Lo primero que conviene saber de la CUP es que la CUP no existe. Existen las CUP, así, en plural. Un plural en forma de paraguas bajo el que se cobija una miríada de grupos, la mayoría de ellos de estricta implantación local o, como mucho, comarcal, cuyo nexo común reside en encarnar la versión contemporánea de dos tradiciones políticas muy antiguas en Cataluña. Por un lado, las CUP son el resultado organizativo de la herencia sentimental y política del independentismo combativo, el eufemismo que se utiliza siempre en la órbita intelectual nacionalista para hacer referencia al terrorismo de estricta obediencia autóctona. Por el otro, las CUP se singularizan por practicar una suerte de revival del estilo asambleario y ateneístico propio del más añejo anarquismo catalán. Unos modos y unas formas, los característicos del movimiento libertario del primer tercio del siglo XX, que después tendrían una efímera continuación con los brotes contraculturales de finales de los 60.
Así las cosas, del mismo modo que Ciudadanos, el Ciudadanos germinal, fue una reacción casi desesperada tras la claudicación del PSC frente a los nacionalistas cuando la formación del primer tripartito -el de Maragall-, la súbita irrupción desde la nada de las CUP respondió a una irritación opuesta, la de las bases de ERC a raíz de la firma del segundo tripartito -el de Montilla-, algo percibido en esos ambientes poco menos que como una traición a la causa.
Por lo demás, eso son las CUP, una muy dispersa constelación de radicalidades juveniles, utopismos mesiánicos, extremismos esencialistas y fundamentalismos identitarios que, a diferencia de lo que ocurriría en cualquier otro rincón de Occidente, en Cataluña forman parte no solo de la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno, sino también de lo que la cultura oficial del lugar considera respetable, homologable y digno de todo aprecio y consideración.
De ahí que nadie se escandalizara lo más mínimo al trascender que su primer diputado en el Parlament, David Fernàndez (no confundir con Fernández), se había ganado la vida trabajando en Ardi Beltza, aquella publicación dirigida por Pepe Rei que el juez Garzón clausuró en su día bajo la acusación de ofrecerse de forma continuada para señalar futuros objetivos a ETA. Bien al contrario, Fernàndez (que no Fernández como su padre, abuelo y demás ancestros de la provincia de Zamora) se convirtió al poco en una gloria local tras mostrar amenazante una de sus chancletas no a Jordi Pujol, a quien trataría con exquisito respeto en la comisión parlamentaria reunida a fin de investigar sus innúmeros hurtos, saqueos y pillajes, sino al espanyolRodrigo Rato.
Pero quien dentro de las CUP encara en su persona el vínculo con el legado histórico del catalanismo asilvestrado y violento, una tradición silenciada que se remonta a los orígenes mismos del nacionalismo catalán, no es el Fernàndez del acento abierto sino otro de los grandes referentes de la organización, Carles Sastre.
Sastre, que hace bien poco compareció en un acto oficial junto a Puigdemont para presentar en sociedad el acuerdo de los grupos secesionistas sobre la procedencia de convocar el referéndum, fue uno de los miembros del comando que asesinó al empresario José María Bultó por el método de adosarle con esparadrapo una bomba en el pecho. Los bomberos necesitarían varios días para poder recoger todos los restos de la víctima que habían quedado incrustados en las paredes y techo de la habitación donde se produjo la explosión. Ocurrió el 9 de mayo de 1977. Poco después, el 26 de enero de 1978, el mismo grupo volvería a asesinar por idéntico procedimiento al ex alcalde de Barcelona, Joaquín Viola, y a su esposa, Montserrat Tarragona. A consecuencia de la deflagración, el cadáver de Viola apareció decapitado.
Pero Carles Sastre, ahora liberado sindical y dirigente de Poble Lliure, uno de los principales grupos que integran las CUP, no fue más que un simple brazo ejecutor, apenas eso. El verdadero jefe de la rama llamada militar del Frente Nacional de Cataluña, el partido que cobijaba a los autores de los crímenes, era un histórico del movimiento catalanista, Josep Maria Batista i Roca. Alguien tan respetado que a su fin el Ayuntamiento socialista de Barcelona decidió honrar su memoria -y su obra- dedicándole el nombre de una calle, que para mayor escarnio está situada a escasos metros de la sede central del PSC.
Por su parte, Jordi Pujol, otro admirador de Batista i Roca, se presentó a las primeras elecciones democráticas, las del 15 de junio de 1977, en una coalición electoral de la que formaba parte el Frente Nacional de Cataluña. Había tras*currido un mes escaso desde el asesinato de Bultó. Y es que el hombre en cuyo honor la Generalitat ha instituido el galardón más importante a la proyección internacional de la cultura catalana, el premio Josep Maria Batista i Roca, amén de por su contrastada pericia como instructor de carniceros, también será recordado por haber fundado en los años 30 la muy peculiar variante catalana de los Boy Scouts, los Minyons Escoltes. Una forma paramilitar de socialización en la mística nacionalista, la de las marchas por la montaña, las acampadas fraternales, las canciones patrióticas entonadas a coro en el corazón del bosque y las fogatas nocturnas en torno al mástil de la señera con la luna de fondo, esa liturgia iniciática por la que han pasado a lo largo de su infancia y adolescencia prácticamente la totalidad de los dirigentes actuales del movimiento catalanista. De ahí la devoción ecuménica por la figura de Batista.
De aquel Frente Nacional de Batista, organización huelga decirlo que nada tenía que envidiar en cuanto a xenofobia y racismo a su homónima francesa de Le Pen, surgió a mediados de los 60 una escisión izquierdista, el PSAN (Partido Socialista de Liberación Nacional de los Países Catalanes) que, con el tiempo, acabaría constituyendo el origen último, la nodriza de las CUP. Y antes de las CUP, de Terra Lliure, la plataforma del independentismo combativo en la que se reagruparon los antiguos pistoleros del brazo armado del Frente Nacional, entre ellos Sastre, el flamante interlocutor de Puigdemont.
Pero tanto dentro de Terra Lliure como en el interior del partido político que le ofrecía cobertura, el MDT (Movimiento de Defensa de la Tierra), convivieron siempre dos facciones enfrentadas. Por un lado, la de los proclives a priorizar el objetivo de la independencia por encima de cualquier otra consideración; por otro, el de los imbuidos de un maximalismo revolucionario que propugnaba lograr al mismo tiempo la destrucción total del orden capitalista y la creación de un Estado soberano que unificase a los llamados Países Catalanes.
Este desencuentro estratégico llegó incluso a provocar una batalla campal entre militantes de los dos sectores del MDT durante la Diada de 1988, reyerta en la que ambas partes utilizaron como argumentos de debate cadenas de hierro, puños americanos y bates de béisbol. Hubo docenas de heridos y contusionados. Hoy, tantos años después, la disputa todavía sigue abierta.
Así, dentro de las actuales CUP, habitan en inestable equilibrio los inclinados a suscribir acuerdos con el establishment del catalanismo conservador, ese cuya expresión canónica representa el PDeCat, junto con los puristas reacios a toda colaboración con las fuerzas del sistema. Anna Gabriel, dirigente de Endavant, la facción más izquierdista de las CUP, ejerce de portavoz oficiosa de esa corriente reticente tanto a participar en la vida parlamentaria como a prestar apoyo alguno a los antiguos convergentes. No por casualidad en los medios de prensa controlados por el Gobierno de la Generalitat se han lanzado insistentes insinuaciones en las que de forma apenas velada se acusaba a Anna Gabriel de ser en realidad una agente encubierta al servicio del CNI.
En el flanco opuesto, Poble Lliure, el partido que cuya dirección forma parte Sastre, predica establecer alianzas tácticas con otros sectores más tibios del nacionalismo, sobre todo, con ERC. Al punto de que fue el propio Sastre quien promovió un manifiesto firmado por antiguos miembros de Terra Lliure en el que se reclamaba a la dirección de las CUP llegar a un acuerdo de gobierno con Esquerra y el PDeCat, acuerdo que finalmente se produjo.
Las CUP están viviendo los cinco minutos de gloria que Andy Warhol prometió a todos los don nadie de la Tierra, pero su techo, no obstante, es de cristal. El viraje en la política de alianzas llevado a cabo por la nueva dirección de Esquerra que encabeza Oriol Junqueras, un viaje de vuelta a las prioridades identitarias dentro de la gran familia nacionalista, pone plomo en las alas a su potencial de crecimiento electoral. La mayoría de las catas demoscópicas prevén que pierdan, como mínimo, la mitad de su representación parlamentaria en caso de un más que previsible adelanto electoral tras el 1 de octubre. Aunque, eso sí, siempre les quedará Arran.
@jg_dominguez
Así las cosas, del mismo modo que Ciudadanos, el Ciudadanos germinal, fue una reacción casi desesperada tras la claudicación del PSC frente a los nacionalistas cuando la formación del primer tripartito -el de Maragall-, la súbita irrupción desde la nada de las CUP respondió a una irritación opuesta, la de las bases de ERC a raíz de la firma del segundo tripartito -el de Montilla-, algo percibido en esos ambientes poco menos que como una traición a la causa.
Por lo demás, eso son las CUP, una muy dispersa constelación de radicalidades juveniles, utopismos mesiánicos, extremismos esencialistas y fundamentalismos identitarios que, a diferencia de lo que ocurriría en cualquier otro rincón de Occidente, en Cataluña forman parte no solo de la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno, sino también de lo que la cultura oficial del lugar considera respetable, homologable y digno de todo aprecio y consideración.
De ahí que nadie se escandalizara lo más mínimo al trascender que su primer diputado en el Parlament, David Fernàndez (no confundir con Fernández), se había ganado la vida trabajando en Ardi Beltza, aquella publicación dirigida por Pepe Rei que el juez Garzón clausuró en su día bajo la acusación de ofrecerse de forma continuada para señalar futuros objetivos a ETA. Bien al contrario, Fernàndez (que no Fernández como su padre, abuelo y demás ancestros de la provincia de Zamora) se convirtió al poco en una gloria local tras mostrar amenazante una de sus chancletas no a Jordi Pujol, a quien trataría con exquisito respeto en la comisión parlamentaria reunida a fin de investigar sus innúmeros hurtos, saqueos y pillajes, sino al espanyolRodrigo Rato.
Pero quien dentro de las CUP encara en su persona el vínculo con el legado histórico del catalanismo asilvestrado y violento, una tradición silenciada que se remonta a los orígenes mismos del nacionalismo catalán, no es el Fernàndez del acento abierto sino otro de los grandes referentes de la organización, Carles Sastre.
Sastre, que hace bien poco compareció en un acto oficial junto a Puigdemont para presentar en sociedad el acuerdo de los grupos secesionistas sobre la procedencia de convocar el referéndum, fue uno de los miembros del comando que asesinó al empresario José María Bultó por el método de adosarle con esparadrapo una bomba en el pecho. Los bomberos necesitarían varios días para poder recoger todos los restos de la víctima que habían quedado incrustados en las paredes y techo de la habitación donde se produjo la explosión. Ocurrió el 9 de mayo de 1977. Poco después, el 26 de enero de 1978, el mismo grupo volvería a asesinar por idéntico procedimiento al ex alcalde de Barcelona, Joaquín Viola, y a su esposa, Montserrat Tarragona. A consecuencia de la deflagración, el cadáver de Viola apareció decapitado.
Pero Carles Sastre, ahora liberado sindical y dirigente de Poble Lliure, uno de los principales grupos que integran las CUP, no fue más que un simple brazo ejecutor, apenas eso. El verdadero jefe de la rama llamada militar del Frente Nacional de Cataluña, el partido que cobijaba a los autores de los crímenes, era un histórico del movimiento catalanista, Josep Maria Batista i Roca. Alguien tan respetado que a su fin el Ayuntamiento socialista de Barcelona decidió honrar su memoria -y su obra- dedicándole el nombre de una calle, que para mayor escarnio está situada a escasos metros de la sede central del PSC.
Por su parte, Jordi Pujol, otro admirador de Batista i Roca, se presentó a las primeras elecciones democráticas, las del 15 de junio de 1977, en una coalición electoral de la que formaba parte el Frente Nacional de Cataluña. Había tras*currido un mes escaso desde el asesinato de Bultó. Y es que el hombre en cuyo honor la Generalitat ha instituido el galardón más importante a la proyección internacional de la cultura catalana, el premio Josep Maria Batista i Roca, amén de por su contrastada pericia como instructor de carniceros, también será recordado por haber fundado en los años 30 la muy peculiar variante catalana de los Boy Scouts, los Minyons Escoltes. Una forma paramilitar de socialización en la mística nacionalista, la de las marchas por la montaña, las acampadas fraternales, las canciones patrióticas entonadas a coro en el corazón del bosque y las fogatas nocturnas en torno al mástil de la señera con la luna de fondo, esa liturgia iniciática por la que han pasado a lo largo de su infancia y adolescencia prácticamente la totalidad de los dirigentes actuales del movimiento catalanista. De ahí la devoción ecuménica por la figura de Batista.
De aquel Frente Nacional de Batista, organización huelga decirlo que nada tenía que envidiar en cuanto a xenofobia y racismo a su homónima francesa de Le Pen, surgió a mediados de los 60 una escisión izquierdista, el PSAN (Partido Socialista de Liberación Nacional de los Países Catalanes) que, con el tiempo, acabaría constituyendo el origen último, la nodriza de las CUP. Y antes de las CUP, de Terra Lliure, la plataforma del independentismo combativo en la que se reagruparon los antiguos pistoleros del brazo armado del Frente Nacional, entre ellos Sastre, el flamante interlocutor de Puigdemont.
Pero tanto dentro de Terra Lliure como en el interior del partido político que le ofrecía cobertura, el MDT (Movimiento de Defensa de la Tierra), convivieron siempre dos facciones enfrentadas. Por un lado, la de los proclives a priorizar el objetivo de la independencia por encima de cualquier otra consideración; por otro, el de los imbuidos de un maximalismo revolucionario que propugnaba lograr al mismo tiempo la destrucción total del orden capitalista y la creación de un Estado soberano que unificase a los llamados Países Catalanes.
Este desencuentro estratégico llegó incluso a provocar una batalla campal entre militantes de los dos sectores del MDT durante la Diada de 1988, reyerta en la que ambas partes utilizaron como argumentos de debate cadenas de hierro, puños americanos y bates de béisbol. Hubo docenas de heridos y contusionados. Hoy, tantos años después, la disputa todavía sigue abierta.
Así, dentro de las actuales CUP, habitan en inestable equilibrio los inclinados a suscribir acuerdos con el establishment del catalanismo conservador, ese cuya expresión canónica representa el PDeCat, junto con los puristas reacios a toda colaboración con las fuerzas del sistema. Anna Gabriel, dirigente de Endavant, la facción más izquierdista de las CUP, ejerce de portavoz oficiosa de esa corriente reticente tanto a participar en la vida parlamentaria como a prestar apoyo alguno a los antiguos convergentes. No por casualidad en los medios de prensa controlados por el Gobierno de la Generalitat se han lanzado insistentes insinuaciones en las que de forma apenas velada se acusaba a Anna Gabriel de ser en realidad una agente encubierta al servicio del CNI.
En el flanco opuesto, Poble Lliure, el partido que cuya dirección forma parte Sastre, predica establecer alianzas tácticas con otros sectores más tibios del nacionalismo, sobre todo, con ERC. Al punto de que fue el propio Sastre quien promovió un manifiesto firmado por antiguos miembros de Terra Lliure en el que se reclamaba a la dirección de las CUP llegar a un acuerdo de gobierno con Esquerra y el PDeCat, acuerdo que finalmente se produjo.
Las CUP están viviendo los cinco minutos de gloria que Andy Warhol prometió a todos los don nadie de la Tierra, pero su techo, no obstante, es de cristal. El viraje en la política de alianzas llevado a cabo por la nueva dirección de Esquerra que encabeza Oriol Junqueras, un viaje de vuelta a las prioridades identitarias dentro de la gran familia nacionalista, pone plomo en las alas a su potencial de crecimiento electoral. La mayoría de las catas demoscópicas prevén que pierdan, como mínimo, la mitad de su representación parlamentaria en caso de un más que previsible adelanto electoral tras el 1 de octubre. Aunque, eso sí, siempre les quedará Arran.
@jg_dominguez