Profesor Bacterio
Madmaxista
La Europa que viene. Que viene no que ya está aquí.
¿ Eurocopa o Copa de África?
Eliminada España en octavos por el combinado italiano, nuestras preferencias deportivas en la Eurocopa de fútbol que concluye este domingo se iban decantando por los países con un mayor número de jugadores nativos. Eso descartaba desde un principio cualquier afinidad emocional con las selecciones de Francia, Bélgica, Inglaterra, Suiza, Portugal y Alemania. El resto de selecciones hizo más llevadera la contemplación de una competición que refleja, acaso como ningún otro acontecimiento, el insoportable cambio demográfico a que está siendo inducida la vieja y lobotomizada Europa. ¿Se imagina el lector una final de la Copa de África de fútbol con 15 jugadores de raza blanca sobre el campo? ¿O mismamente a la selección chiuna de fútbol disputando sus encuentros sin jugadores de ojos rasgados? Lo de la Eurocopa 2016 canta mucho, y nadie lo acusa, sin duda por el qué dirán, ni nadie parezca que tenga algo que decir. De los 22 jugadores que disputarán la final en Saint Denis, entre Francia y Portugal, un total de quince serán de raza de color. De once jugadores en el equipo de Francia, ocho son neցros, el 73%, más Griezmann, Lloris, y Giroud, que quedan triplicados, y eso no es ni medio normal, en un país en el que la mayoría es blanca, y los neցros no pasan del 4%. ¿Será porque son mejores que los blancos? No. Los equipos campeones del mundo, en su enorme mayoría, son equipos en los que se traspapela algún neցro, pero quitando Brasil, con alguno más que la media, lo normal no es lo que estamos viendo, y eso no puede ser casual.
Alguien tendrá la clave de esta imagen, que se parece más a un equipo que disputa la copa de África. ¿Alguien tiene interés en exhibir esa imagen?
No fingiremos extrañeza por la composición del equipo de Francia, pues la poca o mucha afición al fútbol no puede impedir a nadie conocer lo que es desde hace tiempo un motivo de asombro primero, de burla después: la selección francesa de fútbol se parece más a la de Camerún que a otra cosa. Incluso la “Canarinha” brasileña cuenta siempre con más jugadores blancos que su homóloga francesa.
Si un marciano, desconocedor por completo de los asuntos terrenales, hubiera llegado al planeta tierra hace unos días y hubiera tenido la puntería de aterrizar en los alrededores de la Eurocopa en uno de los partidos de la selección gala, hubiera pensado que en ese verde campo retangular corrían dos clases de hombres no solamente diferenciados por el tonalidad de sus camisetas sino por el tonalidad de lo que cubre esas camisetas: no dos equipos de países de un mismo grupo, sino dos conjuntos de mundos distintos.
Cuando en 1998 Francia ganó el Campeonato Mundial de Fútbol con un equipo que parecía el de las Naciones Unidas, el entonces presidente Chirac celebró el triunfo como la víctoria nacional de una República Francesa que sumaba a sus tradicionales colores “bleu-blanc-rouge” (azul-blanco-rojo), su nueva identidad “black-blanc-beur” (neցro-blanco-árabe). Desde la euforía de aquella jornada, que anunciaba la buena nueva de una era de armonia y fraternidad entre las distintas razas y etnias del cada día más complicado mosaico francés, muchos goles ha encajado la masónica república en propia puerta. Y no precisamente en forma de balones de fútbol.
En el aspecto futbolístico, Francia ha seguido por la misma pendiente que la nación entera: cada día menos francesa y más internacional. El tema ha suscitado polémicas, y una creciente desafección de los aficionados franceses (los de verdad, los europeos) hacia una selección que más que francesa parece del sur muy sur. Los “bleus” ya ni siquieran son “black-blanc-beur” sino black-black-black, ironizaba hace unos años uno de los tantos filosofos judíos que abundan como plaga en el vecino país tras*pirenaico (Alain Fienkielkraut). Y concluía lapidario: “Francia es la irrisión de Europa”. Como estará el panorama en Francia, que ni siquiera su condición de judío perteneciente a la intelligentesia parisina, categoría otrora intocable, le salvó de ser tratado de racista y de otros epítetos de la misma cuerda por esa nueva Francia que de a poco está derribando sus antiguos ídolos y comiéndose hasta sus viejas vacas sagradas. El peso demográfico de los “nuevos franceses” impone nuevos tabúes y dicta nuevas reglas al tiempo que arrasa con torres aún ayer inalcanzables.
Combinado galo en la Eurocopa de Francia.
Componentes de la selección francesa de fútbol en la Eurocopa de 2012.
Años más tarde, con ocasión del Campeonato Mundial de Fútbol en Sudáfrica, el mismo Finkielkraut volvió a la carga con motivo del incidente que los integrantes del equipo francés protagonizaron y que cubrió de bochorno a toda Francia. En pocas palabras: durante un partido del campeonato, el jugador Nicolas Anelka (neցro africano) tuve un encontronazo con el seleccionador Raymond Domenech en el tras*curso del cual este último fue gravemente insultado. “Que te den por el ojo ciego, sucio me gusta la fruta!”. Esas fueron las palabras del neցro a su entrenador. A consecuencia de las graves injurias, la Federación Francesa de Fútbol decidió expulsarlo del campeonato y mandarlo a Francia. Al día siguiente la totalidad de los restantes jugadores, en solidaridad con el agresor, se negaron a entrenarse como medida de presión para lograr el levantamiento de la sanción a su compañero. Un alto cargo de la FFF dimitió a consecuencia de todo esto y como colofón de este lamentable vodevil, el mismo Domenech protagonizó un aúltima anécdota lamentable al negarse a estrechar la mano al entrenador del equipo sudáfricano. Un feo gesto que estuvo a la altura de la participación francesa en aquel Mundial: por los suelos.
Entre las críticas que le llovieron a todos estos elementos por parte de sus conciudadanos, destacaron una vez más las duras palabras del mencionado Finkielkraut, que volvió a acertar al comparar ese equipo de Francia compuesto por “gente” con la Francia de las “banlieues”, de donde habían salido la mayoría de los componentes de aquella tropa de energúmenos, digna representación de la decadencia francesa actual.
Por todo ello nos preguntamos cómo pueden los franceses celebrar como propio el triunfo de ese conglomerado babélico frente al que Napoleón habría ordenado calar las bayonetas. ¿Es que los franceses de origen son tan inútiles que ya no sirven ni para representar dignamente a su país en una competición deportiva? ¿Cómo pueden cantar “La marsellesa” con orgullo ante este conglomerado humano?
Una nación no es una torre de Babel, un mosaico de pueblos y culturas, un agregado de gentes sin raices en la tierra que habitan, un batiburrillo de razas que se miran de reojo y viven de espaldas unas a otras. Una colección de identidades no conforma un pueblo, ni un equipo, ni una sociedad, ni una familia.
La selección francesa representa a la perfección al sistema que ha creado las condiciones posibles y necesarias para tras*formar en engendro un país antaño grande y noble y que ahora ofrece ese esperpéntico espectáculo a la rechifla de los que aún conservan la dignidad de su condición de europeos y su orgullo de hombres blancos, y también al escarnio del severo juicio que la Historia emitirá algún día sobre esta penosa degradación que sufre una Europa en la que Francia no es ni el único ni tal vez el peor ejemplo de esta indigna caída. Estamos ante la obra del sistema en su lógica ultraliberal: una banda de neցros, mulatos y mestizos en la cual los blancos son minoría, un equipo de nómadas, sin raices, sin cultura, un producto de la inmi gración en toda su gloria. Mano de obra intercambiable, sin corazón, sin alma, sin patria.
Se ha dicho, en un intento de contradecir a los que niegan la pertenencia a Francia de sus jugadores jovenlandeses y de otros orígenes no europeos, que se trata de franceses de nacimiento, que han visto el día en la tierra de San Luis y de Juana de Arco, que no son, como dicen las malas lenguas, mercenarios nacionalizados por dinero. En realidad ese es un lapsus por “franceses de papel”, franceses de conveniencia, de interés, que no es lo mismo.
Habrán nacido, la mayoría de estos llamados franceses, en el territorio físico, en la geografía terrenal de un país concreto, ¿pero eso los convierte en franceses? ¿Desde cuándo el accidente de un nacimiento confiere indentidad? “Nacer en un establo no te convierte en caballo”, decía el Duque de Wellington. Estos “franceses de nacimiento” serán hijos de la república masónica pero nunca serán hijos carnales de un nación llamada Francia. El ius solis, esa poderosa herramienta de destrucción de la identidad de los pueblos, no convierte a los tornillos en lechugas.
Selección francesa de baloncesto. Sólo un jugador de raza blanca, Nando de Colo, con el número 12.
Todo lo anterior hace mucho más digna la caída de nuestro combinado nacional que un hipotético triunfo de Francia en la final de Pàrís. España se presentó a la Eurocopa con futbolistas propios, sin edulcorantes ni exotismos multiculturales. España ha sido una de las pocas selecciones que han merecido competir en un torneo que lleva el nombre de Europa: la Europa de identidades históricas, de comunidades étnicas homogéneas, de civilización occidental, de raíces grecorromanas, de jovenlandesal cristiana, en definitiva un continente de hombres libres, un territorio inviolable, una torre inexpugnable a la barbarie y al salvajismo de una humanidad que no es la nuestra y que ya se ha introducido en nuestros muros.
La final de la Eurocopa de fútbol debería llenar de oprobio y de vergüenza a los políticos liberales europeos, si es que les queda alguna.
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¿ Eurocopa o Copa de África?
¿ Eurocopa o Copa de África?
Eliminada España en octavos por el combinado italiano, nuestras preferencias deportivas en la Eurocopa de fútbol que concluye este domingo se iban decantando por los países con un mayor número de jugadores nativos. Eso descartaba desde un principio cualquier afinidad emocional con las selecciones de Francia, Bélgica, Inglaterra, Suiza, Portugal y Alemania. El resto de selecciones hizo más llevadera la contemplación de una competición que refleja, acaso como ningún otro acontecimiento, el insoportable cambio demográfico a que está siendo inducida la vieja y lobotomizada Europa. ¿Se imagina el lector una final de la Copa de África de fútbol con 15 jugadores de raza blanca sobre el campo? ¿O mismamente a la selección chiuna de fútbol disputando sus encuentros sin jugadores de ojos rasgados? Lo de la Eurocopa 2016 canta mucho, y nadie lo acusa, sin duda por el qué dirán, ni nadie parezca que tenga algo que decir. De los 22 jugadores que disputarán la final en Saint Denis, entre Francia y Portugal, un total de quince serán de raza de color. De once jugadores en el equipo de Francia, ocho son neցros, el 73%, más Griezmann, Lloris, y Giroud, que quedan triplicados, y eso no es ni medio normal, en un país en el que la mayoría es blanca, y los neցros no pasan del 4%. ¿Será porque son mejores que los blancos? No. Los equipos campeones del mundo, en su enorme mayoría, son equipos en los que se traspapela algún neցro, pero quitando Brasil, con alguno más que la media, lo normal no es lo que estamos viendo, y eso no puede ser casual.
Alguien tendrá la clave de esta imagen, que se parece más a un equipo que disputa la copa de África. ¿Alguien tiene interés en exhibir esa imagen?
No fingiremos extrañeza por la composición del equipo de Francia, pues la poca o mucha afición al fútbol no puede impedir a nadie conocer lo que es desde hace tiempo un motivo de asombro primero, de burla después: la selección francesa de fútbol se parece más a la de Camerún que a otra cosa. Incluso la “Canarinha” brasileña cuenta siempre con más jugadores blancos que su homóloga francesa.
Si un marciano, desconocedor por completo de los asuntos terrenales, hubiera llegado al planeta tierra hace unos días y hubiera tenido la puntería de aterrizar en los alrededores de la Eurocopa en uno de los partidos de la selección gala, hubiera pensado que en ese verde campo retangular corrían dos clases de hombres no solamente diferenciados por el tonalidad de sus camisetas sino por el tonalidad de lo que cubre esas camisetas: no dos equipos de países de un mismo grupo, sino dos conjuntos de mundos distintos.
Cuando en 1998 Francia ganó el Campeonato Mundial de Fútbol con un equipo que parecía el de las Naciones Unidas, el entonces presidente Chirac celebró el triunfo como la víctoria nacional de una República Francesa que sumaba a sus tradicionales colores “bleu-blanc-rouge” (azul-blanco-rojo), su nueva identidad “black-blanc-beur” (neցro-blanco-árabe). Desde la euforía de aquella jornada, que anunciaba la buena nueva de una era de armonia y fraternidad entre las distintas razas y etnias del cada día más complicado mosaico francés, muchos goles ha encajado la masónica república en propia puerta. Y no precisamente en forma de balones de fútbol.
En el aspecto futbolístico, Francia ha seguido por la misma pendiente que la nación entera: cada día menos francesa y más internacional. El tema ha suscitado polémicas, y una creciente desafección de los aficionados franceses (los de verdad, los europeos) hacia una selección que más que francesa parece del sur muy sur. Los “bleus” ya ni siquieran son “black-blanc-beur” sino black-black-black, ironizaba hace unos años uno de los tantos filosofos judíos que abundan como plaga en el vecino país tras*pirenaico (Alain Fienkielkraut). Y concluía lapidario: “Francia es la irrisión de Europa”. Como estará el panorama en Francia, que ni siquiera su condición de judío perteneciente a la intelligentesia parisina, categoría otrora intocable, le salvó de ser tratado de racista y de otros epítetos de la misma cuerda por esa nueva Francia que de a poco está derribando sus antiguos ídolos y comiéndose hasta sus viejas vacas sagradas. El peso demográfico de los “nuevos franceses” impone nuevos tabúes y dicta nuevas reglas al tiempo que arrasa con torres aún ayer inalcanzables.
Combinado galo en la Eurocopa de Francia.
Componentes de la selección francesa de fútbol en la Eurocopa de 2012.
Años más tarde, con ocasión del Campeonato Mundial de Fútbol en Sudáfrica, el mismo Finkielkraut volvió a la carga con motivo del incidente que los integrantes del equipo francés protagonizaron y que cubrió de bochorno a toda Francia. En pocas palabras: durante un partido del campeonato, el jugador Nicolas Anelka (neցro africano) tuve un encontronazo con el seleccionador Raymond Domenech en el tras*curso del cual este último fue gravemente insultado. “Que te den por el ojo ciego, sucio me gusta la fruta!”. Esas fueron las palabras del neցro a su entrenador. A consecuencia de las graves injurias, la Federación Francesa de Fútbol decidió expulsarlo del campeonato y mandarlo a Francia. Al día siguiente la totalidad de los restantes jugadores, en solidaridad con el agresor, se negaron a entrenarse como medida de presión para lograr el levantamiento de la sanción a su compañero. Un alto cargo de la FFF dimitió a consecuencia de todo esto y como colofón de este lamentable vodevil, el mismo Domenech protagonizó un aúltima anécdota lamentable al negarse a estrechar la mano al entrenador del equipo sudáfricano. Un feo gesto que estuvo a la altura de la participación francesa en aquel Mundial: por los suelos.
Entre las críticas que le llovieron a todos estos elementos por parte de sus conciudadanos, destacaron una vez más las duras palabras del mencionado Finkielkraut, que volvió a acertar al comparar ese equipo de Francia compuesto por “gente” con la Francia de las “banlieues”, de donde habían salido la mayoría de los componentes de aquella tropa de energúmenos, digna representación de la decadencia francesa actual.
Por todo ello nos preguntamos cómo pueden los franceses celebrar como propio el triunfo de ese conglomerado babélico frente al que Napoleón habría ordenado calar las bayonetas. ¿Es que los franceses de origen son tan inútiles que ya no sirven ni para representar dignamente a su país en una competición deportiva? ¿Cómo pueden cantar “La marsellesa” con orgullo ante este conglomerado humano?
Una nación no es una torre de Babel, un mosaico de pueblos y culturas, un agregado de gentes sin raices en la tierra que habitan, un batiburrillo de razas que se miran de reojo y viven de espaldas unas a otras. Una colección de identidades no conforma un pueblo, ni un equipo, ni una sociedad, ni una familia.
La selección francesa representa a la perfección al sistema que ha creado las condiciones posibles y necesarias para tras*formar en engendro un país antaño grande y noble y que ahora ofrece ese esperpéntico espectáculo a la rechifla de los que aún conservan la dignidad de su condición de europeos y su orgullo de hombres blancos, y también al escarnio del severo juicio que la Historia emitirá algún día sobre esta penosa degradación que sufre una Europa en la que Francia no es ni el único ni tal vez el peor ejemplo de esta indigna caída. Estamos ante la obra del sistema en su lógica ultraliberal: una banda de neցros, mulatos y mestizos en la cual los blancos son minoría, un equipo de nómadas, sin raices, sin cultura, un producto de la inmi gración en toda su gloria. Mano de obra intercambiable, sin corazón, sin alma, sin patria.
Se ha dicho, en un intento de contradecir a los que niegan la pertenencia a Francia de sus jugadores jovenlandeses y de otros orígenes no europeos, que se trata de franceses de nacimiento, que han visto el día en la tierra de San Luis y de Juana de Arco, que no son, como dicen las malas lenguas, mercenarios nacionalizados por dinero. En realidad ese es un lapsus por “franceses de papel”, franceses de conveniencia, de interés, que no es lo mismo.
Habrán nacido, la mayoría de estos llamados franceses, en el territorio físico, en la geografía terrenal de un país concreto, ¿pero eso los convierte en franceses? ¿Desde cuándo el accidente de un nacimiento confiere indentidad? “Nacer en un establo no te convierte en caballo”, decía el Duque de Wellington. Estos “franceses de nacimiento” serán hijos de la república masónica pero nunca serán hijos carnales de un nación llamada Francia. El ius solis, esa poderosa herramienta de destrucción de la identidad de los pueblos, no convierte a los tornillos en lechugas.
Selección francesa de baloncesto. Sólo un jugador de raza blanca, Nando de Colo, con el número 12.
Todo lo anterior hace mucho más digna la caída de nuestro combinado nacional que un hipotético triunfo de Francia en la final de Pàrís. España se presentó a la Eurocopa con futbolistas propios, sin edulcorantes ni exotismos multiculturales. España ha sido una de las pocas selecciones que han merecido competir en un torneo que lleva el nombre de Europa: la Europa de identidades históricas, de comunidades étnicas homogéneas, de civilización occidental, de raíces grecorromanas, de jovenlandesal cristiana, en definitiva un continente de hombres libres, un territorio inviolable, una torre inexpugnable a la barbarie y al salvajismo de una humanidad que no es la nuestra y que ya se ha introducido en nuestros muros.
La final de la Eurocopa de fútbol debería llenar de oprobio y de vergüenza a los políticos liberales europeos, si es que les queda alguna.
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¿ Eurocopa o Copa de África?