El soldado más duro del Oeste
DOMINGO MARCHENA
El general de brigada Guy V. Henry murió a las 3.50 horas del viernes 27 de octubre de 1899 en su casa de la avenida Madison, 139, Nueva York. Hijo de un militar, nació en Fort Smith, Territorio Indio (ahora Arkansas) en 1839 y pasó toda su vida en el ejército. Falleció por una neumonía que se desarrolló a partir de un resfriado que contrajo nueve días atrás. Tenía 60 años. Muchos creían hasta entonces que era inmortal.
La vida de Guy V. Henry pide a gritos más dedicación de los biógrafos. A excepción de algunos opúsculos y memorias descatalogadas, solo sabemos de él gracias a breves referencias de historiadores como Evans S. Connell o Stephen E. Ambrose, autores, respectivamente, de dos libros apasionantes: Custer, la masacre del 7.º de Caballería (Ariel) y Caballo Loco y Custer, vidas paralelas de dos guerreros americanos (Turner).
John Finerty y Mark Kellogg
University of Oklahoma
Marcus R. Erlandson, uno de sus escasos estudiosos, denuncia en A Study in Military Leadership que la historia lo ha olvidado. Siempre nos quedará la hemeroteca. The New York Times le dedicó el 28 y el 29 de octubre de 1899 un amplio obituario. Pioneros de las crónicas de guerra lo retrataron muchos años antes, durante las campañas contra Caballo Loco y Toro Sentado, los caudillos que tomaron el relevo de Nube Roja.
Entre aquellos reporteros hubo nombres legendarios, como John Finerty, del Chicago Tribune, que combatió por la Unión, se pasó al periodismo, llegó a congresista y publicó Reports the Sioux War (University of Oklahoma Press). O como Mark Kellogg, de Associated Press, un mártir del periodismo incrustado: conoció antes que nadie la debacle del general Custer, pero no la publicó; él fue otro de los muertos aquel día.
Un retrato del general
US Army Heritage
Otro de los oficiales de la campaña contra las últimas tribus libres de las llanuras fue Guy V. Henry. Que juzgue el lector si hemos exagerado cuando reclamamos que su vida merezca la atención urgente de los biógrafos. Su padre, William Seton Henry, participó en la guerra contra México y él, en la guerra de Secesión, las luchas contra los indios y el encontronazo con España en Filipinas, Cuba y Puerto Rico.
Fueron, sin embargo, las guerras indias las que le dieron fama y cimentaron su apodo de Fighting Guy, Guy el Luchador. Ya antes había dado pruebas de su arrojo, como en Cold Harbor, Virgina, el 1 de junio de 1864, cuando dirigió los ataques del 40.º de Voluntarios de Massachusetts contra las posiciones fortificadas del ejército de Robert E. Lee. Hasta dos veces tuvo que cambiar de montura porque mataron a sus caballos.
George Armstrong Custer, en 1868
Library of Congress
Recibió por esa acción en la guerra civil la Medalla de Honor, la mayor distinción del ejército de Estados Unidos, que concede el presidente en nombre del Congreso. Pero si en algún lugar nuestro personaje demostró que era duro de pelar fue en el Oeste en 1876, el año de Little Bighorn, de la muertes de Custer y de 268 hombres del 7.º de Caballería (incluido Mark Kellogg, que para su desgracia coprotagonizó la exclusiva de su carrera).
Historia y lenguaje
¿Batallas o masacres?
El novelista y nativo americano Sherman Alexie, de la etnia Spokane-Coeur d'Alene, denuncia el doble rasero del lenguaje. Él y otros intelectuales critican que vergonzosas matanzas aparezcan en muchos libros de historia como batallas. Es el caso, entre otras muchas, de la batalla del Washita, de 1868, cuando el 7.º de Caballería de Custer atacó un poblado cheyene pacífico y causó una carnicería entre gentes que consideraban amigos a los blancos. Solo si había pelea y la victoria se inclinaba del lado indio, las batallas eran masacres, como pasó en Little Bighorn, la némesis del propio Custer.
El 27 de octubre de 1899, cuando falleció de verdad, el general Henry fue enterrado en la sección 2 del cementerio nacional de Arlington, en Virginia, donde no se sepulta a cualquiera. Aquí descansan también, por ejemplo, los hermanos John y Robert F. Kennedy. Pero la tumba donde reposa no es la primera que se abría para él. Ya le habían excavado una el 17 de junio de 1876 en un agreste rincón de Montana, cerca de Wyoming.
Allí, en el valle del Rosebud, las tropas del general Crook se enfrentaron a un millar de guerreros sioux, cheyenes y arapahoes. El combate acabó en tablas, pero el ejército debería aprendido la lección. Esta vez no se enfrentaba a un poblado disperso y desprevenido, sino a una formidable alianza. Ese fue el error que le costó la vida a Custer una semana después, cuando se dio de bruces con el campamento al completo.
Durante el combate del Rosebud el entonces coronel Guy V. Henry recibió un balazo que le atravesó las mejillas y le destrozó un nervio óptico. Se mantuvo como pudo sobre la silla y siguió animando a sus tropas mientras la sangre le salía a borbotones de los agujeros de entrada y salida de la bala. Cuando no pudo más se desplomó y se aplastó la nariz en la caída. Aquella misma noche, sus hombres comenzaron a excavar su fosa.
Otros dos retratos suyos
US Army Heritage
Nadie daba un céntimo por su vida. Un capitán fue a despedirse de él, mientras al fondo se escuchaban las paletadas de tierra. Todavía no había comprobado que Fighting Guy era de acero. "Los médicos me acaban de decir que me voy a morir, pero no pienso hacerles caso”, le espetó. Otro deudo apenado que acudió a presentarle sus respetos fue el corresponsal John Finerty, a quien le dijo: “Tranquilo, Jack, son gajes del oficio”.
Para sorpresa de todos, el muerto seguía bien vivo a la mañana siguiente. Lo sacaron del valle en una camilla de mulas. Los palos eran demasiado cortos y de vez en cuando la segunda acémila golpeaba con el hocico la cabeza del herido. Para remediarlo, invirtieron la posición del paciente, con el riesgo de que ahora la primera mula le reventara los sesos de una coz. De hecho, la mula le coceó, pero ni eso acabó con él.
Arriba (foto de 1945), una camilla como las del Oeste; abajo, el sistema indio
WC
Si los soldados hubieran preguntado a sus exploradores shoshones y crows cómo trasladar al herido, les hubieran aconsejado que hicieran una traílla con dos palos cruzados o en paralelo y arrastrados por un único animal. El sistema de los nativos habría impedido un viaje tan accidentado y penoso. Pero como nadie les pidió su opinión, los indios se limitaron a callar y a hacer apuestas sobre cuándo se produciría la fin.
Para acabarlo de redondear, uno de los bastidores de la camilla se desprendió durante el traslado y el coronel se despeñó por la ladera. Fue golpeándose de piedra en piedra hasta estamparse seis metros más abajo contra un saliente de rocas. Cuando lo rescataron, estaba inconsciente y ahora sí que el fin parecía inmediato. En cuanto se recuperó, abrió un poquito los labios. Parecía que iba a expirar, pero no. Musitó: “Estoy bien. Gracias”.
Un retrato de juventud y otro de madurez, con la señal del balazo
US Army Heritage
Aunque suena ridículamente tragicómico, así fue como sucedió. Los hombres y mujeres de la frontera, tanto los primeros pobladores americanos como los invasores blancos, estaban hechos de otra pasta. Evans S. Connell (1924-2013), uno de los historiadores que más se ha detenido en este incidente, aunque siempre de pasada, dice que “una sola de las penalidades del coronel hubiera eliminado a un regimiento. No a él”.
Sobrevivió a las infecciones, a los traqueteos del viaje y a la llegada al primer asentamiento civilizado, Mecidine Bow, un pueblo del condado de Carbon, en Wyoming. Era el 4 de julio, la fiesta de la declaración de la independencia. Todos estaban borrachos y disparaban sus armas al aire. Los festejos casi lo dan el pasaporte. Una bala perdida pasó silbando junto a su cabeza…
La lápida del general y de su esposa en Arlington
WC
Los cirujanos del ejército se pusieron manos a la obra, experimentando todos los días con sus heridas en un hospital militar de California. “Ni así lograron matarlo”, concluye Evans S. Connell. A raíz del tiro del Rosebud, quedó desfigurado y temporalmente ciego. Aunque también perdió la visión en el único ojo no afectado por el balazo, logró recuperarla. Fue un milagro. Uno más. Y aún le quedaban batallas por librar.
Durante la guerra contra España, ya ascendido a general de brigada, combatió en Cuba. Fue nombrado gobernador militar de Puerto Rico, donde también luchó, en cuanto la isla pasó a manos de Estados Unidos. En mayo de 1899 regresó a Nueva York. En octubre lo designaron responsable del departamento de Misuri. Iba a partir a Omaha cuando empezó a encontrarse mal. “Tranquila, es un simple resfriado”, le diría a su mujer…
DOMINGO MARCHENA
El soldado más duro del Oeste
El soldado más duro de pelar del Oeste El general de brigada Guy V. Henry que intervino en todas las guerras de EE.UU. de la segunda mitad del siglo XIX
www.lavanguardia.com
El general de brigada Guy V. Henry murió a las 3.50 horas del viernes 27 de octubre de 1899 en su casa de la avenida Madison, 139, Nueva York. Hijo de un militar, nació en Fort Smith, Territorio Indio (ahora Arkansas) en 1839 y pasó toda su vida en el ejército. Falleció por una neumonía que se desarrolló a partir de un resfriado que contrajo nueve días atrás. Tenía 60 años. Muchos creían hasta entonces que era inmortal.
La vida de Guy V. Henry pide a gritos más dedicación de los biógrafos. A excepción de algunos opúsculos y memorias descatalogadas, solo sabemos de él gracias a breves referencias de historiadores como Evans S. Connell o Stephen E. Ambrose, autores, respectivamente, de dos libros apasionantes: Custer, la masacre del 7.º de Caballería (Ariel) y Caballo Loco y Custer, vidas paralelas de dos guerreros americanos (Turner).
John Finerty y Mark Kellogg
University of Oklahoma
Marcus R. Erlandson, uno de sus escasos estudiosos, denuncia en A Study in Military Leadership que la historia lo ha olvidado. Siempre nos quedará la hemeroteca. The New York Times le dedicó el 28 y el 29 de octubre de 1899 un amplio obituario. Pioneros de las crónicas de guerra lo retrataron muchos años antes, durante las campañas contra Caballo Loco y Toro Sentado, los caudillos que tomaron el relevo de Nube Roja.
Entre aquellos reporteros hubo nombres legendarios, como John Finerty, del Chicago Tribune, que combatió por la Unión, se pasó al periodismo, llegó a congresista y publicó Reports the Sioux War (University of Oklahoma Press). O como Mark Kellogg, de Associated Press, un mártir del periodismo incrustado: conoció antes que nadie la debacle del general Custer, pero no la publicó; él fue otro de los muertos aquel día.
Un retrato del general
US Army Heritage
Otro de los oficiales de la campaña contra las últimas tribus libres de las llanuras fue Guy V. Henry. Que juzgue el lector si hemos exagerado cuando reclamamos que su vida merezca la atención urgente de los biógrafos. Su padre, William Seton Henry, participó en la guerra contra México y él, en la guerra de Secesión, las luchas contra los indios y el encontronazo con España en Filipinas, Cuba y Puerto Rico.
Fueron, sin embargo, las guerras indias las que le dieron fama y cimentaron su apodo de Fighting Guy, Guy el Luchador. Ya antes había dado pruebas de su arrojo, como en Cold Harbor, Virgina, el 1 de junio de 1864, cuando dirigió los ataques del 40.º de Voluntarios de Massachusetts contra las posiciones fortificadas del ejército de Robert E. Lee. Hasta dos veces tuvo que cambiar de montura porque mataron a sus caballos.
George Armstrong Custer, en 1868
Library of Congress
Recibió por esa acción en la guerra civil la Medalla de Honor, la mayor distinción del ejército de Estados Unidos, que concede el presidente en nombre del Congreso. Pero si en algún lugar nuestro personaje demostró que era duro de pelar fue en el Oeste en 1876, el año de Little Bighorn, de la muertes de Custer y de 268 hombres del 7.º de Caballería (incluido Mark Kellogg, que para su desgracia coprotagonizó la exclusiva de su carrera).
Historia y lenguaje
¿Batallas o masacres?
El novelista y nativo americano Sherman Alexie, de la etnia Spokane-Coeur d'Alene, denuncia el doble rasero del lenguaje. Él y otros intelectuales critican que vergonzosas matanzas aparezcan en muchos libros de historia como batallas. Es el caso, entre otras muchas, de la batalla del Washita, de 1868, cuando el 7.º de Caballería de Custer atacó un poblado cheyene pacífico y causó una carnicería entre gentes que consideraban amigos a los blancos. Solo si había pelea y la victoria se inclinaba del lado indio, las batallas eran masacres, como pasó en Little Bighorn, la némesis del propio Custer.
El 27 de octubre de 1899, cuando falleció de verdad, el general Henry fue enterrado en la sección 2 del cementerio nacional de Arlington, en Virginia, donde no se sepulta a cualquiera. Aquí descansan también, por ejemplo, los hermanos John y Robert F. Kennedy. Pero la tumba donde reposa no es la primera que se abría para él. Ya le habían excavado una el 17 de junio de 1876 en un agreste rincón de Montana, cerca de Wyoming.
Allí, en el valle del Rosebud, las tropas del general Crook se enfrentaron a un millar de guerreros sioux, cheyenes y arapahoes. El combate acabó en tablas, pero el ejército debería aprendido la lección. Esta vez no se enfrentaba a un poblado disperso y desprevenido, sino a una formidable alianza. Ese fue el error que le costó la vida a Custer una semana después, cuando se dio de bruces con el campamento al completo.
Durante el combate del Rosebud el entonces coronel Guy V. Henry recibió un balazo que le atravesó las mejillas y le destrozó un nervio óptico. Se mantuvo como pudo sobre la silla y siguió animando a sus tropas mientras la sangre le salía a borbotones de los agujeros de entrada y salida de la bala. Cuando no pudo más se desplomó y se aplastó la nariz en la caída. Aquella misma noche, sus hombres comenzaron a excavar su fosa.
Otros dos retratos suyos
US Army Heritage
Nadie daba un céntimo por su vida. Un capitán fue a despedirse de él, mientras al fondo se escuchaban las paletadas de tierra. Todavía no había comprobado que Fighting Guy era de acero. "Los médicos me acaban de decir que me voy a morir, pero no pienso hacerles caso”, le espetó. Otro deudo apenado que acudió a presentarle sus respetos fue el corresponsal John Finerty, a quien le dijo: “Tranquilo, Jack, son gajes del oficio”.
Para sorpresa de todos, el muerto seguía bien vivo a la mañana siguiente. Lo sacaron del valle en una camilla de mulas. Los palos eran demasiado cortos y de vez en cuando la segunda acémila golpeaba con el hocico la cabeza del herido. Para remediarlo, invirtieron la posición del paciente, con el riesgo de que ahora la primera mula le reventara los sesos de una coz. De hecho, la mula le coceó, pero ni eso acabó con él.
Arriba (foto de 1945), una camilla como las del Oeste; abajo, el sistema indio
WC
Si los soldados hubieran preguntado a sus exploradores shoshones y crows cómo trasladar al herido, les hubieran aconsejado que hicieran una traílla con dos palos cruzados o en paralelo y arrastrados por un único animal. El sistema de los nativos habría impedido un viaje tan accidentado y penoso. Pero como nadie les pidió su opinión, los indios se limitaron a callar y a hacer apuestas sobre cuándo se produciría la fin.
Para acabarlo de redondear, uno de los bastidores de la camilla se desprendió durante el traslado y el coronel se despeñó por la ladera. Fue golpeándose de piedra en piedra hasta estamparse seis metros más abajo contra un saliente de rocas. Cuando lo rescataron, estaba inconsciente y ahora sí que el fin parecía inmediato. En cuanto se recuperó, abrió un poquito los labios. Parecía que iba a expirar, pero no. Musitó: “Estoy bien. Gracias”.
Un retrato de juventud y otro de madurez, con la señal del balazo
US Army Heritage
Aunque suena ridículamente tragicómico, así fue como sucedió. Los hombres y mujeres de la frontera, tanto los primeros pobladores americanos como los invasores blancos, estaban hechos de otra pasta. Evans S. Connell (1924-2013), uno de los historiadores que más se ha detenido en este incidente, aunque siempre de pasada, dice que “una sola de las penalidades del coronel hubiera eliminado a un regimiento. No a él”.
Sobrevivió a las infecciones, a los traqueteos del viaje y a la llegada al primer asentamiento civilizado, Mecidine Bow, un pueblo del condado de Carbon, en Wyoming. Era el 4 de julio, la fiesta de la declaración de la independencia. Todos estaban borrachos y disparaban sus armas al aire. Los festejos casi lo dan el pasaporte. Una bala perdida pasó silbando junto a su cabeza…
La lápida del general y de su esposa en Arlington
WC
Los cirujanos del ejército se pusieron manos a la obra, experimentando todos los días con sus heridas en un hospital militar de California. “Ni así lograron matarlo”, concluye Evans S. Connell. A raíz del tiro del Rosebud, quedó desfigurado y temporalmente ciego. Aunque también perdió la visión en el único ojo no afectado por el balazo, logró recuperarla. Fue un milagro. Uno más. Y aún le quedaban batallas por librar.
Durante la guerra contra España, ya ascendido a general de brigada, combatió en Cuba. Fue nombrado gobernador militar de Puerto Rico, donde también luchó, en cuanto la isla pasó a manos de Estados Unidos. En mayo de 1899 regresó a Nueva York. En octubre lo designaron responsable del departamento de Misuri. Iba a partir a Omaha cuando empezó a encontrarse mal. “Tranquila, es un simple resfriado”, le diría a su mujer…