Ferran Toutain Lunes, 25 de noviembre de 2013
No es fácil identificar la cursilería en una época como la nuestra en la que casi todo tiende a darle ambiente, pero parece que en los viejos tiempos, cuando aún no se confundía con el mundo, podía reconocerse de inmediato. En 1871, el gran costumbrista barcelonés Roberto Robert trató el asunto en un artículo titulado "La señorita cursi", y lo introdujo en los siguientes términos:
¡Mal año para los etimologistas! Échense a revolver raíces y desinencias, barajen cuanto quieran copto y sánscrito, griego y hebreo, a ver si sacan en limpio de dónde nos vino el vocablo.
Y trabajo les mando también a los que presumen de saber describir clara y concretamente las cosas.
¿Qué es cursi? ¿En qué consiste el ser cursi?, les preguntaremos, y ya nos parece oírles responder.
-Consiste en cierto no sé qué...
¡Basta! Enterados.
En cambio el empírico se echa a la calle, da una mirada, señala entre cien mujeres, y dice con la infalibilidad del buen sentido: "¡Allá va una cursi!"
Y cursi es.
Le muestro este texto a un conocido mío, un poco cursi, por cierto, y me mira con aires de reprobación, como si se tratara de algo obsceno: no imaginaba que yo fuera capaz de simpatizar con un discurso tan manifiestamente sexista como el que le acabo de leer. Le hago notar que el artículo es de 1871 y que ni el feminismo ni ninguna otra ideología puede aspirar a tener efectos retroactivos, por mucho que la mayoría de ellas apenas se dediquen a otra cosa. Por otra parte, enseguida le aclaro que si Robert no se ocupa aquí más que de las mujeres es porque su artículo forma parte de una obra colectiva, Las españolas pintadas por los españoles, que él mismo ideó y dirigió, pero que, del conjunto de sus escritos en castellano o catalán, se desprende que su fascinación por la cursilería no excluye en absoluto la condición masculina. No sirven de nada mis argumentos. A veces uno se va con la impresión de que no debería hablar con conocidos.
Cómo es posible que una persona con semejante visión del mundo pueda colarse, no por las pequeñas grietas de la vida, como la poesía, sino por los grandes medios de comunicación de masas
En fin, el caso es que, remilgos aparte, lo que dice Robert sobre la cursilería sigue siendo rigurosamente cierto: ni se sabe de dónde procede la palabra ni se ha dado todavía con una definición que se ajuste del todo a la realidad de su uso. Según los diccionarios, el cursi es en esencia el que, pretendiendo poseer sensibilidad, refinamiento o elegancia, carece ostentosamente de tales virtudes. El deseo de aparentar constituye, pues, la característica principal del fenómeno, y no hay ninguna duda de que es así la mayoría de las veces. Sin embargo, no es menos cierto que también llamamos cursi al que, sin pretensión alguna, gusta con la mayor de las sinceridades de lo historiado y repipi. La cursilería, en estos casos, colinda con la ñoñería, pero me atrevería a decir que en otros se identifica más bien con la chabacanería. Cuando un personaje público, sea político, tertuliano, cantante o actor, se expresa en un lenguaje soez, lo hace para darse tono: puede que convencionalmente lo cursi sea antagónico de lo chabacano, pero qué duda cabe de que en el terreno de lo práctico se reúnen en un mismo fin, y en determinados círculos teatrales -dicho sea de paso y como simple observación- se combinan con inigualable savoir faire.
A todos se nos puede pegar la cursilería en algún momento, pero hay quien se complace en llevarla siempre encima como una segunda piel. De hecho, en nuestra incansable sociedad de la hiperimitación, en la que la rivalidad mimética sitúa en un mismo primer plano -el plano de la mejor pose, del mejor perfil- todos los ámbitos de la experiencia humana, los cursis de profesión van siendo cada vez más numerosos, y lo son principalmente porque la sociedad, gobernantes y pueblo, los distingue y favorece. Quien ejerce el oficio suele invocar a menudo la magia de lo poético porque sabe que su sola mención lo envuelve a uno en una aura de sensibilidad, y en sus palabras se produce el milagro de la repetición, de la perfección del tópico, que es uno de los alimentos indispensables de la cursilería. En la prensa de nuestros días, y mucho más aún en los medios audiovisuales, la exaltación de lo poético inspira a veces las plumas y las lenguas de ciertos colaboradores. Algunos son mejores que otros, como ocurre siempre con todo, pero pocos llegan a poseer la indiscutible maestría de Pilar Rahola. "Sin saber cómo -dice en la columna que publicó el martes 12 de noviembre en La Vanguardia a mayor gloria de un programa que Jordi Basté consagró a la memoria de Miquel Martí i Pol-, tal vez por un aniversario o un homenaje, o porque sabe cómo filtrarse por las pequeñas grietas de la vida, el hecho es que a veces la poesía detiene el tiempo y exige su momento. Cuando eso pasa, la realidad se hace más amable y, como diría el viejo lema parisino, de entre el asfalto aparece el milagro de una flor". Lamento no poder ofrecer toda la columna al lector, pero le recomiendo su lectura completa. Solo añadiré que la poesía "si canta al amor, es intensa; si canta a la lucha, es comprometida; si canta al dolor, es desgarradora, y siempre, si es buena, es bella".
Le leo el artículo de Rahola a una conocida mía, una mujer de carácter, con menos paciencia que yo para esta clase de fenómenos, y me pregunta cómo es posible que una persona con semejante visión del mundo pueda colarse, no por las pequeñas grietas de la vida, como la poesía, sino por los grandes medios de comunicación de masas. Le respondo que cumple en grado de excelencia todos los requisitos del empleo, siendo además modesta, pues en el texto que acabamos de leer confiesa que "si no fuera muy cursi, diría que la poesía nos mejora la vida". Mi conocida aún entiende menos que la columnista forme parte del Consejo Asesor para la tras*ición Nacional. "Pues a mí me parece idónea", le digo. Y me mira como si le estuviese tomando el pelo.
Elogio de lo cursi
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No es fácil identificar la cursilería en una época como la nuestra en la que casi todo tiende a darle ambiente, pero parece que en los viejos tiempos, cuando aún no se confundía con el mundo, podía reconocerse de inmediato. En 1871, el gran costumbrista barcelonés Roberto Robert trató el asunto en un artículo titulado "La señorita cursi", y lo introdujo en los siguientes términos:
¡Mal año para los etimologistas! Échense a revolver raíces y desinencias, barajen cuanto quieran copto y sánscrito, griego y hebreo, a ver si sacan en limpio de dónde nos vino el vocablo.
Y trabajo les mando también a los que presumen de saber describir clara y concretamente las cosas.
¿Qué es cursi? ¿En qué consiste el ser cursi?, les preguntaremos, y ya nos parece oírles responder.
-Consiste en cierto no sé qué...
¡Basta! Enterados.
En cambio el empírico se echa a la calle, da una mirada, señala entre cien mujeres, y dice con la infalibilidad del buen sentido: "¡Allá va una cursi!"
Y cursi es.
Le muestro este texto a un conocido mío, un poco cursi, por cierto, y me mira con aires de reprobación, como si se tratara de algo obsceno: no imaginaba que yo fuera capaz de simpatizar con un discurso tan manifiestamente sexista como el que le acabo de leer. Le hago notar que el artículo es de 1871 y que ni el feminismo ni ninguna otra ideología puede aspirar a tener efectos retroactivos, por mucho que la mayoría de ellas apenas se dediquen a otra cosa. Por otra parte, enseguida le aclaro que si Robert no se ocupa aquí más que de las mujeres es porque su artículo forma parte de una obra colectiva, Las españolas pintadas por los españoles, que él mismo ideó y dirigió, pero que, del conjunto de sus escritos en castellano o catalán, se desprende que su fascinación por la cursilería no excluye en absoluto la condición masculina. No sirven de nada mis argumentos. A veces uno se va con la impresión de que no debería hablar con conocidos.
Cómo es posible que una persona con semejante visión del mundo pueda colarse, no por las pequeñas grietas de la vida, como la poesía, sino por los grandes medios de comunicación de masas
En fin, el caso es que, remilgos aparte, lo que dice Robert sobre la cursilería sigue siendo rigurosamente cierto: ni se sabe de dónde procede la palabra ni se ha dado todavía con una definición que se ajuste del todo a la realidad de su uso. Según los diccionarios, el cursi es en esencia el que, pretendiendo poseer sensibilidad, refinamiento o elegancia, carece ostentosamente de tales virtudes. El deseo de aparentar constituye, pues, la característica principal del fenómeno, y no hay ninguna duda de que es así la mayoría de las veces. Sin embargo, no es menos cierto que también llamamos cursi al que, sin pretensión alguna, gusta con la mayor de las sinceridades de lo historiado y repipi. La cursilería, en estos casos, colinda con la ñoñería, pero me atrevería a decir que en otros se identifica más bien con la chabacanería. Cuando un personaje público, sea político, tertuliano, cantante o actor, se expresa en un lenguaje soez, lo hace para darse tono: puede que convencionalmente lo cursi sea antagónico de lo chabacano, pero qué duda cabe de que en el terreno de lo práctico se reúnen en un mismo fin, y en determinados círculos teatrales -dicho sea de paso y como simple observación- se combinan con inigualable savoir faire.
A todos se nos puede pegar la cursilería en algún momento, pero hay quien se complace en llevarla siempre encima como una segunda piel. De hecho, en nuestra incansable sociedad de la hiperimitación, en la que la rivalidad mimética sitúa en un mismo primer plano -el plano de la mejor pose, del mejor perfil- todos los ámbitos de la experiencia humana, los cursis de profesión van siendo cada vez más numerosos, y lo son principalmente porque la sociedad, gobernantes y pueblo, los distingue y favorece. Quien ejerce el oficio suele invocar a menudo la magia de lo poético porque sabe que su sola mención lo envuelve a uno en una aura de sensibilidad, y en sus palabras se produce el milagro de la repetición, de la perfección del tópico, que es uno de los alimentos indispensables de la cursilería. En la prensa de nuestros días, y mucho más aún en los medios audiovisuales, la exaltación de lo poético inspira a veces las plumas y las lenguas de ciertos colaboradores. Algunos son mejores que otros, como ocurre siempre con todo, pero pocos llegan a poseer la indiscutible maestría de Pilar Rahola. "Sin saber cómo -dice en la columna que publicó el martes 12 de noviembre en La Vanguardia a mayor gloria de un programa que Jordi Basté consagró a la memoria de Miquel Martí i Pol-, tal vez por un aniversario o un homenaje, o porque sabe cómo filtrarse por las pequeñas grietas de la vida, el hecho es que a veces la poesía detiene el tiempo y exige su momento. Cuando eso pasa, la realidad se hace más amable y, como diría el viejo lema parisino, de entre el asfalto aparece el milagro de una flor". Lamento no poder ofrecer toda la columna al lector, pero le recomiendo su lectura completa. Solo añadiré que la poesía "si canta al amor, es intensa; si canta a la lucha, es comprometida; si canta al dolor, es desgarradora, y siempre, si es buena, es bella".
Le leo el artículo de Rahola a una conocida mía, una mujer de carácter, con menos paciencia que yo para esta clase de fenómenos, y me pregunta cómo es posible que una persona con semejante visión del mundo pueda colarse, no por las pequeñas grietas de la vida, como la poesía, sino por los grandes medios de comunicación de masas. Le respondo que cumple en grado de excelencia todos los requisitos del empleo, siendo además modesta, pues en el texto que acabamos de leer confiesa que "si no fuera muy cursi, diría que la poesía nos mejora la vida". Mi conocida aún entiende menos que la columnista forme parte del Consejo Asesor para la tras*ición Nacional. "Pues a mí me parece idónea", le digo. Y me mira como si le estuviese tomando el pelo.
Elogio de lo cursi
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