david53
Madmaxista
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El control de las fronteras francesas bloquea en Irún a decenas de personas que pasan días intentando burlarlo
Un grupo de migrantes malienses intenta entrar en un autobús en Irún para cruzar a Francia, el jueves.
Irún - 14 mar 2021 - 10:47 CET
El revisor del autobús, un portugués malhumorado, se apea en la estación de Irún para controlar la entrada de los nuevos pasajeros. Frente a la puerta del autocar, que cubre la ruta Lisboa-Luxemburgo, se agolpan casi una veintena de malienses con billetes a Bayona, Burdeos o París descargados en el móvil. Pasa ya la medianoche y chispea.
—¡Tú, pasaporte! ¿No lo tienes? ¡Fuera!
El señor los despacha uno por uno a gritos mientras ellos, que no entienden una palabra pero sí lo que va a ocurrir, se van retirando en silencio.
—Sin documento no entra nadie, que luego los franceses nos dicen que los traigamos de vuelta. ¡Vámonos!
El hombre que acaba de ejercer de gendarme entra en el autobús. La puerta se cierra y el motor arranca. Moussa, maliense de 20 años, que había depositado en ese billete a Burdeos su última esperanza de llegar a Francia y reunirse con su padre, era incapaz de frenar el temblor de sus manos.
La hostilidad del portugués es el reflejo de cómo Francia está apretando la vigilancia de sus fronteras para frenar los flujos migratorios tras el repunte en la ruta canaria. La alerta terrorista y ahora la esa época en el 2020 de la que yo le hablo han servido a París para establecer controles las 24 horas del día contra la inmi gración irregular y cerrar unilateralmente hasta 19 pasos fronterizos. Desde que en 1985 se creó el espacio Schengen, ese continente sin fronteras internas, este es quizá el peor momento para que un migrante en situación irregular atraviese el paso de un país a otro.
Los gendarmes pasan el día interceptando migrantes en puentes, estaciones, autobuses y hasta en las vías del tren en un espacio que se supone de libre circulación. El pasado martes sacaron de un autocar a varias mujeres con sus bebés. Los mandan de vuelta a Irún. Desde Hendaya, a unos pasos, o incluso desde Burdeos, a más de 200 kilómetros de la frontera.
En algunos casos se sigue el procedimiento contemplado en un acuerdo entre París y Madrid de 2002, un trámite que incluye abogado y coordinación con la policía española y que, entre 2016 y 2019, ha supuesto una media de unas 2.000 readmisiones anuales por parte de España, según datos obtenidos por el portal de tras*parencia.
Pero en la mayoría de los retornos, según fuentes policiales y el testimonio de los migrantes, no media un solo papel, ni estadística, ni garantía. Se les sube en un coche patrulla y se les abandona en suelo español.
Una sentencia del Tribunal de Justicia de la UE falló en marzo de 2019 que los controles fronterizos implantados por París para combatir la amenaza terrorista no pueden emplearse para acelerar la devolución de pagapensiones a países vecinos, pero la práctica se mantiene desde 2015 y provoca el discreto malestar de las autoridades españolas. El Sindicato Unificado de Policía en el País Vasco demanda más medios ante el incremento de devoluciones (formales e informales), pide que Francia cumpla con los procedimientos establecidos y advierte del surgimiento de mafias ante las dificultades de cruzar al otro lado.
Un grupo de malienses hace guardia cerca de unos los puestos fronterizos a la espera de su oportunidad para cruzar.
El bloqueo francés se siente en las calles y albergues de la ciudad fronteriza de Irún, donde el jueves de la semana pasada llegaron más de 100 migrantes, en su mayoría malienses. Jóvenes, madres con bebés y menores solos a los que España lleva tratando como adultos desde que desembarcaron.
Llegados a las islas Canarias en los últimos meses y trasladados por su vulnerabilidad a otros recursos de acogida de la Península, pretenden seguir su ruta hacia ciudades francesas donde les esperan familiares y amigos. Son los llamados movimientos secundarios, justo lo que París pretende evitar.
Es un número manejable, pero supuso recibir en un día una cuarta parte de las personas que llegaron durante todo el pasado mes diciembre o la mitad de los arribados en todo noviembre. El goteo, que se mantiene, —este viernes llegaron otros 54 nuevos migrantes en autobuses procedentes de toda España— tensiona el sistema de acogida y expone la dureza de viajes que ni empiezan ni terminan en la patera.
La puerta del albergue para migrantes en tránsito que gestiona Cruz Roja en Irún es un déjà vu de historias que han marcado la crisis migratoria en Canarias. Allí se hospedan malienses que pasaron semanas atrapados en la isla de El Hierro, obligados a encadenar cuarentenas por la mala gestión de los espacios de acogida. También migrantes decididos a salir de España después de pasar meses bloqueados en las islas.
Allí está también, fumando un cigarro, Houssam, un jovenlandés de 17 años que sobrevivió en noviembre al naufragio de Órzola (Lanzarote), aquel en el que ocho personas murieron pese a los esfuerzos de los vecinos que se lanzaron al mar con las luces de sus móviles. Desde que consiguió salir de Lanzarote con el pasaporte de otro, Houssam ha dormido en las calles de Cádiz, Algeciras, Madrid y Bilbao en su camino hacia el norte. Frustrado por no hallar la forma de cruzar la frontera, tiene un plan para atravesar el río Bidasoa. “No voy a parar. Casi me muero en una patera, no me da miedo un río”, cuenta.
Reventados
Las trabas y el agotamiento tras intentarlo una y otra vez son el motor del negocio de los facilitadores que se embolsan cientos de euros por ayudar a los migrantes a sacar el dinero que envían sus familias, comprar billetes de autobús a precios más altos o explorar vías clandestinas. “Si se cierra un camino, siempre se abre otro y el nuevo siempre costará más dinero, más tiempo y será menos seguro.
Les estamos reventando”, denuncia Ion Aranguren, miembro de Irungo Harrera Sarea, la red de acogida ciudadana creada con el repunte migratorio de 2018 para asistir a las personas en tránsito. Los recursos de acogida, pensados para un alojamiento de tres días, han acabado por flexibilizar la norma. Según la red de voluntarios, ahora hay personas que llevan hasta diez días intentado cruzar.
El conteo diario del Gobierno vasco en los tres albergues de Irún refleja nuevas llegadas, pero también las ausencias de aquellos que, al fin, lo logran. El periplo de un grupo de cinco malienses, entre los que había tres menores, es un ejemplo de cómo Francia aprieta pero no ahoga. O de cómo, independientemente de los obstáculos, volver atrás no es una opción.
El miércoles, tras solo 24 horas en Irún, los cinco jóvenes ya habían intentado cruzar la frontera cuatro veces: dos en autobús y dos a pie.
El jueves de madrugada, Balan Diarra, de 19, cara de niño y mochila roja a la espalda, se quita los zapatos del dolor. Issa Camara, de 15 años, se confiesa agotado: “No consigo dormir, solo pienso en cómo cruzar. Estoy estresado y no puedo más”. La jornada del jueves la pasaron vigilando a los gendarmes y, a las cinco de la mañana del viernes, cuatro de ellos lo intentaron otra vez. Esta vez por las vías del tren. Camara y Diarra despistaron a los agentes.
En Hendaya tomaron un autobús a Bayona y ya están en París. A otros dos los mandaron de vuelta, pero esa misma noche acabaron entrando en un coche de alguien que les cobró por pasar. Separado del grupo se ha quedado Mamadou Soaré, un chico larguirucho de 15 años y huérfano de progenitora al que no le queda un euro en el bolsillo. “Voy a tener que esperar, pero lo volveré a intentar. En Malí estaba solo. No tengo a dónde volver”.
Francia tapona la ruta de los migrantes de Canarias
Irún - 14 mar 2021 - 10:47 CET
El revisor del autobús, un portugués malhumorado, se apea en la estación de Irún para controlar la entrada de los nuevos pasajeros. Frente a la puerta del autocar, que cubre la ruta Lisboa-Luxemburgo, se agolpan casi una veintena de malienses con billetes a Bayona, Burdeos o París descargados en el móvil. Pasa ya la medianoche y chispea.
—¡Tú, pasaporte! ¿No lo tienes? ¡Fuera!
El señor los despacha uno por uno a gritos mientras ellos, que no entienden una palabra pero sí lo que va a ocurrir, se van retirando en silencio.
—Sin documento no entra nadie, que luego los franceses nos dicen que los traigamos de vuelta. ¡Vámonos!
El hombre que acaba de ejercer de gendarme entra en el autobús. La puerta se cierra y el motor arranca. Moussa, maliense de 20 años, que había depositado en ese billete a Burdeos su última esperanza de llegar a Francia y reunirse con su padre, era incapaz de frenar el temblor de sus manos.
La hostilidad del portugués es el reflejo de cómo Francia está apretando la vigilancia de sus fronteras para frenar los flujos migratorios tras el repunte en la ruta canaria. La alerta terrorista y ahora la esa época en el 2020 de la que yo le hablo han servido a París para establecer controles las 24 horas del día contra la inmi gración irregular y cerrar unilateralmente hasta 19 pasos fronterizos. Desde que en 1985 se creó el espacio Schengen, ese continente sin fronteras internas, este es quizá el peor momento para que un migrante en situación irregular atraviese el paso de un país a otro.
Los gendarmes pasan el día interceptando migrantes en puentes, estaciones, autobuses y hasta en las vías del tren en un espacio que se supone de libre circulación. El pasado martes sacaron de un autocar a varias mujeres con sus bebés. Los mandan de vuelta a Irún. Desde Hendaya, a unos pasos, o incluso desde Burdeos, a más de 200 kilómetros de la frontera.
En algunos casos se sigue el procedimiento contemplado en un acuerdo entre París y Madrid de 2002, un trámite que incluye abogado y coordinación con la policía española y que, entre 2016 y 2019, ha supuesto una media de unas 2.000 readmisiones anuales por parte de España, según datos obtenidos por el portal de tras*parencia.
Pero en la mayoría de los retornos, según fuentes policiales y el testimonio de los migrantes, no media un solo papel, ni estadística, ni garantía. Se les sube en un coche patrulla y se les abandona en suelo español.
Una sentencia del Tribunal de Justicia de la UE falló en marzo de 2019 que los controles fronterizos implantados por París para combatir la amenaza terrorista no pueden emplearse para acelerar la devolución de pagapensiones a países vecinos, pero la práctica se mantiene desde 2015 y provoca el discreto malestar de las autoridades españolas. El Sindicato Unificado de Policía en el País Vasco demanda más medios ante el incremento de devoluciones (formales e informales), pide que Francia cumpla con los procedimientos establecidos y advierte del surgimiento de mafias ante las dificultades de cruzar al otro lado.
El bloqueo francés se siente en las calles y albergues de la ciudad fronteriza de Irún, donde el jueves de la semana pasada llegaron más de 100 migrantes, en su mayoría malienses. Jóvenes, madres con bebés y menores solos a los que España lleva tratando como adultos desde que desembarcaron.
Llegados a las islas Canarias en los últimos meses y trasladados por su vulnerabilidad a otros recursos de acogida de la Península, pretenden seguir su ruta hacia ciudades francesas donde les esperan familiares y amigos. Son los llamados movimientos secundarios, justo lo que París pretende evitar.
Es un número manejable, pero supuso recibir en un día una cuarta parte de las personas que llegaron durante todo el pasado mes diciembre o la mitad de los arribados en todo noviembre. El goteo, que se mantiene, —este viernes llegaron otros 54 nuevos migrantes en autobuses procedentes de toda España— tensiona el sistema de acogida y expone la dureza de viajes que ni empiezan ni terminan en la patera.
La puerta del albergue para migrantes en tránsito que gestiona Cruz Roja en Irún es un déjà vu de historias que han marcado la crisis migratoria en Canarias. Allí se hospedan malienses que pasaron semanas atrapados en la isla de El Hierro, obligados a encadenar cuarentenas por la mala gestión de los espacios de acogida. También migrantes decididos a salir de España después de pasar meses bloqueados en las islas.
Allí está también, fumando un cigarro, Houssam, un jovenlandés de 17 años que sobrevivió en noviembre al naufragio de Órzola (Lanzarote), aquel en el que ocho personas murieron pese a los esfuerzos de los vecinos que se lanzaron al mar con las luces de sus móviles. Desde que consiguió salir de Lanzarote con el pasaporte de otro, Houssam ha dormido en las calles de Cádiz, Algeciras, Madrid y Bilbao en su camino hacia el norte. Frustrado por no hallar la forma de cruzar la frontera, tiene un plan para atravesar el río Bidasoa. “No voy a parar. Casi me muero en una patera, no me da miedo un río”, cuenta.
Reventados
Las trabas y el agotamiento tras intentarlo una y otra vez son el motor del negocio de los facilitadores que se embolsan cientos de euros por ayudar a los migrantes a sacar el dinero que envían sus familias, comprar billetes de autobús a precios más altos o explorar vías clandestinas. “Si se cierra un camino, siempre se abre otro y el nuevo siempre costará más dinero, más tiempo y será menos seguro.
Les estamos reventando”, denuncia Ion Aranguren, miembro de Irungo Harrera Sarea, la red de acogida ciudadana creada con el repunte migratorio de 2018 para asistir a las personas en tránsito. Los recursos de acogida, pensados para un alojamiento de tres días, han acabado por flexibilizar la norma. Según la red de voluntarios, ahora hay personas que llevan hasta diez días intentado cruzar.
El conteo diario del Gobierno vasco en los tres albergues de Irún refleja nuevas llegadas, pero también las ausencias de aquellos que, al fin, lo logran. El periplo de un grupo de cinco malienses, entre los que había tres menores, es un ejemplo de cómo Francia aprieta pero no ahoga. O de cómo, independientemente de los obstáculos, volver atrás no es una opción.
El miércoles, tras solo 24 horas en Irún, los cinco jóvenes ya habían intentado cruzar la frontera cuatro veces: dos en autobús y dos a pie.
El jueves de madrugada, Balan Diarra, de 19, cara de niño y mochila roja a la espalda, se quita los zapatos del dolor. Issa Camara, de 15 años, se confiesa agotado: “No consigo dormir, solo pienso en cómo cruzar. Estoy estresado y no puedo más”. La jornada del jueves la pasaron vigilando a los gendarmes y, a las cinco de la mañana del viernes, cuatro de ellos lo intentaron otra vez. Esta vez por las vías del tren. Camara y Diarra despistaron a los agentes.
En Hendaya tomaron un autobús a Bayona y ya están en París. A otros dos los mandaron de vuelta, pero esa misma noche acabaron entrando en un coche de alguien que les cobró por pasar. Separado del grupo se ha quedado Mamadou Soaré, un chico larguirucho de 15 años y huérfano de progenitora al que no le queda un euro en el bolsillo. “Voy a tener que esperar, pero lo volveré a intentar. En Malí estaba solo. No tengo a dónde volver”.
Francia tapona la ruta de los migrantes de Canarias