El País publica este inteesante artículo de Paul Preston, que haría las delicias de Richard Ford o demás viajeros ingleses por España del siglo XIX, Lástima que nosotros no tengamos ningún "britinista" que haya retratado la corrupción y los males de esa isla pirata.
La corrupción también puede dar risa. En España se ha trampeado con dinero público para adjudicar el monopolio del exterminio de ratas, se han colocado urnas en pocilgas o tejados para disuadir la participación electoral, se han deconstruido y volatilizado del paisaje monasterios históricos a golpe del talonario de William Randolph Hearst y se ha favorecido la instalación de ruletas trucadas en casinos por parte de todo un presidente del Gobierno de la Segunda República, Alejandro Lerroux. Pero las 775 páginas (168 de notas) del nuevo libro de Paul Preston, Un pueblo traicionado (Debate), que sale a la venta el próximo jueves 24, producen sobre todo un desasosiego incómodo: la corrupción ha corroído la espina dorsal del Estado durante los últimos 140 años.
El ensayo se abre con el continuado fraude electoral de la Restauración, con dos partidos —liberales y conservadores— que se turnaban en el poder desde el que repartían prebendas y monopolios (el liberal Práxedes Mateo Sagasta dormía a veces en un hotel para evitar las colas de demandantes de empleo que se formaban ante su casa), y concluye con las tarjetas black de Bankia, los papeles de Bárcenas, los chanchullos de Iñaki Urdangarin, los ERE socialistas en Andalucía o las comisiones pagadas a la familia Pujol por adjudicaciones de la Generalitat. Un árbol genealógico vigoroso y bien enraizado. Como si la corrupción, por más que la sociedad se haya democratizado, fuese capaz de sobrevivir a cualquier régimen y casi cualquier ideología. Aunque tampoco en esto hay que sentirse diferentes. “He intentado subrayar que no pasa solo en España, y no solo en los países sospechosos habituales como Italia o Grecia. Aquí también ocurre”, sostiene el historiador durante una entrevista celebrada en su casa de Londres. “Hay un auge de la corrupción y tiene que ver con la manera en que se ha desarrollado el capitalismo, la sociedad de consumo. En este país, gracias a los conservadores ha habido un desprecio al Estado del bienestar y todo lo que son los servicios públicos. La corrupción aquí es más sofisticada que en España, pero igual de deleznable”, subraya.
Paul Preston, retratado esta semana en Londres. ione saizar
Preston (Liverpool, 1946) ha necesitado sus cinco décadas de hispanismo y cada uno de sus ensayos históricos para poder llegar a este. “Yo no saco libros así como así, este se construye sobre lo que he hecho desde que empecé a finales de los sesenta y sobre el trabajo de los últimos cinco o seis años sobre la corrupción, que es muy difícil porque el corrupto, si no es orate, no deja constancia de lo que ha hecho”. El resultado es una sólida historia de España permeada de tal suciedad que el propio autor estaba deseando sacudirse el peso de encima. “Este libro se ha hecho a la sombra del Brexit. La depresión que me ha causado el Brexit ha contagiado el libro, que ya de por sí no era alegre. Estoy muy contento de haberlo acabado. No quiero saber más de la corrupción”.
En este ensayo que comprende desde 1874, cuando se produce la restauración borbónica con Alfonso XII, hasta 2014, cuando sube al trono Felipe VI tras la abdicación de su padre, hay tres grandes ejes que se entrecruzan a menudo: la corrupción, la incompetencia política y la fractura social y territorial. Hay etapas en las que uno de los elementos se impone sobre otros, si bien acostumbran a ir de la mano: las dictaduras de Franco y Primo de Rivera son los periodos donde todo se solapa. El enriquecimiento inmoral se generaliza, empezando por los dictadores. Franco se camufló durante años bajo una falsa austeridad pese a que comenzó a engordar su patrimonio desde los días crudos de la guerra. Entre 1937 y 1940 acumuló una fortuna personal de 34 millones de pesetas de la época. “Una fuente importante de liquidez para Franco era su apropiación de suscripciones teóricamente organizadas para cubrir el coste del esfuerzo bélico de los rebeldes. Por lo general, la contribución a estas iniciativas era obligatoria. Los ingresos se mantenían normalmente en secreto, lo que facilitaba la tras*ferencia de fondos a una de las cuentas bancarias de Franco”, sostiene el hispanista en su libro. A partir de 1940, la Compañía Telefónica Nacional de España redondeó sus ingresos con 10.000 pesetas mensuales y, como desveló Ángel Viñas en La otra cara del caudillo (Crítica), obtuvo siete millones y medio de pesetas por la ven
ta en el mercado neցro de café donado al pueblo español por el dictador brasileño Getúlio Vargas. “La fortuna que dejó al morir ascendía al equivalente de más de 1.000 millones de euros de 2010”, señala Preston.
A su alrededor se enriquecieron varios generales con sobornos, y su familia con pelotazos urbanísticos o monopolios de negocios de importación, con un constante aprovechamiento del poder por parte de sus hermanos, Nicolás y Pilar; su esposa, Carmen Polo (el terror de los joyeros), y su yerno, Cristóbal Martínez Bordiú. Una cultura de la corrupción que imitaban quienes le rodeaban, de los ministros (a José Antonio Girón, 16 años al frente de Trabajo, se le acusó de malversación de fondos) a los empresarios y banqueros. Una élite que vivía atrapada en la berlanguiana cultura de la cacería.
Miguel Primo de Rivera fue un dictador más simpático (perdón por el oxímoron) que Franco, pero igual de corrupto. Con una de las suscripciones populares que organizó se compró una finca en Jerez de la Frontera, un método que también aprovecharía el general Queipo de Llano para hacerse con un cortijo en Camas (Sevilla) en agosto de 1937. El dictador andaluz fue un precursor en otros campos: “Hay notables semejanzas entre Primo y Trump. Las notas oficiosas que el dictador publicaba en la prensa, muchas veces escritas de madrugada cuando estaba tomado, son como los tuits de Trump”, compara Preston. “Es un momento absolutamente trumpiano cuando escribe un texto sobre sí mismo para destacar que era un gran amante e insiste en que salga en una biografía oficial”, añade entre risas.
Hay un latido en el libro que se condensa en la cita de Ortega y Gasset de 1921 con la que arranca: “Empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo”. El desprecio hacia el bien común —por resumir en un concepto contemporáneo, una necesidad de siempre— ha sido una constante entre las élites, ya fuesen políticas, empresariales, militares o eclesiásticas. Los chanchullos a gran escala de Alfonso XIII contribuyeron a expandir el republicanismo. “Ahora no se le arroja por anticonstitucional, sino por ladrón”, escribió Valle-Inclán tras la proclamación de la República el 14 de abril de 1931. Se abrió entonces un periodo de corrupción “menos tóxica” porque buena parte de los nuevos dirigentes abrazaban el regeneracionismo, pero no desapareció en absoluto debido a personajes como el empresario Juan March o el radical Alejandro Lerroux.
March estuvo en casi todas las salsas del siglo XX. La gran fuente financiera del golpe de 1936 se había forrado durante la Primera Guerra Mundial, con el contrabando de tabaco y la exportación de alimentos a los países en guerra. Por entonces tenía en su cartera de sobornos al ministro de Hacienda, Santiago Alba (a cuya esposa regaló un ramo con flores y 10 billetes de 1.000 pesetas de los años veinte). Su poder siguió expandiéndose con Primo de Rivera y se intensificó con el franquismo. En los pocos años en los que tenía enfrente a los políticos —fue encarcelado e investigado durante la Segunda República— siguió imponiendo su criterio: Preston recuerda que sus días carcelarios se parecieron mucho a una estancia hotelera y que finalmente logró fugarse. Uno de sus grandes aliados de esta época fue Lerroux, un radical de verbo encendido (llegó a alentar la violación de monjas: “Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y perversos de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie”) y bolsillos hambrientos. Prueba de que la corrupción estaba por todas partes es que los intelectuales opuestos al régimen de 1923, exiliados en París, como Blasco Ibáñez, Eduardo Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno editaron una revista satírica titulada España con honra, que tiraba 50.000 ejemplares. Blasco Ibáñez, además, vendió como rosquillas Alphonse XIII démasqué —en España de forma clandestina—, donde le responsabilizaba del desastre de Annual y le involucraba en negocios turbios.
Preston cree, como Machado, al que cita al comienzo de su ensayo, que en España “lo mejor es el pueblo” y que la mala gestión no tiene exclusividad ideológica. El socialista Francisco Largo Caballero fue, a su juicio, el político más incompetente de la historia reciente de España. “Lo peor que puedo decir de Jeremy Corbyn es que es el Largo Caballero de la política británica”, afirma con sorna.
La alianza entre corrupción e incompetencia política, escribe, “ha tenido un efecto corrosivo sobre la coexistencia política y la cohesión social”. En dos siglos: cuatro guerras civiles, más de 25 pronunciamientos, unas cuantas revoluciones sangrientas limitadas en el tiempo y en el espacio (Cataluña, Asturias…), la pérdida definitiva de los restos de un imperio y la catástrofe de Annual. Una pésima digestión para los militares, que durante muchas décadas se dedicaron a combatir al enemigo interior. “En gran parte gracias a la entrada en la OTAN y a las reformas de Narcís Serra, el Ejército y las fuerzas de seguridad han cambiado mucho”, elogia Preston.
Por una vez el hispanista ha deseado concluir un libro y alejarse de él, dolido también por decepciones personales como lo ocurrido durante los últimos años del reinado de Juan Carlos I, a quien dedicó una biografía en 2002. “Sigo pensando que nadie le quita el papel que jugó en la historia de España. Lo que le pasó en los últimos cinco años es una terrible lástima que mancha su imagen, pero si uno estuviera haciendo un retrato psicológico podría encontrar no justificaciones pero sí muchas explicaciones de por qué terminó así en la búsqueda del placer. Le robaron la infancia y la adolescencia, cuando llegó al poder vivió una época muy peligrosa como el bombero de la democracia, yo creo que pensó: “Ahora a mí me toca algo”. Pero, en contra de los que dicen que la tras*ición fue un desastre, opino que fue un pequeño milagro en el contexto en que se hizo”.
Un pueblo traicionado. Paul Preston. Traducción de Jordi Ainaud. A la venta el próximo 24 de octubre. Debate. 798 páginas. 27,90 euros.
La corrupción también puede dar risa. En España se ha trampeado con dinero público para adjudicar el monopolio del exterminio de ratas, se han colocado urnas en pocilgas o tejados para disuadir la participación electoral, se han deconstruido y volatilizado del paisaje monasterios históricos a golpe del talonario de William Randolph Hearst y se ha favorecido la instalación de ruletas trucadas en casinos por parte de todo un presidente del Gobierno de la Segunda República, Alejandro Lerroux. Pero las 775 páginas (168 de notas) del nuevo libro de Paul Preston, Un pueblo traicionado (Debate), que sale a la venta el próximo jueves 24, producen sobre todo un desasosiego incómodo: la corrupción ha corroído la espina dorsal del Estado durante los últimos 140 años.
El ensayo se abre con el continuado fraude electoral de la Restauración, con dos partidos —liberales y conservadores— que se turnaban en el poder desde el que repartían prebendas y monopolios (el liberal Práxedes Mateo Sagasta dormía a veces en un hotel para evitar las colas de demandantes de empleo que se formaban ante su casa), y concluye con las tarjetas black de Bankia, los papeles de Bárcenas, los chanchullos de Iñaki Urdangarin, los ERE socialistas en Andalucía o las comisiones pagadas a la familia Pujol por adjudicaciones de la Generalitat. Un árbol genealógico vigoroso y bien enraizado. Como si la corrupción, por más que la sociedad se haya democratizado, fuese capaz de sobrevivir a cualquier régimen y casi cualquier ideología. Aunque tampoco en esto hay que sentirse diferentes. “He intentado subrayar que no pasa solo en España, y no solo en los países sospechosos habituales como Italia o Grecia. Aquí también ocurre”, sostiene el historiador durante una entrevista celebrada en su casa de Londres. “Hay un auge de la corrupción y tiene que ver con la manera en que se ha desarrollado el capitalismo, la sociedad de consumo. En este país, gracias a los conservadores ha habido un desprecio al Estado del bienestar y todo lo que son los servicios públicos. La corrupción aquí es más sofisticada que en España, pero igual de deleznable”, subraya.
Preston (Liverpool, 1946) ha necesitado sus cinco décadas de hispanismo y cada uno de sus ensayos históricos para poder llegar a este. “Yo no saco libros así como así, este se construye sobre lo que he hecho desde que empecé a finales de los sesenta y sobre el trabajo de los últimos cinco o seis años sobre la corrupción, que es muy difícil porque el corrupto, si no es orate, no deja constancia de lo que ha hecho”. El resultado es una sólida historia de España permeada de tal suciedad que el propio autor estaba deseando sacudirse el peso de encima. “Este libro se ha hecho a la sombra del Brexit. La depresión que me ha causado el Brexit ha contagiado el libro, que ya de por sí no era alegre. Estoy muy contento de haberlo acabado. No quiero saber más de la corrupción”.
En este ensayo que comprende desde 1874, cuando se produce la restauración borbónica con Alfonso XII, hasta 2014, cuando sube al trono Felipe VI tras la abdicación de su padre, hay tres grandes ejes que se entrecruzan a menudo: la corrupción, la incompetencia política y la fractura social y territorial. Hay etapas en las que uno de los elementos se impone sobre otros, si bien acostumbran a ir de la mano: las dictaduras de Franco y Primo de Rivera son los periodos donde todo se solapa. El enriquecimiento inmoral se generaliza, empezando por los dictadores. Franco se camufló durante años bajo una falsa austeridad pese a que comenzó a engordar su patrimonio desde los días crudos de la guerra. Entre 1937 y 1940 acumuló una fortuna personal de 34 millones de pesetas de la época. “Una fuente importante de liquidez para Franco era su apropiación de suscripciones teóricamente organizadas para cubrir el coste del esfuerzo bélico de los rebeldes. Por lo general, la contribución a estas iniciativas era obligatoria. Los ingresos se mantenían normalmente en secreto, lo que facilitaba la tras*ferencia de fondos a una de las cuentas bancarias de Franco”, sostiene el hispanista en su libro. A partir de 1940, la Compañía Telefónica Nacional de España redondeó sus ingresos con 10.000 pesetas mensuales y, como desveló Ángel Viñas en La otra cara del caudillo (Crítica), obtuvo siete millones y medio de pesetas por la ven
ta en el mercado neցro de café donado al pueblo español por el dictador brasileño Getúlio Vargas. “La fortuna que dejó al morir ascendía al equivalente de más de 1.000 millones de euros de 2010”, señala Preston.
A su alrededor se enriquecieron varios generales con sobornos, y su familia con pelotazos urbanísticos o monopolios de negocios de importación, con un constante aprovechamiento del poder por parte de sus hermanos, Nicolás y Pilar; su esposa, Carmen Polo (el terror de los joyeros), y su yerno, Cristóbal Martínez Bordiú. Una cultura de la corrupción que imitaban quienes le rodeaban, de los ministros (a José Antonio Girón, 16 años al frente de Trabajo, se le acusó de malversación de fondos) a los empresarios y banqueros. Una élite que vivía atrapada en la berlanguiana cultura de la cacería.
Miguel Primo de Rivera fue un dictador más simpático (perdón por el oxímoron) que Franco, pero igual de corrupto. Con una de las suscripciones populares que organizó se compró una finca en Jerez de la Frontera, un método que también aprovecharía el general Queipo de Llano para hacerse con un cortijo en Camas (Sevilla) en agosto de 1937. El dictador andaluz fue un precursor en otros campos: “Hay notables semejanzas entre Primo y Trump. Las notas oficiosas que el dictador publicaba en la prensa, muchas veces escritas de madrugada cuando estaba tomado, son como los tuits de Trump”, compara Preston. “Es un momento absolutamente trumpiano cuando escribe un texto sobre sí mismo para destacar que era un gran amante e insiste en que salga en una biografía oficial”, añade entre risas.
Hay un latido en el libro que se condensa en la cita de Ortega y Gasset de 1921 con la que arranca: “Empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo”. El desprecio hacia el bien común —por resumir en un concepto contemporáneo, una necesidad de siempre— ha sido una constante entre las élites, ya fuesen políticas, empresariales, militares o eclesiásticas. Los chanchullos a gran escala de Alfonso XIII contribuyeron a expandir el republicanismo. “Ahora no se le arroja por anticonstitucional, sino por ladrón”, escribió Valle-Inclán tras la proclamación de la República el 14 de abril de 1931. Se abrió entonces un periodo de corrupción “menos tóxica” porque buena parte de los nuevos dirigentes abrazaban el regeneracionismo, pero no desapareció en absoluto debido a personajes como el empresario Juan March o el radical Alejandro Lerroux.
March estuvo en casi todas las salsas del siglo XX. La gran fuente financiera del golpe de 1936 se había forrado durante la Primera Guerra Mundial, con el contrabando de tabaco y la exportación de alimentos a los países en guerra. Por entonces tenía en su cartera de sobornos al ministro de Hacienda, Santiago Alba (a cuya esposa regaló un ramo con flores y 10 billetes de 1.000 pesetas de los años veinte). Su poder siguió expandiéndose con Primo de Rivera y se intensificó con el franquismo. En los pocos años en los que tenía enfrente a los políticos —fue encarcelado e investigado durante la Segunda República— siguió imponiendo su criterio: Preston recuerda que sus días carcelarios se parecieron mucho a una estancia hotelera y que finalmente logró fugarse. Uno de sus grandes aliados de esta época fue Lerroux, un radical de verbo encendido (llegó a alentar la violación de monjas: “Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y perversos de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie”) y bolsillos hambrientos. Prueba de que la corrupción estaba por todas partes es que los intelectuales opuestos al régimen de 1923, exiliados en París, como Blasco Ibáñez, Eduardo Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno editaron una revista satírica titulada España con honra, que tiraba 50.000 ejemplares. Blasco Ibáñez, además, vendió como rosquillas Alphonse XIII démasqué —en España de forma clandestina—, donde le responsabilizaba del desastre de Annual y le involucraba en negocios turbios.
Preston cree, como Machado, al que cita al comienzo de su ensayo, que en España “lo mejor es el pueblo” y que la mala gestión no tiene exclusividad ideológica. El socialista Francisco Largo Caballero fue, a su juicio, el político más incompetente de la historia reciente de España. “Lo peor que puedo decir de Jeremy Corbyn es que es el Largo Caballero de la política británica”, afirma con sorna.
La alianza entre corrupción e incompetencia política, escribe, “ha tenido un efecto corrosivo sobre la coexistencia política y la cohesión social”. En dos siglos: cuatro guerras civiles, más de 25 pronunciamientos, unas cuantas revoluciones sangrientas limitadas en el tiempo y en el espacio (Cataluña, Asturias…), la pérdida definitiva de los restos de un imperio y la catástrofe de Annual. Una pésima digestión para los militares, que durante muchas décadas se dedicaron a combatir al enemigo interior. “En gran parte gracias a la entrada en la OTAN y a las reformas de Narcís Serra, el Ejército y las fuerzas de seguridad han cambiado mucho”, elogia Preston.
Por una vez el hispanista ha deseado concluir un libro y alejarse de él, dolido también por decepciones personales como lo ocurrido durante los últimos años del reinado de Juan Carlos I, a quien dedicó una biografía en 2002. “Sigo pensando que nadie le quita el papel que jugó en la historia de España. Lo que le pasó en los últimos cinco años es una terrible lástima que mancha su imagen, pero si uno estuviera haciendo un retrato psicológico podría encontrar no justificaciones pero sí muchas explicaciones de por qué terminó así en la búsqueda del placer. Le robaron la infancia y la adolescencia, cuando llegó al poder vivió una época muy peligrosa como el bombero de la democracia, yo creo que pensó: “Ahora a mí me toca algo”. Pero, en contra de los que dicen que la tras*ición fue un desastre, opino que fue un pequeño milagro en el contexto en que se hizo”.
Un pueblo traicionado. Paul Preston. Traducción de Jordi Ainaud. A la venta el próximo 24 de octubre. Debate. 798 páginas. 27,90 euros.