a instalarse cuatro púlpitos permanentes en las cuatro principales plazas de la ciudad con el objetivo de mantener firme la convicción en la salvación. El triunfo final iba a venir gracias a la ayuda directa de la providencia divina ya que los catalanes eran el pueblo elegido por Dios para vencer.

Por ejemplo, en la plaza de las Yerbas el sexagenario dominico Torrens predicaba al pie de un modelo de estatua de la Virgen hasta tres veces al día, con mucha pasión. Incluso el mismo 11 de septiembre, y bajo el incesante ruido de balas y bombas, avisó de un inminente prodigio que iba a suceder para liberar a la ciudad. Hizo hasta tres novenas consecutivas seguidas de una procesión de penitentes con los pies desnudos invocando la tan esperada intervención divina que no terminaba de llegar. No es extraño que cuando las tropas borbónicas entraron se toparan con algunos predicadores que, crucifijo en mano, alentaban a los fieles con ademanes histéricos e histriónicos a sacrificar sus vidas por la defensa de la patria catalana, elegida por Dios.

Hasta la Coronela estaba amparada por la providencia. Esta milicia armada del municipio estaba formada sobre todo por artistas y artesanos y organizada en compañías, cada una de las cuales se denominaba según la correspondiente advocación. En un romance dedicado a esta fuerza militar se aludía a esa protección divina: "Compone seis crecidos batallones, que protegidos de santos y santas, jamás desmayan en afanes duros, ni al golpe fiero de las balas. Uno a la Trinidad omnipotente, otro a la Virgen de Mercedes progenitora, otro a la protomártir Santa Eulalia. Ampara al otro batallón Madrona, de Monjuich venerada en la Montaña, a otros defienden San Severo y San Narciso, con sus firmes varas".

Arrojar a los prisioneros

Como ha recordado Rosa Alabrús, la guerra de Sucesión fue una guerra religiosa, en las que unos y otros se aferraron a la divinidad hasta el fanatismo, que fue promovido por el clero de manera intensa. Aún más, durante el sitio los austracistas se dejaron conducir por el clero sobre todo de las órdenes religiosas. Los gobernantes acudían a la Junta de Teólogos o a asesores eclesiásticos ante decisiones políticas y militares delicadas. Cuando a principios de mayo de 1714 se recibió una propuesta de capitulación, la Conferencia de los Tres Comunes pidió al vicario general José Rifós una consulta popular vía confesionario, cuyo resultado contrario a la rendición fue comunicado a la Junta de Gobierno el 9 de mayo.

Entre los diversos consejos que les pedían a la Junta de Teólogos hubo hasta de carácter balístico. Con el objeto de responder al bombardeo borbónico, los gobernantes preguntaron si podían poner los prisioneros de guerra en un mortero y lanzarlos contra el enemigo, los teólogos contestaron que no podían aconsejar sobre ello, pero "era bo per haver-ho fet i no haver-ho dit". Todo apunta a que los 'heroicos defensores' llegaron a ejecutar esta práctica bélica que debió causar un enorme impacto entre la jovenlandesal de la cada vez más desmotivada y cansada tropa borbónica que fue, además, la que más bajas, entre muertos y heridos, tuvo durante todo el asedio, 10.000 frente a las 7.000 entre los austracistas.

Entre las distintas juntas para organizar el gobierno de la ciudad durante el asedio, destaca el papel integrista de la Junta de Moribus Reformandis. Ésta debía velar por la jovenlandesal de los barceloneses y evitar cualquier castigo divino que entorpeciera o retrasara la intervención divina en la salvación de los sitiados. Prohibieron la representación de comedias, los bailes públicos, los juegos de azar y algunas vestimentas de moda, impusieron separaciones a concubinos y desterraron a etnianos y alcahuetas.

Esta exaltación de la fe católica, barroca y contrarreformista, como signo de identidad de los barceloneses y, por extensión, de todos los catalanes y españoles no era nueva. Junto a las leyes y los privilegios, la historia común o la geografía, como elementos definidores de una patria o comunidad política, existió también una comunidad de santos y de lugares sagrados que convirtieron, en este caso, a Barcelona en territorio sacro. Para Xavier Torres, las raíces intelectuales de este patriotismo barroco "nunca fueron demasiado republicanas o ciceronianas. Por el contrario, la defensa de la libertad catalana fue siempre una defensa escolástica".

En el uso de las fuentes de carácter bíblico para la construcción del patriotismo catalán, destacó el símil entre Cataluña e Israel como pueblos elegidos por Dios. Uno de los textos clásicos de este incipiente nacionalcatolicismo catalán fue la Proclamación Católica de Gaspar Sala (1640) que, a pesar de ser prohibida dos veces por la Inquisición (1640 y 1655), tuvo una extraordinaria influencia y circulación hasta comienzos del siglo XVIII. Sala exaltaba el "culto a la fe católica de los catalanes" con numerosos ejemplos y reivindicaba el origen catalán de la Inquisición; además, se admiraba de la precoz, intensa e inmaculadista devoción catalana a la Virgen. Entre la publicística catalana, la Proclamación católica se convirtió en un impreso de culto, en un fundamento de la tradición catalana que tanto alentó y legitimó la resistencia de 1714. A nadie le extrañó que este y otros impresos similares circulasen después de los edictos de 1655, porque mientras no hubo conflicto a la vista, los inquisidores y demás autoridades siempre miraron para otro lado.


(Continúa en siguiente post)
 
Falsa imagen de idílica comunidad

Pero ni siquiera este febril catolicismo pudo ocultar -durante el asedio y el asalto- las duras y permanente críticas a la falsa imagen de una idílica comunidad de barceloneses, unida en el sufrimiento y con una verdadera economía jovenlandesal de la multitud. En la vida cotidiana la fractura de la sociedad era más que real. Frente a la pobreza y a la hambruna contra la que luchaban a diario la mayoría de los vecinos asediados, sobresalían las buenas condiciones materiales en las que vivían los canónigos de la Seo y las autoridades municipales, tan criticadas en algunos dietarios particulares. Ni siquiera la clase dirigente de la ciudad conocía bien cuál era el grado de especulación que ella misma hacía con los alimentos. Mientras debatían a primeros de septiembre de 1714 si capitular o no, acordaron hacer un gran registro en todos los conventos y casas y en un pregón se advertía a los especuladores de las rigurosas penas a las que podían ser condenados. La investigación llegaba tarde y se cerró en falso. Según Castellví, no se consiguió "ningún efecto, porque la penuria era extrema, y si alguna familia tenía algo reservado lo conservaba más escondido que el mayor avaro su tesoro".

Durante el verano, con un calor y un hambre insoportables, aumentaron las deserciones de militares austracistas y de civiles barceloneses que ya no podían aguantar más el asedio o el discurso y las acciones de la militarizada y confesional resistencia, o todos a un tiempo. La sociedad barcelonesa estaba ya profundamente fracturada. Jorge Próspero Verboom, el ingeniero de Felipe V que diseñó el asalto, escribió en su diario: "El día primero de septiembre, sea el hambre o el horror próximo que lo causan, se presentaron a nuestra contravalación más de 150 mujeres salidas de la plaza, las cuales se volvieron a enviar a ella, y por reparar que no entraron en ella, ya que pasaron toda la tarde y aun la noche en la campiña rasa, parece que la canalla de dentro no las quiere volver a admitir". La tierra de nadie, la otra Barcelona, empezó a estar cada vez más poblada.

Por esos mismos días y al margen de sus radicalizados dirigentes, se entablaron negociaciones oficiosas y puntuales de grupos de vecinos con militares borbónicos. Pero la mayor desesperación era el hambre, y el día 3 volvieron a salir más de 400 barceloneses, en su mayoría viejos, mujeres y niños, y se acercaron a la línea de contravalación donde les entregaron pedazos de pan y les obligaron a retornar a la ciudad, orden que no obedecieron todos. Según Castellví, el Gobierno de la ciudad había dado permiso a todos los viejos, mujeres y religiosos que quisiesen se pasasen al campo de los sitiadores, había que liberar tensiones ante el aumento de las protestas.

A estas salidas se sumaban las continuas deserciones que por ser tan numerosas esos primeros días de septiembre, dice Verboom, "ya no se cuenta el número de desertores". Con una sociedad dividida entre los opuestos a la resistencia -por opción dinástica o por mera supervivencia material- y los favorables -legitimados por el providencialismo divino y la defensa de los privilegios catalanes-, la militarizada Barcelona se enfrentó al asalto dividida y agotada. Cuando la noche del día 10 se mandó hacer un pregón para que todos los vecinos acudiesen a los lugares destinados, las mujeres gritaban : "¡Pan y todas iremos!".

Hasta el final los esfuerzos por reconstruir y mantener el ejército austracista en Cataluña fueron constantes, sobre todo después de la marcha de las tropas imperiales en junio de 1713. Bajo el mando de Antonio de Villarroel se reorganizaron los regimientos de infantería con muchos soldados austracistas que no siguieron al virrey Starhemberg, y se reordenaron los regimientos de caballería y el de artillería. A este núcleo duro se sumaron otras unidades como los miquelets y cinco regimientos de fusileros de montaña.

Además se organizaron otras compañías de infantería como la de Quietud (encargada del orden público en Barcelona), la de voluntarios de Aragón o la de los Pagesos de Sarriá, que acabaron dentro de la milicia urbana de la Coronela, clave en la defensa final. Los oficiales de esta milicia cobraban de las autoridades catalanas que también pagaban el armamento, mientras que los soldados y sus gastos (uniformes, adiestramiento, propinas por guardias, compensaciones a las viudas) lo aportaban los gremios. La formaba cualquier agremiado que tuviese entre 18 y 60 años, aunque podían eximirse del servicio pagando a un sustituto. Una práctica muy común, por ejemplo, entre los notarios que mandaban a los escribientes en lugar de ir ellos. El incremento de las hostilidades a partir de agosto de 1714 les hizo no solo hacer guardias en portales y baluartes sino también intervenir en todos los combates. Sin embargo, durante las últimas semanas la militarización gremial fue insuficiente para cubrir las necesidades de defensa de la ciudad, con lo que hubo que recurrir al somatén y a la movilización de todos los hombres, incluidos los clérigos y, de manera espontánea, mujeres y niños, muy útiles para montar barricadas.

Tensiones sociales y levas discriminatorias

Pero las tensiones sociales no se produjeron solamente por las levas discriminadas sino también por los modos de gestionar la guerra, tanto políticos como económicos. Fueron continuos los roces entre los principales consellers de la ciudad (Casanova y Feliu de la Peña) con el cada vez más poderoso Villarroel, que acabó por dimitir. Y frente a la inoperativa e incomunicada Generalitat se impuso la gestión del Consell de Cent. De hecho desde febrero de 1714 la nueva Junta General, la veintiquatrena de guerra, se convirtió en el poder fáctico y en un nido de comerciantes con intereses en el abastecimiento de la ciudad, entre los que sobresalió Sebastià Dalmau y sus familiares.

La reconstrucción de este ejército y la mejora de la muralla permitieron asegurar cierta capacidad de resistencia a corto plazo. Durante un año, de julio de 1713 a julio de 1714, Villarroel diseñó también un plan elástico y periférico que consiguió desestabilizar al ejército borbónico, comandado por el duque de Pópuli. Además de alentar una campaña en la Cataluña interior, inutilizó el bloqueo marítimo y mantuvo una defensa activa de Barcelona, para la que contó con 4.000 soldados regulares y con 4.700 milicianos de la Coronela. Se trataba de resistir a la espera de un cambio favorable en la situación internacional, que ocasionase la desintegración del ejército de las Dos Coronas (Felipe V y Luis XIV) o que produjese la anhelada intervención inglesa.

Pópuli fracasó en su objetivo de rendir Barcelona mediante el agotamiento o, desde abril de 1714, como consecuencia de los bombardeos. La ciudad resistía. El equilibrio se rompió cuando el impaciente Luis XIV envió 20.000 soldados de refuerzo, con la condición de que fuese el duque de Berwick el que tomase el mando general del sitio. Con su llegada el 6 de julio se impuso un cambio de estrategia, mucho más ofensiva y sobre todo más pragmática, al dar el visto bueno a la parte principal del proyecto de asalto del ingeniero de Felipe V, Jorge Próspero Verboom.

Se descartó un ataque a la fortaleza de Montjuïc, y todo el contingente militar y sus ofensivas se centraron en la zona oriental, entre los baluartes de Santa Clara y del Portal Nou, separados por una larga cortina de más 400 metros que iba ser rota por dos grandes brechas. Frente a la ciudad se concentraban 39.000 combatientes y el bloqueo del puerto se hizo efectivo con la presencia de barcos franceses. A partir del 10 de julio comenzó el verdadero y duro asedio de la ciudad. En los días sucesivos se trazaron tres paralelas a la muralla, cubiertas por baterías de artillería que martillearon constantemente a los sitiados. La respuesta de la defensa fue la construcción de una cortadura o gran trinchera tras la muralla y un constante bombardeo desde los baluartes a las labores de los zapadores enemigos.

El ejército de las Dos Coronas actuaría con una clara separación entre los dos sectores borbónicos, el español lo hizo al norte de la acequia de los molinos del Clot (Rec Comtal) y al sur se situaron los franceses, repartidos en distintos contingentes. El 12 de agosto se produjo el primer asalto con la voladura de la punta del baluarte del Portal Nou y el derrumbe de parte del de Santa Clara. El contraataque de los sitiados fue rápido y expulsó a los atacantes. La embestida del día siguiente también supuso una derrota para los borbónicos. La batalla fue cruenta.

Solo en unas horas los austracistas perdieron a 800 hombres y tuvieron 900 heridos y el ejército de las Dos Coronas sufrió 479 muertos y unos 1.000 heridos. Después de esta brutal carnicería a Berwick solo le cabía buscar el momento más idóneo para un asalto final con todas las garantías de éxito, pero tuvo que esperar tres semanas más. En la segunda quincena de agosto el foco de tensión se trasladó a la Cataluña interior donde se produjeron diversos enfrentamientos con los miqueletes y las tropas austracistas del marqués de Poal, que además intentó infructuosamente romper el asedio y terminó por retirarse a la fortaleza de Cardona, donde capituló el 18 de septiembre.

La hora del asalto

Mientras, los ingenieros borbónicos ampliaron el trazado de las paralelas hacia el mar con el objetivo de debilitar el baluarte de Levante y el reducto de Santa Eulalia, abriendo nuevas brechas para el asalto final. Todo estaba preparado, pero antes, el 3 de septiembre, Berwick dio un ultimátum para que se rindiese la ciudad y evitar un baño de sangre. Las autoridades rechazaron la propuesta y, como ya sabemos, Villarroel dimitió. Los bombardeos continuaron. El resultado de tantos meses, bajo una lluvia intermitente de bombas y balas, fue que casi una tercera parte de los edificios de la ciudad quedaron destruidos, sobre todo en el barrio de la Ribera.

Y el momento del asalto anunciado llegó en la madrugada del 11 de septiembre. El ataque fue simultáneo en las tres alas borbónicas. El ala derecha estaba compuesta en su mayoría por españoles, unos 4.300 soldados, y entraron por la brecha del baluarte del Portal Nou. El centro estaba compuesto por 8.600 soldados franceses que penetraron por la brecha de San Daniel con el objetivo de tomar el baluarte de Santa Clara. Y el ala izquierda, con 6.500 soldados franceses, entraron por la brecha de los Molinos, atacaron el baluarte de Levante y el reducto de Santa Eulalia.

Villarroel, que todavía no se había marchado de la ciudad, se incorporó a la defensa y en el Pla d'en Llull exhortó a combatir con estas significativas palabras: "Por nosotros y por toda la Nación Española peleamos". Fue Villarroel quien alentó a Casanova a sacar la bandera de Santa Eulalia, si se quería conseguir más gente para la defensa del baluarte de Sant Pere, que llegó a ser reconquistado once veces por los resistentes, pasando por bayoneta a los sitiadores que no se lanzaban al foso. En uno de esos avances fue herido Casanova cuando portaba la movilizadora y providencial bandera de la ciudad. Por su parte los diputados de la Generalitat decidieron sacar la de Sant Jordi, pero cuando se presentaron a las 8 de la mañana en el Borne con apenas gente detrás, el general Sans les pidió que, visto el escaso éxito de su convocatoria, lo mejor que podían hacer era ponerla a buen recaudo.

El combate se había convertido en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo en las calles y en las casas cercanas a la muralla de levante. Los francotiradores austracistas apostados en ventanas y azoteas fueron los causantes también de un gran número de heridos y muertos entre los borbónicos. Al final, el ejército vencedor fue el que más pérdidas humanas tuvo en el asalto, fueron 6.000 las bajas entre los borbónicos y unas 3.900 las de los austracistas, entre muertos y heridos.

Hacia las 8 de la mañana, y cuando todavía no habían acabado los contraataques, algunas autoridades reunidas en la casa de Gorgot junto al portal de Jonqueres, decidieron hacer una nueva llamada a toda la población a participar en la defensa, el pueblo no respondió. Mientras, Villarroel que había caído herido en el Borne hizo circular la conveniencia de capitular. El gobierno de la ciudad, los Tres Comunes, acordó a las 3 de la tarde 'consultar' al pueblo sobre qué hacer, si entregarse o resistir ante "la deplorable infelicidad de esta ciudad, con quien hoy reside la libertad de todo el Principado y de toda España".

Se hizo público el pregón en el portal de Sant Antoni y en las distintas defensas que en el interior de la ciudad esperaban parapetadas sobre qué hacer. El resultado de la consulta se sabría si después de una hora de oído el pregón no se presentaban defensores suficientes en la plaza de Jonqueres, Borne y Plaza de Palau para rechazar a los enemigos, "haciendo el último esfuerzo, esperando que Dios misericordioso mejorará la suerte". Aunque se advertía que si se capitulaba era "por no exponer a la más lamentable ruina esta ciudad, por no exponerla a un saco, general profanación de los sagrados templos y sacrificio de las mujeres, niños y personas religiosas". La capitulación estaba decidida, la farsa de la consulta era un canto de cisne del dictatorial modus operandi del republicanismo -militarizado e integrista- de los grupos dirigentes del ciudad.

Todavía, antes de acabar el fatídico día 11, hubo presiones de religiosos para que no se rindiese la ciudad. Según relata Castellví, a las 10 de la noche se presentaron en casa de Salvador Feliu de la Peña el vicario de Xiva y el padre Juan de Malaver para intentar evitar la rendición con la ayuda de Dios. Feliu contestó a Malaver: '¡Ya ve Padre, el estado en que nos han puesto las beatas y gentes que creímos de virtud!'. El clérigo respondió : '¿No cree que es el mismo Dios hoy que ayer, y que ahora lo puede hacer?'. El conseller le gritó: 'Sí, pero si no lo hace [ahora] luego no será ya tiempo', y en la puerta de su casa volvió a exclamar: '¡O Ciudad la más infeliz! ¡En qué estado te ha reducido la idolatría y la justicia de Dios!' Y se rasgó su ropón consular. Este simbólico y bíblico gesto, apócrifo o no, reflejaba no sólo la derrota de la opción austracista y el hundimiento de las instituciones catalanas, con sus constituciones y sus privilegios, significaba también un punto de inflexión en el fanatismo confesional y un largo paréntesis en el identitario. La victoria fue borbónica pero resultó históricamente nefasta.
 
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