Europa, año cero (I)

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Europa, año cero (I)
Adriano Erriguel 05 de mayo de 2020

Como un torrente largamente contenido la Realidad vuelve por sus fueros; la esa época en el 2020 de la que yo le hablo del cobi19 barre la esa época en el 2020 de la que yo le hablo mental de la corrección política.

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¿Cómo designar un acontecimiento que supone la clausura de un mundo? El calificativo de “histórico” se nos antoja banal; tal vez sería más adecuado el de “escatológico”, si entendemos la escatología como la doctrina de las postrimerías. En ese sentido, la esa época en el 2020 de la que yo le hablo del el bichito 19 podría considerarse un acontecimiento escatológico, una catarsis colectiva en la que, si recurrimos al lenguaje de las Escrituras, el velo del templo se rasgó de arriba abajo. El velo de la globalización feliz, de la sociedad abierta, del individuo sin ataduras y de la utopía “no borders”.
La plaga se presenta como una inmersión trágica en el flujo de la vida, como una gigantesca bofetada de realidad. Y lo es, en primer término, para la porción más desarrollada del planeta, para ese mundo que había desterrado la sombra de la fin, que había hecho de la eterna juventud un culto y que había comenzado incluso a acariciar la idea de la inmortalidad. Todo ese mundo se ve ahora obligado a aceptar algo que sus ancestros siempre habían sabido: que la realidad era esto, el frágil equilibrio de un milagro llamado vida siempre en los bordes del abismo. Llegó la hora de las reflexiones duras para una época blanda. ¿Dónde queda la inanidad del Homo Festivus con su bulimia de “derechos”, sus caprichos e indignaciones, sus unicornios virtuales y sus dogmas pequeño-burgueses?
Pero todo fin del mundo implica el comienzo de uno nuevo. No en vano, la temática escatológica abarca también la cuestión del presente y la del futuro. La plaga ha venido a explotar nuestros marcos mentales. ¿Qué es lo que hemos dejado atrás? ¿Podemos atisbar algún perfil del nuevo mundo?
La magnitud de esta crisis – la mayor que hayan sufrido nuestras sociedades desde la segunda guerra mundial – nos retrotrae varias décadas en el tiempo.
La irrupción de las sombras
A finales de 1945 las ciudades de Alemania componían un paisaje lunar, un piélago de ruinas surcadas por patéticos espectros. Los alemanes suelen referirse a esa época como la “hora cero” (die Stunde Null), el momento en el que, tras el hundimiento del mundo, todo debía comenzar de nuevo. El cineasta Roberto Rossellini captó ese momento en una magistral película que, como toda auténtica obra maestra, contiene varias capas de lectura.
El protagonista de Alemania, hora cero es un chico de 12 años que, por su aspecto físico – impecablemente ario al gusto del régimen vencido – respondía al ideal que la nación derrotada exaltaba para sí misma. La historia narrada por Rossellini concluye con el suicidio del protagonista, arrastrado por diversas vicisitudes y por un irrefrenable sentimiento de culpa. Con ello, lo que el cineasta italiano tal vez nos estaba diciendo es que, en aquella hora fatídica, el nuevo mundo sólo podría construirse a través de una autoanulación consciente (el suicidio) de cierta idea de civilización. A través de la desaparición de aquellas sociedades “cerradas” que habían protagonizado la tragedia. Tal vez nos estaba diciendo que la culpa sólo podría expiarse con la proscripción de cualquier ideal comunitario, con una salida de la historia. Una visión profiláctica que sería radicalizada por sucesivas generaciones de europeos.
Desde esa perspectiva, esta obra maestra del neorrealismo italiano ofrecía el esbozo simbólico del mundo que, a partir de entonces, iba a construirse. Un mundo lejos de las convicciones fuertes y las identidades arraigadas que habían desembocado en dos guerras mundiales. La voluntad y asertividad de los ancestros, ahora asimiladas a una mentalidad autoritaria, serían sustituidas por valores blandos y pensamientos débiles, por identidades fluidas y pertenencias negociables, por principios universales y actitudes permisivas. Ése es el mundo plano y homogéneo de las “sociedades abiertas”, el único mundo que la mayoría hemos conocido. Éste el mundo al que la plaga del siglo XXI – una nueva “hora cero” para Europa – viene a sacudir los cimientos.
La plaga es una irrupción de lo desconocido, de lo aleatorio, de las sombras. Un recordatorio de que la Historia es esencialmente trágica, y de que lo trágico – como señala el filósofo francés Clément Rosset – tiene su esencia en lo sorprendente.[1] La Historia es un Joker cruel que, frente al cauce apacible de la fe progresista, prefiere el sendero tortuoso de lo imprevisto. Paradoja suprema de la “sociedad abierta”: ésta ha sido el primer sistema en poner a todo el planeta en cuarentena. ¿Cabe mayor burla del Destino? Ha tenido que ser lo imprevisto – y no las crisis económicas recurrentes, ni los discursos políticos, ni las refutaciones intelectuales – lo que venga a dejar en ridículo, de forma implacable y sin posibilidad de enmienda, el pensamiento mágico de la “sociedad abierta”, esa pseudo-filosofía diletante que, desde el final de la segunda guerra mundial, ha sido la pitanza espiritual de occidente.
¿Sociedad abierta? El bichito se ha revelado como su estrella invitada, como su beneficiario absoluto. El bichito es el alumno aventajado de Karl Popper, de Friedrich Hayek y de Milton Friedman.
El bichito es nómada, cosmopolita y ciudadano del mundo; el bichito es flexible, adaptativo y de identidad fluida
El bichito es nómada, cosmopolita y ciudadano del mundo; el bichito es flexible, adaptativo y de identidad fluida; el bichito es la metáfora del sujeto tabula rasa, del individuo plástico, moldeable y sin raíces que constituye el modelo antropológico de la globalización. No en vano, hace ya años Jean Baudrillard anunciaba que entrábamos en una época “viral” en la que el bichito sería el referente emblemático de la civilización, tal y como ilustran Internet, las redes sociales, las autopistas de información, las nuevas epidemias o la proliferación del terrorismo – formas todas ellas de implosión viral de un sistema aquejado de saturación y ausencia de intersticios –.[2] La esa época en el 2020 de la que yo le hablo se revela como el retorno de la alteridad absoluta en un mundo que negaba toda alteridad y no consentía tener un exterior a sí mismo. Un mundo que hacía de la apertura infinita y de la ausencia de límites el objetivo irrenunciable de la aventura humana. La esa época en el 2020 de la que yo le hablo es la némesis de la globalización, y marca el umbral decisivo en el que, rebasado ya su zénit, ésta emprende la senda del repliegue.
El retorno de un tabú: la frontera
Malos tiempos para los “ciudadanos del mundo”. Cuando la danza de la fin comenzó sus compases, pocas escenas tan simbólicas como la de los bohemios cosmopolitas, los nómadas multiculturales y los cumbayás sin fronteras clamando por ser repatriados. Una colectiva salida del armario en la que los anywheres se revelaron como somewheres.
Brilló la guadaña y los muros protectores del Estado volvieron a estar de moda
Brilló la guadaña y los muros protectores del Estado volvieron a estar de moda, demostrando una vez más que, cuando irrumpen las sombras, todos suspiran por tener una patria.

No fue fácil, sin embargo, ajustar las neuronas a la hora del peligro. Años y años alimentando el dogma de la humanidad sin fronteras, del mestizaje universal y de la apertura al “Otro” no se borran fácilmente. Por eso, cuando el “Otro” se reveló como un vector de la plaga, Eurolandia decretó, en previsible reacción pavloviana, que “el cierre de fronteras no es la solución” y que quien pretendiese lo contrario es, ¡como no!, “racista”. El argumentario promigración se recicló de urgencia para acallar las alarmas; y la izquierda cultural centró sus desvelos no sobre la prevención del bichito, sino sobre la prevención de la “xenofobia” y la “estigmatización” de los individuos procedentes de países de riesgo. Sin duda pensaban que, ante el virtuoso despliegue de fe antirracista, el bichito tendría la gentileza de autodisolverse, de emigrar a Saturno o de tomar un tren de vuelta a China. El antirracismo oficial, como religión de baratillo que es, se esforzó una vez más en corregir la realidad a base de letanías: más apertura, más inclusión, más empatía, más de más, la diversidad es nuestra fuerza y nuestra alegría. Y llegó el cobi19 y mandó apagar. ¿Cuántos muertos habrá costado la obcecación ideológica de Occidente?
La plaga ha traído consigo un revival de palabras antipáticas, de términos extraídos de un oscuro pasado: confinamiento, cuarentena, aislamiento, distancia social, cierre de fronteras. Es un lenguaje discriminatorio, no inclusivo, ciertamente not friendly.
Los Estados nacionales, que iban camino de convertirse en no-lugares de paso, se tras*formaron en baluartes y fortalezas
Los Estados nacionales, que iban camino de convertirse en no-lugares de paso, se tras*formaron en baluartes y fortalezas. Las familias, que iban camino de “deconstruirse”, se convirtieron en castillos inexpugnables. Un mundo de vallas, de muros, de aduanas y de controles se erigió por doquier. Un mundo de uniformes, de servidores del orden y de vigilantes. Un mundo de Patrias, de Hogares y de Familias. La distopia perfecta para Homo Festivus, el summun de los horrores para los androides multiculturales que, como escribía hace años Régis Debray, se recrean en “un planeta liso y desembarazado de lo diferente, un planeta sin enfrentamientos, retornado a su inocencia originaria, a la paz de su primera mañana, parecida a la túnica sin mácula de Cristo, donde un lifting planetario habría borrado todas las cicatrices y de donde el Mal habría desaparecido como por ensalmo”.[3] Pero la realidad es la que es: al igual que un monte necesita cortafuegos, el planeta necesita Estados, naciones y fronteras, los únicos cortafuegos posibles frente a la esa época en el 2020 de la que yo le hablo global.
En forma de apocalipsis viral, la esa época en el 2020 de la que yo le hablo nos trae un eclipse del mundialismo. Pero sus sacerdotisos, inmunes a la realidad, persistirán con sus letanías. Business as usual en Progrelandia. Lo veremos.
Implosión de la sociedad abierta
Dentro de la mitología mundialista el mito sinfronterista es inseparable del de la “sociedad abierta”. La historia de este concepto es bien conocida.
Fue Karl Popper quien, en su best-seller de 1945 La sociedad abierta y sus enemigos, utilizó esta expresión para presentar al liberalismo como culminación absoluta de la aventura humana. Este libro de Popper, más citado que leído, goza todavía de predicamento entre periodistas, financieros y políticos en ejercicio, en cuanto suministra – en forma de interpretación diletante de la filosofía occidental – la justificación de todas las fugas hacia adelante de la civilización construída a partir de 1945. Frente a quienes piensan que el corpus popperiano se reduce a una diatriba contra el totalitarismo y el “comunismo” (así lo piensan los “liberal-conservadores” ingenuos), conviene advertir que todas las ingenierías sociales posmodernistas se encuentran allí prefiguradas, en la medida en que Popper termina reduciendo la filosofía política a una forma de “tecnología social fragmentada”. Lejos de ser un resultado espontáneo del mercado libre y las libertades individuales, la “sociedad abierta” es un proyecto de ingeniería social que ha sido impulsado sistemáticamente por los poderes públicos durante las últimas décadas. A los efectos, lo que Popper nos suministra es la versión filosóficamente pretenciosa del neoliberalismo; y ese es un marco hegemónico que la crisis del el bichito 19 viene a poner en cuestión. Conviene saber por qué.
La esa época en el 2020 de la que yo le hablo pone en juego valores que sitúan a la comunidad por encima del individuo, esos mismos valores a los que Popper, desde su posición negativa e individualista, descalificaba como “metafísicos” y “autoritarios”. La política es el ejercicio del principio de autoridad, y la urgencia sanitaria no puede subordinarse a las demoras del debate científico, ni al principio de “falsación” que Popper reivindicaba abusivamente al extender a la política la lógica del laboratorio. Las primeras consecuencias – indiscutidas – de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo son la revalorización de lo público y un colosal despliegue de los atributos de la soberanía, es decir, de la capacidad para decidir sobre el estado de excepción. Asistimos a una restauración de la vertical del poder, y esto es algo que desbarata el axioma popperiano según el cual “el debate político no es esencialmente distinto del científico, y la lógica de resolución de problemas políticos no es diferente de la lógica de resolución de problemas científicos”.[4] Nos encontramos ante una crisis política y sanitaria que los científicos, por si sólos, fueron incapaces de prevenir, y ante la cual los políticos, por sí sólos, poco podrían hacer sin el auxilio de la ciencia. Pero en este escenario es preciso decidir contra reloj, entre informaciones límitadas y opciones contradictorias. Algo en lo que ni el científico ni el tecnócrata podrán nunca remplazar al hombre político. Por eso, éste es “el hombre trágico” por excelencia – nos recuerda el politólogo canadiense Mathieu Bock-Côté –.[5] La dimensión política será determinante, si lo que queremos es preservar un modelo de sociedad y cierto grado de cohesión social. Asistiremos por tanto a una recuperación de la idea de interés general, hasta ahora diluída en la idea de la “sociedad civil” y la multiplicación de minorías.
Se trata, en suma, a un retorno de lo Político, de todo eso que no puede subsumirse en la gobernanza tecnocrática y en la utopía de la “sociedad abierta”.[6]
Retorno de la comunidad
El comunismo cayó cuando la gente se cansó de esperar el paraíso. ¿Llegó el turno del globalismo?
Conviene repasar las promesas de la “globalización feliz”: circulación, conectividad, oportunidades, diversidad, innovación, riqueza. Pero para los trabajadores occidentales el resultado dista mucho de estar a la altura: desigualdad, deslocalizaciones, desindustrialización, abandono del campo, crisis migratorias, fin de las clases medias, ruptura del vínculo social, delincuencia tras*nacional, homogeneización turística del mundo… y esa época en el 2020 de la que yo le hablo. Al coronarse como “ciudadano del mundo” el bichito nos desvela el secreto de la sociedad abierta: ésta no protege a nada ni a nadie, excepto a quien tiene medios para protegerse a sí mismo. Multimillonarios, especuladores internacionales, tecnocracias elitistas, oligarquías del tercer mundo, redes de tráfico de personas, mafias, hackers … y ahora el bichito.
El globalismo cuenta con los medios para mantener la ilusión, al menos por un tiempo. El circo de la diversidad y sus payasos posmodernistas – con la izquierda liberasta dirigiendo la troupe – se encargarán de ello. El victimismo de minorías, el neofeminismo histérico y las identidades sensuales fluídas seguirán estando al orden del día, show must go on. Pero su estado de gracia ya habrá pasado; en un horizonte de cadáveres apilados, payasadas las justas. Hay una realidad a retener: la plaga se ha cebado sobre los países más trabajados por el nihilismo de la sociedad abierta, sobre las sociedades que más han evacuado su identidad de pueblo, de raza o de categorías masculina y femenina. Sobre las sociedades más globalizadas, en suma. El cobi19 ofrece – señala el politólogo Hasel Paris Álvarez – una soberbia lección de geopolítica, en cuanto “señala al Homo Globalis occidental como al hombre enfermo del mundo”. Al constituirse en el epicentro mundial de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo “la sociedad abierta de Europa significa sociedad en cuarentena para el resto del mundo”. Por eso, en toda justicia, el estigma mundial del cobi19 “debería recaer sobre los partidarios del libre mercado global. Es un bichito capaz de delatar a los Estados débiles (incapaces de prevenir) y a las sociedades individualistas (incapaces de reacionar)”.[7] De forma significativa la expansión de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo se superpone al mapa de los principales flujos turísticos, confirmando así la intuición de Philippe Muray sobre el turista como Quinto jinete del apocalipsis.
No hay como asomarse a un precipicio para aclarar las ideas. Resulta curioso ver como los dirigentes occidentales han recuperado, de forma apresurada, los marcos mentales que durante décadas habían intentado proscribir. El lenguaje se llena de símiles bélicos, de exaltación de los héroes y de jovenlandesal de victoria; un vocabulario macho, heteropatriarcal y cipotudo destinado a conjurar el sufrimiento y sostener el esfuerzo colectivo (que en boca de nuestros políticos ese vocabulario – por oportunista e impostado – degenere en cursilería, es un asunto diferente que merecería desarrollo aparte). Por doquier se exalta lo que une, no lo que separa, y ahora resulta que lo que más une son las identidades arraigadas – los símbolos, los himnos y los cánticos colectivos, lo local, lo propio y lo carnal – y no los algodonosos “valores” eurolándicos, ni las minorías minoritarias con sus lamentos interseccionales. La palabra “comunidad” asoma por las boquitas de nuestros dirigentes, porque ahora resulta que somos una “comunidad”, y no un aglomerado de consumidores reunidos por el mercado en un ente administrativo llamado “Estado”. Los servicios esenciales ignoran paridades de género y visibilizan la existencia de un espontáneo reparto de funciones: abundancia de mujeres en el “sector de los cuidados” (servicios médicos y sanitarios, atención a vulnerables), abundancia de hombres en las tareas de mayor carga física (fuerzas de orden, tras*portistas, bomberos, repartidores, reponedores). Por si fuera poco, los estudios científicos se apoyan en las diferencias genéticas para valorar el impacto de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo, y apuntan a que los índices de mortalidad también están asociados a diferencias raciales. Pero, ¿no nos habían dicho que las razas no existen?[8]
Como un torrente largamente contenido la Realidad vuelve por sus fueros; la esa época en el 2020 de la que yo le hablo del cobi19 barre la esa época en el 2020 de la que yo le hablo mental de la corrección política.

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¿La caída de Babel?
El mundo ha vivido durante tres décadas bajo la ilusión del globalismo. Las Naciones Unidas, las instituciones supranacionales y la llamada “sociedad civil” internacional (ONGs) han disfrutado de un plus de legitimidad frente a unos Estados-nación que, de forma ritual, eran acusados de incapacidad para abordar los desafíos globales. Pocas ideas han sido tan ridiculizadas como la de la soberanía nacional, ya sea porque ésta “no existe” (dogma neoliberal de que la soberanía reside en el individuo) ya sea porque se trata de un anacronismo que, según nos dicen, tiene los días contados. Pero más allá de definiciones académicas, la soberanía tiene un contenido muy prosaico. En la práctica consiste – señala el filósofo británico John Gray – en la capacidad para ejecutar de forma comprehensiva, coordinada y flexible planes de emergencia como los que los países han desplegado frente a la esa época en el 2020 de la que yo le hablo.[9] Es decir, para todo eso en lo que las Naciones Unidas, las organizaciones supranacionales y la sociedad civil apesebrada se han mostrado incompetentes. En la era del cobi19 los Estados-nación están de vuelta, y han llegado para quedarse.
¿Significa esto que los globalistas van a plegar velas y a desaparecer sin más? Todo lo contrario.
Los tiempos posmodernos son los de la lucha por el “relato”. Tomando impulso de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo, los globalistas se aferrarán al suyo. “Los problemas globales requieren soluciones globales” – nos dice su argumento más socorrido –, y “son precisamente las actitudes egoístas de los Estados las que impiden una respuesta mundial efectiva”. Escucharemos invocaciones tecnócratas a una “gobernanza mundial” y cogitaciones lírico-kantianas sobre una “Constitución para el planeta”.[10] Todo lo cual, en el registro eurobeato, se traduce en el mantra “más Europa”. Pero hace falta una fé del carbonero para creerse todo eso. Los partos de catedrático tipo “el gobierno mundial” están tan alejados de la realidad como sus autores. En primer lugar, porque (se pongan como se pongan) las divisiones geopolíticas existirán siempre, y un gobierno mundial sería un premio cotizado para los Estados más poderosos. En segundo lugar, porque – como sintetiza eficazmente Hasel Paris Álvarez– “el globalismo siempre irá más despacio que la iniciativa de cada nación. Por mera física, el gobierno mundial será más lento cuanto más grande quiera ser, más ignorante cuantos más datos quiera apilar, más ilegítimo cuanta más autoridad quiera tener, más incapaz cuanto más poder quiera amasar. Con el cobi19 es posible calcular matemáticamente la inferioridad del globalismo con respecto a la soberanía nacional”.[11] ¿Alguna prueba?
La performance de las instituciones globalistas ante la esa época en el 2020 de la que yo le hablo ha sido más que elocuente. Empezando por la reacción de la Organización Mundial de la Salud – lenta, ambigua y con una tras*parencia más que cuestionada –, y siguiendo con la de la Unión Europea, quien en su primera reacción ante la crisis ofreció la mejor caricatura de sí misma. Su gran preocupación: salvaguardar el espacio Schegen y el sacrosanto principio de las fronteras abiertas, mientras su mastodóntica burocracia era incapaz de prevenir lo que se venía encima. Los eximios eurócratas eran todavía capaces de pontificar, el 27 de febrero de 2020, que cerrar las fronteras sería “contraproductivo e ineficiente” para prevenir la expansión de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo.[12] Diez días después todos echaban el cierre. Para añadir lo patético a lo ridículo, los caciques de la Eurocosa no encontraron mejor salida – ante las críticas por su gestión incompetente, burocrática y tardía – que acusar al chivo expiatorio habitual ¡Rusia! ¡pilinguin! de urdir contra ellos una campaña de “fake news”.
Si algo ha demostrado esta crisis es que, ante un estado de excepción generalizado, las torres de Babel del globalismo tienen los cimientos de arcilla. La salida global de la crisis sanitaria no podrá hacerse, evidentemente, sin una concertación internacional de los Estados, pero para eso será necesario que la “estafa piramidal globalista” (Hasel Paris Álvarez) no entorpezca la acción de los Estados, y que éstos no se dediquen a esperar sentados las directrices de las instituciones globalistas.[13] El planeta no es un espacio homogéneo, y los juicios políticos concretos son insustituibles para adaptar las respuestas a las necesidades particulares de cada país. La realidad internacional, plural y diversa, descarta las fantasías sobre una “gestión universal” de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo.
En una premonición siniestra, las elites globalistas – con los líderes de la Unión Europea a la cabeza – se reunían en Davos en 2017 con el líder chino Xi Jinping, al que aplaudían como campeón del libre comercio y de la integración internacional. Frente al villano Donald Trump.
 
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