Espectros del feminismo. Reflexiones en torno al género de lo biopolítico en el nuevo orden mundial

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Sí lo sé, es un tochazo pero muy interesante:

Para los tochófobos de la LOGSE un estracto que resume gran parte: el feminismo se basa entonces en los dos mecanismos básicos que ya señaló Spinoza como funciones esenciales de las religiones al servicio del poder: la esperanza y el temor. Pero ahora se hace desde un lenguaje progresista, supuestamente emancipador, multiculturalista que en realidad es un nuevo modo de inquisición para una nueva teología atea, pero teología la fin y al cabo.

Espectros del feminismo. Reflexiones en torno al género de lo biopolítico en el nuevo orden mundial

Vicente Serrano Marín (comunicación del Congreso “Mujeres, libres y libertarias”, celebrado en Madrid en 2005)


En los años 80 del siglo XVIII alemán se puso en circulación un término de difícil traducción al castellano: Schwärmerei1. Se puede encontrar traducido como fanatismo, pero también como delirio o incluso como entusiasmo. A mi entender y más allá de los distintos contextos, ese término tiene sobre todo que ver con el fanatismo, y no deja de ser sino una prolongación del fanatismo religioso. De ahí que la Ilustración se planteara luchar frente a él en una prolongación, a su vez, de su lucha contra la superstición. En realidad el término tiene también que ver con la doctrina baconiana de los idola2, con el concepto de asilo de ignorancia utilizado por Spinoza en el Apéndice del Libro I de la Ética3, y por tanto no deja de ser un precedente de la noción marxiana de ideología4. Lo que todos ellos comparten es precisamente la lucha por liberarse de la ignorancia, una lucha que se resume en el impulso fundamental de la Ilustración expresado por Kant como sapere aude, atreverse a saber5. Pero el avance fundamental, desde este fondo común que compartían Marx y el anarquismo, es que ambos situaron el impulso de la emancipación ilustrada en el marco de las condiciones materiales para hacerla posible no sólo en el ámbito de las ideas, sino en el de la realidad material concreta, de ahí el desplazamiento desde la filosofía a la economía, en el fondo la nueva ciencia que velaba las condiciones de explotación/sujeción. No podemos ahora, como es obvio, volver a los diferentes modos de afrontar la lucha por la emancipación en el seno de la Primera Internacional y a la pugna entre anarquistas y socialistas.


En lo que a nosotros nos interesa, lo cierto es que el feminismo es deudor de esa misma concepción ilustrada y las primeras feministas propiamente dichas proceden de esa época6. No trataré de discutir aquí cuestiones evidentes como el inevitable criterio patriarcal de la propia ilustración kantiana o el carácter ideológico de su concepto de autonomía, porque no me interesa tanto un análisis histórico de la idea feminista o de la propia Ilustración, como una análisis conceptual del potencial emancipador de la misma, que es a mi entender su núcleo y lo que ha sido arruinado en las últimas décadas mediante su inserción biopolítica en las agendas de los partidos, instituciones internacionales y en general en los aparatos ideológicos del Estado.


Arremeter sin más contra la Ilustración en su conjunto, identificándola además con la modernidad, es una actitud reaccionaria que se ha demostrado al servicio del poder o de los poderes. El modelo de Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración, continuado, y privado de su fondo y de su potencial emancipador, después de múltiples versiones por algunos postmodernos y pragmatistas, tiene antecedentes demasiado nítidos en el pensamiento reaccionario del XIX, en el peor Nietzsche y en el peor Romanticismo, y sirve en gran medida para políticas imperialistas. La pregunta hoy en el siglo XXI, después de los procesos de aparente tras*formación que supusieron las últimas décadas del siglo XX, es si la noción de emancipación sigue presidiendo la posibilidad misma del feminismo y en qué términos.


Es obvio que tras la publicación a finales de los 90 de Imposturas Intelectuales7 de Sokal y Bricmont, la postmodernidad como noción filosófica se ha visto enormemente debilitada, pero no deja de serlo menos que más allá de los discurso filosóficos, del desuso en que han caído los términos o de la evolución de los autores, la postmodernidad en cuanto a lo en ella pensado ha resultado triunfante. Da igual el nombre que la asignemos, lo cierto es que las tesis fundamentales que Lyotard presentó en La condición posmoderna se han realizado8. Si desde el punto de vista filosófico han perdido fuerza es precisamente porque se ha revelado su carácter de impostura, es decir, de ruptura del juego propio de la tradición del saber en la comunidad científica. Pero ese mismo dato es el que confirma su fuerza fuera del discurso académico o de la propia comunidad científica. Recordaré solo brevemente que las tesis básicas de Lyotard descansan en dos premisas fundamentales: lo que llamaba la pérdida de la fe en los grandes relatos, entre ellos el de la emancipación, y la importancia creciente de la dimensión pragmática del lenguaje, y desde ella la centralidad misma del lenguaje a partir de la teoría del llamado segundo Wittgenstein. Esas dos tesis constituyen en realidad dos poderosas armas del poder de nuestros días, un poder que obviamente no procede del vacío, sino que hunde sus raíces en las fuentes tradicionales del poder, pero que se ha visto obligado a maquillar sus apariencias, a camuflarse podríamos decir, y que en parte se ha camuflado bajo el ropaje de la izquierda y de discursos supuestamente izquierdistas9, aunque no sólo, porque sabemos que el poder juega siempre todas las bazas. Toda la parafernalia de la diferencia, del multiculturalismo, todo ese diseño de la política de rebajas y de centro comercial en que vivimos en nuestros días, es justamente el camuflaje desde el que los centros de poder acumulan poder y se hacen cada vez más invisibles. Es el lenguaje del gran síndrome de Estocolmo de los sometidos. Pero desafortunadamente para el poder toda opresión/impresión/represión deja huella en forma de síntoma. Llama la atención en este sentido que los supuestos ideologemas de la supuesta izquierda de nuestros días, la de lo políticamente correcto, echen mano de forma masiva del instrumento por antonomasia de las sociedades premodernas y luego burguesas del siglo XIX, del derecho penal. En una manifestación de la peor Ilustración, lo que tópicamente llamamos despotismo ilustrado, los partidos que se reclaman de la izquierda convienen con la derecha en que hay que “tras*formar” nuestras sociedades desde el derecho penal. Es lo que se ha dado en llamar la expansión del derecho penal10, una expansión que por lo demás va precedida de otro síntoma, el uso masivo de una construcción jovenlandesal en el peor sentido de término, es decir, de imposición dogmática y acrítica, es decir, pura ideología en el sentido apuntado más arriba. De esta manera los llamados nuevos gestores de la conciencia jovenlandesal colectiva, ecologistas, supuestas feministas y otros grupos, con estructura de ONG y un tono muy próximo al de las viejas campañas de la Iglesia11, pretenden avanzar en la izquierda mediante la aplicación creciente del derecho penal y la apelación a que el Estado sea el que establezca las condiciones de la “emancipación”.


Por lo demás, esos síntomas dependen y/o se articulan contradictoriamente en torno a discursos teóricos que declaran clausurada la Ilustración, no el despotismo ilustrado, sino el ideal emancipador. Es decir, se enfatizan y llevan al primer plano los aspectos represivos de la Ilustración y se niega el ideal emancipador del que son herederos los movimientos políticos de siglo XX. La posibilidad de la emancipación aparece, en efecto, como algo que no se puede creer, pero no tanto, o no sólo, por la caída del Muro y del proyecto socialista, o por las razones filosóficas o especulativas, sino más bien por el hecho, que se presenta como evidente e indiscutible en la realidad política occidental, de que supuestamente vivimos en la convicción de que no hay nada de que emanciparse12, de que hemos realizado las libertades políticas aunque de modo imperfecto y mejorable, y además las exportamos mediante guerras preventivas frente a civilizaciones que ni siquiera habrían llegado a la Ilustración, por lo demás ya superada por nosotros. Esto se produciría especialmente al menos desde al perspectiva del todo, es decir, del sistema en su conjunto. Y lo cierto es que el relato de la emancipación era de hecho un relato que iba muy vinculado a la idea de totalidad. El hecho de que las luchas feministas fueran por definición parciales con respecto a un género no impedía que se incluyeran en esa tendencia del todo en su mayoría, y por lo demás esa cuestión fue siempre uno de los puntos de debate y sigue siéndolo hoy, como veremos, en la medida en que el asalto biopolítico al feminismo trata de cercenar tanto su potencial emancipador como su universalismo.


En cuanto al segundo aspecto, a la dimensión pragmática del lenguaje, vinculada a la teoría de Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, está en realidad estrechamente vinculada a la primera, algo que sólo ahora se ve ya con claridad. La teoría de los juegos del lenguaje lo que ha hecho justamente es fragmentar la realidad, de modo que la totalidad que nos gobierna en forma de Capital desaparezca como el deus absconditus de la era premoderna, en la medida en que la noción misma de totalidad ha desaparecido del horizonte. Hay, sí, una concepción holística respecto de los significados13, pero ese holismo es curiosamente fragmentario en la medida en que se reduce a horizontes semánticos inconmensurables entre sí14. El resultado de la combinación de esas dos premisas de la postmodernidad en la lucha política lo conocemos en un progreso que avanza a partir del 68, es decir, desde antes de que la noción de postmodernidad saliera a la palestra: las luchas son parciales, la emancipación no depende ya de un gran relato, sino de diversos juegos en diversos contextos, pero donde se deja intacto el todo, sencillamente porque no existe, aunque sabemos que existe y hoy se llama globalización.


Aunque los discursos feministas se han diversificado enormemente a lo largo de las últimas décadas15, la premisa inicial y común de todos ellos era, como decíamos más arriba, la premisa ilustrada a partir de la cual las mujeres debían aparecer como sujetos de derechos proclamados como universales e inherentes a la condición humana, al margen del género, noción que, en todo caso, estaba por elaborarse. Inicialmente la lucha pasó por la obtención de la capacidad política, y era en este sentido una lucha acompasada a la de la búsqueda del sufragio universal frente a los sistemas censitarios, que hay que recordar que no sólo excluían a las mujeres, sino que además contenían otros criterios excluyentes, como el nivel de renta, y la capacidad económica en general, la alfabetización, etc. Ese primer feminismo, por tanto, se movía en el plano de las libertades formales propias del sistema de representación parlamentaria. Su avance fue lento y sólo después de la Segunda Guerra Mundial sus efectos y su triunfo se hicieron más o menos universales. Sin embargo, obviamente la obtención de la plenitud de derechos, que por lo demás había quedado ya consagrada en la Declaración del 48, no podía significar gran cosa, si no iba acompañada de la promoción de las condiciones de igualdad real y social, en definitiva, si no incidía en el plano ideológico, entendido ahora éste como el modo de representarse en la sociedad las relaciones entre hombre y mujer.


Aquí el esfuerzo teórico se hizo más intenso, en la medida en que se anticiparon teorías acerca de la condición femenina. Se trataba no ya de que el hombre y la mujer estuvieran equiparados en derechos, sino de que la mujer accediera al poder real y efectivo en la vida económica, social y política. Y para hacer esto posible no bastaba ya con esa consideración genérica acerca de los derechos humanos, sino que era preciso atender a las raíces que habían posibilitado la cultura que podríamos llamar de la razón patriarcal. Es en este sentido en el que el feminismo se vio obligado a un esfuerzo ideológico. Pero ese análisis exigía justamente definir la condición femenina y masculina respectivamente. Dicho de otro modo, no bastaba con impedir las trabas al nivel político, sino que era preciso actuar en los conceptos. La cultura, el arte, las manifestaciones todas de la vida, y desde luego lo económico y lo social económico, estaban impregnados de la razón patriarcal, la Ilustración misma en gran medida también.


Desde los escritos de Simone de Beauvoir16 hasta los más moderados de Anette Baier, de K. Gilligan o de Seyla Benhabib17, o los menos moderados Sulamith Firestone18, de Luce Irigaray19, o aquellos que nos sitúan ya en las fronteras del feminismo como el de Judith Butler20, por citar sólo algunos escasos ejemplos, se puede decir que este feminismo de la posguerra comparte, más allá de las diferencias, esta pretensión de alcanzar un grado de comprensión de la propia condición femenina. No obstante estos ensayos no estaban ni están exentos de dificultades, porque de un modo u otro, el esquema ilustrado, es decir, el de la propia razón patriarcal, seguía latiendo bajo el impulso mismo de esos esfuerzos teóricos. El modelo era en todo caso el de la emancipación, e incluso en el fondo, conscientes o no de ello, no dejaba de estar inmerso en un esquema marxista y/o anarquista en lo que éstos podían compartir, puesto que el género femenino pasaba a ser configurado como una clase. Era la particular dialéctica en la que parecía verse inmerso el discurso feminista, y cuya manifestación inmediata era el peligro de pretender emancipar a las mujeres a partir del esquema social propio de una sociedad organizada por los hombres. Dicho de otra forma, el peligro residía en que funcionalmente las mujeres alcanzaran el poder, pero en parte al precio de dejar intacta la estructura de una sociedad patriarcal.


Frente a esta situación sólo cabían dos opciones. La primera pasaría por una guerra entre sexos en la que la mujer alcanzara el poder y una vez en éste fuera capaz de reconfigurar desde él la estructura misma de lo social. El otro camino era justamente el de afirmar el discurso de las diferencias, y desplegarlo, una vez consolidado el plano formal de las libertades políticas, jurídicas y sociales. Pero éste a su vez tenía la casi insuperable dificultad de que el propio concepto de la diferencia estaba mediado por categorías muy asentadas en una tradición cultural donde el concepto de lo femenino dependía de la estructura social patriarcal. Y en este sentido la misma dialéctica que hemos hallado al nivel político se reproducía al nivel conceptual e ideológico. ¿Desde dónde obtener una noción de la mujer ajena a categorías previamente patriarcales? Es este un problema epistemológico de primera magnitud para toda consideración teórica del feminismo21. Y ante ese problema una vez más se ha fragmentado el discurso feminista en múltiples tendencias que llega hasta los umbrales de la teoría Queer, que ya nos sitúa más allá del feminismo22. Una posición extrema en este sentido sería la de Daly23 para quien a partir de un esencialismo inmutable, que borraría por tanto el carácter histórico de la noción misma de género, la naturaleza masculina sería por definición agresiva y destructiva frente al carácter pacífico, etc. de la condición femenina. Más allá de las dificultades inherentes a todo esencialismo, esa alternativa no parece muy plausible, y en el fondo parece incluso contraria a los intereses del feminismo, en la medida en que su imagen de la mujer es deudora de un modelo sin duda patriarcal. La otra alternativa es desde luego considerar que el concepto de mujer, como todos los demás, no deja de ser un concepto histórico. Ahora bien, si esto es así, ¿quiénes son las mujeres que son sujetos del feminismo? No lo es cualquier mujer por el hecho de pertenecer al sesso femenino según el DNI u otros elementos definidores que atienden preferentemente a la condición estrictamente biológica. La mujer de la que hablamos, la que exige la defensa de sus intereses, es el resultado de un modelo educativo, de un rol social y familiar, de un conjunto de estructuras mentales y actitudes que determinan su posición en el ámbito socio-profesional. Mujer es el lugar de una cierta sumisión, según un patrón educativo determinado que enseña a desempeñar los comportamientos propios de la figura burguesa de la buena esposa, destinada en el mejor de los casos al matrimonio, sin horizonte profesional propio, sin autonomía económica, y que en el seno de la familia, cualquiera que sea el vínculo jurídico que la conforme, es depositaria de las tareas del hogar, de la crianza de los hijos, etc., es decir, de los roles tradicionales de la buena esposa sometida al modelo de familia patriarcal, en el que el marido detenta el poder de hecho y de derecho.


Resulta obvio que desde esta perspectiva no todo ser humano del sesso femenino es mujer en el sentido emancipador del discurso feminista, pero por lo mismo tampoco en el sentido que recoge el articulado de determinadas normas biopolíticas que retoman del derecho penal de autor y de enemigo, y que pretenden apropiarse la carga legitimadora del feminismo vaciándola de su contenido ilustrado y emancipador. Aquella mujer que no cumpla ninguno de esos rasgos, es mujer desde luego, pero no parece que pueda ser subsumida en la categoría político-cultural que subyace a los intereses emancipadores del feminismo. Ciertamente se podrá objetar que una mujer que no cumpla esas características ha debido pasar por un proceso más o menos complejo o dificultoso para liberarse de las mismas y que en esa medida conserva algo de esas características. Cabe objetar que incluso una mujer como esa, a pesar de todo, está en peores condiciones que un hombre para alcanzar determinados objetivos, puesto que la sociedad en su conjunto sigue dominada por un modelo patriarcal. Pero lo cierto es que hoy hay muchas mujeres de esas características descritas, aunque ciertamente éstas no se sitúan ni en lo alto de la escala social, en los grandes puestos de la política24 o las finanzas, ni tampoco en la escala inferior, allí donde no hay instrucción ni posibilidades económicas. Miremos la nómina de funcionarios de todas clases, de jueces, fiscales, profesores de Universidad, etc. Desde una perspectiva macro es evidente que el problema subsiste, pero desde una perspectiva micro, ¿podemos realmente decir que una profesional, funcionaria, con cargos de poder, con amplia autonomía económica, que se une libremente sin vinculo matrimonial, que dedica menos tiempo al hogar que su pareja, que en su conducta con los hijos sigue los patrones del antiguo padre de familia, que sólo se ocupa los fines de semana porque el trabajo no permite más, podemos decir que es una mujer? Parece obvio que no lo es, salvo desde el punto de vista biológico, de su capacidad para engendrar, de sus hormonas, de sus rasgos físicos. Pero si asumimos que la condición de mujer que interesa al feminismo es histórica, ideológica, conceptual (y cualquier otra es deudora de una razón patriarcal o esencialista y por tanto en todo contraria al feminismo)25 entonces la respuesta parece obvia: no es una mujer y afortundamente no lo es, desde esa perspectiva. La comprensión para la acción política, y el feminismo es eso, pasa por el análisis concreto de la situación concreta. Todo feminismo que obvie este dato es sólo un fanatismo que reproduce las tendencias sexistas o un discurso reaccionario encubierto. No parece necesario insistir en que la lucha entre sexos planteada a partir de la mera biología es retrógrada y pasa por alto el análisis de las condiciones sociales, económicas y personales. Esgrimir una categoría abstracta como es el género abstrayendo de las condiciones en que esa categoría se da y se realiza es caer de nuevo en el fanatismo, es decir, en la incapacidad para el análisis: es una forma de religión, donde entre la realidad y el sujeto político se interpone una categoría abstracta. Pero esa forma religiosa encubierta no lo es ya a través de una divinidad, sino a través del lenguaje. El lenguaje ciega la realidad a analizar y al hacerlo tiene dos consecuencias. Para la propia mujer porque hace estéril su triunfo sobre el machismo dominante del que se ha liberado y la subsume de nuevo en una categoría de la que no puede ya liberarse aunque esté realmente liberada de la misma. Para la sociedad en su conjunto porque introduce el conflicto artificialmente allí donde ha sido superado o está en trance de serlo. Porque si el conflicto entre sexos es político, pero en la realidad socio-política de determinadas mujeres ese conflicto ha sido superado, entonces al enfrentarlas al otro sesso biológico se las impide realizar su vida sensual y personal y afectiva, y se las ciega su realización emancipada, es decir, se las impide justamente lo que se perseguía: se las somete bajo una ideología, como se ha sometido durante siglos, sólo que ahora bajo una ideología supuestamente liberadora que es la que les lleva a la esclavitud.


Ese esquema es a nuestro entender también el esquema de la postmodernidad a nivel general, y se apoya en los mismos fundamentos que la postmodernidad26. Se ha perdido la fe en el relato de la emancipación y se ha perdido con apoyo del juego del lenguaje, es decir, de la entronización del lenguaje como instancia que impide el acceso a la realidad. Porque ¿dónde queda la emancipación en un horizonte como el descrito? La única respuesta posible es la de que esa emancipación sólo lo sea de todas las mujeres. ¿Pero quiénes son todas las mujeres? ¿Cómo se definen? Si abstraemos de las condiciones sociales históricas, culturales, lo único que queda es la biología, que hemos descartado por retrógrada y antifeminista como criterio. Y lo interesante es que la incapacidad para la emancipación se hace desde la interposición de una categoría que todo lo contamina y nada explica, como la categoría de género. Se trata de un regreso a posiciones premodernas, a una ciencia aristotélica, donde las definiciones son deductivas a partir del género, donde se abstrae de las condiciones empíricas, históricas y sociales. ¿Cómo es posible que en el siglo XXI hayamos llegado a esta situación? Sin duda mediante la fragmentación propia de la postmodernidad real que mediante la fragmentación lingüística entroniza la reacción bajo el estandarte del progresismo. Reaccionario es todo aquello que impide el avance de la acción. Allí donde las mujeres han avanzado se las hace retroceder, donde se las promete la liberación se las condena a una condición genérica. Marx, Sartre, incluso nuestro conservador Ortega, dejaron bien claro que no hay naturaleza sino historia. Y en ese sentido esa noción de género paraliza la historia, es decir, la acción, lo cual no deja de ser un corolario del fin de la historia que acompaña a la globalización y a la postmodernidad.


En apariencia la noción de género debería ser precisamente lo contrario. Su sentido genuino surge en la obra de Simone de Beauvoir, y se resume muy bien en la frase que inaugura el segundo volumen de El segundo sesso: “no se nace mujer. Se llega a serlo”27. Pero el uso masivo de la noción de género en las últimas décadas, acompañado de grandes inyecciones de dinero en todo tipo de programas (que van desde proyectos de investigación universitaria a comunidades agrarias del tercer mundo), nada tiene que ver con el sentido emancipador e ilustrado en el que se enmarca esa noción en Simone de Beauvoir. Más bien, y en virtud de una peculiar y perversa dialéctica, se ha convertido en todo lo contrario28, en lo que la Beauvoir llamaría una forma de mala fe o en una expresión del espíritu de seriedad, y que hoy adopta el nombre de la corrección política. Conviene no olvidar que el uso masivo de la noción de género se extiende a partir del desarrollo en EE UU de los llamados estudios culturales, y se traslada más tarde desde ahí, ya en la fase de la llamada globalización y la postmodernidad, a instituciones gestoras del capitalismo mundial como el Banco Mundial, para finalmente ser asumido, acompañado de grandes partidas presupuestarias, como parte importante de las agendas políticas de los gobiernos capitalistas occidentales, y todo ello de manera simultánea al descrédito masivo, tras la caída del Muro, de ideologías que como el socialismo o el anarquismo cuestionan el sistema capitalista en su conjunto. Se olvida que el marco que hace comprensible la noción de género enunciada por Simone de Beauvoir compartía, con el marxismo y el anarquismo, elementos de esa ilustración/modernidad que la postmodernidad, la globalización y los estudios culturales consideran ya clausurados: el ideal emancipador.


La perspectiva que adoptamos es la de la jovenlandesal existencialista. Todo sujeto se plantea concretamente, a través de los proyectos, como una tras*cendencia. No cumple su libertad sino por un perpetuo desplazamiento hacia otras libertades (…) Cada vez que la tras*cendencia vuelve a caer en la inmanencia, hay una degradación de la inmanencia en un en sí, de la libertad en artificiosidad. Esa caída es una falta jovenlandesal si es consentida por el sujeto. Si le es inflingida toma la figura de una frustración y de una opresión (…) Ahora bien, lo que define de una manera singular la situación de la mujer es que siendo libertad autónoma, como todo ser humano, se descubre y se elige en un mundo donde los hombres le imponen que se asuma como el Otro29.
La perspectiva que adopta Simone de Beauvoir no es precisamente la que hoy llamamos de género, sino la de una concepción, basada en el sujeto y en la autonomía, que es la que se declara clausurada por la postmodernidad, es decir, por el entorno en el que surge la llamada perspectiva de género. La noción de género hoy, en lugar de convertirse en un instrumento al servicio de la libertad, se tras*forma justamente en un modo de cosificación y de sujeción que congela esa liberta en un en sí, en un mecanismo de opresión y represión, en un nuevo Otro, que ahora no es ya identificable, puesto que ese nuevo Otro es supuestamente el que nos ha liberado o al que encomendamos nuestra liberación, bien directamente o bien a través de las migas, en forma subvencionada, de las grandes partidas presupuestarias. Porque ese nuevo Otro, no es sino el Banco Mundial, o las élites multinacionales a través de Fundaciones que desgravan y les lavan la cara30, o partidos políticos, u ONG de estructura empresarial que son en realidad formas delegadas del Estado. El Otro perpetúa así su invisibilidad y, como suele ocurrir, nos somete con nuestro consentimiento e incluso generando en nosotros la conciencia de que nos libera. En realidad la noción de género, en manos de los gobiernos, de las multinacionales, de los organismos internacionales gestores de la globalización, se ha convertido, como la ecología o la llamada ética de la empresa, en una herramienta más de biopolítica31.


El concepto de biopolítica, enunciado por Foucault, ha sido desarrollado, entre otros, por Giorgio Agamben a partir de categorías claves del pensamiento de Carl Schmitt, en particular de las nociones de estado de excepción y de soberanía, ambas muy vinculadas a la gestión de la violencia y de la norma. De ahí que el espinoso tema de la violencia contra las mujeres y de la lucha contra ella desde las instituciones resulte especialmente apto para el análisis de la noción de género, porque la lucha contra la violencia de que son víctimas las mujeres se ha convertido en uno de los elementos determinantes de las políticas posmodernas en torno al género ¿Quién puede negar legitimidad a una lucha semejante? La existencia de formas de violencia específicas dentro de la pareja es una realidad innegable, vinculada además a formas de dominación propias de la estructura familiar patriarcal, hoy en crisis. Se trata, pues, de un tipo específico de violencia, que antiguamente era tolerada o que encajaba en esquemas como el honor o el crimen pasional. Sin embargo conviene no olvidar que esta forma de violencia no era la única asociada al modelo patriarcal, y que el modelo patriarcal no era, o no es, un grupo de personas identificadas, sino una estructura que ha venido cumpliendo una función social como mecanismo asociado al poder y del que eran víctimas las mujeres y los varones, aunque cada uno a su modo. Se reconoce hoy con claridad el modelo de sumisión de la mujer al modelo patriarcal, pero una mala lectura de la cuestión parece dar a entender que frente a las mujeres los varones eran una especie de verdugos y nunca víctimas. Con una generalización semejante se comete el error nada inocente de ocultar que el mecanismo de poder sometía, y somete siempre, a todos, si bien asignando distintos roles en esa sumisión. Se olvida que el modelo patriarcal, expresión con la que se carga la contraposición varón/mujer, generaba y genera dosis elevadas de violencia contra los hombres: violencia en las fábricas, en los ejércitos y las guerras, en las prisiones pobladas masivamente por varones frente a escasas mujeres. Las políticas de género que enfatizan un problema real como el de la violencia contra las mujeres abstraen de esa realidad y lo hacen en un contexto de violencia creciente en todos los órdenes de las relaciones, en las que los accidentes laborales generados por la violencia capitalista multiplican por mucho el número de víctimas varones. ¿Qué decir de la sagrada industria del automóvil? Por lo demás las estadísticas relativas a víctimas de delitos violentos en general siguen mostrando que esa violencia sigue descansando masivamente sobre los varones. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero basta con recordar el acto supremo de violencia que es la guerra y en la que el varón sigue siendo el agente-víctima fundamental. La inflación de un problema real como es el de la violencia contra las mujeres se convierte así en un elemento capaz de invisibilizar las formas masivas de violencia con las que el poder se ejerce. Una inflación tal podría comprenderse si la violencia general hubiera cesado, o si esa violencia específica sobre las mujeres fuera la clave de comprensión de las otras formas de violencia. Pero la realidad es justamente la contraria, la violencia crece y es más bien esa violencia general la que permite comprender la violencia contra las mujeres. Al eliminar las otras variables, como hacen los Institutos de la Mujer, se cumple la máxima general de las políticas de género que hemos señalado más arriba: es un mecanismo legitimador e invisibilizador del poder, al servicio del poder y del capital. Porque la raíz de la violencia es el Capital. Pero obviamente los Ministerios de Trabajo y Asuntos Sociales, o las Consejerías de Empleo y Mujer, no hacen sino gestionar el Capital, servirle.
Por eso creo necesario detenerse brevemente a analizar algunas de las piezas de esa herramienta biopolítica, por lo demás asociada, como todas y por definición, a fines que nadie puede rechazar, como lo es en este caso la protección de vidas o la defensa de derechos humanos. Hay un viejo método que está en el origen de la postmodernidad y de la mayoría de las religiones, consideradas aquí sólo como entramados ideológicos al servicio del poder, y que es además clave para comprender otro de los conceptos vinculados a la soberanía y la excepción: es el discurso que hace de la anomalía y de lo patológico lo ordinario y el patrón32. El discurso del mal, ajeno por ejemplo a los griegos, fue lo que hizo de la ética griega un subproducto que es la jovenlandesal como imposición dogmática. No es que el mal sea una anomalía, es que el conflicto frente a la norma se convierte a través de la noción del mal en la categoría explicativa básica desde la que analizar la condición humana como una condición perversa, a partir de la cual legitimar políticas desde la dialéctica elemental amigo/enemigo. En el ámbito de determinados feminismos el fenómeno del crimen en el seno de las parejas, que puede obedecer y de hecho obedece a factores diversos e incontrolables, se desvincula de sus circunstancias concretas, de sus factores socioeconómicos, y se convierte en la norma general para entender las relaciones entre sexos. Desde ahí se produce una generalización solidaria de la soberanía y la excepción, porque convierte no sólo a la mujer en una víctima por definición sino al hombre en un agresor genérico. El término maltratador es en ese sentido un término posmoderno al servicio de la biopolítica. Designa desde luego conductas reales y peligrosas para la sociedad, pero, como el terrorismo, se ha convertido en un instrumento al servicio de los intereses más diversos, fundamentalmente no porque no tenga una función penal, sino porque como tantos otros términos posmodernos no significa nada en sí mismo sino que puede adaptarse a cualquier tipo de discurso siempre con la misma función: hacer desaparecer al interlocutor mediante una descalificación genérica que elimina su condición humana, y ello antes incluso de establecer si se ha dado la conducta típica y antijurídica. Dicho de otra forma, establece la culpabilidad al margen del tipo penal. Claro que no una culpabilidad jurídica, sino un estigma que legitima cualquier acción ante el así designado por el concepto: el enemigo de Schmitt. Desde ese discurso la noción de terrorismo sirve, por ejemplo, para hacer guerras que hasta hace nada eran ilegales, para privar de derechos básicos a los prisioneros de Guantánamo33. El término maltratador estigmatizando al hombre permite igualmente llevar a cabo acciones agresivas y al margen incluso de la norma o mediante normas de excepción encubiertas contra determinados varones en lo que sería un ejemplo más de lo que Agamben denomina la indistinción entre la norma y la nuda vida. Por ejemplo, por la simple declaración de una mujer sin acompañar prueba alguna, y precisamente por el valor fetichista otorgado al concepto que tiene fuerza con sólo ser pronunciado, permite tomar medidas penales más allá del principio constitucional de la presunción de inocencia, o que, por ejemplo una progenitora se interne en un centro de una asociación privada a cambio de un precio, llevándose consigo a los hijos menores ante la pasividad de los jueces, sin que el padre pueda ni siquiera acceder a ellos, sin que exista ya como individuo titular de derechos y de afectos. El problema, entonces, no está tanto en la existencia de una realidades dramáticas como la que ese término designa en muchos casos, igual que ocurre con el terrorismo, sino en el valor fetiche otorgado al lenguaje, a conceptos jurídicos indeterminados, que permiten sin embargo la privación de derechos a individuos que no han sido condenados, o que ONG, manipulando hábilmente los conceptos y el clima social, actúen como una prolongación del Estado, con la misma fuerza que tendría un juez, que condenen y actúen en consecuencia, pero sin las garantías del Estado de Derecho. Es una forma de inquisición difusa en la que la simple declaración lleva aparejada una privación de derechos, pero en este caso no ya a favor de la ortodoxia religiosa determinada, sino a favor del discurso fragmentario propio de la postmodernidad, es decir, de una sociedad que ha suprimido las libertades políticas reales mediante palabras fetiche que alimentan los medios masivos de desinformación y postminformación. Estamos ante un retroceso a posiciones previas no ya a las revoluciones proletarias sino a las revoluciones burguesas.


Pero incluso una teología perversa como esa podría ser asumida desde determinados sectores si, aun pagando ese precio, que no es poco, las mujeres que asumen ese teologema avanzaran en su propia condición de sujetos libres. El término sujeto está muy deteriorado después del aparente huracán de la postmodernidad, y hoy los progresistas de centro comercial prefieren hablar de la fragmentación de las identidades o convienen con planteamientos reaccionarios, por estamentales y premodernos, en tesis multiculturalistas acerca de la identidad tradicional asentada en comunidades. Pero el sujeto no ha existido nunca sino justamente como ideal político o como ficción generada desde el poder. Sólo en esta última acepción puede compartirse la crítica de la subjetividad, que por lo demás cualquier lector de los clásicos del XIX, sabe que es todo menos nueva. Demasiado bien conocemos el resultado de abandonar el concepto de subjetividad como ideal político. El fin del proletariado como clase y sujeto revolucionario ha desembocado en estas aguas estancadas y pútridas de la globalización del nuevo orden mundial, del fin de la historia y del pensamiento único. Es evidente que desde el punto de vista del ideal de lucha política el sujeto sigue siendo una instancia imprescindible y sin el cual no queda otra cosa que el poder que genera ficciones de identidades frente a la identidad del que lucha frente al poder. El feminismo de la victimización es en realidad una nueva forma de subjetivización dirigida a sujetar, a someter y que abandona el ideal político. La mujer se convierte para esta herramienta de la biopolítica, para esta teología feminista, en un juguete al servicio del Estado y de la subvención, en carnaza de los políticos de rebajas del multiculturalismo y del progresismo de los medios de masas, en el objeto de campañas políticas a la Rorty, que declara muertas todas las ideologías y que propongamos a otras culturas y organizaciones lo bien que nos va.


Uno es poco seguidor de Nietzsche, aun reconociendo su genialidad y agudeza, pero cuando se mira la crítica demoledora que hace a determinados aspectos de la jovenlandesal cristiana, parece más bien que no se está dirigiendo al cristianismo sino anticipando la cultura de la víctima que se extiende en nuestros días por el mundo occidental a mayor gloria de la expansión capitalista y de la gestión de falsas identidades. Estamos ante un modo de asaltar el feminismo (como se han asaltado tantos proyectos emancipadores) que en todo caso prescinde de la crítica del poder, del verdadero poder, y hace de su lucha una guerra de sexos que sigue al pie de la letra los dictados de la ingeniería social procedente de EE UU, Canadá y Australia y que toma pie en el viejo teorema hobbesiano de la guerra de todos contra todos34. Ese modo de entender el feminismo se basa entonces en los dos mecanismos básicos que ya señaló Spinoza como funciones esenciales de las religiones al servicio del poder: la esperanza y el temor. Pero ahora se hace desde un lenguaje progresista, supuestamente emancipador, multiculturalista que en realidad es un nuevo modo de inquisición para una nueva teología atea, pero teología la fin y al cabo.
 
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Aunque no dice nada nuevo hoy (en 2005 quizá sí), esta muy bien desarrollado.
 
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