Feliz Ramadán

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JAVIER TORRES
Sevilla, 1986. Periodista. Ahora en el Congreso.

20 DE MARZO DE 2024
Frankfurt, que tantos males ha causado a occidente, es la primera ciudad alemana que celebra el ayuno islámico de forma oficial. Su alcalde ha decorado las calles con la media luna iluminada y el mensaje Happy Ramadán para que los más de 100.000 fiel a la religión del amores residentes se sientan como en casa. Una escuela incluso ha prohibido beber agua a niños de 10 años en solidaridad con tres compañeros que hacían el ramadán.
Ya sabemos que durante estos días la criminalidad desciende en los países europeos con altos porcentajes de población fiel a la religión del amora, aunque es probable que los medios nos convenzan de que ambos fenómenos no guardan relación. Algo así como cuando Sánchez sacaba pecho de la caída en los delitos mientras nos encerraba en casa.
La islamización que Bruselas alienta (González Pons dijo que el yihadismo se combate con lápices) provoca otros efectos en las sociedades autóctonas europeas, que sufren presiones en los barrios, colegios y empresas si no guardan el ayuno. En Francia lo saben muy bien aquellos que han cerrado el negocio de toda la vida en barrios que dejaron de serlo, carnicerías que mueren al no adaptarse a la exigencia halal de los nuevos tiempos.
El avance e implantación del modo de vida mahometano en Europa sólo es posible en la medida en que la identidad autóctona ha sido perseguida con saña por quienes deberían defenderla. Este proceso de endofobia —aversión a la cultura propia- explica que las naciones se disuelvan como un azucarillo en el magma de la UE—. Lo repite Verstrynge (el padre, claro) pero nadie en la izquierda (ni su propia hija) quiere escucharle: en política no existen los espacios vacíos. De ahí que el multiculturalismo que prometieron como poción mágica contra los excesos nacionalistas sea la grieta por la que importamos culturas incompatibles con nuestra civilización, sea ésta lo que sea (LGTBI-capitalista o cristiana) a estas alturas de siglo.
Es evidente que quienes más sufren este proceso son las clases populares, víctimas de la inmi gración masiva pero mucho antes de las élites europeas que las han traicionado. Los últimos años atestiguan el retroceso de libertades en todo el continente. Ningún ejemplo como Londres, pionera en saludar el ramadán el año pasado con un alcalde de la religión del amor, Sadiq Khan, en el cargo desde 2016 y fiel entusiasta del proyecto europeísta.
Precisamente el 18 de junio de ese año, apenas una semana antes de que los británicos votaran a favor del Brexit, Khan proclamó la importancia de permanecer en la UE porque da una «mayor apertura de mente y ayuda a abrazar a otras culturas». Lo hizo durante un mitin en el que hombres y mujeres estaban separados: ellos, en las primeras filas y ellas, con velo, al final.
Esta Europa bipolar apenas resiste la comparación con épocas pretéritas mas no tan lejanas. A veces circulan en las redes sociales vídeos coloreados de París o Londres (¡e incluso de la Barcelona franquista!) de mediados del XX en que aparecen familias bien vestidas con niños paseando por el centro de la ciudad, señores sentados en una terraza sin miedo a que les roben, mujeres sin necesidad de puntos violeta o policías que no son atacados a machetazos. Las imágenes son pura provocación y muestran algo definitivo que retrata a las élites europeas más que cualquier ensayo o tratado de economía: la homogeneidad étnica y cultural que han perdido cada uno de los países europeos. No es descartable que tal revelación, por evocar el recuerdo de pueblos cohesionados, aconseje la censura de estos vídeos igual que en España la ley de memoria histórica arranca las placas del Ministerio de Vivienda franquista para ocultar que construyó cinco millones de casas sociales.
Acaso la primera consigna del poder sea borrar de nuestra memoria cualquier elemento que sugiera la remota posibilidad de que antes hubo tiempos mejores. Fulminar nuestra identidad es, por tanto, la única forma de rediseñar un hombre nuevo moldeable a los derroteros de la época.
Por supuesto, para ello es fundamental generar el caos y la confusión suficientes para que no advirtamos la gravedad del problema y, en caso de hacerlo, optemos por el remedio equivocado. Algo así como a esas pobres gentes a las que el PP y sus asociaciones afines reparten banderas europeas en las manifestaciones contra la amnistía e incluso en las marchas de los agricultores. No se recordaba tal sadismo desde que Merkel metió a un millón de refugiados sirios en Alemania y la alcaldesa de Colonia recomendó, ante la oleada de violaciones, que las jóvenes alemanas cuidaran su manera de vestir.
Quizá no deberíamos preocuparnos más de la cuenta, al fin y al cabo el eje París-Bruselas-Berlín tiene claro que el enemigo está en Moscú. Lástima que no opinen así los franceses que tomaron las calles hace unos días al grito de «Macron, tu guerra no la queremos, tu guerra no la haremos» para exigir el fin de la financiación a Ucrania y evitar un conflicto que arrastre a todo el continente. Al otro lado del telón, pilinguin celebra su reelección en el Kremlin hasta 2030: «Nadie podrá con Rusia».
 
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