Leído en La Voz de Galicia:
En Cataluña, a galope tendido hacia la II República
Vista la locura política que se ha instalado en Cataluña en los últimos días a cuenta de la futura sentencia del Tribunal Constitucional sobre su nuevo Estatuto no creo inoportuno hacer memoria. Y ello porque los excesos del catalanismo entre 1931 y 1936 contribuyeron, y mucho, al naufragio final de la II República española.
El 6 de octubre 1934, y en el ambiente de profunda crispación derivado de la victoria de la derecha en las elecciones de 1933, Companys proclamó solemnemente el Estado catalán. Su tentativa insurreccional no acabó con la República, pero debió convencer a muchos de que no podía ser viable un régimen donde alguien de la importancia del presidente de la Generalitat llegaba a romper las reglas de juego de una forma tan grave y tan flagrante.
Cuatro meses antes, y ante una sentencia del Tribunal Constitucional de aquella época que anulaba, por inconstitucional, una norma del Parlamento catalán (la ley de contratos de cultivo), la respuesta había sido también inconcebible en un Estado de derecho: la Cámara regional aprobó una ley idéntica a la que había sido anulada previamente.
Ese inaceptable desafío recuerda de lleno al que ahora proponen muchos dirigentes catalanes si el Tribunal Constitucional se atreve a cumplir con las funciones para las que fue creado con el aplauso de la mayoría de los que, descaradamente, hoy lo chantajean: declarar la inconstitucionalidad de lo que es en el Estatuto contrario a la Constitución a todas luces. Que hayan entrado en ese juego de absoluta deslealtad constitucional Carod y compañía era de esperar, pues resulta coherente con su trayectoria e ideología antisistema. Pero que dirigentes destacados del PSC y miembros del Gobierno de la Generalitat, empezando por su presidente, se muestren dispuestos a desobedecer los mandatos del Tribunal Constitucional y exijan a Zapatero que cumpla el Estatuto al margen de lo que aquel pueda decidir -lo que equivale a jalearlo para que incumpla una sentencia del supremo intérprete de la Constitución- rompe por la base con principios democráticos que hasta ahora nadie, salvo el PNV, había discutido y entra de lleno en ese comportamiento insurreccional que caracterizó al catalanismo en el pasado.
De este modo, una reforma estatutaria que empezó de la peor manera imaginable no podía tener un final más lamentable. Jugando a aprendiz de brujo, Zapatero prometió que con el nuevo Estatuto catalán se resolvería el problema territorial durante al menos medio siglo. La pura verdad es, sin embargo, que nunca, salvo durante el bienio neցro de nuestra II República, las cosas habían llegado a plantearse del modo que ahora se presentan: como una insurrección frente a la Constitución.
En Catalua, a galope tendido hacia la II Repblica. Roberto L. Blanco Valds