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Todas las veces que se han prohibido los toros en España
Desde la Iglesia Católica hasta Felipe V, pasando por Carlos IV o la Segunda República: antitaurinos ha habido siempre.
Por Dani Cabezas
09 Enero 2019, 6:00am
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RUBEN PINAR AJUSTÁNDOSE LA MONTERA. FOTOGRAFÍA POR SUSANA VERA/REUTERS
Existe un argumento que siempre sale a relucir en cualquier airada defensa de la tauromaquia que se precie: la importancia de respetar nuestras tradiciones más ancestrales y profundamente arraigadas.
No falla: los partidarios de la lidia defienden a capa y espada su derecho a seguir disfrutando de ella con el pretexto de que siempre estuvo ahí, formando parte de la cultura popular española de manera incuestionable y sin la molesta oposición de los grupos de defensa de los animales. El crecimiento del movimiento antitaurino es, según ellos, fruto de los tiempos modernos. Consecuencia de haber visto demasiadas películas de Disney, querer humanizar a los animales o ser abierta o veladamente antiespañol.
La realidad es bien distinta. A lo largo de la historia, la tauromaquia ha despertado el rechazo más visceral en nobles, religiosos, artistas o figuras relevantes de todo pelaje, en todas las capas de la sociedad, que manifestaron su oposición frontal a una práctica que consideraban innecesariamente cruel y despiadada. Es más: la posibilidad de prohibir las corridas de toros y convertirlas en un vestigio de tiempos pasados ha estado presente en el debate desde que se dieran los primeros capotazos en tierras peninsulares.
MIRA:
Aunque algunas fuentes indican que la tauromaquia tiene su origen en la Edad de Bronce, fue la romanización de la Península y la importación de espectáculos como la lucha de fieras que tanto gustaba a los romanos lo que extendió el sacrificio público del toro como entretenimiento para las masas. Y sin embargo, no fue hasta el siglo XIII cuando lo que hoy se conoce como corrida de toros tomó forma. Un tiempo en el que, de manera paralela, surgieron sus primeros y más firmes detractores.
Curiosamente, los primeros que torcieron el gesto al comprobar cómo se divertía el pueblo llano toreando reses bravas fueron los miembros de la Iglesia católica. En parte, porque al celebrarse los domingos vaciaban los templos religiosos. En 1215, el obispo de Segovia decretó que ningún clérigo podía “jugar a los dados ni asistir a juegos de toros”, bajo riesgo de ser suspendido en caso de hacerlo. Ese mismo siglo, Alfonso X El Sabio prohibió que se torease por dinero, lo que apunta a una incipiente profesionalización de los matadores de toros. En el siglo XVI, la Iglesia española desaconsejó al clero asistir a los espectáculos taurinos, una práctica que consideraba indigna y deshonrosa y que, como aquel obispo segoviano 300 años antes, equiparaba con los juegos de azar.
Pero si existe un personaje histórico que hizo temblar los cimientos de la tauromaquia ese fue el papa Pío V. El 1 de noviembre de 1567 promulgó una bula, llamada De salutis gregis dominici, por la que excomulgaba a quienes “organizaran o asistieran” a los festejos taurinos. Los consideraba una costumbre “pagana, bárbara, cruenta y vergonzosa”, propia “no de hombres sino del malo”, y “contraria a la piedad y caridad” que se presuponían virtudes del buen creyente. Incluso iba más allá: los muertos como resultado de una cogida habrían de ser enterrados fuera de los cementerios cristianos. No había sitio en el cielo para los taurinos.
Por intervención directa de Felipe II, quien no quería ponerse a los españoles en contra, la bula no llegó a publicarse en nuestro país. Y aunque el propio rey presionó con éxito al siguiente pontífice, Gregorio XIII, para que levantara la prohibición, sus sucesores (Sixto V y Gregorio XIV) trataron de recuperarla a toda costa. No fue hasta la llegada de Clemente III, en 1592, cuando la Iglesia pareció rendirse ante la evidente dificultad de erradicar una costumbre fuertemente arraigada en España.
Si Felipe II hubiera levantado la cabeza casi dos siglos después, se hubiera decepcionado ante la actitud del primero de los Borbones, Felipe V, que coincidiendo con el estreno del siglo XVIII trajo a España aires de modernidad procedentes de Francia. A su llegada, fue recibido con una espectáculo de rejoneadores a caballo, en lo que se suponía una bienvenida por todo lo alto. Lo que presenció provocó en el refinado monarca galo un profundo malestar: tras convencer a la corte de que una práctica como aquella era una pésima influencia para el pueblo, en 1723 promulgó una ley con la que prohibía el toreo a caballo.
Más que provocar la desaparición de la tauromaquia, la ley de Felipe V llevó al crecimiento de su popularidad entre el pueblo llano: el toreo a pie multiplicó su número de adeptos. Dispuesto a acabar su tarea, Carlos III dio un paso más, y en 1771 prohibió por completo las corridas de toros. Algo parecido le ocurrió a su sucesor, Carlos IV, que volvió a prohibir las corridas por decreto… una ley que los españoles se saltaron, de nuevo, a la torera. La llegada de la guerra de la Independencia eclipsó la ley, que cayó en el olvido. Habría que esperar hasta la segunda república para ver algo parecido a una nueva prohibición, en este caso de las capeas y encierros, que tampoco se llevó a efecto a causa del estallido de la guerra civil.
“Hay que ponerse en perspectiva”, reflexiona Juan Ignacio Codina, autor del libro Pan y toros (Plaza y Valdés), que surgió de una ambiciosa tesis en la que investigó los orígenes del movimiento antitaurino desde la Ilustración hasta nuestros días. “Muchas de estas prohibiciones eran, en realidad, intentos de limitar un espectáculo que gustaba a muchos españoles”. Y es que, para Codina, “las corridas de toros fueron, durante muchos siglos, utilizadas por los gobernantes y los distintos monarcas absolutistas españolas como un elemento de distracción masiva. Una herramienta de control y dominio del pueblo. Porque una sociedad embrutecida e ignorante es mucho más fácil de dominar que otra que se hace preguntas y lee libros”, asevera.
En opinión del autor de Pan y toros, los taurinos han intentado “manipular la historia” e imponer “su pensamiento único y dogmático”. “Por mucho que digan que el movimiento antitaurino es una moda, la realidad es que la tauromaquia generó rechazo desde el primer momento, pues no era sino la traslación de los espectáculos que se llevaban a cabo en el circo romano”. Una manipulación con la que se ha intentado, incluso, “relacionar los orígenes de la tauromaquia con el mundo árabe”, algo que en su opinión queda “completamente descartado” al acudir a las referencias históricas.
De cara al futuro, Codina lo tiene claro: “La tauromaquia será vista como algo propio de un tiempo felizmente pasado, de la misma manera que hoy entendemos aquellos espectáculos del circo romano como una barbaridad que en la actualidad no tendría cabida. La tendencia es imparable: poco a poco, la humanidad tiende a mejorar a nivel ético, social y cultural. Y eso implica necesariamente la justicia, algo que hemos visto con otros fenómenos a lo largo de la historia, desde la esclavitud al feudalismo”. Eso sí: Codina reconoce que no va a ser fácil. “Cada vez que se da un paso hacia el progreso nos encontramos con una masa reaccionaria que lo impide, porque son los que más tienen que perder”.
Sigue a Dani Cabezas en @danicabezas1.
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No falla: los partidarios de la lidia defienden a capa y espada su derecho a seguir disfrutando de ella con el pretexto de que siempre estuvo ahí, formando parte de la cultura popular española de manera incuestionable y sin la molesta oposición de los grupos de defensa de los animales. El crecimiento del movimiento antitaurino es, según ellos, fruto de los tiempos modernos. Consecuencia de haber visto demasiadas películas de Disney, querer humanizar a los animales o ser abierta o veladamente antiespañol.
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Curiosamente, los primeros que torcieron el gesto al comprobar cómo se divertía el pueblo llano toreando reses bravas fueron los miembros de la Iglesia católica. En parte, porque al celebrarse los domingos vaciaban los templos religiosos. En 1215, el obispo de Segovia decretó que ningún clérigo podía “jugar a los dados ni asistir a juegos de toros”, bajo riesgo de ser suspendido en caso de hacerlo. Ese mismo siglo, Alfonso X El Sabio prohibió que se torease por dinero, lo que apunta a una incipiente profesionalización de los matadores de toros. En el siglo XVI, la Iglesia española desaconsejó al clero asistir a los espectáculos taurinos, una práctica que consideraba indigna y deshonrosa y que, como aquel obispo segoviano 300 años antes, equiparaba con los juegos de azar.
Pero si existe un personaje histórico que hizo temblar los cimientos de la tauromaquia ese fue el papa Pío V. El 1 de noviembre de 1567 promulgó una bula, llamada De salutis gregis dominici, por la que excomulgaba a quienes “organizaran o asistieran” a los festejos taurinos. Los consideraba una costumbre “pagana, bárbara, cruenta y vergonzosa”, propia “no de hombres sino del malo”, y “contraria a la piedad y caridad” que se presuponían virtudes del buen creyente. Incluso iba más allá: los muertos como resultado de una cogida habrían de ser enterrados fuera de los cementerios cristianos. No había sitio en el cielo para los taurinos.
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Si Felipe II hubiera levantado la cabeza casi dos siglos después, se hubiera decepcionado ante la actitud del primero de los Borbones, Felipe V, que coincidiendo con el estreno del siglo XVIII trajo a España aires de modernidad procedentes de Francia. A su llegada, fue recibido con una espectáculo de rejoneadores a caballo, en lo que se suponía una bienvenida por todo lo alto. Lo que presenció provocó en el refinado monarca galo un profundo malestar: tras convencer a la corte de que una práctica como aquella era una pésima influencia para el pueblo, en 1723 promulgó una ley con la que prohibía el toreo a caballo.
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