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Será en Octubre
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- 10 Sep 2013
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Era una fría y lluviosa noche dominical de Octubre cuando llegué a Madrid.
Había conseguido trabajo como peón en una sub-contrata y al día siguiente empezaba a trabajar en Villaverde Bajo, así que lo primero que hice fue buscar una pensión donde dormir.
Salí de Atocha y caminé calle arriba. Entré en la primera que ví, tenía un luminoso vertical de tonalidad azul, no recuerdo el nombre.
- "Buenas noches...¿tiene alguna habitación libre?"
- "Sí."
- "Ahh...bueno...hasta la noche del jueves...la mañana del viernes me iré..."
- "2.000 pesetas diarias, ducha incluída; 1.500 sin ducha."
- "Con ducha, por favor."
- "Déjame el dni. El pago por adelantado. Son 10.000 pesetas."
Era un tío rellenito, alopécico, sonrosado, de ojos azules y brillantes, miraba fijamente, no parpadeaba, muy serio...no me gustó un pelo, pero ya era tarde, la noche estaba horrible y no tenía ni ganas, ni fuerzas de patearme las calles cargado con la maleta para encontrar otra cosa que pudiera ser hasta peor.
Pagué y cogí la llave.
Subí a la habitación, dejé la maleta, eché un vistazo y bajé a la calle para cenar algo y llamar a casa.
En "El Brillante" me comí un bocadillo de calamares mientras veía el fútbol, recuerdo que jugaba el Madrid en El Molinón, era el partido del plus, en el descanso llamé a mi progenitora, le dije que todo estaba bien y que me iba a dormir.
Regresé a la pensión, me puse el pijama, me hice un canuto y me lo fumé mirando caer la lluvia a través de la ventana que daba a un oscuro patio interior. Después me metí en la cama y puse la radio, en una emisora estaban poniendo el "I still haven´t found..." de los U2, entonces me gustaban mucho...antes de que terminara me quedé dormido.
Era 1993 y yo tenía 18 años.
Desperté a las 6, desayuné en la estación de Atocha y fuí a comprar el billete del cercanías para Villaverde.
- "Buenos días"
El tío me miró sin decirme nada.
- "Para Villaverde Bajo, por favor."
El hijomio seguía sin dignarse a responder. Después de soltarle la pasta él soltó el billete. Me cabreé. Subí al tren, otra vez dí los buenos días a los ocho o diez que allí estaban y otra vez no oí respuesta. Era como si estuviera solo. Estaba solo. Primera lección de la Capital del Reino: NO HAY QUE DAR LOS BUENOS DÍAS CUANDO ANDES EN EL tras*PORTE PÚBLICO. Únicamente los locos, los pobres, o los estúpidos dan los buenos días dentro de esas máquinas. No lo hice más.
Nuestro trabajo consistía en quitar y poner raíles, quitar y poner traviesas y quitar y meter piedra. Todos quitábamos, todos metíamos y uno iba empalmando los raíles.
El extraño grupo lo formábamos un viejo de hierro, varios cuarentones alcohólicos, un ex-legionario más tocao que el sitio de Zaragoza, un padre de familia numerosa que estaba hasta los huevones de la vida a pesar de no haber cumplido los 30, una bestia humana que era el soldador, un andaluz en el tipo y quien esto os escribe. En los descansos solíamos juntarnos los 4 últimos, fumábamos canutos y nos bebíamos unas litronas, el andaluz contaba chistes (lo siento, pero era así) y echábamos unas risas, siempre estaba cantando a los Camela, ¡la progenitora que lo parió!, casi nadie los conocía cuando tuve la desgracia de descubrirlos.
- "¡Eh, Kufis! ¡ESCUCHA LA LETRA!". Y ponía el puñetero loro a toda leche, con esas vocecillas y esos infames teclados...terminaron gustándome. Cuando uno está atrapado termina apreciando lo que aborrece.
Era el más joven y el más nuevo, así que tuve que tragar con algunas frutadas, nada serias, sobre todo de los cuarentones, pero cuando tienes 18 años te molesta hasta el vuelo de un mosquito, así que a veces me rebotaba, pero nunca pasó nada, cuatro voces y fuera, a seguir doblando el lomo.
A la semana siguiente fuí a vivir con una tía mía que había regresado de sus vacaciones. Vivía sola aunque por entonces tenía a su progenitora en casa, en el barrio del Pilar. No sabéis como lo agradecí. Terminaba de trabajar, iba a su casa, me daba un estupendo baño, cenábamos bien y charlábamos un rato; es una mujer huevonuda, extraordinaria, se ha pateado el mundo entero y me gustaba escucharla contar cosas de sus viajes, después te quedabas dormido antes de pasar la primera hoja del libro que leías, me llevé mil, como buen iluso que era, entonces andaba líado con Dostoyevski...ridículo.
El trabajo resultaba agotador, echábamos diez horas diarias, a buena marcha, con un frío de mil demonios, media hora para almorzar y una para comer, y aún así no éramos los que peor estábamos: a veces nos cruzábamos con cuadrillas que iban metiendo traviesas a destajo, de las obesas, sin parar ni a miccionar, las cogían entre seis tíos, con unas enormes tenazas metálicas, eso era para verlo, auténticas bestias de la naturaleza...recuerdo a uno de ellos, no pegaba en el grupo, supongo que se habría quedado en la fruta calle (también aquella era una mala época) y no le quedaría otra opción que meterse a currar como un animal entre animales: alto, con barba cuidada, no muy fuerte...iba congestionao, podías verle las venas de la cabeza a punto de estallar, yo pensaba que le veríamos dándole un infarto. No lo vimos. Tenemos más agüante del que imaginamos.
Algunas tardes, si no estaba muy cansado, salía a pasear por la ciudad, por el centro y eso, lo típico. De todo lo que ví lo que más me llamó la atención fue ver a los mendigos durmiendo sobre los bancos, a plena luz del día, mientras a su alrededor pasábamos centenares, miles de personas, a pocos metros de cientos de coches que circulaban a toda leche: humo, ruído, sol...y los tíos durmiendo. A veces me sentaba en alguna terraza y los miraba. No se movían. Era como si estuvieran muertos, a nadie les importaba, si se hubieran levantado creo que nadie los hubiera visto a no ser que se hubieran puesto a gritar. Alguno ví que se levantó. Pero ninguno gritó. Eran invisibles. Son los hombres invisibles de Wells sin necesidad de beberse una extraña pócima. Les sobra con el vino barato.
Durante la comida uno de nosotros se tenía que quedar cuidando el material. Casi siempre era yo, no me importaba, me comía mi bocadillo y me fumaba un canuto tumbado sobre una traviesa de las obesas, al sol, era fantástico.
Una tarde estaba así, a mi fruta bola, cuando oí voces extrañas:
- "¡Eh, colega...tienes fuego!"
Abrí los ojos y pensé que me había muerto; dos seres que parecían extraídos del mismo infierno se encontraban delante de mí. Eran junkies. Había visto unos cuantos, con alguno había tenido más que palabras, pero dos como esos no los había visto en mi vida ni los he vuelto a ver. Eran altos, entre los dos no pesaban lo que yo, llevaban tanta cosa encima que no se distinguía bien si iban vestidos o desnudos, olían...olían...qué sé yo. Me incorporé, les dí fuego, yo también llevaba un globo considerable, nos sentamos y empezamos a charlar y a fumar, me dijeron que vivían debajo de un puente, "allí cerca, ¿lo ves?", "sí", "allí tenemos el chabolo tronko", los porros rulaban y yo fumando del mismo que esas dos bacterias andantes, no me explico como lo pude hacer, no me lo explico, supongo que era lo que TENÍA que hacer, esa gente no vale nada con las manos, pero eran dos y una chirla podría aparecer en cualquiera de esas cuatro zarpas...la verdad es que no pasé miedo, la conversación fue agradable y a fin de cuentas no eran malos chicos: "¿tienes pasta?", "no", "buah...es igual...eres un buen tío". Ahí estuvimos dándole un buen rato, al final se marcharon y poco después llegaron mis compañeros. No les dije nada. Pero al día siguiente comí en el bar.
Así pasamos un mes. La última tarde en Villaverde me despedí de la camarera de la fonda. Era una muchacha guapísima, inocente, tenía quince añitos y ayudaba a su padre, siempre estaba poniéndose colorada, sonriendo timídamente, rodeada de hombres embrutecidos y apestosos:
- "Eres lo mejor que me he encontrado en Madrid"
Ella se puso como un tomate, sonrió y no dijo nada.
Después nos fuímos para Málaga.
Pero esa es la segunda parte de la historia.
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Había conseguido trabajo como peón en una sub-contrata y al día siguiente empezaba a trabajar en Villaverde Bajo, así que lo primero que hice fue buscar una pensión donde dormir.
Salí de Atocha y caminé calle arriba. Entré en la primera que ví, tenía un luminoso vertical de tonalidad azul, no recuerdo el nombre.
- "Buenas noches...¿tiene alguna habitación libre?"
- "Sí."
- "Ahh...bueno...hasta la noche del jueves...la mañana del viernes me iré..."
- "2.000 pesetas diarias, ducha incluída; 1.500 sin ducha."
- "Con ducha, por favor."
- "Déjame el dni. El pago por adelantado. Son 10.000 pesetas."
Era un tío rellenito, alopécico, sonrosado, de ojos azules y brillantes, miraba fijamente, no parpadeaba, muy serio...no me gustó un pelo, pero ya era tarde, la noche estaba horrible y no tenía ni ganas, ni fuerzas de patearme las calles cargado con la maleta para encontrar otra cosa que pudiera ser hasta peor.
Pagué y cogí la llave.
Subí a la habitación, dejé la maleta, eché un vistazo y bajé a la calle para cenar algo y llamar a casa.
En "El Brillante" me comí un bocadillo de calamares mientras veía el fútbol, recuerdo que jugaba el Madrid en El Molinón, era el partido del plus, en el descanso llamé a mi progenitora, le dije que todo estaba bien y que me iba a dormir.
Regresé a la pensión, me puse el pijama, me hice un canuto y me lo fumé mirando caer la lluvia a través de la ventana que daba a un oscuro patio interior. Después me metí en la cama y puse la radio, en una emisora estaban poniendo el "I still haven´t found..." de los U2, entonces me gustaban mucho...antes de que terminara me quedé dormido.
Era 1993 y yo tenía 18 años.
Desperté a las 6, desayuné en la estación de Atocha y fuí a comprar el billete del cercanías para Villaverde.
- "Buenos días"
El tío me miró sin decirme nada.
- "Para Villaverde Bajo, por favor."
El hijomio seguía sin dignarse a responder. Después de soltarle la pasta él soltó el billete. Me cabreé. Subí al tren, otra vez dí los buenos días a los ocho o diez que allí estaban y otra vez no oí respuesta. Era como si estuviera solo. Estaba solo. Primera lección de la Capital del Reino: NO HAY QUE DAR LOS BUENOS DÍAS CUANDO ANDES EN EL tras*PORTE PÚBLICO. Únicamente los locos, los pobres, o los estúpidos dan los buenos días dentro de esas máquinas. No lo hice más.
Nuestro trabajo consistía en quitar y poner raíles, quitar y poner traviesas y quitar y meter piedra. Todos quitábamos, todos metíamos y uno iba empalmando los raíles.
El extraño grupo lo formábamos un viejo de hierro, varios cuarentones alcohólicos, un ex-legionario más tocao que el sitio de Zaragoza, un padre de familia numerosa que estaba hasta los huevones de la vida a pesar de no haber cumplido los 30, una bestia humana que era el soldador, un andaluz en el tipo y quien esto os escribe. En los descansos solíamos juntarnos los 4 últimos, fumábamos canutos y nos bebíamos unas litronas, el andaluz contaba chistes (lo siento, pero era así) y echábamos unas risas, siempre estaba cantando a los Camela, ¡la progenitora que lo parió!, casi nadie los conocía cuando tuve la desgracia de descubrirlos.
- "¡Eh, Kufis! ¡ESCUCHA LA LETRA!". Y ponía el puñetero loro a toda leche, con esas vocecillas y esos infames teclados...terminaron gustándome. Cuando uno está atrapado termina apreciando lo que aborrece.
Era el más joven y el más nuevo, así que tuve que tragar con algunas frutadas, nada serias, sobre todo de los cuarentones, pero cuando tienes 18 años te molesta hasta el vuelo de un mosquito, así que a veces me rebotaba, pero nunca pasó nada, cuatro voces y fuera, a seguir doblando el lomo.
A la semana siguiente fuí a vivir con una tía mía que había regresado de sus vacaciones. Vivía sola aunque por entonces tenía a su progenitora en casa, en el barrio del Pilar. No sabéis como lo agradecí. Terminaba de trabajar, iba a su casa, me daba un estupendo baño, cenábamos bien y charlábamos un rato; es una mujer huevonuda, extraordinaria, se ha pateado el mundo entero y me gustaba escucharla contar cosas de sus viajes, después te quedabas dormido antes de pasar la primera hoja del libro que leías, me llevé mil, como buen iluso que era, entonces andaba líado con Dostoyevski...ridículo.
El trabajo resultaba agotador, echábamos diez horas diarias, a buena marcha, con un frío de mil demonios, media hora para almorzar y una para comer, y aún así no éramos los que peor estábamos: a veces nos cruzábamos con cuadrillas que iban metiendo traviesas a destajo, de las obesas, sin parar ni a miccionar, las cogían entre seis tíos, con unas enormes tenazas metálicas, eso era para verlo, auténticas bestias de la naturaleza...recuerdo a uno de ellos, no pegaba en el grupo, supongo que se habría quedado en la fruta calle (también aquella era una mala época) y no le quedaría otra opción que meterse a currar como un animal entre animales: alto, con barba cuidada, no muy fuerte...iba congestionao, podías verle las venas de la cabeza a punto de estallar, yo pensaba que le veríamos dándole un infarto. No lo vimos. Tenemos más agüante del que imaginamos.
Algunas tardes, si no estaba muy cansado, salía a pasear por la ciudad, por el centro y eso, lo típico. De todo lo que ví lo que más me llamó la atención fue ver a los mendigos durmiendo sobre los bancos, a plena luz del día, mientras a su alrededor pasábamos centenares, miles de personas, a pocos metros de cientos de coches que circulaban a toda leche: humo, ruído, sol...y los tíos durmiendo. A veces me sentaba en alguna terraza y los miraba. No se movían. Era como si estuvieran muertos, a nadie les importaba, si se hubieran levantado creo que nadie los hubiera visto a no ser que se hubieran puesto a gritar. Alguno ví que se levantó. Pero ninguno gritó. Eran invisibles. Son los hombres invisibles de Wells sin necesidad de beberse una extraña pócima. Les sobra con el vino barato.
Durante la comida uno de nosotros se tenía que quedar cuidando el material. Casi siempre era yo, no me importaba, me comía mi bocadillo y me fumaba un canuto tumbado sobre una traviesa de las obesas, al sol, era fantástico.
Una tarde estaba así, a mi fruta bola, cuando oí voces extrañas:
- "¡Eh, colega...tienes fuego!"
Abrí los ojos y pensé que me había muerto; dos seres que parecían extraídos del mismo infierno se encontraban delante de mí. Eran junkies. Había visto unos cuantos, con alguno había tenido más que palabras, pero dos como esos no los había visto en mi vida ni los he vuelto a ver. Eran altos, entre los dos no pesaban lo que yo, llevaban tanta cosa encima que no se distinguía bien si iban vestidos o desnudos, olían...olían...qué sé yo. Me incorporé, les dí fuego, yo también llevaba un globo considerable, nos sentamos y empezamos a charlar y a fumar, me dijeron que vivían debajo de un puente, "allí cerca, ¿lo ves?", "sí", "allí tenemos el chabolo tronko", los porros rulaban y yo fumando del mismo que esas dos bacterias andantes, no me explico como lo pude hacer, no me lo explico, supongo que era lo que TENÍA que hacer, esa gente no vale nada con las manos, pero eran dos y una chirla podría aparecer en cualquiera de esas cuatro zarpas...la verdad es que no pasé miedo, la conversación fue agradable y a fin de cuentas no eran malos chicos: "¿tienes pasta?", "no", "buah...es igual...eres un buen tío". Ahí estuvimos dándole un buen rato, al final se marcharon y poco después llegaron mis compañeros. No les dije nada. Pero al día siguiente comí en el bar.
Así pasamos un mes. La última tarde en Villaverde me despedí de la camarera de la fonda. Era una muchacha guapísima, inocente, tenía quince añitos y ayudaba a su padre, siempre estaba poniéndose colorada, sonriendo timídamente, rodeada de hombres embrutecidos y apestosos:
- "Eres lo mejor que me he encontrado en Madrid"
Ella se puso como un tomate, sonrió y no dijo nada.
Después nos fuímos para Málaga.
Pero esa es la segunda parte de la historia.
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