Hablemos de Bertrand de Jouvenel: Raices aristocráticas de la libertad

Igualdad 7-2521

Madmaxista
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Las raíces aristocráticas de la libertad


¿Dónde está la libertad?

Desde hace dos siglos la está buscando nuestra sociedad europea, pero lo que ha encontrado ha sido la autoridad estatal más amplia, más fastidiosa, más pesada que nuestra civilización haya conocido jamás.

Cuando preguntamos dónde está la libertad, se nos muestra una papeleta de voto que indicaría que sobre la inmensa máquina que nos oprime tenemos un cierto derecho: en cuanto diez, veinte o treinta millonésima parte del soberano, perdidos en la inmensa multitud de nuestros conciudadanos, podemos, llegada la ocasión, concurrir a su puesta en marcha. Y en esto, se nos dice, consiste nuestra libertad. La perdemos cuando una única voluntad se apodera de la máquina: es la autocracia. La recobramos cuando se nos devuelve el derecho de darle en masa un impulso periódico: es la democracia.

¡Pura falacia! La libertad es algo muy distinto. Consiste en que nuestra voluntad no esté en modo alguno sujeta a otras voluntades humanas, sino que sea ella la única que rige nuestros actos, con la única limitación de respetar las bases indispensables de la convivencia.

La libertad no consiste en nuestra participación, más o menos ilusoria, en la soberanía absoluta del todo social sobre las partes, sino que es la soberanía directa, inmediata y concreta del hombre sobre sí mismo, que le permite e impone desplegar su personalidad, le confiere el dominio y la responsabilidad de su destino, le hace responsable de sus actos hacia el prójimo, dotado de un derecho igual que tiene que respetar —aquí interviene la justicia—, y hacia Dios cuyos mandamientos cumple o tras*grede.

La razón de que la libertad haya sido tan exaltada por los espíritus más elevados, precisamente como elemento de felicidad individual, es porque libera al hombre del papel de instrumento a que las voluntades de poder tienden siempre a reducirle, y porque consagra la dignidad de la persona.

¿A qué se debe el que tan elevadas intenciones se hayan perdido de vista completamente en el camino? ¿El que la participación en el gobierno, llamada impropiamente libertad política, cuando en realidad es uno de los medios de que el hombre dispone para garantizar su libertad contra la embestida permanente de la soberanía, le haya parecido más valiosa que la libertad misma? ¿El que le haya bastado esta participación en el Poder para secundar y suscitar las intromisiones del Estado, llevadas —gracias al concurso de la multitud— mucho más lejos de lo que habría podido llevarlas la monarquía absoluta?

El fenómeno sólo a primera vista es paradójico.[495] Se explica perfectamente si se tiene en cuenta el duelo milenario entre la soberanía y la libertad, entre el Poder y el hombre libre.

Sobre la libertad

La libertad no es, como suele suponerse, una invención moderna, sino que, por el contrario, la idea de la misma pertenece a nuestro más antiguo patrimonio intelectual.

Cuando hablamos el lenguaje de la libertad, hallamos naturalmente fórmulas elaboradas en un lejano pasado social, mucho antes de la aparición de la monarquía absoluta, que es propiamente el primero de los regímenes modernos y el que inició en beneficio del Poder la demolición de los derechos subjetivos. Cuando, por ejemplo, decimos que nadie debe ser encarcelado o desposeído de sus bienes sino en virtud de la ley vigente y de un juicio de sus iguales, estamos empleando los términos de la Carta Magna de Inglaterra.[496] 0 si queremos con Chatham afirmar la inviolabilidad del domicilio particular, rememoramos inconscientemente la imprecación de la antigua ley noruega: «Si el rey violare la casa de un hombre libre, todos se abalanzarán contra él para matarle.» Y asimismo cuando reclamamos el derecho a obrar conforme a nuestra voluntad, con la obligación en todo caso de responder del perjuicio causado (que es, por ejemplo, el sistema británico en materia de libertad de prensa), nos movemos en el espíritu del más antiguo derecho romano.

La idea que «instintivamente» nos formamos de la libertad es en realidad una reversión de la memoria colectiva a los tiempos del hombre libre, que no es, como el hombre natural, una mera construcción filosófica, sino que ha existido realmente en las sociedades no invadidas aún por el Poder. De él deriva nuestra concepción de los derechos individuales, aunque hayamos olvidado cómo esos derechos fueron consagrados y defendidos. Nos hemos acostumbrado de tal modo al Poder, que esperamos de él que nos los conceda. Pero en la historia el derecho de libertad no ha sido un acto de generosidad por parte del Poder, sino que tiene un origen muy distinto. Y la gran diferencia con nuestras ideas modernas radica en que este derecho no era general, basado en la atribución a cada hombre de una dignidad que el Poder debe por principio respetar. Era un derecho particular de algunos hombres, resultado de una dignidad que ellos hacían respetar. La libertad era un hecho que se afirmaba como derecho subjetivo.

Conviene tener en cuenta este tras*fondo histórico para plantear correctamente el problema de la libertad.

Los orígenes antiguos de la libertad

Encontramos la libertad en las más antiguas formaciones de los pueblos indoeuropeos que nos son conocidas.

Este derecho subjetivo pertenece concretamente a quienes poseen los medios para defenderlo, es decir a los miembros de aquellas familias poderosas que en cierto modo se hallan federadas para formar la sociedad. Quien pertenece a una de estas familias es libre, puesto que tiene «hermanos» que le defiendan o le venguen, capaces, si ha sido herido o muerto, de cercar con sus armas la casa del culpable, y capaces también de ponerse a su lado cuando es procesado.

Todas las formas más antiguas de procedimiento se explican por esta fuerte solidaridad familiar. Por ejemplo, la forma de citación judicial cuyo recuerdo se conserva en las «leyes de Alfredo»:[497] la aceptación del proceso se obtenía simulando un asalto a la casa del demandado, clara indicación de que al principio el proceso fue un recurso al arbitraje acordado para evitar el combate. Y también se explica que el proceso pudiera tomar la forma de un duelo de juramentos en el que triunfaba aquel que podía aportar mayor número de «conjurados» que pusieran su mano bajo la suya y jurasen con el,[498] verdadera prueba de fuerza en la que la familia más numerosa y más unida tenía que quedar victoriosa.

Fueron las familias celosas de su independencia, pero diligentes en la realización de empresas comunes, las que marcaron la pauta de las instituciones de la libertad. Reacias al principio a aceptar un jefe a no ser que las circunstancias lo hicieran necesario,[499] acabaron soportando un gobierno regular, al que sin embargo sólo las ligaba su expreso consentimiento. El Poder no tiene más autoridad, fuerzas y recursos que los que le otorgan los hombres libres reunidos en comunidad. La vida urbana va progresivamente desintegrando las gentes en familias reducidas, pero cuyo jefe conserva el espíritu de indómita independencia que presidió los comienzos de la sociedad, como lo prueba el derecho romano más antiguo, edificado sobre el principio de autonomía de la voluntad.[500]

El sistema de la libertad

Apenas concebimos que pueda mantenerse una sociedad en la que cada individuo sea juez y dueño de sus actos, y nuestra primera reacción es que allí donde no existe un Poder que dicte los comportamientos tiene que reinar el más espantoso desorden. La Roma patricia demuestra lo contrario. Ella nos ofrece el espectáculo de una gravedad y de una decencia que sólo se debilitaron al cabo de muchos siglos, mientras que el desorden se fue imponiendo al tiempo que proliferaban las reglamentaciones.

¿A qué se debe el que la autonomía de las voluntades no produjera lo que nos parece ser su fruto natural? La respuesta se condensa en tres palabras: responsabilidad, formas, costumbres.

Es cierto que el romano es libre de hacer todo lo que quiera. Pero también lo es que tiene que soportar las consecuencias de sus actos. ¿Ha respondido de una manera imprudente a la cuestión spondesne? Entonces se ha comprometido; no importa que se haya equivocado, que le hayan engañado, o incluso forzado: un hombre no se deja forzar: etiamsi coactus, attamen voluit.[501] Es libre; pero si, distraído, imprudente o atontado, prometió pagar una determinada cantidad y no puede pagarla, se convierte en esclavo de su acreedor.

Un mundo en el que se pagan tan caras las consecuencias de las propias faltas exige y forma caracteres viriles. Los hombres meditan sus acciones, y como para invitarles a la reflexión, cada acto se realiza bajo un aspecto solemne. Todo puede hacerse: vender al propio hijo o sustituirlo por un extraño como heredero; pero siempre hay que respetar las formas. Estas formas, que eran de un extremado rigor en el momento culminante de la República, hacen sentir a los hombres que sus decisiones, sus actos, son algo grave y solemne; dan a sus pasos un aire mesurado y majestuoso.[502] No hay duda que eso fue lo que más contribuyó a dar al Senado el aire de «una asamblea de reyes».

Finalmente, el factor esencial del orden social son las costumbres. El culto de los antepasados, impreso muy tempranamente en el alma por un padre venerado y temido;[503] una educación severa y uniforme,[504] la formación en común de los adolescentes[505] el espectáculo ya en la infancia de conductas que imponen respeto,[506] todo, en fin, induce al hombre libre a adoptar un cierto comportamiento. Y si fallara por debilidad o por capricho, la censura pública se cebaría en él, destrozaría su carrera e incluso podría llegar a privarle de su cualidad de hombre libre.

La lectura de Plutarco es tan fascinante precisamente porque sus personajes, desde el mejor al peor, muestran siempre una cierta nobleza en sus actitudes. No es extraño que hayan proporcionado a la tragedia casi todos sus héroes, puesto que ya en la vida estaban de algún modo en escena, formados para representar ciertos personajes y mantenidos en su papel por la exigente expectativa de los espectadores.

La opinión antigua, en la época culminante de la República, es la de una pequeña sociedad privilegiada, dispensada de los trabajos serviles y de las preocupaciones vulgares, alimentada con el relato de bellas acciones, en la que podía perderse para siempre la estima por una acción indigna. Digamos de pasada que los pensadores políticos del siglo XVIII confiaron a la opinión un papel tan importante precisamente porque se la representaron según estas evocaciones clásicas, sin caer en la cuenta de que la opinión que ellos tanto admiraban no era una opinión general y natural, sino la opinión de una clase cuidadosamente educada.

La libertad como sistema de clase

El sistema de la libertad descansaba enteramente sobre el postulado de que los hombres usarían su libertad de una cierta manera.

Este postulado no implicaba ningún supuesto sobre la naturaleza del hombre en sí. Tales especulaciones sólo aparecieron en el ocaso de la civilización griega y se introdujeron en Roma como importación del exterior. Se basaba en el hecho observable de que algunos hombres, los hombres de ciertas clases, en virtud de caracteres adquiridos y susceptibles de ser conservados, se comportan efectivamente de esta manera. El sistema de la libertad era viable por ellos y para ellos.

Era realmente un sistema de clase. Aquí está el foso que separa a la ciudad antigua del Estado moderno, al pensamiento antiguo del pensamiento moderno.

La expresión «hombre libre» no suena a nuestros oídos como sonaba a los de los antiguos. Para nosotros el énfasis se pone en «hombre». Aquí está la cualidad, y el adjetivo no es más que un complemento redundante que explicita una idea ya contenida en el vocablo principal. Por el contrario, para los romanos el énfasis se ponía en «libre» hasta el punto de que acoplaron nombre y adjetivo formando una sola palabra: ingenuus.[507]

El hombre libre es un hombre de una especie particular y, si seguimos a Aristóteles, de una naturaleza particular. Los privilegios de la libertad van ligados a esta naturaleza. Se pierde si el hombre la falsea. Y así ocurre, por ejemplo, cuando un romano se deja capturar en la guerra, o se hace notar por su infamia, o si, en busca de seguridad, se pone en manos» de otro hombre.

Los hombres libres en su conjunto son capaces de imponerse a otros y de ponerse de acuerdo entre sí, cifrando su orgullo a la vez en la majestad de su persona y en la de la ciudad. Tales hombres, ya sean espartanos o romanos, no se dejan dominar ni desde dentro ni desde fuera; el Poder que pretendiera extenderse encontraría en ellos una soberbia resistencia a sus intromisiones. Pero al mismo tiempo aportan a la disciplina y a la defensa de la sociedad un orgulloso y asiduo concurso.

Ellos son el alma de la república o, mejor dicho, son toda la república.

¿Y los otros?

Es curioso que nuestros filósofos de la Revolución hayan formado su concepción de una sociedad libre en referencia a sociedades en las que no todos los individuos eran libres, en las que la gran mayoría no lo eran. Y que no se hayan preguntado si los caracteres que tanto admiraban no estarían por ventura ligados a la existencia de una clase que no era libre. Rousseau, tan clarividente en tantas cosas, vio perfectamente esta dificultad: «¿Cómo? ¿Es que la libertad no se mantiene sino con el apoyo de la esclavitud? Es posible.»[508]

Libres, no libres, semilibres

El sistema de la libertad antigua descansaba en una diferenciación social chocante para la mentalidad moderna. Atenas contaba con cuatrocientos mil esclavos para una población de quince a veinte mil ciudadanos libres. Y aquello era la condición de esto; era necesario poder disponer de hombres-instrumento: «La utilidad de los animales domésticos es más o menos semejante, dice Aristóteles; tanto unos como otros nos ayudan con el concurso de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de la existencia.»[509] Sólo gracias a ellos tenían los hombres libres la posibilidad de elevarse a la verdadera condición humana, tal como la definía Cicerón: «Generalmente se emplea el nombre de hombre, pero en realidad sólo es hombre quien cultiva el conocimiento.»[510]

Pero aun así, la situación de Atenas en tiempos de Aristóteles y la de Roma en tiempos de Cicerón —una amplia clase de hombres libres apoyada sobre una masa de esclavos— es ya el resultado de un largo proceso de generalización de la libertad. En todo caso, en la época de mayor esplendor de la libertad no podía afirmarse que todo el que no era esclavo era libre. La plena libertad era entonces patrimonio de unos pocos, y la mayoría gozaba sólo de lo que Mommsen llama semi-libertad.

El pleno derecho civil y político fue al principio patrimonio de los eupátridas o patricios, miembros a la vez de las familias fundadoras o gentes y de las bandas guerreras cuya agrupación constituía la fuerza social y cuyo recuerdo se conservaba en las fratrías y las curias.[511]

Los plebeyos, ajenos a estos grupos, o que formaban parte de ellos sólo como clientes, no eran verdaderos ciudadanos y hombres libres.

Era natural que esta masa ejerciera una presión social sobre la aristocracia privilegiada en orden a generalizar el sistema de la libertad. Pero también alteró sus caracteres.

Para nosotros, a quienes la libertad no puede satisfacer si no es general, nada hay más grávido de enseñanzas que esta presión, sus formas y consecuencias, que, como veremos, no fueron precisamente las que se esperaban.

Incorporación y asimilación diferenciada

Se trata de un proceso sumamente complejo, sobre el que poco nos dicen los historiadores y del que aquí sólo trazaremos las líneas generales, que denominaremos incorporación, asimilación diferenciada y contra-organización.

Es cierto que en los comienzos de la historia romana se incluyó a familias enteras en el patriciado. Los autores nos hablan de ello en varias ocasiones; por ejemplo, con motivo de la anexión de Alba, las grandes gentes albanas fueron admitidas en pie de igualdad. Tales inclusiones no perjudicaban al sistema más de lo que podían perjudicarle las admisiones personales, frecuentes por la vía de la adopción. A los que ya tenían los hábitos de la libertad venían a sumarse globalmente quienes poseían hábitos semejantes, o individualmente quienes se entendía presentaban en su más alto grado los caracteres sociales acordes con la libertad. Las admisiones personales constituían un aflujo casi ininterrumpido que revigorizaba al patriciado. Las admisiones de familias, por el contrario, cesaron rápidamente.

El resultado fue que las familias selectas de la plebe, en lugar de venir a aumentar y fortificar al patriciado, permanecieron en la plebe, le proporcionaron sus jefes y sostuvieron una larga lucha política, a lo largo de la cual se fue consiguiendo progresivamente el acceso de los plebeyos a las distintas magistraturas. Estas familias, orgullosas de las magistraturas que desempeñaban, formaron con el patriciado una nueva clase dirigente: la nobilitas,
que presidió los destinos romanos en las horas más gloriosas.[512]

Los nuevos nobles, organizadores y beneficiarios de la presión popular, no pudieron traspasar sin debilitarse la barrera que se les oponía.

Durante estas luchas, la condición de la plebe fue cambiando. Conquistó derechos civiles y políticos.[513] No se trata en rigor de los derechos patricios, y esa es la razón de que hablemos de «asimilación diferenciada». Por ejemplo, la forma del matrimonio patricio, la confarreatio, está ligada a cultos puramente patricios; se precisa, pues, encontrar otras formas de matrimonio. Otro ejemplo: el testamento por anuncio solemne de las intenciones ante los comicia curiata no puede hacerlo el plebeyo, por lo que se inventa el testamento por venta simulada del patrimonio. Por lo demás, todas estas formas arbitradas para uso de la plebe son mucho más prácticas que las antiguas, que se irán abandonando incluso por los patricios.

El espíritu del derecho sufre un cambio. Mientras la sociedad estuvo fuertemente organizada en grupos particulares, cada uno de ellos presidido por un hombre de fuerte voluntad, con la disciplina que les proporcionaban sus creencias y costumbres, bastaba en cierto modo con vigilar los cruces en que podían producirse colisiones.

Pero las conductas resultan menos previsibles cuando se trata de una multitud cuyas voluntades están menos educadas. No se puede hacer soportar a caracteres débiles, que no han gozado antes de una entera autonomía jurídica, las crueles consecuencias de frecuentes errores. Se impone suavizar, humanizar el derecho. El poder público, y concretamente el pretor, tiene que proteger al individuo, y para ello multiplica las prescripciones.

No es esto todo. El derecho primitivo no necesitaba medios de coacción. El juicio era un arbitraje previamente aceptado. Sumner Maine ha observado la ausencia de sanción en los sistemas jurídicos más antiguos. Ahora, moviéndose en un círculo menos estrecho, la justicia actúa como soberana más bien que como mediadora. Necesita medios para ejecutar su voluntad.

La libertad, sometida ahora a los hábitos de un número mucho mayor, ha perdido algo de su temple y altivez primitivos. Pero sigue reinando, aunque ya se perfila el fenómeno que acabará con ella.

El avance del cesarismo

No es poco para el plebeyo haber adquirido los derechos civiles y políticos. No lo es para los caracteres firmes y los espíritus osados que puedan levantar el vuelo, fundar poderosas familias eclipsando a muchos patricios debilitados y agrupando en torno a sí una numerosa clientela.

Pero si no existe ya jurídicamente la plebe, sí existe una plebe de hecho. En la Roma convertida en señora del mundo la desigualdad de las condiciones adopta una forma muy diferente de la que presentaba en los tiempos en que los más orgullosos patricios no eran sino grandes campesinos. Se hacen enormes fortunas que la inviolabilidad de los derechos individuales protege tan eficazmente como protegía al campo primitivo.

Los hombres de la plebe acaban apreciando menos su libertad jurídica que su participación en el poder público. De la primera, ya sea por su incapacidad o por las circunstancias, apenas pueden servirse para mejorar su situación. Echarán entonces mano de la segunda, de la que harán un uso tal que acabará con la libertad misma, no sólo la suya propia sino también la de los poderosos que los oprimen. El tribunado y el plebiscito serán su doble instrumento.

Cuando el plebeyo carecía de derechos, obtuvo con la famosa retirada al monte Aventino la institución de tribunales inviolables, todo poderosos para protegerle y capaces de paralizar en beneficio propio todas las actuaciones del gobierno. Este poder tribunicio tiene un carácter arbitrario, necesario al principio para suplir la ausencia de derechos del plebeyo, por lo que era lógico que desapareciera una vez realizada la igualdad de derechos. Pero subsistió, apoyado por el Senado, que se sirvió hábilmente de él para frenar a los magistrados demasiado independientes y llegar a concentrar en sí mismo todo el poder público.[514]

El Senado permite que los tribunos reúnan a la plebe como si fuera una comunidad separada dentro del Estado, que le hagan votar resoluciones, plebiscita, que acaban adquiriendo la categoría de verdaderas leyes.[515] Leyes muy diferentes, por su contenido e intención, de las que antes presentaban los magistrados, con el consentimiento del Senado, y que formulaban principios generales. Los plebiscitos tribunicios, casi todos inspirados en las necesidades y pasiones del momento, chocan con frecuencia con los principios fundamentales del derecho.

De este modo se introduce en la sociedad romana la idea esencialmente errónea de que el poder legislativo es el poder de prescribir o de prohibir cualquier cosa. Se aclama ciegamente a quienquiera que haga una propuesta que parezca inmediatamente ventajosa, aun cuando sea subversiva de todas las condiciones permanentes del orden. Es el tribunado el que acostumbra al pueblo a la idea del salvador que endereza de un golpe la balanza social. De ahí saldrán Mario y César, y los emperadores podrán establecerse cómodamente sobre las ruinas de la República y de la libertad.

Y ¿quién será el que intente frenar este proceso? Hombres libres a la antigua usanza. El puñal de Bruto, tan ensalzado por los jacobinos, era un puñal aristocrático.

Condiciones de la libertad

La fin de la república romana puede atribuirse con idéntica razón tanto a la multitud como a los poderosos.

El sistema de la libertad civil y política fue viable en tanto se extendió a hombres que adoptaban sus costumbres.[516] Pero dejó de serlo cuando englobo a estratos para los que la libertad no representaba nada en comparación con el poder político, gente que nada esperaba de la primera y lo esperaba todo del segundo.

Tal fue la responsabilidad de la multitud, pero la de los poderosos no fue menor. Éstos no eran ya ciertamente los austeros patricios de otros tiempos, sino ávidos capitalistas enriquecidos por el pillaje de las provincias, por la ocupación ilegal de las tierras conquistadas, por la sórdida práctica de la usura; que llegaron a poseer, como un tal Cecilio Clodio, tres mil seiscientos pares de bueyes y doscientas cincuenta y siete mil cabezas de ganado; que adquirían los campos privados a medida que las ausencias militares arruinaban a los pequeños propietarios y —símbolo elocuente— dañaron de tal modo la tierra antes fértil, por la trashumancia de sus ejércitos de bueyes, que durante casi dos mil años quedará inútil para el cultivo.[517]

¡Cuánta razón tenía, pues, Tiberio Graco cuando quería limitar las grandes propiedades y multiplicar las pequeñas, apretando así los lazos ya peligrosamente flojos del orden social!

Apuntaba así a una verdad fundamental, lo que podríamos llamar el secreto de la libertad. Un régimen de libertad, es decir un régimen en el que los derechos subjetivos son inviolables, no puede mantenerse si la mayoría de los miembros de la sociedad, dotados de capacidad política, no se preocupan de mantener intangibles esos derechos. Ahora bien, ¿qué se precisa para ello? Que todos estos ciudadanos tengan intereses, si no de la misma amplitud, al menos de la misma naturaleza y de grados no excesivamente diferentes, y que se alegren de ver cómo esos intereses se hallan protegidos por los mismos derechos.

En los buenos tiempos de la República, los ciudadanos más afortunados habían podido predominar sin mayor inconveniente en las votaciones, del mismo modo que ocupaban los primeros puestos en el combate, ya que sus «grandes» intereses no diferían esencialmente de los intereses más pequeños de sus vecinos.

Pero esta armonía natural sólo podía mantenerse en tanto que las condiciones materiales formaran una serie ininterrumpida sin diferencias abismales. Tenía que destruirse, por el contrario, si en un extremo de la escala social se encontraba una masa indigente y en el otro una plutocracia insolente. Los derechos subjetivos, legítimos cuando amparaban una modesta propiedad quiritaria, resultaban odiosos cuando abrigaban una riqueza inmensa, al margen de los medios por los que se hubiera adquirido, de la magnitud que alcanzara y del uso que de ella se hiciera. Entonces la presión social se dirigió contra unos derechos individuales que habrían debido ser apreciados por todos los miembros de la comunidad política, pero que de hecho se habían convertido en un engaño para la mayoría, un abuso en manos de unos cuantos. De ahí que la mayoría se afanara en destruir esos derechos, con la consiguiente ruina de la libertad.

Las dos direcciones de la política popular

Es un error nefasto para la inteligencia histórica y para la construcción de la ciencia política confundir en una misma admiración a todos los que han «abrazado la causa popular», sin distinguir que existen dos modos de servirla, dos caminos por los que se puede encaminar a la sociedad.

Ambos parten de un mismo dato: una profunda disparidad entre el aspecto jurídico y el aspecto económico de la colectividad.

Mientras que en una primera fase la independencia económica, la autonomía práctica de la persona, se había ido generalizando al mismo paso que el derecho de libertad, e incluso la había precedido, en una segunda fase, por el contrario, esta independencia, esta autonomía, se va reduciendo, al tiempo que el derecho de libertad continúa extendiéndose a miembros de la sociedad que carecían de él (la admisión de los capite censi de Mario).

Sucede así que una gran masa de individuos, que aisladamente eran perversoss e impotentes, dispone colectivamente de una inmensa influencia en la cosa pública. Naturalmente, esta influencia es objeto de intrigas financieras de las facciones plutocráticas. Pero lógicamente acabará al fin en manos de los líderes populares.

Éstos pueden entonces proponerse dos líneas de acción. La primera es la de Tiberio Graco. Éste se da cuenta de que el espíritu civico, la voluntad de garantizar y defender en común intereses y sentimientos semejantes, se pierde a la vez por arriba y por abajo, ya que los capitalistas tienen demasiado que defender y los proletarios apenas nada. Quiere restablecer entre los ciudadanos una auténtica igualdad y la solidaridad que le va pareja, acabar al mismo tiempo con la existencia de una plutocracia y la de un proletariado, hacer que cada ciudadano sea efectivamente independiente y autónomo para que todos sean partidarios del sistema de la libertad.

Muy distinta es la segunda línea de acción, que Cayo Graco emprende impulsado por el fracaso de su hermano. Admite como hecho demostrado la monstruosa fuerza individual de los poderosos, así como la debilidad individual de la gente del pueblo, y se propone construir un poder público que administre los asuntos de la masa.

El contraste entre ambas políticas salta a la vista. Mientras que el mayor de los hermanos quiere que todo ciudadano sea propietario, el más joven hace aprobar una ley que atribuye a cada uno su ración de trigo a bajo precio, y muy pronto de manera gratuita.[518] Esta medida va en una dirección diametralmente opuesta al programa de Tiberio Graco. Mientras lo que éste quería era multiplicar el número de propietarios independientes, he aquí que afluyen a Roma los últimos que quedaban, atraídos por las distribuciones gratuitas.

En lugar de generalizarse la independencia concreta de los miembros de la sociedad, la mayoría de ellos se convierten en «clientes» del poder público.

Para poder desempeñar sus nuevas funciones, el Poder tiene que construir un cuerpo administrativo distinto. Es el principado, que muy pronto contará con sus funcionarios permanentes y sus cohortes pretorianas.

Existe verdaderamente una república cuando el Poder no se presenta como un ser concreto, con sus propios miembros; cuando los ciudadanos pueden ser casi indiferentemente llamados a gestionar temporalmente los intereses comunes que todos conciben de la misma manera; cuando nadie quiere aumentar las cargas que todos soportan.

Por el contrario, hay un Poder, un Estado en sentido moderno, cuando el divorcio de los intereses individuales es lo suficientemente profundo para que la debilidad del gran número tenga necesidad de un tutor permanente y todopoderoso que se preocupe de su protección, el cual, por necesidad, se comportará como dueño y señor.

Actualidad del problema

Acaso alguien nos reproche que nos ocupamos demasiado de la historia antigua. En realidad, se trata de problemas de la máxima actualidad.

Existe una notable correspondencia o analogía entre la historia de los dos hermanos Graco y los dos Roosevelt.

El primer Graco, consciente de que la independencia concreta de la mayoría de los ciudadanos es la condición de su estima de las instituciones de la libertad, se propone combatir a una plutocracia que convierte a los ciudadanos en asalariados dependientes. Pero fracasa por el mismo egoísmo ciego de los poderosos que causó la caída de Tiberio Graco.

Roosevelt acepta el hecho consumado, asume la defensa de los parados y de los débiles, construye, apoyado en los votos y para su inmediato provecho, un edificio de Poder que recuerda de manera sorprendente la obra de los primeros emperadores romanos. El derecho individual —escudo de cada uno convertido en baluarte de unos cuantos— debe inclinarse ante el derecho social.

Cuando se capta la esencia del fenómeno, la historia política de Europa recibe una especial luz. Dejemos a un lado la evolución de las repúblicas italianas que, desde el patriciado a la tiranía, reproduce exactamente el proceso romano. No son estas repúblicas sino las monarquías las que han formado los Estados modernos, imprimiéndoles sus caracteres indelebles.

En la oscuridad de los tiempos merovingios se distingue vagamente la existencia de una importante clase de hombres libres. Pero el torbellino de aquellos tiempos los arroja a la dependencia de hecho —que se convierte en dependencia de derecho— de poderosos señores. Podemos concebir los reinos de la alta Edad Media como especies de vastas repúblicas sin fuerte trabazón, en las que la ciudadanía sólo pertenece a algunos grandes.

Pero ya sabemos que las oportunidades de mantener las instituciones de la libertad dependen de la proporción de miembros de la sociedad políticamente activos que se benefician de ellas. Por eso no debemos sorprendernos de que los reyes encontraran tan amplios apoyos para sustituir con su autoridad unas libertades que no beneficiaban sino a unos pocos al tiempo que representaban una opresión para la mayoría.

Esta lucha entre la monarquía y la aristocracia confunde a todos los historiadores que sienten la íntima necesidad de tomar partido. Algunos se inclinarán por la labor autoritaria de la monarquía que libera a los individuos de la servidumbre feudal, tendencia que describe así Albert de Broglie:

Hemos tenido ya, incluso en muy alto lugar, teorías de la historia de Francia muy coherentes y bien trabadas, en las cuales los elementos formaban un todo maravilloso. Según estos constructores de sistemas, los dos principios que han presidido siempre al desarrollo de Francia son también la culminación de sus aspiraciones, la Igualdad y la Autoridad. La mayor medida de igualdad posible protegida por la mayor autoridad imaginable, he ahí el gobierno ideal para Francia. Es lo que la corona y el Tercer Estado han intentado conjuntamente a lo largo de nuestras agitaciones. Suprimir los rangos superiores que dominan a la burguesía, y al mismo tiempo las autoridades intermedias que entorpecen la acción del trono, alcanzar así una completa igualdad y un poder ilimitado, tal es la tendencia final y providencial de la historia de Francia.

Una democracia regia, como alguien ha dicho, o, con otras palabras, un amo pero nada de superiores, súbditos iguales y nada de ciudadanos, nada de privilegios, pero tampoco de derechos, tal es la constitución que nos conviene.[519]

Otros historiadores, por el contrario, entusiasmados por las instituciones libertarias y antiabsolutistas, admirarán la resistencia aristocrática a la construcción del absolutismo. Sismondi, por ejemplo, observa que en la Edad Media «todos los verdaderos progresos de la independencia del carácter, de la garantía de los derechos, del límite que la discusión fija a los caprichos y vicios del poder absoluto, se debieron a la aristocracia de nacimiento.»[520]

Sólo la escena inglesa deja de proponer al espíritu este dilema, y ello debido a las particularidades históricas que De Lolme ha destacado oportunamente. Allí, en efecto, la autoridad monárquica fue al principio bastante fuerte y la seguridad de los ciudadanos suficiente para que la amplia clase de los hombres libres no se redujera a una estrecha casta.

Mientras en Francia las ambiciones reprimidas y las actividades explotadas por la libertad opresiva de los poderosos se coaligan bajo la bandera de la soberanía regia, en Inglaterra las fuerzas políticas de lo que ya puede llamarse «clase media» se reúnen en torno a los señores, considerados como «grandes» hombres libres, bajo la bandera de la libertad.

Este fenómeno es de una importancia decisiva: durante siglos y para siglos ha formado personalidades políticas muy diferentes en la isla y en el continente.

Formación histórica de los caracteres nacionales

En un célebre pasaje, John St. Mill compara los temperamentos políticos de los pueblos francés y británico:

Existen dos inclinaciones muy diferentes en sí mismas, con algo en común en que ambas coinciden en la dirección que imprimen a los esfuerzos de los individuos y de las naciones: una es el deseo de mando, la otra es la da repelúsncia a soportar el mando. El predominio de una u otra de esas disposiciones en un pueblo es uno de los elementos más importantes de su historia.[521]

Amparándose en una simple precaución de estilo, Mill hace el proceso a los franceses, que sacrifican su libertad, explica, a la mínima, a la más ilusoria participación en el poder:

Hay pueblos en los que la pasión de gobernar a los demás sobrepasa de tal modo al deseo de independencia personal, que los hombres sacrifican de buena gana la sustancia de la libertad a la simple apariencia de poder. Cada uno de ellos, como el simple soldado en un ejército, abdica con gusto de su libertad personal de acción en manos de su general, con tal de que el ejército sea triunfante y victorioso y él pueda preciarse de ser miembro de un ejército conquistador, aunque la idea de la parte que haya de tocarle en el dominio del pueblo conquistado sea pura ilusión.

A semejante pueblo no le entusiasma un gobierno estrictamente limitado en sus poderes y atribuciones, condición indispensable para limitar sus intromisiones y para permitir que la mayor parte de las cosas se desarrollen por sí mismas sin que el gobierno tenga que asumir la parte de guardián o director. A sus ojos, quienes poseen la autoridad difícilmente pueden pensar que tienen demasiado poder, dado que la propia autoridad está abierta a la competencia general. En esa situación, un hombre preferirá en general la oportunidad (por más remota e improbable que sea) de ejercer alguna porción de poder sobre sus conciudadanos a la certeza, para él y para los demás, de que no se ejercerá sobre ellos un poder innecesario.

Tales son los elementos de un pueblo de buscadores de puestos, un pueblo en el que la política está determinada sobre todo por la caza a la colocación; en el que se cultiva la igualdad pero no la libertad; en el que las confrontaciones de los partidos políticos no son otra cosa que luchas para decidir si el derecho de mangonearlo todo pertenecerá a una clase o a otra (acaso a un grupo de hombres públicos en lugar de otros); en el que la idea que se tiene de democracia es simplemente la idea de hacer que las funciones públicas sean accesibles a todos y no a un pequeño grupo solamente; en el que, finalmente, cuanto más populares son las instituciones más numerosos son los puestos que se crean, y más monstruoso es el supergobierno que todos ejercen sobre cada uno, y el ejecutivo sobre todos.[522]

Por el contrario, el pueblo inglés, según nuestro autor, «se levanta animoso contra todo intento de ejercer sobre él un poder que no esté sancionado por una larga costumbre o por su propia opinión del derecho; pero se preocupa muy poco, en general, de ejercer el poder sobre los demás». A los ingleses les gusta poco ejercer el gobierno, pero tienen o una auténtica pasión, que no se percibe en ningún otro país, de resistir a la autoridad cuando sobrepasa los límites establecidos».[523]

En la medida en que estas dos imágenes nos parecen expresar una verdad, ¿cómo explicaríamos semejante contraste? Por los caracteres adquiridos a lo largo de dos evoluciones históricas muy diferentes. En su calidad de guías de la clase media, los aristócratas ingleses, desde la Carta Magna, la han asociado a su resistencia a las intromisiones del Poder. De donde el general apego a las garantías individuales, la afirmación de un derecho independiente del Poder y oponible al mismo.

En Francia, por el contrario, la clase media se agrupó en torno a la monarquía para luchar contra los privilegios. Las victorias de la legislación estatal sobre la costumbre fueron victorias populares.

Y así vemos cómo los dos países entran en la era democrática con disposiciones totalmente distintas.

En uno, el sistema de la libertad, un derecho de las personas de origen aristocrático, se extenderá progresivamente a todos. La libertad será un privilegio generalizado. Por eso no es exacto hablar de la democratización de Inglaterra; más correcto es decir que los derechos de la aristocracia se extendieron a la plebe. La intangibilidad del ciudadano británico es la del señor medieval.[524]

En Francia, en cambio, el sistema de autoridad, la máquina absolutista construida por la monarquía borbónica, caerá en manos del pueblo considerado en masa.

Por un lado, la democracia será la extensión a todos de una libertad individual dotada de garantías seculares; por otro, la atribución a todos de una soberanía armada de una omnipotencia secular y que sólo reconoce a los individuos como súbditos.

Por qué la democracia extiende los derechos del Poder y debilita las garantías individuales

Cuando el pueblo interviene como actor principal en la arena política, se encuentra con un terreno que durante siglos ha sido campo de batalla entre la monarquía y la aristocracia, una de las cuales formó los órganos ofensivos de la autoridad, mientras que la otra fortificó las instituciones defensivas de la libertad.

Según que el pueblo, durante su larga minoría, haya puesto sus esperanzas en la monarquía o en la aristocracia, colaborado a la extensión o a la limitación del Poder; según que su admiración se haya tradicionalmente orientado a los reyes que ahorcan a sus barones o a los barones que hacen retroceder a los reyes, unos hábitos firmes, unos sentimientos inveterados le llevarán a continuar la labor absolutista de la monarquía o la labor libertaria de la aristocracia.

De este modo vemos cómo la Revolución inglesa de 1689 apela a la Carta Magna, mientras que, bajo la Revolución francesa de 1789 se multiplican los elogios a Richelieu, consagrado como «montañeses y jacobino».

Pero incluso allí donde poderosos recuerdos orientan el esfuerzo popular hacia la garantía de los derechos individuales, parece inevitable su giro a favor del Poder; su aliento vendrá tarde o temprano a hinchar las velas de la soberanía.

Este giro se produce por las mismas causas cuya presencia hemos apreciado en Roma. Mientras el pueblo de hombres libres que participan en el poder público está integrado únicamente por personas que tengan intereses individuales que defender, y por consiguiente aprecien los derechos subjetivos, la libertad les parecerá preciosa y el Poder peligroso. Pero cuando este «pueblo político» está integrado por una mayoría de personas que nada tienen o creen tener que defender, y al que le da repelúsn las excesivas desigualdades de hecho, entonces se empieza a apreciar únicamente la facultad que la soberanía confiere para subvertir una estructura social inicua: es la hora del mesianismo del Poder.

Así lo entendieron Luis Napoleón, Bismarck y Disraeli. Estos grandes autoritarios comprendieron que, extendiendo el sufragio al mismo tiempo que se restringía la propiedad, preparaban con la apelación al pueblo el crecimiento del Poder. Era la política cesarista.

¡Qué insensato es remitir el juicio de los acontecimientos a la posteridad cuando los contemporáneos son a menudo mucho más clarividentes! Los de Napoleón III comprendieron perfectamente que no era ilógico instituir, por un lado, el sufragio universal y fomentar por otro la concentración de fortunas y la acentuación de la desigualdad social.[525]

Tres son las cosas que importan al cesarismo. La primera y más necesaria es que los miembros de la sociedad que de antiguo disfrutan de la libertad pierdan su crédito jovenlandesal y se vuelvan incapaces de comunicar a los que vienen a compartir esa libertad una actitud altiva ante el Poder. Tocqueville ha destacado el papel que a este respecto desempeñó en Francia la completa erradicación de la antigua nobleza:

Con la erradicación de la nobleza se ha privado a la nación de una porción necesaria de su substancia y causado a la libertad una herida que jamás se cerrará. Una clase que durante siglos ha estado en primera línea, que en este prolongado uso de la grandeza ha adquirido una cierta altivez de corazón, una confianza natural en sus fuerzas, un hábito de ser objeto de imitación que la convierte en el punto más resistente del cuerpo social, no sólo tiene costumbres viriles, sino que aumenta con su ejemplo la virilidad de las otras clases. Cuando se la extirpa, se enerva incluso a sus enemigos. Nada puede reemplazarla, y tampoco ella misma sería capaz de renacer; puede recuperar los títulos y los bienes, pero no el alma de sus mayores.[526]

El segundo factor que necesita el cesarismo es la aparición de una nueva clase de capitalistas, que no goza de autoridad jovenlandesal alguna y a la que su excesiva riqueza divorcia del resto de los ciudadanos. El tercer elemento, en fin, es la fusión de la fuerza política con la debilidad social en una amplia clase de dependientes.

De este modo, haciéndose cada vez más ricos y creyéndose por ello más poderosos, los «aristócratas» de la promoción capitalista, despertando el resentimiento de la sociedad, resultan incapaces de convertirse en sus líderes contra las incursiones del Poder, al tiempo que la debilidad popular busca naturalmente un recurso en la omnipotencia estatal.

Desaparece así el único obstáculo con que puede tropezarse la política cesarista: un movimiento de resistencia libertario emanando de ciudadanos que poseen unos derechos subjetivos que defender, guiados naturalmente por hombres eminentes a quienes designa su prestigio, sin que una insolente opulencia los descalifique.

[495] Ya fue previsto, concretamente por Benjamin Constant: «El reconocimiento abstracto de la soberanía del pueblo no aumenta en nada la suma de libertad de los individuos, y si se atribuye a esta soberania una latitud que no debe tener, la libertad puede perderse a pesar de ese principio, e incluso por ese principio.» B. Constant: «De la Souveraineté du Peuple», en Cours de Politique constitutionnelle, ed. Laboulaye, París 1872, t. I, p. 8.
[496] «Nullus liber horno capiatur vel imprisoneretur, disseisietur de libero tenemento suo nisi per legale judiciurn parium suorurn vel per legem terrae.»Por la misma época, en Francia, Mateo París escribe (1226): «Quod nullus de regno Francorum debuit ab aliquo jure sui spoliari, nisi per judicium parium suorum.»
[497] Véase Glasson, Histoire du Droit et des Institutions de l'Angleterre, París 1882, t. I, p. 240.
[498] Glasson, op. cit., p. 251.
[499] Véase Mommsen: «Los miembros de la comunidad (en la Roma más primitiva) se reunían para rechazar, agrupando sus fuerzas, al opresor extranjero, y se ayudaban los unos a los otros en caso de incendio; para esta defensa y esta ayuda se daban un jefe.»Fuera de este caso de necesidad, no había ninguna soberanía intra muros y «el jefe de la domus no podía al principio contar más que consigo mismo y los suyos y se hacía justicia a sí mismo.» Mommsen, Le Droit phial romain, t. I., tr. fr. de Duquesne, París 1907.
[500] «El derecho antiguo se basaba en el principio de la voluntad subjetiva. Según ese principio, el propio individuo es el fundamento y fuente de su derecho; es su propio legislador. Sus actos de disposición tienen, en la esfera de su poder, el mismo carácter que los del pueblo en la suya. En ambas partes son leges: allí leges privatae, aquí leges publicae; pero existe una completa identidad respecto al fundamento jurídico. En todo aquello que concierne a su casa y a sus intereses privados, el jefe de familia posee el mismo poder legislativo y judicial que el pueblo en lo que respecta a la generalidad de los ciudadanos. La idea que constituye la base del derecho privado antiguo es la idea de autonomía.»La lex publica sólo aporta restricciones al dominio de la legislación privada allí donde el interés de todos lo exige imperiosamente. Estas restricciones, comparadas con las del derecho posterior, son de muy poca importancia: se necesitaron siglos para destruir la concepción antigua y para disipar el correspondiente temor de restringir la libertad privada.» Ihering, L'Esprit du droit romain, ed. fr ., t. II, p. 147.
[501] Ihering, op. cit., t. II, pp. 296-297.
[502] «La más completa expansión de la era de la libertad marca también el reino del más severo rigor en la forma. La forma se relaje en su severidad al mismo tiempo que palidecía insensiblemente la libertad, y bajo las ruinas de ésta, cuando, bajo la presión continua del régimen cesáreo, se derrumbó completamente para siempre, desaparecieron también las formas y fórmulas del derecho antiguo. Esto es ya un hecho que debe llamar nuestra atención sobre cómo la forma desaparece precisamente en la época en que la voluntad se había instalado en el trono, afirmándose abiertamente y sin rebozo como principio supremo del derecho público. Más aún, la época de los emperadores bizantinos, la oración fúnebre con que acompañaron la desaparición de la forma, la aversión y el desprecio que le demostraron, nos permitirá tocar con la mano la relación que existe entre la libertad y la forma.»Enemiga jurada de la arbitrariedad, la forma es la hermana gemela de la libertad. La forma es, en efecto, el freno que detiene los intentos de aquellos a quienes la libertad arrastra a la licencia: ella dirige la libertad, la contiene y protege. Las formas fijas son escuela de disciplina y orden, y por tanto de libertad; son un baluarte contra los ataques exteriores; pueden romperse, pero no plegarse. El pueblo que profesa el verdadero culto de la libertad comprende por instinto el valor de la forma, siente que no es un yugo exterior, sino el apoyo y sostén de su libertad.» Ihering, op. cit., t. III, pp. 157-158.
[503] Ejemplos que todavía hoy pueden observarse demuestran lo mucho que el culto a los antepasados disciplina a una sociedad:«Entre los fangos, la permanencia y la uniformidad del alma común son aseguradas por el sentimiento más patriarcal de toda el África tropical. La sombra de los antepasados se cierne sobre todo ese pueblo tan interesante en tantos aspectos; impone a cada una de sus tribus tradiciones tras*mitidas oralmente a través de generaciones; les comunica el respeto sagrado de los actos más destacados y una especie de disciplina a la vez individual y social. No hay duda de que a esta lejana tradición, a esta religión familiar, debe el pahuin lo mejor de su fuerza jovenlandesal y su incansable tenacidad.«El culto a los antepasados da a cada uno de estos grupos sociales la cohesión que les niega la ausencia de toda organización política. La alta tasa de natalidad de este pueblo, su lento triunfo sobre sus vecinos, su expansión invencible, su ruda originalidad, demostrarían, si no fuera redundante, el enorme poder que una fe común confiere a las asociaciones humanas.» A. Cureau, Les Sociétés primitives de l'Afrique équatoriale, París 1912, pp. 337-338.
[504] La educación es el factor esencial para el mantenimiento de las costumbres en una sociedad aristocrática. No les falta razón a los ingleses cuando destacan la importancia «de los campos de deportes de Eton».
[505] Así la institución griega de la efebia: «A los dieciocho años, la república toma a los jóvenes y los entrega a sus maestros; éstos serán tal vez estrategas, arcontes, pritanes; se les somete a un noviciado político. El colegio no es sólo una escuela de filosofía y de retórica, un gimnasio o una asociación religiosa; es, ante todo y sobre todo, una institución en la que se aprende a convertirse en ciudadano; sus caracteres son tan numerosos como complejos y variados son los deberes del ateniense. El ateniense es soldado, habla y vota en las asambleas, hace y deroga las leyes; los cultos de la patria han de ser celebrados por él con una rigurosa exactitud, es un deber que la política y la religión le imponen; es de condición libre, por lo que es necesario que tenga las cualidades que le distingan de los esclavos, que conozca a los poetas cuyas obras son parte del patrimonio sagrado legado por el pasado, depósito de las tradiciones antiguas, homenajes consagrados a los dioses y a los grandes hechos de los antepasados; debe ejercitarse en las artes, sin las cuales la vida ateniense no existiría, en la gimnasia, en la música sobre todo; tiene que realizar el ideal cuyos caracteres describió Aristóteles al trazar el perfil del ciudadano de una ciudad libre, salido como Helena de los inmortales, nacido por la gracia de los dioses, para todas las distinciones del pensamiento y de los sentimientos. Así debe ser el ateniense, así será el efebo.» Albert Dumont, Essai sur l'Ephébie attique, t.I, París 1876, p. 7.
[506] Con el fin de impresionar las jóvenes imaginaciones, los senadores llevaban a sus hijos a las sesiones. Es lógico que, para producir el efecto deseado, éstas tenían que ser muy distintas de nuestros debates parlamentarios.
[507] Durante la alta Edad Media, el término que denotaba la libertad precedía al otro: liber homo.
[508] Contrato social, libro III, cap. XV.
[509] Aristóteles, Política, libro I, cap. II.
[510] Cicerón, República, p. 30 de la trad. Villemain, ed. de 1859.
[511] Sobre el verdadero carácter de las curias, véase especialmente Vasilii Sinaiski, La Cité quiritaire. De l'origine de l'Histoire agraire. De l'Histoire du droit de la Rome ancienne et de ses Institutions religieuses et guerriéres, Riga 1923, y La Cité populaire considérée au point de vue de la Cité quiritaire, Riga 1924. «La curia, dice Sinaiski, era en realidad una sociedad de hombres valientes y armados. Era un grupo de guerreros, ligados por sentimientos comunes.» La Cite quiritaire, p. 17. Un quirite, un hombre libre, es miembro de estos grupos.
[512] Cómo pudo producirse esta alteración progresiva del personal dirigente sin que se alterara esencialmente su espíritu, lo ha expuesto Villemain con feliz expresión:«El gobierno de Roma fue al principio un privilegio y casi un misterio, concentrado en manos de un pequeño número de familias que reunían la posesión de todos los cargos públicos, la magistratura, el sacerdocio, la ciencia exclusiva de las leyes y de los ritos religiosos. Aunque el tiempo abrió algunas brechas en este mundo y aunque la mayor parte de las barreras que cerraban la entrada a este poder aristocrático fueran sucesivamente levantadas por fortunas y ambiciones nuevas, sin embargo tendía siempre a restablecerse; se fortificaba con lo que cedía; se enriquecía con sus derrotas, incorporando, infundiéndoles sus máximas, a los grandes hombres que la ola de las leyes populares llevaba a su seno. Esta confarreación misteriosa que vinculaba antiguamente a todos los miembros de las familias patricias fue substituida por una ambiciosa confederación de dignidades, riquezas y talentos. Cuando el monopolio de las supersticiones augurales, que ella conservó durante tanto tiempo, perdió su poder, ella conservó la ciencia exclusiva de los intereses del Estado, que se fueron haciendo cada día más complejos, más numerosos, más impenetrables a la masa, en razón de la propia magnitud de las empresas y prosperidades públicas.» Villemain, Introducción a la traducción de la República de Cicerón, ed. de 1858, p. XVII. Puede apostarse que Villemain pensaba también en Inglaterra.Pero esta bella página tal vez minimiza la tras*formación realizada en la clase dirigente. Una cosa es que se abriera a los que tenían con ella afinidades naturales, y otra que fuera invadida por quienes forzaban su entrada negando el principio en que descansaba.
[513] «La plebe adquirió el derecho de ciudadanía por fracciones. La adquisición del derecho de familia y del derecho patrimonial, la del derecho de llevar armas, la de la plena capacidad de comparecer ante la justicia, del derecho de voto, del connubium, la del derecho a las magistraturas y a los sacerdocios, fueron las distintas fases de esta evolución, y en su mayor parte no tuvieron lugar en virtud de un acto aislado un año determinado.» Mommsen, Manuel des Antiquités romaines, ed. fr ., vol. VI, parte primera, París 1887, p. 74.
[514] «La tras*formación por la que el arma tribunicia, dirigida en su origen contra la nobleza de nacimiento, la empleó luego, tras haber pasado por las manos de la nueva nobleza de magistrados, el Senado contra la magistratura, y más tarde sirvió también a la monarquía naciente contra el poder del Senado, pertenece más a la historia que al derecho público. Esta institución extraña, surgida no de las necesidades prácticas, sino de las tendencias políticas, carente de toda competencia positiva y creada solamente para la negación, podía servir a uno u otro partido según las circunstancias, y efectivamente sirvió sucesivamente a todos y contra todos. Una de las ironías justificadas del espíritu que rige al mundo ha sido que el poder tribunicio, revolucionario en su base más íntima, acabó convirtiéndose en el asiento jurídico de la monarquía.» Mommsen, op. cit., ed. fr., t. III, p. 355.
[515] Para ello era preciso que antes tuviera el consentimiento del Senado. Pero al fin ese consentimiento dejó de ser necesario, y lo que la plebe votaba se convertía en ley.
[516] Rousseau lo subrayó en un pasaje que los divulgadores de su pensamiento suelen pasar por alto. Dirigiéndose a los polacos, escribe:«Comprendo las dificultades del proyecto de libertar a vuestros pueblos. Lo que yo temo no es solamente el interés mal entendido, el amor propio y los prejuicios de los señores. Vencido este obstáculo, temería los vicios y las cobardías de los siervos. La libertad es un alimento suculento pero de difícil digestión, se necesitan estómagos muy sanos para soportarlo.«Me río de esos pueblos envilecidos que, dejándose sublevar por conjurados, se atreven a hablar de libertad sin tener siquiera idea de ella, y con el corazón lleno de todos los vicios de los esclavos, se imaginan que para ser libres basta con ser revoltosos.»¡Altiva y santa libertad! Si estas pobres gentes pudieran conocerte, sabrían a qué precio se te adquiere y se te conserva; si comprendieran cuánto más austeras son las leyes que duro es el yugo de los tiranos, sus débiles almas, esclavas de pasiones que habría que ahogar, te temerían cien veces más que a la servidumbre, te huirían con horror como un peso dispuesto a aplastarlas.»
[517] Véase Alb. Grenier, «La tras*humance des Troupeaux en Italie», en Mélanges d'Archéologie et d'Histoire, 1905, p. 30.
[518] Ley de P. Clodio del año 58 antes de Cristo.
[519] Artículo publicado en la Revue des Deux Mondes el 15 de enero de 1854, citado por Proudhon, De la justice dans la Révolution et dans l'Eglise.
[520] Sismondi, Études sur les Constitutions des Peuples libres, París 1836, pp. 315-316.
[521] J.St. Mill, Le gouvernement représentatif, trad. Dupont-White, París 1865, p. 95.
[522] J.St. Mill, op. cit., pp. 95-96.
[523] J.St. Mill, op. cit., pp. 96-97.
[524] Incluso en nuestros días, sin embargo, se ha comprendido que si bien todos tienen que disfrutar de la libertad aristocrática, no todos son igualmente capaces de mantener sus condiciones. D.-H. Lawrence ha expresado con energía las creencias inconfesadas pero profundas que reinaban no hace mucho tiempo:«Somors era inglés por la sangre y la educación y, aunque no tuvo antecedentes, sabía que era uno de los miembros responsables de la sociedad, frente a los innumerables irresponsables. En la vieja Inglaterra, cultivada y jovenlandesal, había una distinción radical entre los miembros responsables de la sociedad y los irresponsables.» D.-H. Lawrence, Kangouroo, tr. fr., p. 26.
[525] Se podía escribir ya en 1869: «Bancos, sociedades de crédito, compañías navieras, ferrocarriles, grandes fábricas, empresas metalúrgicas, de gas, sociedades de cierta importancia, se hallan concentradas en las manos de ciento ochenta y tres (183) individuos.«Estos ciento ochenta y tres personajes disponen de un modo absoluto de los capitales que dirigen, representan más de veinte millares de millones de acciones y de obligaciones emitidas, es decir lo más saneado de la fortuna pública, y principalmente de todos los grandes conglomerados industriales a través de los cuales se ve obligado a pasar el resto de la producción llamada libre.»Como se ve, el fenómeno es más antiguo de lo que se piensa. El autor citado considera que su desarrollo se aceleró notablemente después de la revolución del 48. Véase F. Duchesne, L'Empire industriel. Histoire critique des Concessions financreres et industrielles du Second Empire, París 1869.
[526] Tocqueville, L'ancien Régime et la Révolution, p. 165.

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