Edward Gibbon en el funeral de Estados Unidos. Qué recordará el futuro de la decadencia y caída de Estados Unidos
Mike Davis
18/09/11
1. Torres gemelas
Dentro de dos años, el personal de Vanity Fair y The New Yorker se mudará al edificio más atormentado del mundo. Allí, la elite de los fotógrafos de celebridades estadounidenses, columnistas de espectáculos y periodistas de revistas quizás encuentren nuevas y lúgubres musas.
En los pisos superiores del 1 World Trade Center (donde la editorial Condé Nast firmó el contrato más costoso), van a mirar por las ventanas hacia ese vacío aterrador a pocos metros, donde 658 empleados de Cantor Fitzgerald estaban sentados en sus escritorios a las 8:46 del 11 de septiembre de 2001.
No hay que preocuparse: la “Torre de la libertad”, según nos aseguran los promotores, será un consuelo duradero para las familias de los mártires del 11-S así como un ícono del renacimiento cívico y nacional. Sin mencionar la espectacular revitalización del valor de las propiedades del vecindario. (Confieso que me desconcierta esa fusión de especulación de bienes inmuebles con sublimes conmemoraciones: es como proponer construir un puerto deportivo para yates sobre el hundido Arizona o un parque temático acerca de Katrina en el Lower Ninth Ward de Nueva Orleans.)
En el diseño original del 1 World Trade Center también se pretendió recuperar la supremacía en arquitectura vertical en Manhattan y lograr el edificio más alto del mundo. Pero esa rivalidad fálica mundial la ganó la supertorre Burj Khalifa de Dubai, que se terminó el año pasado y tiene el doble de altura que el edificio Empire State.
Sin embargo, dentro de pocos años, Dubai tendrá que entregar la copa dorada a Arabia Saudita y la familia Laden.
Financiado por el Principe Al-Waleed bin Talal, que se deleita con ser conocido como el “Warren Buffet árabe”, la Torre del Reino en Jeddah, la hipérbole máxima del despotismo de Arabia Saudita, atravesará las nubes en la costa del Mar Rojo con una increíble altura de todo un kilómetro (3.281 pies).
Por otro lado, 1 World Trade Center alcanzará un máximo de 1.776 pies sobre el Hudson. (Los especuladores de conspiraciones pueden obsesionarse con esta coincidencia: la cantidad de pies con que la torre de Arabia Saudita superará a la estadounidense coincide exactamente con la cantidad de personas que perdieron la vida en la Torre Norte del World Trade Center en 2001.)
Con poca publicidad, el contrato inicial de mil millones de dólares para la torre de Jeddah fue otorgado por el Príncipe Al-Waleed a los megaconstructores y expertos en rascacielos del mundo árabe, el Grupo Binladen. Esto puede mantener vigente el nombre familiar durante muchos siglos más.
2. Connivencia
Diez años atrás, Lower Manhattan se convirtió en la Sarajevo de la Guerra contra el Terrorismo. Si bien la conciencia intenta prevenirnos de hacer una ecuación jovenlandesal entre el asesinato de un solo Archiduque y su esposa el 28 de junio de 1914 y la masacre de casi 3.000 neoyorquinos, por lo demás, la analogía es inquietantemente acertada.
En los dos casos, una pequeña red de conspiradores periféricos pero bien conectados, enaltecidos a sus propios ojos por los implacables reclamos de su región, atacaron a un gran símbolo del imperio responsable. Los atentados fueron realizados deliberadamente para detonar conflictos más grandes y catastróficos, y según ellos, fueron exitosos y superaron la imaginación más siniestra de los conspiradores.
Sin embargo, la magnitud de las explosiones geopolíticas resultantes no fueron simples funciones de la notoriedad de los actos mismos. Por ejemplo, en Europa entre 1890 y 1940, más de dos docenas de jefes de Estado fueron asesinados incluyendo a los reyes de Italia, Grecia, Yugoslavia y Bulgaria, una emperatriz de Austria, tres primeros ministros españoles, dos presidentes de Francia, etc. Pero, excepto el asesinato de Franz Ferdinand y su esposa en Sarajevo, ninguno de estos eventos incitaron una guerra.
Asimismo, un solo terrorista suicida en un camión mató a 241 marinos estadounidenses y marineros en sus barracones en el Aeropuerto de Beirut en 1983. (Cincuenta y ocho paracaidistas del ejército francés fueron asesinados por otro terrorista suicida el mismo día.) Un presidente democrático seguramente hubiera recibido presión para tomar una represalia masiva o intervenir a gran escala en la guerra civil libanesa, pero el Presidente Reagan, muy sagazmente, distrajo al público con una oleada turística de la pequeña Granada, mientras retiraba silenciosamente el resto de sus marinos del este del Mediterráneo.
En cambio, si Sarajevo y el World Trade Center desencadenaron matanzas y caos mundial se debió a la connivencia de facto que existió entre los atacantes y los atacados. No me refiero a los míticos complots británicos en los Balcanes o los agentes de Mossad volando las Torres Gemelas, sino simplemente a los hechos conocidos: en 1912, el Estado Mayor General de Alemania ya había decidido aprovechar la primera oportunidad para desatar una guerra y los poderosos neoconservadores alrededor de George W. Bush esperaban el derrocamiento de los regímenes en Bagdad y Teherán incluso antes de contar el último voto en Florida en 2000.
Tanto los Hohenzollern como los texanos buscaban un casus belli que legitimara la intervención militar y silenciara la oposición nacional.
El militarismo prusiano, por cierto, fue particularmente privilegiado por el Black Hand, un grupo terrorista patrocinado por el estado general serbio, que asesinó al Archiduque y su esposa, mientras que el espectáculo de horror de al-Qaeda en Lower Manhattan consagró el derecho divino de la Casa Blanca de hacer daño, encarcelar en secreto y apiolar por control remoto.
En aquel momento, pareció como si Bush y Cheney hubieran montado un coup d'etat contra la Constitución. Sin embargo, pudieron apuntar, cínica pero exactamente, a todo un catálogo de precedentes.
3. “Inocencia” e intervención
Para ser sincero, cada capítulo en la historia de la extensión del poder de EE. UU. ha empezado con la misma frase: “Inocentes estadounidenses fueron atacados con alevosía…”.
¿Recuerda el Maine en el puerto de la Habana en 1898(274 muertos)?
¿El Lusitania hundido por el torpedo de un submarino alemán en 1915 (1.198 ahogados, incluyendo 128 estadounidenses)?
¿El asalto de latinoamericano Villa en Columbus, Nuevo México en 1916 (18 ciudadanos estadounidenses muertos)?
¿Pearl Harbor (2.402 muertos)?
Los mismos ataques inesperados, la misma indignación nacional justificada. El mismo pretexto para los planes clandestinos.
Además, los historiadores también recordarán la legación sitiada en Pekín (1899), la presunta perfidia de Emilio Aguinaldo en las afueras de Manila (1899), los varios crímenes contra bancos y empresarios estadounidenses en América Central y el Caribe (1900-1930), el bombardeo japonés del USS Panay en 1938, el cruce del ejército chino del Río Yalu en Corea (1950), el incidente del Golfo de Tonkin en Vietnam (1964), la captura norcoreana del Pueblo (1968), la captura de Camboya del Mayagüez (1975), los rehenes de la embajada de EE. UU. en Teherán (1979), los estudiantes de medicina puestos en peligro en Granada (1983), los soldados estadounidenses acosados en Panamá (1989), etc.
Esta lista apenas roza la superficie: la sincronización de intervención y autocompasión en la historia de EE. UU. es inexorable.
En nombre de los “inocentes estadounidenses”, Estados Unidos se anexó Hawai y Puerto Rico; colonizó Filipinas, castigó el nacionalismo en el Norte de África y China, invadió México (dos veces), envió a una generación a los campos de la fin en Francia (y encarceló a los disidentes en su hogar), masacró a patriotas en Haití, República Dominicana y Nicaragua, aniquiló ciudades japonesas, bombardeó y convirtió en escombros a Indochina y Corea; apoyó a dictadores militares en América Latina y se convirtió en socio de Israel en el asesinato rutinario de civiles árabes.
4. ¿Decadencia y caída?
Algún día, tal vez más pronto de lo que creemos, un Edward Gibbon en China o India probablemente se siente a escribir La historia de la decadencia y caída del Imperio estadounidense. Ojalá se trate de un volumen de una obra mayor y progresista, tal vez El renacimiento de Asia, y no el obituario por un futuro humano perdido en el codicioso vacío de Estados Unidos.
Creo que probablemente se clasificará a la hipócrita “inocencia” estadounidense como uno de los afluentes más tóxicos de la decadencia nacional, con el Presidente Obama como su máxima encarnación. De hecho, desde la perspectiva del futuro, ¿cuál será considerado el mayor crimen? ¿Haber creado la pesadilla de Guantánamo o haberla conservado desestimando la opinión popular mundial y las propias promesas electorales?
Obama, que fue elegido para que retornara las tropas a casa, cerrara los gulags y restaurara la Declaración de Derechos, se ha convertido en el principal encargado del legado de Bush: un converso vuelto a nacer de las operaciones especiales, los aviones asesinos, los enormes presupuestos de inteligencia, la tecnología de vigilancia al estilo de Orwell, las prisiones secretas y el culto de superhéroe al anterior general y actual Director de la CIA, David Petraeus.
Nuestro presidente “antiguerras” tal vez esté llevando el poder a lo más tenebroso de lo que podamos imaginarnos. Y mientras más fervientemente Obama adopta su papel como comandante en jefe de la Fuerza Delta y los Navy Seals, menos probable será que los futuros demócratas se atrevan a cambiar la Ley Patriótica o a desafiar la prerrogativa presidencial de asesinar y encarcelar en secreto a los enemigos de Estados Unidos.
Seducido por las guerras contra fantasmas, Washington ha hecho caso omiso de cada tendencia importante de la última década. Malinterpretó completamente los verdaderos anhelos de las calles árabes y la importancia del populismo islámico dominante, ignoró la emergencia de Turquía y Brasil como potencias independientes, se olvidó de África y perdió mucha de su influencia en Alemania y los reaccionarios cada vez más arrogantes de Israel. Lo más importante es que Washington fracasó en desarrollar una estructura política coherente para su relación con China, su principal acreedor y rival más importante.
Desde un punto de vista chino (supuestamente la perspectiva de nuestro futuro Gibbon), Estados Unidos está demostrando síntomas incipientes de ser un estado fallido. Cuando Xinhua, la agencia de noticias semioficial de China, regaña al congreso de EE. UU. por ser “peligrosamente irresponsable” en las negociaciones de deudas o cuando altos dirigentes chinos se preocupan abiertamente por la estabilidad de las instituciones económicas y políticas de EE. UU., es claro que se han cambiado los papeles. Especialmente cuando, a la espera de una oportunidad y con la Biblia en la mano, aguarda la generación de locos del 11-S: los candidatos presidenciales republicanos.
Mike Davis
18/09/11
1. Torres gemelas
Dentro de dos años, el personal de Vanity Fair y The New Yorker se mudará al edificio más atormentado del mundo. Allí, la elite de los fotógrafos de celebridades estadounidenses, columnistas de espectáculos y periodistas de revistas quizás encuentren nuevas y lúgubres musas.
En los pisos superiores del 1 World Trade Center (donde la editorial Condé Nast firmó el contrato más costoso), van a mirar por las ventanas hacia ese vacío aterrador a pocos metros, donde 658 empleados de Cantor Fitzgerald estaban sentados en sus escritorios a las 8:46 del 11 de septiembre de 2001.
No hay que preocuparse: la “Torre de la libertad”, según nos aseguran los promotores, será un consuelo duradero para las familias de los mártires del 11-S así como un ícono del renacimiento cívico y nacional. Sin mencionar la espectacular revitalización del valor de las propiedades del vecindario. (Confieso que me desconcierta esa fusión de especulación de bienes inmuebles con sublimes conmemoraciones: es como proponer construir un puerto deportivo para yates sobre el hundido Arizona o un parque temático acerca de Katrina en el Lower Ninth Ward de Nueva Orleans.)
En el diseño original del 1 World Trade Center también se pretendió recuperar la supremacía en arquitectura vertical en Manhattan y lograr el edificio más alto del mundo. Pero esa rivalidad fálica mundial la ganó la supertorre Burj Khalifa de Dubai, que se terminó el año pasado y tiene el doble de altura que el edificio Empire State.
Sin embargo, dentro de pocos años, Dubai tendrá que entregar la copa dorada a Arabia Saudita y la familia Laden.
Financiado por el Principe Al-Waleed bin Talal, que se deleita con ser conocido como el “Warren Buffet árabe”, la Torre del Reino en Jeddah, la hipérbole máxima del despotismo de Arabia Saudita, atravesará las nubes en la costa del Mar Rojo con una increíble altura de todo un kilómetro (3.281 pies).
Por otro lado, 1 World Trade Center alcanzará un máximo de 1.776 pies sobre el Hudson. (Los especuladores de conspiraciones pueden obsesionarse con esta coincidencia: la cantidad de pies con que la torre de Arabia Saudita superará a la estadounidense coincide exactamente con la cantidad de personas que perdieron la vida en la Torre Norte del World Trade Center en 2001.)
Con poca publicidad, el contrato inicial de mil millones de dólares para la torre de Jeddah fue otorgado por el Príncipe Al-Waleed a los megaconstructores y expertos en rascacielos del mundo árabe, el Grupo Binladen. Esto puede mantener vigente el nombre familiar durante muchos siglos más.
2. Connivencia
Diez años atrás, Lower Manhattan se convirtió en la Sarajevo de la Guerra contra el Terrorismo. Si bien la conciencia intenta prevenirnos de hacer una ecuación jovenlandesal entre el asesinato de un solo Archiduque y su esposa el 28 de junio de 1914 y la masacre de casi 3.000 neoyorquinos, por lo demás, la analogía es inquietantemente acertada.
En los dos casos, una pequeña red de conspiradores periféricos pero bien conectados, enaltecidos a sus propios ojos por los implacables reclamos de su región, atacaron a un gran símbolo del imperio responsable. Los atentados fueron realizados deliberadamente para detonar conflictos más grandes y catastróficos, y según ellos, fueron exitosos y superaron la imaginación más siniestra de los conspiradores.
Sin embargo, la magnitud de las explosiones geopolíticas resultantes no fueron simples funciones de la notoriedad de los actos mismos. Por ejemplo, en Europa entre 1890 y 1940, más de dos docenas de jefes de Estado fueron asesinados incluyendo a los reyes de Italia, Grecia, Yugoslavia y Bulgaria, una emperatriz de Austria, tres primeros ministros españoles, dos presidentes de Francia, etc. Pero, excepto el asesinato de Franz Ferdinand y su esposa en Sarajevo, ninguno de estos eventos incitaron una guerra.
Asimismo, un solo terrorista suicida en un camión mató a 241 marinos estadounidenses y marineros en sus barracones en el Aeropuerto de Beirut en 1983. (Cincuenta y ocho paracaidistas del ejército francés fueron asesinados por otro terrorista suicida el mismo día.) Un presidente democrático seguramente hubiera recibido presión para tomar una represalia masiva o intervenir a gran escala en la guerra civil libanesa, pero el Presidente Reagan, muy sagazmente, distrajo al público con una oleada turística de la pequeña Granada, mientras retiraba silenciosamente el resto de sus marinos del este del Mediterráneo.
En cambio, si Sarajevo y el World Trade Center desencadenaron matanzas y caos mundial se debió a la connivencia de facto que existió entre los atacantes y los atacados. No me refiero a los míticos complots británicos en los Balcanes o los agentes de Mossad volando las Torres Gemelas, sino simplemente a los hechos conocidos: en 1912, el Estado Mayor General de Alemania ya había decidido aprovechar la primera oportunidad para desatar una guerra y los poderosos neoconservadores alrededor de George W. Bush esperaban el derrocamiento de los regímenes en Bagdad y Teherán incluso antes de contar el último voto en Florida en 2000.
Tanto los Hohenzollern como los texanos buscaban un casus belli que legitimara la intervención militar y silenciara la oposición nacional.
El militarismo prusiano, por cierto, fue particularmente privilegiado por el Black Hand, un grupo terrorista patrocinado por el estado general serbio, que asesinó al Archiduque y su esposa, mientras que el espectáculo de horror de al-Qaeda en Lower Manhattan consagró el derecho divino de la Casa Blanca de hacer daño, encarcelar en secreto y apiolar por control remoto.
En aquel momento, pareció como si Bush y Cheney hubieran montado un coup d'etat contra la Constitución. Sin embargo, pudieron apuntar, cínica pero exactamente, a todo un catálogo de precedentes.
3. “Inocencia” e intervención
Para ser sincero, cada capítulo en la historia de la extensión del poder de EE. UU. ha empezado con la misma frase: “Inocentes estadounidenses fueron atacados con alevosía…”.
¿Recuerda el Maine en el puerto de la Habana en 1898(274 muertos)?
¿El Lusitania hundido por el torpedo de un submarino alemán en 1915 (1.198 ahogados, incluyendo 128 estadounidenses)?
¿El asalto de latinoamericano Villa en Columbus, Nuevo México en 1916 (18 ciudadanos estadounidenses muertos)?
¿Pearl Harbor (2.402 muertos)?
Los mismos ataques inesperados, la misma indignación nacional justificada. El mismo pretexto para los planes clandestinos.
Además, los historiadores también recordarán la legación sitiada en Pekín (1899), la presunta perfidia de Emilio Aguinaldo en las afueras de Manila (1899), los varios crímenes contra bancos y empresarios estadounidenses en América Central y el Caribe (1900-1930), el bombardeo japonés del USS Panay en 1938, el cruce del ejército chino del Río Yalu en Corea (1950), el incidente del Golfo de Tonkin en Vietnam (1964), la captura norcoreana del Pueblo (1968), la captura de Camboya del Mayagüez (1975), los rehenes de la embajada de EE. UU. en Teherán (1979), los estudiantes de medicina puestos en peligro en Granada (1983), los soldados estadounidenses acosados en Panamá (1989), etc.
Esta lista apenas roza la superficie: la sincronización de intervención y autocompasión en la historia de EE. UU. es inexorable.
En nombre de los “inocentes estadounidenses”, Estados Unidos se anexó Hawai y Puerto Rico; colonizó Filipinas, castigó el nacionalismo en el Norte de África y China, invadió México (dos veces), envió a una generación a los campos de la fin en Francia (y encarceló a los disidentes en su hogar), masacró a patriotas en Haití, República Dominicana y Nicaragua, aniquiló ciudades japonesas, bombardeó y convirtió en escombros a Indochina y Corea; apoyó a dictadores militares en América Latina y se convirtió en socio de Israel en el asesinato rutinario de civiles árabes.
4. ¿Decadencia y caída?
Algún día, tal vez más pronto de lo que creemos, un Edward Gibbon en China o India probablemente se siente a escribir La historia de la decadencia y caída del Imperio estadounidense. Ojalá se trate de un volumen de una obra mayor y progresista, tal vez El renacimiento de Asia, y no el obituario por un futuro humano perdido en el codicioso vacío de Estados Unidos.
Creo que probablemente se clasificará a la hipócrita “inocencia” estadounidense como uno de los afluentes más tóxicos de la decadencia nacional, con el Presidente Obama como su máxima encarnación. De hecho, desde la perspectiva del futuro, ¿cuál será considerado el mayor crimen? ¿Haber creado la pesadilla de Guantánamo o haberla conservado desestimando la opinión popular mundial y las propias promesas electorales?
Obama, que fue elegido para que retornara las tropas a casa, cerrara los gulags y restaurara la Declaración de Derechos, se ha convertido en el principal encargado del legado de Bush: un converso vuelto a nacer de las operaciones especiales, los aviones asesinos, los enormes presupuestos de inteligencia, la tecnología de vigilancia al estilo de Orwell, las prisiones secretas y el culto de superhéroe al anterior general y actual Director de la CIA, David Petraeus.
Nuestro presidente “antiguerras” tal vez esté llevando el poder a lo más tenebroso de lo que podamos imaginarnos. Y mientras más fervientemente Obama adopta su papel como comandante en jefe de la Fuerza Delta y los Navy Seals, menos probable será que los futuros demócratas se atrevan a cambiar la Ley Patriótica o a desafiar la prerrogativa presidencial de asesinar y encarcelar en secreto a los enemigos de Estados Unidos.
Seducido por las guerras contra fantasmas, Washington ha hecho caso omiso de cada tendencia importante de la última década. Malinterpretó completamente los verdaderos anhelos de las calles árabes y la importancia del populismo islámico dominante, ignoró la emergencia de Turquía y Brasil como potencias independientes, se olvidó de África y perdió mucha de su influencia en Alemania y los reaccionarios cada vez más arrogantes de Israel. Lo más importante es que Washington fracasó en desarrollar una estructura política coherente para su relación con China, su principal acreedor y rival más importante.
Desde un punto de vista chino (supuestamente la perspectiva de nuestro futuro Gibbon), Estados Unidos está demostrando síntomas incipientes de ser un estado fallido. Cuando Xinhua, la agencia de noticias semioficial de China, regaña al congreso de EE. UU. por ser “peligrosamente irresponsable” en las negociaciones de deudas o cuando altos dirigentes chinos se preocupan abiertamente por la estabilidad de las instituciones económicas y políticas de EE. UU., es claro que se han cambiado los papeles. Especialmente cuando, a la espera de una oportunidad y con la Biblia en la mano, aguarda la generación de locos del 11-S: los candidatos presidenciales republicanos.