Está celosa porque La Dietrich acaba de guiñar un ojo a Frank

castguer

Madmaxista
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I don't live
Decir no es muy sencillo y a la vez lo más difícil. Esa simple sílaba, esas dos letras casi inaudibles, tienen el poder de sustraernos al flujo inconsciente de la vida, de apartarnos de los ritmos predecibles y reiterados de la existencia biológica y hacernos volver sobre nosotros mismos, que es como decir: hacernos tomar conciencia de lo que somos. Estoy hablando de un no fundante, de esa negativa que es, en realidad, una afirmación, aquello que nos afirma y afinca literalmente en el mundo y sobre lo cual se levantan todos nuestros actos, nuestras decisiones, todos los movimientos de la voluntad y el deseo. Decir no es empezar a vivir. O también: sólo quien ha dicho no, quien se ha rebelado contra la dimensión animal de su existencia, quien hace del inconformismo y la interrogación constantes sus señas de identidad, se ha ganado el derecho a vivir su vida, vivirla plenamente, con toda su carga de esplendores y demonios, de luz y de tiniebla.

Sucede que en cierta ocasión, en el año 1934 o 1935, estábamos en Berlín el Generalísimo y sus boys, brindando con cava del Ampurdá en una recepción súperfascista que organizaba nuestro queridísimo Joseph Goebbels; se trataba de una fiesta con aires de pasarela, en donde pudimos ver la faceta menos conocida de Franz-Frank—así lo llamaban en Alemania—, hombre entrañable, delicado, enjuto, y cosmopolita donde los hubiera, con una cabellera rubia y aquel brazalete con la cruz de hierro impresa sobre un círculo blanco inscrito sobre un fondo rojo que se ceñía a su brazo derecho de tal modo que le hacía parecer un perfecto lanzador de jabalina espartano. Como nunca antes han dado fe los libros de Historia, digo.

Allí había música de vals tocada por la orquesta de Viena, y Franz-Frank, completamente ebrio, se lanzó a hacer públicos los excelentes poemas—y cuando digo excelentes quiero decir excelentes, pues antes de militar en el Partido fui crítico literario para El Sol—dedicados a su esposa. Recibió muchos aplausos. Hizo que la música se detuviera. Dejó con la boca abierta a los artistas oficiales del NSDAP, que preguntaron al militar de dónde sacaba tiempo, entre hazaña bélica y hazaña bélica, para escribir tales ditirambos y versos yámbicos de inspiración grecolatina. “Psché. Arbeit Macht Frei,” respondió tímido, sonrojado, en un momento en que un Goebbels pasado de coca cogió su cabeza e intentó metérsela bajo el sobaco, y le raspó la cabellera rubia con los nudillos haciéndonos creer que la selección fascista acababa de meter un golazo por la escuadra a la URSS, y todos nos echamos a reír por el visionario ingenio del Canciller y la naturalidad y el desparpajo del propagandista alemán. Aún puedo ver a Hitler levantándose de su sofá de escay verde, en el que permaneció toda la noche con las piernas cruzadas y la copa alargada de cava del Ampurdá sostenido entre sus dedos índice y pulgar, deteniendo su obsesivo tic que lo llevaba a peinarse el flequillo continuamente para estallar en aplausos celebratorios por la declamación, en perfecto acento de Prusia, de nuestro gobernador. “Hurra, hurra,” chillaba enfebrecido el autor del Mein Kampf. Fue entonces cuando supimos que el aspirante a Canciller del Estado Español leía en cuatro idiomas, traducía sus propios poemas al francés y alemán y era declarado admirador de los poetas modernistas, quienes, por cierto, tenían mucho que envidiarle.

A Karmen Polo, en cambio, la encontramos un poco confusa. Alguien me dio un codazo y me dijo, señalándola con el dedo: “Está celosa porque La Dietrich acaba de guiñar un ojo a Frank.” Aaaah, pensé. Y seguimos echándonos unas risotadas a costa de las situaciones que provocaba el genial marido del Canciller. El genial marido que era el Canciller, quiero decir. Un hombre bueno de cierta inclinación misántropa, personalidad hermética y severos problemas para comunicarse con cualquier persona que no fuera Karmen Polo. Nuestra celebración se vio interrumpida por la entrada del Español Medio, con una expresión severa y paso militar, en aquella sala versallesca de altísimos techos y lámparas de araña que albergaba el Reichstag berlinés. Llamábamos El Español Medio a Antonio Rodríguez, director de los servicios de inteligencia del Canciller. Vimos cómo Rodríguez le decía algo al oído de Frank, y acto seguido le hacía entrega de un papel mecanografiado que acababa de interceptar en la entrada del parlamento y cuyo contenido tendría relevancia total para el devenir de la historia de España. Se trataba de una carta sin remitente en el sobre, procedente desde Madrizentro y con la esposa del Generalísimo como destinataria.

En ella se incluía un poema que firmaba, adivinen quién, Indalecio Prieto. ¡Indalecio Prieto, jorobar! Aquel hijo de la gran fruta que nos mandó a todos los hombres de la nación a combatir por una de sus veleidades de socialista-de-caviar que a menudo se le metían entre ceja y ceja. Perdonen si estas cosas me ponen virulento, pero ¡jorobar!, cómo se le ocurrió escribir aquella carta a la señorita Polo. Normal que la República se fuera a la cosa. Pero de eso no dicen nada los libros de Historia. Qué va. Bah. A lo que íbamos: la carta versificada fue leída en voz alta por Franz-Frank con clara voluntad de humillación. Nos preguntó qué opinión nos merecía. Hubo un silencio. La verdad, ahora que nadie observa, no puede decirse que estuviera mal escrita, aunque por supuesto, no llegaba a la voz sublime del poeta y militar Franz-Frank. Hitler rompió la gelidez atmosférica: “¿Vas a permitir que ese judío diga eso a tu mujer?” Y Goebbels: “Deberíamos hacer jabón con ese afeminado.”



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Y el Español Medio: “Rompámosle las pelotas. Mandemos a México a ese cabrón.” Y Frank, que era una persona frágil en sus sentimientos, abandonó la recepción para irse a su cuarto a llorar, seguido de una pobre Karmen Polo que no tuvo palabras con que consolarle, y entre cuyos errores de adolescente figuraba un pequeño flirt—sin ninguna consecuencia jovenlandesal—con un joven y utópico Indalecio. Meses después los aviones del futuro Canciller del Estado Español descargaban sus bombas sobre Madrizentro. Entre las primeras medidas adoptadas fue la de echarse unos grafos en la casa de Indalecio: “Ni Polo te pertenece, ni pronto España.” Convertimos la casa del presidente de la segunda República en una columna de humo. Ganamos la guerra en un par de semanas. Fue cómo menearse la chorra haciendo círculos en el aire. Puro pan comido. Aunque reconozco que nos sentimos un poco dolidos por el hecho de que aquellos inocentes republicanos tuvieran que pagar los caprichos de su dirigente máximo. E Indalecio tuvo que pedir disculpas al canciller por su intromisión durante la paliza propinada en plena calle por un grupo de skins que nuestro querido Goebbels le envió. Pero claro, de esto los libros de Historia no dicen nada. Los historiadores no tienen lo que hay que tener porque creen que las feminista radicals vendrán a decirles cómo se atreven a afirmar que fue por culpa de una mujer—una mujer bellísima, por cierto, la Cleopatra de España—por lo que la Guerra Civil tuvo lugar. Total, que de vuelta a España, ahora así, Francisco Franco empieza las reformas arquitectónicas e instala su despacho donde anteriormente estuvo el Ayuntamiento de Madrizentro, esto es, en plena Puerta del Sol.

Allí incrusta un águila bicéfala esculpida en oro en la de derechasda del edificio y manda a sus subordinados a vestir como si fueran soldados de las SS. Su secretario se opone. Y el Español Medio dice que el Volkgeist de la patria no es tan sofisticado. Franco replica: si seguimos pensando .....................


Está celosa porque La Dietrich acaba de guiñar un ojo a Frank | Agarttha
 
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