FRANCO Y LA IGLESIA: DEL AGRADECIMIENTO Y LA LEALTAD AL OPORTUNISMO, LA TRAICIÓN Y LA INGRATITUD

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«Qualis vita finis ita», como es la vida es la fin reza el antiguo adagio latino. «Quise vivir y morir como católico. En el nombre de Cristo me honro y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir” (Testamento de Francisco Franco).

  1. Introducción

Quien se expresaba así personalmente, no podía menos de plasmar esa fe que se hace vida en el ordenamiento político de su gobierno. Ley de Principios Fundamentales del Movimiento del 18 de mayo de 1958, n.2: «La nación española considera como timbre de honor el acatamiento de la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación». Concordato de 1953, art. 1 y 2: «La Religión Católica, Apostólica y Romana, sigue siendo la única de la nación española y gozará de los derechos y prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley divina y el Derecho Canónico. El Estado Español reconoce a la Iglesia Católica el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre y pleno ejercicio de su poder espiritual y de su jurisdicción, así como el libre y público ejercicio del culto». Recordemos que Pío XII otorgó la medalla de la Orden de Cristo, máxima distinción pontificia, a Franco ese mismo 1953 debido a que el desarrollo y posterior redacción de los acuerdos Iglesia-Estado habían sido realmente modélicos.

  1. Martirio y Cruzada, no guerra civil
El léxico historiográfico, debido a la hegemonía de las corrientes de pensamiento marxista, tiende a deformar la verdad, es decir, la realidad o, dicho de otro modo, la Historia misma. Ocurre, por ejemplo, con la aplicación del término «Reforma» utilizado para referirse a Lutero y su obra. Hablando con rigor, reforma significa volver a su forma original algo que ha sido parcialmente desposeído de ella, es decir, deformado. Sin embargo, en este punto, lo único que Lutero consiguió fue deformar el dogma, la liturgia, la jovenlandesal y las instituciones de la Iglesia hasta el punto de que cualquier parecido con el Evangelio -al que pretendía retornar-, resulte pura coincidencia, cuando no simple ficción. Por este motivo el término correcto no es el de reforma, sino el de revolución, como mutación violenta, rupturista y heterogénea de lo existente por una realidad completamente distinta. Con el término Contrarreforma, -en sentido peyorativo de matiz reaccionario e involucionista- utilizado para referirse a la respuesta católica a la revolución religiosa y política del protestantismo, ocurre exactamente lo mismo, introduciendo además un matiz de temporalidad que no resiste el análisis histórico de los hechos contundentes. La verdadera Reforma de la Iglesia había comenzado en la España de los Reyes Católicos y Cisneros, mucho antes de que Lutero gozara de su «iluminación de la torre».



Lo mismo sucede con la guerra de 1936. Don Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, fue el primero en usar el término «cruzada», en su carta pastoral del 23 de agosto de 1936: «No es una guerra la que se está librando; es una cruzada, y la Iglesia, no puede menos de poner cuanto tiene a favor de los cruzados». El obispo de Salamanca, Pla y Deniel, dirá el 30 de septiembre de 1936: «Ya no se trata de una guerra civil, sino de una cruzada por la religión, por la Patria y la civilización». Posteriormente, en su carta pastoral Las dos ciudades, decía: «La lucha actual reviste, sí, la forma externa de una guerra civil, pero en realidad es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden. Lucha a favor del orden contra la anarquía, a favor de la implantación de un gobierno jerárquico contra el disolvente comunismo, a favor de la defensa de la civilización cristiana y de sus fundamentos: religión, patria y familia contra los sin Dios y contra Dios, los sin patria».

El cardenal Gomá, el 23 de noviembre del mismo año: «Si la contienda actual parece como una guerra puramente civil, en el fondo debe reconocerse en ella un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica». En 1958, el ya cardenal Plá y Deniel, Arzobispo de Toledo, Primado de España y presidente de la Conferencia de Metropolitanos, lo que equivaldría en nuestros días a la Conferencia Episcopal, decía: «La Iglesia no hubiera bendecido un mero pronunciamiento militar, ni a un bando de una guerra civil. Bendijo, sí, una Cruzada».

Repasando los martirios de los 4.184 sacerdotes diocesanos sacrificados en la zona sometida bajo el terror rojo, junto con 2.365 religiosos, 283 religiosas, 13 obispos y cientos de miles de militantes y fieles católicos. Por no hablar de la destrucción de 20.000 templos y monasterios, junto a un ingente patrimonio cultural acumulado durante siglos en los archivos catedralicios, seminarios, bibliotecas, universidades, colegios, parroquias, pinturas, imágenes, etc. En riguroso estudio científico, es decir, atendiendo a las fuentes primarias que son las fieles tras*misoras de la objetividad de los hechos, -se puede afirmar sin ningún complejo política y eclesiásticamente correcto-, que realmente Franco en España, salvó a la Iglesia Católica del exterminio. Es decir, de la mayor persecución que ha conocido en los veinte siglos de su historia, mayor incluso que las sufridas durante tres siglos por el Imperio Romano. Tampoco olvidemos la derogación de Franco de todas las leyes laicistas de la Segunda República como la del divorcio, la enseñanza religiosa, el aborto (1938), culto público y un largo etcétera.

Cuando la Conferencia Episcopal Española utiliza la expresión «mártires españoles del siglo XX», no deja de ser un eufemismo cruel, injusto y enteramente falso. Las víctimas no se produjeron en la totalidad del territorio nacional, sino solamente en el sometido bajo dominio del Frente Popular. Además, los martirios no se produjeron a lo largo de todo el siglo XX, sino que primero amenazaron con producirse durante la brutal quema de iglesias y conventos en Madrid, el 11 de mayo de 1931, al mes escaso de la proclamación de la Segunda República, y ante la absoluta pasividad imperada por el gobierno, de las fuerzas de orden público.

La persecución religiosa se desató con toda su virulencia extrema desde octubre de 1934 con la revolución de Asturias, proyectada por el PSOE y los separatistas de la Esquerra Republicana como una guerra civil ante las elecciones ganadas democráticamente por el centro-derecha (CEDA y Partido Radical) en noviembre de 1933, y concluyeron con la rendición del bando republicano el 1 de abril de 1939. Uno de los últimos asesinados fue Mons. Anselmo Polanco, obispo de Teruel, junto con su secretario, el 7 de febrero de ese mismo año. El mayor número de sacerdotes masacrados en los primeros meses de la guerra (el 90% desde julio a diciembre de 1936) y el posterior descenso de martirios en los meses y años sucesivos no obedece:

  1. A un cambio de mentalidad por parte del Frente Popular, fruto de un arrepentimiento sincero o de mero oportunismo político.
  2. Tampoco se debió a un descenso del sectarismo y del mesianismo político a causa del mayor control de las milicias populares por parte del ejército y el gobierno de la República.
  3. Ni a un deseo de rehacer la maltrecha imagen internacional dada por el gobierno republicano, desbordado desde la calle por los violentos milicianos anticatólicos del PSOE-UGT, CNT-FAI, PCE y Esquerra Republicana.
Se debió a que matemáticamente ya no quedaban más sujetos (enemigos de clase según el dogma marxista) a los que liquidar. Así de sencillo.

«Los mártires no tienen nada que ver con los bandos de la Guerra Civil, han sido asesinados única y exclusivamente por su fe», esto decía la nota publicada por la oficina para las Causas de los Santos de la Conferencia Episcopal Española, lo cual habrá hecho revolverse en su tumba a los que vivieron aquella persecución. Sin embargo, la verdad histórica completa, íntegra y no parcial, es que los mártires fueron asesinados única y exclusivamente por un de los bandos de la contienda, el denominado como Frente Popular, formado básicamente por socialistas, comunistas y anarquistas no por carlistas y falangistas que sí defendieron a la Iglesia. Y no se les eliminó por error o por casualidad, sino con un plan perfectamente premeditado y trazado sistemáticamente, se les exterminó allá donde se pudo.



La Carta Colectiva del episcopado español a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra, dejaba muy claro por qué luchaban unos y otros: «El levantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia popular un doble arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto en él la única manera de levantar a España y evitar su ruina definitiva; y el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión. [Y esos «enemigos de Dios» tenían nombre, apellidos y una afiliación política bien concreta que actualmente continua vigente]. “Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución comunista española, afirmamos que en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesania colectiva, ni un cúmulo semejante, producido en pocas semanas, de atentados cometidos contra los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana».

Es una contradicción irracional que la historiografía eclesiástica denomine la última gran persecución del Imperio romano contra los cristianos como «los mártires de Diocleciano» y ahora no se quiera reconocer a los mártires del Frente Popular o de la Segunda República como si no tuvieran nada que ver con ella.

Caso aparte merecen los 14 sacerdotes vascos asesinados por el bando nacional porque no lo fueron por repruebo a la fe, «in odium fidei», sino por motivos políticos, es decir motivados por su nacionalismo. Los obispos de Vitoria y Pamplona, desde el primer momento, y coincidiendo con el criterio de la Santa Sede, condenaron la colaboración de los nacionalistas vascos con el gobierno republicano, enemigo declarado de la Religión. Por consiguiente, por nacionalista que sea, a ningún obispo vasco se le ocurriría jamás abrir su proceso de beatificación, sencillamente porque no reúne ese requisito esencial para su tramitación. Cabe recordar, por otra parte, los 54 sacerdotes que fueron asesinados por las izquierdas en Vascongadas por motivos estrictamente religiosos, no políticos, y a los que el clero nacionalista silencia sistemáticamente. Además, Franco en cuanto fue informado de estos lamentables sucesos los cortó de forma tajante y castigó severamente a los mandos y soldados implicados en esos asesinatos.

Ante el hecho de la guerra, que no podía evitar, la Jerarquía no pudo elegir y «no podía ser indiferente», dice la Carta Colectiva de los obispos de 1937. «De una parte, se iba a la eliminación de religión católica. De otra, garantía máxima en la práctica de la religión». El 1 de julio de 1937 los obispos españoles que no habían sido martirizados ni se encontraban fuera de España (como el cardenal Vidal y Barraquer, de Tarragona, Don Mateo Múgica, de Vitoria y Don Pedro Segura, expulsado del país por la República) firman la Carta Colectiva dirigida al episcopado católico de todo el orbe. Su motivo es explicar los sucesos de España ante la campaña de manipulación mundial desatada por varios católicos franceses, entre los que destacan los escritores George Bernanos y Jacques Maritain, mentor de Pablo VI. La opinión católica española y la jerarquía se adhieren con entusiasmo al Movimiento Nacional, considerado como verdadera Cruzada, aunque sin caer en triunfalismos, como recordará el cardenal Gomá en 1937 con su carta pastoral sobre el sentido penitencial de la guerra: La Cuaresma de España. En donde explica que la guerra es hija del pecado.

Las distinciones entre Cruzada o Guerra Civil carecen de sentido histórico. Los papas, obispos y fieles -con mayor o menor asimilación como ocurre con todo lo humano- que la vivieron, creyeron firmemente que la Guerra Civil era toda una Cruzada en defensa de la fe en el sentido más plenamente religioso del término. El sentir de la Iglesia tiene su formulación más autorizada en los papas. Pío XI, el 14 de septiembre de 1936 en una alocución a un grupo de refugiados españoles en Castelgandolfo envía su bendición «a cuantos se han propuesto la difícil tarea de restaurar los derechos de Dios y de la religión».



El mismo Pío XII, al terminar la guerra, envía su mensaje de congratulación «por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano en vuestra fe y caridad, probados en tantos y tan generosos sufrimientos. España, nación católica y evangelizadora, ha dado a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu. Frente a la persecución religiosa, destructora de la sociedad, el pueblo español se alzó decidido en defensa de los ideales de la fe y de la civilización cristiana y supo resistir el empuje de los que engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo. Este es el primordial significado de vuestra victoria» (Radiomensaje, 16 de abril de 1939).




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