En el cementerio

Clavisto

Será en Octubre
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10 Sep 2013
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Durante años visité el cementerio casi a diario con la excepción de la semana previa y la posterior al día de los difuntos. Raro era la ocasión en el que fallaba. Y no por especial devoción, nada de eso, simplemente me hice una ruta con mis paseos y ese lugar quedaba dentro de ella por una sencilla razón: los aseos. Llegaba, meaba, me limpiaba los bajos, me refrescaba si hacía calor, rellenaba la botellita de agua y antes de continuar mi camino hacia los molinos hacía una visita a mis muertos para rezarles un padrenuestro, mecánicamente, como el que ficha al entrar en la fábrica. Pocas veces sentí algo ante las tumbas de aquellos a los que tanto quise; a fin de cuentas dentro sólo había huesos; lo que ellos fueron ya no estaba allí. Sólo cuando el decorado era apropiado (lluvia fina, un atardecer primaveral) sentía algo, lo que no hace sino reafirmarme en mi convicción, casi la única que tengo, de la superioridad del continente sobre el contenido.

Los aseos del cementerio suelen estar limpios aunque sean públicos, y las razones de ello son muy simples: horario diurno, poca actividad y usuarios respetuosos; hasta los vagabundos que allí se lavan y hacen sus necesidades son cuidadosos; después de todo en ningún otro lugar van a soltar sin tener problemas de acceso: hay papel higiénico, agua, jabón y hasta espejo por si quieres echarte un vistazo; los cerrojos de los cagaderos no están rotos y, cosa extraña, la cara interior de la puerta está virgen, nada de frases gilipollescas o dibujitos, teléfonos ofertando cositas a 10 pavos o amenazas de asesinato. Ningún lugar más civilizado que la casa de los muertos.

El encargado era un tipo fuerte, cuarentón, coloradote de cara, aún más manchego como yo, con gafas y cara de pocas luces. En todo aquel tiempo no cruzaría con él ni una sola palabra aparte del saludo de cortesía, aunque peor era con la pareja de etnianas, con ésas ni hola; llevaban tal cara que se te quitaban las ganas; caminando a buena marcha, la vieja delante y la madurita detrás, de luto riguroso, aquella con una cola de rata y ésta con una melenaza rizada como alambre de prisión; terminé por descubrir a su muerto, un hombre joven, imaginé que era el hijo de una y el marido de la otra, la tumba entera era una flor, tenías que apartar los tiestos para leer el nombre, allí olía a gloria bendita, pero a veces pensaba en su viuda, con esa cara y ese pelo, y esa mirada llameante, y veía un shishi como una boina en un bebedero de patos: etniana, joven, viuda y con la progenitora del finado por carabina...arde mississippi, Bernarda Alba 2.0

Aparte de estos tres no tengo recuerdos de nadie más...bueno sí, de un viejo como una montaña de grande que iba a ver a su hijo; estaba justo enfrente de mi abuelo paterno; el gigante limpiaba la lápida, colocaba las flores, se quedaba de pie mirándola en silencio y a veces se sentaba sobre ella y se sujetaba la frente con la mano. Jamás le saludé ni le dije nada. No creo ni que reparara en mí.

A veces, muy pocas, si la mañana o la tarde eran agradables la echaba entera ahí, curioseando nombres, fotografías, edades, leyendas (había algunas realmente estremecedoras), contemplando los cristos y las vírgenes, los arcángeles...Otras tenían muñecos encima, o juguetes, cosas de la criatura que había disfrutado en su corta vida. A través de los cristales miraba el interior de los mausoleos, restos de generaciones enteras yacían aparte de todos, bajo siete llaves, con sus cirios encendidos; otros estaban más descuidados y me interesaban más, parecían abandonados, sin indicios que delataran alguna visita reciente, flores más que muertas tras el cristal roto, polvo y bichejos por el agrietado suelo, apenas podían adivinarse las fechas, en algún caso su último inquilino llevaba más de cincuenta años; olía a olvido, a chalet abandonado, a cisterna seca con perro muerto dentro...entonces me ponía los auriculares del mp3, le daba a todo volumen y me iba con la música a otra parte.

En una de esas frías tardes otoñales oí una lejana sirena. Una vez, dos, tres...no sabía lo que significaba hasta que vislumbré la verja y vi que estaba cerrada.

Me entraron los siete males.

Eché a correr. V como el encargado se alejaba con su bicicletilla, "¡Eh! ¡EHHH! ¡¡¡EEEHHHHHHHH!!!"...el nota iba por la carretera y no me oyó. Creí que iba a volverme loco; por supuesto estaba sin el móvil pero tuve la suerte de que una pareja de quinceañeros estaban besándose en un banco de la glorieta de entrada: "¡¡¡EH, CHAVAL, VEN UN MOMENTO POR FAVOR!!!", el crío se acercó temeroso, ¡bendito sea el horror al sesso! "¡¡¡Por favor, rápido, pilla la moto y dile a ese de la bicicleta, al que se acaba de ir, que vuelva, que me he quedao dentro!!!" El chico salió como un rayo con su moto mientras su novia me miraba desde el banco como si estuviera viendo al de "Sé lo que hicisteis el último verano" Poco después fuí liberado. Después de farfullar mil disculpas y darles las gracias a todos tal que si me hubiesen rescatado del jovenlandés salí disparado hacia los molinos.


Y es que una cosa es meterse al mediodía del verano manchego en la cueva de Montesinos con Sancho al otro extremo de la cuerda y otra pasar una noche fría de noviembre solo en el cementerio.
 
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