Elpaisdelasmaravillas
Madmaxista
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No hay carga de trabajo en Ferrol. Ni trabajo a secas. Es la ciudad gallega con menor tasa de actividad y con el porcentaje de desempleo más elevado, con un 32%. La falta de salidas está desangrando la ciudad. En 1984 Ferrol tenía 91.000 habitantes; hoy cuenta con 71.300 vecinos, según datos del INE. La ciudad ha perdido 20.000 personas en dos décadas. Mil habitantes por año. Ferrol tiene hoy menos población que en 1950. La ciudad se vacía. Fue el desmantelamiento naval y militar lo que hundió a Ferrol.
Hay una pequeña parte del Camino de Santiago que atraviesa Ferrol. Es el llamado trazado inglés, que serpentea por las callejuelas del barrio de Ferrol Vello, corazón e historia de la ciudad gallega que alumbró la venida de Francisco Franco, «el Cerillita» para sus vecinos. Se supone que este tramo de la ruta jacobea ofrece un paseo por un insigne barrio portuario que hace las veces de casco viejo, declarado Bien de Interés Cultural, joya dieciochesca que, mirando al mar, da la bienvenida en la primera y más escarpada de las rías altas. Pero no. La realidad presente es que el Camino de Santiago completa un recorrido de calles abandonadas, por momento escenarios apocalípticos, con cascotes por el suelo, de derechasdas que se caen, árboles y arbustos que crecen en los patios interiores y escasez de vecinos. Ferrol Vello —cabe insistir: centro de la ciudad y zona más emblemática— es hoy un barrio ausente, un barrio en coma. Algunas casas se caen en silencio y las ratas campan despreocupadas. El peregrino puede llegar a toparse calles, como la de Carmen Curuxeivas, por las que ni siquiera es posible pasar, cortadas por el Ayuntamiento para que a nadie se le caiga una azotea en la cabeza. Es la gris carta de presentación de Ferrol. Una ciudad desamparada. Un mini Detroit a la gallega.
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Ferrol se llama Ferrol oficialmente desde 1982, cuando se le retiró el artículo predecesor (El Ferrol), herencia del topónimo franquista El Ferrol del Caudillo. Todavía fuera de Galicia hay quien usa el antiguo nombre. Lo hizo el mismísimo ministro Montoro el pasado mes de febrero cuando aseguró que «existen contratos ya firmados que van a dar carga de trabajo al Ferrol». Al Ferrol. Si tu propio ministro no sabe decir el nombre oficial de tu ciudad, ¿qué se puede esperar? Desde luego, carga de trabajo no.
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No hay carga de trabajo en Ferrol. Ni trabajo a secas. Es la ciudad gallega con menor tasa de actividad y con el porcentaje de desempleo más elevado, con un 32%. La falta de salidas está desangrando la ciudad. En 1984 Ferrol tenía 91.000 habitantes; hoy cuenta con 71.300 vecinos, según datos del INE. La ciudad ha perdido 20.000 personas en dos décadas. Mil habitantes por año. Ferrol tiene hoy menos población que en 1950. La ciudad se vacía. Es la mayor sangría poblacional de España, solo por detrás de Cádiz.
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Un cuarto (26%) de los que se han quedado tiene más de sesenta y cinco años. Más del 35% de la ciudad vive de prestaciones, según datos del propio Ayuntamiento. El centro está sumido en la tristeza: apenas 6000 personas siguen aquí, cuando llegó a haber 20.000 vecinos.
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El paisaje consecuente es descorazonador. «Esto está muerto, hombre. Muerto». Lo protesta José Luis, que lleva sus sesenta y cinco años de vida en el centro de Ferrol. «No hay nada aquí. Por no haber no hay ni delincuencia. No queda nada». Y es todo lo que José Luis quiere decir. Alfredo aparece doblando la esquina cargado con dos bolsas de la compra. Es el segundo vecino que se deja ver en más de veinte minutos. «Aquí venimos a dormir, porque vida no hay». El casco antiguo de la ciudad es por momentos un paisaje de película: apenas se ve a nadie por las calles, los bajos que antes contenían tiendas o comercios están cerrados, abandonados, con los escaparates polvorientos o resquebrajados. Cada pocos metros aparece un edificio en ruinas, cuando no directamente derruido, con la maleza creciendo entre los restos de lo que fue una vivienda. Algunas aceras están llenas de piedras. «Ahora se puede caminar —dice Fernanda—, pero este invierno, con los temporales, pasear por aquí era jugarse la vida. Volaban los cascotes». Fernanda es la dueña de la única tienda de alimentación que queda en el barrio y uno de los pocos comercios que quedan abiertos en Ferrol Vello. Ni siquiera tiene nombre, mucho menos escaparate. Mientras charlamos, la llaman por teléfono. «No Manola, no me traigas fruta que se me estropea. ¿Te tengo que explicar cómo están las cosas? Tráeme solo cebollas y pimientos, cosas que me duren». Cuando cuelga, prosigue: «Este barrio, aunque cueste creerlo, era el corazón de Ferrol. El centro. Aquí estaba todo. Ahora mira, ni autobuses tenemos. El Ayuntamiento los quitó. Por aquí no pasan ni los buses urbanos». Una vecina espera a ser atendida. Y se une a la charla. «Llegan algunos turistas por el Camino de Santiago o por un crucero y no se atreven a entrar. El que se supone que es el mayor reclamo turístico que tenemos. Y mira tú, da miedo». Fernanda retoma: «Yo no vi nunca un barrio en una situación así. Es lo más mísero que me he encontrado. El año pasado tuvimos una plaga de ratas. ¿Es normal? Y el Ayuntamiento lo que hace es poner vallas. Se limitan a poner vallas en las calles por las que caen cascotes». Algunas de estas calles de las que habla Fernanda parecen decorados, estampas inquietantes de abandono, de ciudad fantasma, en las que se puede sentir que no hace tanto bullía vida y que de pronto salió de allí apresurada, dejando los edificios plantados como un novio en el altar que se resiste a creer su desgracia.
Fue el desmantelamiento naval y militar lo que hundió a Ferrol, ahora hablaremos de ello. Pero la puntilla que remata al barrio antiguo de la ciudad es una paradoja: al haber sido declarado Bien de Interés Cultural, el centro de Ferrol es intocable. Los vecinos se van por falta de oportunidades y las casas se caen porque no se pueden rehabilitar. La falta de flexibilidad y la mastodóntica burocracia que cualquier propietario tiene que afrontar si desea reformas, hace que nadie renueve la infraestructura. Las casas se caen porque llevan tres siglos en pie sin que nadie las haya arreglado. En el afán por protegerlo, se está destruyendo el barrio. Cinco alcaldes después, nadie ha puesto solución a esto.
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El 24 de agosto de 1800 veinte navíos de guerra británicos aparecieron en la entrada de la ría de Ferrol, la más angosta del golfo Ártabro. Pretendían alcanzar la ciudad, que se recoge bien entrada la ría, pero no contaban con los todavía en pie castillos de La Palma y San Felipe, dos edificaciones militares que se miran desde lados opuestos de la ría. Cuenta la historia que dos enormes cadenas surgieron del mar atadas en cada extremo a cada uno de los castillos impidiendo el paso de los navíos. En la encerrona, los soldados españoles, ayudados por los vecinos, lanzaron cuanto tenían a mano sobre los barcos paralizados por las cadenas. Los ingleses huyeron.
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El aislamiento de Ferrol les salvó en aquella ocasión, pero en general su recóndita situación ha sido más un inconveniente que una ventaja. Y lo sigue siendo. A la ciudad llegó la autopista AP-9 (que vertebra Galicia uniendo norte con sur) con catorce años de retraso. Se inauguró el último tramo en 2003 y tuvo que estrellarse una plataforma petrolífera contra la entrada de la ciudad para que los políticos espabilasen con las obras. No es broma. La noche del 13 de enero de 1998 la Discoverer Enterprise estaba amarrada en el muelle del astillero de Astano, soportando vientos de hasta 140 kilómetros por hora debido a un temporal que azotaba el norte gallego. La plataforma móvil, de 245 metros de eslora (en ese momento la mayor del mundo), se soltó del amarre y se precipitó contra el puente das Pías, el puente de entrada y salida de la ciudad. Destrozó varios pilares y casi cien metros de carretera y aisló por completo a Ferrol. En realidad los vecinos se quedaron con un solo acceso alternativo, el de la carretera nacional de Narón, que suponía dar un rodeo de ocho kilómetros. Así estuvieron seis meses, durante los cuales políticos muy decididos llegaban de Madrid para asegurar con firmeza que el aislamiento de Ferrol había terminado. La autopista se inauguró por fin cinco años después pero el problema sigue ahí, ya que es la única opción de entrada y salida; bienaventurado aquel que quiera salir de Ferrol en tren: el trayecto Ferrol-Gijón (200 kilómetros) es de seis horas sin contar tras*bordo.
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«Al aislamiento histórico de la ciudad hay que unirle el monocultivo, que ha sido nuestra condena a fin». Toma la palabra Germán Castro, veterano periodista que puso en marcha El Diario de Ferrol y profundo —profundísimo— conocedor de la localidad. «Ferrol siempre ha sido una potencia en la construcción de barcos. El mejor astillero del mundo. Aquí estaba la élite de ingenieros navales, trabajadores, obreros…». En 1996 los astilleros ferrolanos completaron la construcción del portaaviones Cakri Naruebet, encargado por Tailandia. Ferrol se convertía así en el primer astillero del mundo en completar un encargo para un país extranjero. La reina Sirikit de Tailandia acudió a la botadura.
«Siempre hemos sido una ciudad de crisis cíclicas. Si entraban encargos de la Marina, había trabajo y dinero. Si no entraban, había necesidad. Pero de un tiempo a esta parte, desde hace treinta años aproximadamente, vivimos la crisis más larga y profunda de la historia moderna de la ciudad. Y no se vislumbra el final». El análisis de Germán —al que todo el mundo en Ferrol conoce como Man— no deja lugar al optimismo. Al menos a corto plazo.
Los años setenta conocieron la época de esplendor de la ciudad. El astillero de contratación pública Bazán daba empleo a más de cinco mil ferrolanos y el de Astano a veinticuatro mil si contamos puestos auxiliares. La comarca entera —conocida como Ferrolterra— bebía de la barra libre del naval. «Había trabajo, oportunidades, horas extras… Había mucho dinero y se consumía mucho», explica Man. «Y era un consumo caro, Ferrol llegó a ser una ciudad cara. Por semana cualquier día bajabas a dar una vuelta y estaba todo lleno, las calles llenas de gente, los bares… Corría el dinero, la verdad. En Ferrol se notaba la alegría». En aquellos años Manuel Fraga repetía a menudo una frase: «cuando Ferrol estornuda, España se resfría».
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El contraste con la actualidad es estridente. Ferrol tiene hoy el riesgo de pobreza más alto de su historia moderna. La cocina económica de la ciudad atendía hace siete años a setenta y cuatro personas al día. Hoy acuden más de trescientas cuarenta. La vecina Coruña, con casi cuatro veces más población, atiende a seiscientas. «No solo eso», retoma Man. «Es la atmósfera, el estado de ánimo de la ciudad. Ferrol hoy está triste. Es una ciudad gris, con las calles vacías y los bares sin gente. Cualquier día de invierno sales a la calle a las ocho de la tarde y no ves un alma. Es deprimente». Ocurrió que en 1983 Felipe González aprobó el decreto de la reconversión naval y los problemas comenzaron para los trabajadores de los astilleros. Desde esa fecha hasta hoy no han dejado de sucederse los despidos y prejubilaciones. Bazán y Astano se fusionaron y dieron paso a Navantia, pero el futuro es más que sombrío. No hay trabajo, no hay encargos. A día de hoy el astillero no llega a los dos mil trabajadores. Por más que el Gobierno prometa carga de trabajo la realidad es que los astilleros de Ferrol parecen irremediablemente condenados. Y la ciudad se hunde con ellos, aferrada al recuerdo como si fuera un ancla que se precipita al fondo del mar.
El otro sostén de Ferrol era la infraestructura militar que poseía. La ciudad era un centro neurálgico para el Ejército y la Marina. Contaba con decenas de dependencias militares. Cada dos meses la ciudad acogía una jura de bandera que congregaba a más de mil soldados cada vez, con sus familiares, amigos y visitas, que llenaban constantemente la ciudad. La presencia militar también moldeó el carácter de Ferrol, famosa en Galicia por un sentimiento afectuoso a la bandera española mucho mayor que el resto de localidades. «Cuando yo era joven recuerdo que en Ferrol se presumía de que se hablaba el mejor español de España. Y yo me preguntaba, ¿y el gallego?», Man se ríe. «La verdad es que Ferrol siempre tuvo una atmósfera militar pesada, muy conservadora. Era una plaza conservadora hasta para los propios militares». Uno de los símbolos más evidentes de lo descrito es que la estatua ecuestre de Franco que lucía Ferrol no fue retirada hasta el año 2002, cuando ya era la última en pie que quedaba en toda España. La tendencia se compensaba con un fuerte sentimiento de clase obrera —casi siempre galleguista— proveniente de los cada vez más numerosos trabajadores de los astilleros. Ellos no olvidaban que Ferrol es una de las cunas del nacionalismo gallego moderno, con destacados políticos, escritores y sindicalistas que perviven en la memoria de la ciudad.
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De nuevo, el contraste: casi todas las dependencias militares de Ferrol han sido desmanteladas y apenas quedan un par de fragatas. El otro balón de oxígeno, de vida, con el que contaba Ferrol, también le fue arrebatado. «Nos dejaron en pelotas», resume Man.
«Éramos ciudad de una sola industria». Toma la palabra Mansi Gil, comerciante del barrio de la Magdalena, otrora el centro de compras, ocio y paseo de cualquier ferrolano que se preciase. «Al tener toda la economía basada en la construcción naval, cuando esta falló, nos fuimos todos a pique». No hace tanto, la calle donde Mansi tiene su tienda estaba abarrotada a todas horas, con vecinos que subían y bajaban por el barrio haciendo compras. Hoy hay tantos locales cerrados como abiertos. Los carteles de «se alquila» se suceden. Los escaparates sucios son una constante. Ora una tienda abierta, ora un enorme cartel de liquidación. El barrio comercial se extingue. «Aquí ya solo viene la gente a hacer alguna compra puntual. Las compras se hacen en los centros comerciales de las afueras o en Coruña», explica Mansi. «Yo estoy unas siete horas con la tienda abierta y hay días que atiendo durante media hora en total. Sobre todo es muy aburrido». Los alquileres se han desplomado. Rentar un bajo en el barrio más comercial de Ferrol cuesta a día de hoy unos seiscientos euros. Una chica que entra en la tienda se une al debate. «La gente joven se va. Aquí no queda nadie porque no tenemos trabajo. Yo trabajo por horas en un centro comercial, pero estoy desesperada. La vida aquí es muy difícil». «¿Pero tanto como se dice? ¿No os van a llamar exagerados quienes lean esto después?». «A ver, no es Detroit, como dicen, pero sí que es una ciudad deprimida. Es que no hay movimiento. No hay nada. Eso no es exageración. Puede venir cualquiera y comprobarlo».
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Ferrol subsiste ahora gracias a la enorme masa de prejubilados de los astilleros. La ciudad cuenta con la pensión media más alta de España. Es esta generación la que sostiene a sus hijos e incluso nietos. «El problema —dice Man— va a ser cuando esta generación ya no esté. ¿De qué van a vivir los que vienen detrás?». Y da una de las, sin duda, claves del asunto: «El problema de Ferrol es que tenemos una mentalidad funcionarial. Ferrol fue una ciudad creada por y para el Estado. El naval y el Ejército dependían del Estado y por eso la gente le reclama soluciones al Estado. Muchos dicen que somos quejicas, que no nos reinventamos, y yo no digo que no acepte la crítica. Pero si el Estado nos dejó caer, lo lógico sería que ahora nos ayudase a levantarnos, ¿no? Nos han dejado mangados».
Ferrol ve pasar Administraciones sin que ninguna ponga solución a sus problemas. Llegó a ser declarada ZUI, zona industrial aislada, pero de poco sirvió. Parece que el actual alcalde (el primero de la ciudad con mayoría absoluta en democracia) muestra algún signo de rebeldía, de iniciativa, algo que los vecinos le reconocen, aunque con prudencia. Ya no se fían de nada. «La solución pasa por la diversificación», concluye Man despidiendo la charla. «Tenemos que reinventarnos y no depender nunca más de una sola industria». En esas está Ferrol. Entre la nostalgia de lo que fue y la necesidad de frenar su caída. Es su particular lucha. Su lucha por no ser Detroit.
Ferrol camino de Detroit
En Lindø (DK) estaban los astilleros principales de Mærsk, la mayor naviera del mundo. Allí también llegó la crisis y la deslocalización hace décadas dejando a casi todos en la calle. Sin embargo hoy esas instalaciones siguen en pie y dando trabajo, pero esta vez dando servicio a la industria eólica offshore construyendo las estructuras marinas y a la eólica en general con el mayor banco de pruebas del mundo. A todo esto como no ayudo un impulso desde el estado.
En fin, otra oportunidad perdida para nuestro país por los intereses de la casta.
Hay una pequeña parte del Camino de Santiago que atraviesa Ferrol. Es el llamado trazado inglés, que serpentea por las callejuelas del barrio de Ferrol Vello, corazón e historia de la ciudad gallega que alumbró la venida de Francisco Franco, «el Cerillita» para sus vecinos. Se supone que este tramo de la ruta jacobea ofrece un paseo por un insigne barrio portuario que hace las veces de casco viejo, declarado Bien de Interés Cultural, joya dieciochesca que, mirando al mar, da la bienvenida en la primera y más escarpada de las rías altas. Pero no. La realidad presente es que el Camino de Santiago completa un recorrido de calles abandonadas, por momento escenarios apocalípticos, con cascotes por el suelo, de derechasdas que se caen, árboles y arbustos que crecen en los patios interiores y escasez de vecinos. Ferrol Vello —cabe insistir: centro de la ciudad y zona más emblemática— es hoy un barrio ausente, un barrio en coma. Algunas casas se caen en silencio y las ratas campan despreocupadas. El peregrino puede llegar a toparse calles, como la de Carmen Curuxeivas, por las que ni siquiera es posible pasar, cortadas por el Ayuntamiento para que a nadie se le caiga una azotea en la cabeza. Es la gris carta de presentación de Ferrol. Una ciudad desamparada. Un mini Detroit a la gallega.
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Ferrol se llama Ferrol oficialmente desde 1982, cuando se le retiró el artículo predecesor (El Ferrol), herencia del topónimo franquista El Ferrol del Caudillo. Todavía fuera de Galicia hay quien usa el antiguo nombre. Lo hizo el mismísimo ministro Montoro el pasado mes de febrero cuando aseguró que «existen contratos ya firmados que van a dar carga de trabajo al Ferrol». Al Ferrol. Si tu propio ministro no sabe decir el nombre oficial de tu ciudad, ¿qué se puede esperar? Desde luego, carga de trabajo no.
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No hay carga de trabajo en Ferrol. Ni trabajo a secas. Es la ciudad gallega con menor tasa de actividad y con el porcentaje de desempleo más elevado, con un 32%. La falta de salidas está desangrando la ciudad. En 1984 Ferrol tenía 91.000 habitantes; hoy cuenta con 71.300 vecinos, según datos del INE. La ciudad ha perdido 20.000 personas en dos décadas. Mil habitantes por año. Ferrol tiene hoy menos población que en 1950. La ciudad se vacía. Es la mayor sangría poblacional de España, solo por detrás de Cádiz.
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Un cuarto (26%) de los que se han quedado tiene más de sesenta y cinco años. Más del 35% de la ciudad vive de prestaciones, según datos del propio Ayuntamiento. El centro está sumido en la tristeza: apenas 6000 personas siguen aquí, cuando llegó a haber 20.000 vecinos.
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El paisaje consecuente es descorazonador. «Esto está muerto, hombre. Muerto». Lo protesta José Luis, que lleva sus sesenta y cinco años de vida en el centro de Ferrol. «No hay nada aquí. Por no haber no hay ni delincuencia. No queda nada». Y es todo lo que José Luis quiere decir. Alfredo aparece doblando la esquina cargado con dos bolsas de la compra. Es el segundo vecino que se deja ver en más de veinte minutos. «Aquí venimos a dormir, porque vida no hay». El casco antiguo de la ciudad es por momentos un paisaje de película: apenas se ve a nadie por las calles, los bajos que antes contenían tiendas o comercios están cerrados, abandonados, con los escaparates polvorientos o resquebrajados. Cada pocos metros aparece un edificio en ruinas, cuando no directamente derruido, con la maleza creciendo entre los restos de lo que fue una vivienda. Algunas aceras están llenas de piedras. «Ahora se puede caminar —dice Fernanda—, pero este invierno, con los temporales, pasear por aquí era jugarse la vida. Volaban los cascotes». Fernanda es la dueña de la única tienda de alimentación que queda en el barrio y uno de los pocos comercios que quedan abiertos en Ferrol Vello. Ni siquiera tiene nombre, mucho menos escaparate. Mientras charlamos, la llaman por teléfono. «No Manola, no me traigas fruta que se me estropea. ¿Te tengo que explicar cómo están las cosas? Tráeme solo cebollas y pimientos, cosas que me duren». Cuando cuelga, prosigue: «Este barrio, aunque cueste creerlo, era el corazón de Ferrol. El centro. Aquí estaba todo. Ahora mira, ni autobuses tenemos. El Ayuntamiento los quitó. Por aquí no pasan ni los buses urbanos». Una vecina espera a ser atendida. Y se une a la charla. «Llegan algunos turistas por el Camino de Santiago o por un crucero y no se atreven a entrar. El que se supone que es el mayor reclamo turístico que tenemos. Y mira tú, da miedo». Fernanda retoma: «Yo no vi nunca un barrio en una situación así. Es lo más mísero que me he encontrado. El año pasado tuvimos una plaga de ratas. ¿Es normal? Y el Ayuntamiento lo que hace es poner vallas. Se limitan a poner vallas en las calles por las que caen cascotes». Algunas de estas calles de las que habla Fernanda parecen decorados, estampas inquietantes de abandono, de ciudad fantasma, en las que se puede sentir que no hace tanto bullía vida y que de pronto salió de allí apresurada, dejando los edificios plantados como un novio en el altar que se resiste a creer su desgracia.
Fue el desmantelamiento naval y militar lo que hundió a Ferrol, ahora hablaremos de ello. Pero la puntilla que remata al barrio antiguo de la ciudad es una paradoja: al haber sido declarado Bien de Interés Cultural, el centro de Ferrol es intocable. Los vecinos se van por falta de oportunidades y las casas se caen porque no se pueden rehabilitar. La falta de flexibilidad y la mastodóntica burocracia que cualquier propietario tiene que afrontar si desea reformas, hace que nadie renueve la infraestructura. Las casas se caen porque llevan tres siglos en pie sin que nadie las haya arreglado. En el afán por protegerlo, se está destruyendo el barrio. Cinco alcaldes después, nadie ha puesto solución a esto.
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El 24 de agosto de 1800 veinte navíos de guerra británicos aparecieron en la entrada de la ría de Ferrol, la más angosta del golfo Ártabro. Pretendían alcanzar la ciudad, que se recoge bien entrada la ría, pero no contaban con los todavía en pie castillos de La Palma y San Felipe, dos edificaciones militares que se miran desde lados opuestos de la ría. Cuenta la historia que dos enormes cadenas surgieron del mar atadas en cada extremo a cada uno de los castillos impidiendo el paso de los navíos. En la encerrona, los soldados españoles, ayudados por los vecinos, lanzaron cuanto tenían a mano sobre los barcos paralizados por las cadenas. Los ingleses huyeron.
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El aislamiento de Ferrol les salvó en aquella ocasión, pero en general su recóndita situación ha sido más un inconveniente que una ventaja. Y lo sigue siendo. A la ciudad llegó la autopista AP-9 (que vertebra Galicia uniendo norte con sur) con catorce años de retraso. Se inauguró el último tramo en 2003 y tuvo que estrellarse una plataforma petrolífera contra la entrada de la ciudad para que los políticos espabilasen con las obras. No es broma. La noche del 13 de enero de 1998 la Discoverer Enterprise estaba amarrada en el muelle del astillero de Astano, soportando vientos de hasta 140 kilómetros por hora debido a un temporal que azotaba el norte gallego. La plataforma móvil, de 245 metros de eslora (en ese momento la mayor del mundo), se soltó del amarre y se precipitó contra el puente das Pías, el puente de entrada y salida de la ciudad. Destrozó varios pilares y casi cien metros de carretera y aisló por completo a Ferrol. En realidad los vecinos se quedaron con un solo acceso alternativo, el de la carretera nacional de Narón, que suponía dar un rodeo de ocho kilómetros. Así estuvieron seis meses, durante los cuales políticos muy decididos llegaban de Madrid para asegurar con firmeza que el aislamiento de Ferrol había terminado. La autopista se inauguró por fin cinco años después pero el problema sigue ahí, ya que es la única opción de entrada y salida; bienaventurado aquel que quiera salir de Ferrol en tren: el trayecto Ferrol-Gijón (200 kilómetros) es de seis horas sin contar tras*bordo.
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«Al aislamiento histórico de la ciudad hay que unirle el monocultivo, que ha sido nuestra condena a fin». Toma la palabra Germán Castro, veterano periodista que puso en marcha El Diario de Ferrol y profundo —profundísimo— conocedor de la localidad. «Ferrol siempre ha sido una potencia en la construcción de barcos. El mejor astillero del mundo. Aquí estaba la élite de ingenieros navales, trabajadores, obreros…». En 1996 los astilleros ferrolanos completaron la construcción del portaaviones Cakri Naruebet, encargado por Tailandia. Ferrol se convertía así en el primer astillero del mundo en completar un encargo para un país extranjero. La reina Sirikit de Tailandia acudió a la botadura.
«Siempre hemos sido una ciudad de crisis cíclicas. Si entraban encargos de la Marina, había trabajo y dinero. Si no entraban, había necesidad. Pero de un tiempo a esta parte, desde hace treinta años aproximadamente, vivimos la crisis más larga y profunda de la historia moderna de la ciudad. Y no se vislumbra el final». El análisis de Germán —al que todo el mundo en Ferrol conoce como Man— no deja lugar al optimismo. Al menos a corto plazo.
Los años setenta conocieron la época de esplendor de la ciudad. El astillero de contratación pública Bazán daba empleo a más de cinco mil ferrolanos y el de Astano a veinticuatro mil si contamos puestos auxiliares. La comarca entera —conocida como Ferrolterra— bebía de la barra libre del naval. «Había trabajo, oportunidades, horas extras… Había mucho dinero y se consumía mucho», explica Man. «Y era un consumo caro, Ferrol llegó a ser una ciudad cara. Por semana cualquier día bajabas a dar una vuelta y estaba todo lleno, las calles llenas de gente, los bares… Corría el dinero, la verdad. En Ferrol se notaba la alegría». En aquellos años Manuel Fraga repetía a menudo una frase: «cuando Ferrol estornuda, España se resfría».
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El contraste con la actualidad es estridente. Ferrol tiene hoy el riesgo de pobreza más alto de su historia moderna. La cocina económica de la ciudad atendía hace siete años a setenta y cuatro personas al día. Hoy acuden más de trescientas cuarenta. La vecina Coruña, con casi cuatro veces más población, atiende a seiscientas. «No solo eso», retoma Man. «Es la atmósfera, el estado de ánimo de la ciudad. Ferrol hoy está triste. Es una ciudad gris, con las calles vacías y los bares sin gente. Cualquier día de invierno sales a la calle a las ocho de la tarde y no ves un alma. Es deprimente». Ocurrió que en 1983 Felipe González aprobó el decreto de la reconversión naval y los problemas comenzaron para los trabajadores de los astilleros. Desde esa fecha hasta hoy no han dejado de sucederse los despidos y prejubilaciones. Bazán y Astano se fusionaron y dieron paso a Navantia, pero el futuro es más que sombrío. No hay trabajo, no hay encargos. A día de hoy el astillero no llega a los dos mil trabajadores. Por más que el Gobierno prometa carga de trabajo la realidad es que los astilleros de Ferrol parecen irremediablemente condenados. Y la ciudad se hunde con ellos, aferrada al recuerdo como si fuera un ancla que se precipita al fondo del mar.
El otro sostén de Ferrol era la infraestructura militar que poseía. La ciudad era un centro neurálgico para el Ejército y la Marina. Contaba con decenas de dependencias militares. Cada dos meses la ciudad acogía una jura de bandera que congregaba a más de mil soldados cada vez, con sus familiares, amigos y visitas, que llenaban constantemente la ciudad. La presencia militar también moldeó el carácter de Ferrol, famosa en Galicia por un sentimiento afectuoso a la bandera española mucho mayor que el resto de localidades. «Cuando yo era joven recuerdo que en Ferrol se presumía de que se hablaba el mejor español de España. Y yo me preguntaba, ¿y el gallego?», Man se ríe. «La verdad es que Ferrol siempre tuvo una atmósfera militar pesada, muy conservadora. Era una plaza conservadora hasta para los propios militares». Uno de los símbolos más evidentes de lo descrito es que la estatua ecuestre de Franco que lucía Ferrol no fue retirada hasta el año 2002, cuando ya era la última en pie que quedaba en toda España. La tendencia se compensaba con un fuerte sentimiento de clase obrera —casi siempre galleguista— proveniente de los cada vez más numerosos trabajadores de los astilleros. Ellos no olvidaban que Ferrol es una de las cunas del nacionalismo gallego moderno, con destacados políticos, escritores y sindicalistas que perviven en la memoria de la ciudad.
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De nuevo, el contraste: casi todas las dependencias militares de Ferrol han sido desmanteladas y apenas quedan un par de fragatas. El otro balón de oxígeno, de vida, con el que contaba Ferrol, también le fue arrebatado. «Nos dejaron en pelotas», resume Man.
«Éramos ciudad de una sola industria». Toma la palabra Mansi Gil, comerciante del barrio de la Magdalena, otrora el centro de compras, ocio y paseo de cualquier ferrolano que se preciase. «Al tener toda la economía basada en la construcción naval, cuando esta falló, nos fuimos todos a pique». No hace tanto, la calle donde Mansi tiene su tienda estaba abarrotada a todas horas, con vecinos que subían y bajaban por el barrio haciendo compras. Hoy hay tantos locales cerrados como abiertos. Los carteles de «se alquila» se suceden. Los escaparates sucios son una constante. Ora una tienda abierta, ora un enorme cartel de liquidación. El barrio comercial se extingue. «Aquí ya solo viene la gente a hacer alguna compra puntual. Las compras se hacen en los centros comerciales de las afueras o en Coruña», explica Mansi. «Yo estoy unas siete horas con la tienda abierta y hay días que atiendo durante media hora en total. Sobre todo es muy aburrido». Los alquileres se han desplomado. Rentar un bajo en el barrio más comercial de Ferrol cuesta a día de hoy unos seiscientos euros. Una chica que entra en la tienda se une al debate. «La gente joven se va. Aquí no queda nadie porque no tenemos trabajo. Yo trabajo por horas en un centro comercial, pero estoy desesperada. La vida aquí es muy difícil». «¿Pero tanto como se dice? ¿No os van a llamar exagerados quienes lean esto después?». «A ver, no es Detroit, como dicen, pero sí que es una ciudad deprimida. Es que no hay movimiento. No hay nada. Eso no es exageración. Puede venir cualquiera y comprobarlo».
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Ferrol subsiste ahora gracias a la enorme masa de prejubilados de los astilleros. La ciudad cuenta con la pensión media más alta de España. Es esta generación la que sostiene a sus hijos e incluso nietos. «El problema —dice Man— va a ser cuando esta generación ya no esté. ¿De qué van a vivir los que vienen detrás?». Y da una de las, sin duda, claves del asunto: «El problema de Ferrol es que tenemos una mentalidad funcionarial. Ferrol fue una ciudad creada por y para el Estado. El naval y el Ejército dependían del Estado y por eso la gente le reclama soluciones al Estado. Muchos dicen que somos quejicas, que no nos reinventamos, y yo no digo que no acepte la crítica. Pero si el Estado nos dejó caer, lo lógico sería que ahora nos ayudase a levantarnos, ¿no? Nos han dejado mangados».
Ferrol ve pasar Administraciones sin que ninguna ponga solución a sus problemas. Llegó a ser declarada ZUI, zona industrial aislada, pero de poco sirvió. Parece que el actual alcalde (el primero de la ciudad con mayoría absoluta en democracia) muestra algún signo de rebeldía, de iniciativa, algo que los vecinos le reconocen, aunque con prudencia. Ya no se fían de nada. «La solución pasa por la diversificación», concluye Man despidiendo la charla. «Tenemos que reinventarnos y no depender nunca más de una sola industria». En esas está Ferrol. Entre la nostalgia de lo que fue y la necesidad de frenar su caída. Es su particular lucha. Su lucha por no ser Detroit.
Ferrol camino de Detroit
En Lindø (DK) estaban los astilleros principales de Mærsk, la mayor naviera del mundo. Allí también llegó la crisis y la deslocalización hace décadas dejando a casi todos en la calle. Sin embargo hoy esas instalaciones siguen en pie y dando trabajo, pero esta vez dando servicio a la industria eólica offshore construyendo las estructuras marinas y a la eólica en general con el mayor banco de pruebas del mundo. A todo esto como no ayudo un impulso desde el estado.
En fin, otra oportunidad perdida para nuestro país por los intereses de la casta.