El Trono del Oro Empuja a Occidente (lucha contra el capitalismo)

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Siempre me he preguntado qué sistema económico podría liberarnos del capitalismo y sus "bondades", dejando a un lado las políticas raciales y otros aspectos del Tercer Reich Alemán, si nos ceñimos a su política económica podríamos establecer las bases de una alternativa revolucionaria que enfrente al sistema actual. Invito a ir filtrando esta alternativa en las universidades y en el ámbito académico en general, la lucha comienza facilitando el conocimiento a amplios sectores de la población, es tiempo de ir trabajando por dar a conocer un sistema económico alternativo cuyo historial nos dice cómo se le odió por el gran capitalismo internacionalista, si fue tan odiado y censurado, es porque realmente contenía la llave de la libertad.

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Comienzo con esta breve retroalimentación como resumen introductorio:

El economista alemán Gottfried Feder, padre de la economía nacionalsocialista, en su obra Manifiesto para el quebrantamiento de la servidumbre del interés del dinero, dedicó un estudio específico al interés del dinero y por qué éste constituye un gran mal para un país.
La tesis del préstamo a interés, afirma Feder, es "el invento diabólico del supracapitalismo".

Sólo ella posibilita la indolente vida de zángano de una minoría de poderosos del dinero, a costa de los pueblos creadores y de su capacidad de trabajo; es ella quien ha llevado a la sociedad a vivir contrastes abismales. El quebrantamiento de la servidumbre del interés del dinero significa la restauración de la libre personalidad, la salvación del hombre de la esclavización. El capital prestamista es tan infinitamente superior frente a todo gran capital industrial (dedicado a producción), que las grandes potencias del dinero sólo pueden ser enfrentadas eficientemente mediante el quebrantamiento de la servidumbre del interés del capital prestamista.

Sustitución del "patrón-oro" por el "patrón-trabajo"
En el capitalismo financiero plutocrático, el capital produce la riqueza, pero en la economía del Tercer Reich, es el trabajo el medio que la produce. Es el trabajo y no el oro, lo que tiene verdadero valor para un país; la mano de obra que tras*forma las materias primas en productos, los bienes y servicios, la inteligencia de los inventores, ingenieros, técnicos, etc. y en suma cada miembro de la nación que tenga la capacidad de crear algo en beneficio del pueblo.
La economía nacionalsocialista se desliga completamente del sistema monetario basado en el interés, la deuda, el dinero-fiat y el patrón-oro, y esa es una de las razones principales por las que las potencias capitalistas entraron en guerra contra Alemania. En el sistema económico nacionalsocialista sólo se emite moneda para pagar un trabajo realizado. La moneda está respaldada por el trabajo productivo y la riqueza real de la nación, y no, como en el actual sistema económico, por cuestiones intangibles ni por recursos materiales que no existen en la práctica, ni por "la confianza de los mercados", ni por la deuda. La masa monetaria de un país debe ser exactamente igual a la riqueza real y tangible de dicho país y no que haya más dinero o menos dinero que bienes y servicios disponibles. Si el Estado desea crear crédito (dinero), antes debe crear riqueza. En ese sentido, el Tercer Reich no creaba dinero para financiar obras, sino que directamente se ponía a trabajar en las obras, emitiendo dinero a medida que la obra era completada. El dinero se emitía para pagar al trabajador. No se necesitaba dinero para trabajar. El dinero era una consecuencia del trabajo, no del banco ni del mercado.

Extraído de Derrota Mundial

El Trono del Oro Empuja a Occidente


Había otro factor también interesado en que «el mundo entero» se alineara en contra de Alemania. Ese factor era el Trono del Oro. Ahí el judaísmo se movía con ancestral destreza, y mediante abstrusas teorías seudo-científicas disfrazaba su dominio sobre las fuentes económicas.

La influencia de ese trono acababa de ser proscrita en Berlín. Hitler había proclamado que la riqueza no es el oro sino el trabajo, y con la realidad palpable de los hechos estaba demostrándolo así.

Lentamente iba quedando al descubierto la ruin falacia de que el dinero debe primar sobre las fuerzas del espíritu. El hecho de que así ocurriera no era prueba concluyente de que así debería seguir ocurriendo. La economía nacionalsocialista de Hitler se aventuró resueltamente por un nuevo camino ante los ojos incrédulos del mundo. Había recibido una Alemania exhausta por la última guerra, y de la miseria resurgía como una potencia internacional.

Con un territorio 19 veces mayor que Alemania y con recursos naturales y económicos infinitamente más grandes, Roosevelt no había dado empleo a sus once millones de cesantes. Pese a sus vastos recursos coloniales, los Imperios británico y francés tampoco se libraban de ese crimen del Trono del Oro. En cambio, en la minúscula Alemania, no obstante la carencia de vastos campos agrícolas, de petróleo, de oro y de plata, la economía «nancy» había dado trabajo y pan a los 6.139.000 desocupados que le heredó el antiguo régimen.

Si los sabihondos de la «ciencia económica» erigida en «tabú» alegaban que cierto terreno no podía abrirse al cultivo ni acomodarse ahí determinado número de cesantes, debido a que no había dinero, esto parecía ser una razón suficiente. La economía nacionalsocialista, en cambio, se desentendía de que en el banco hubiera o no divisas o reservas de oro; emitía dinero papel, creaba una nueva fuente de trabajo, daba acomodo a los cesantes, aumentaba la producción, y ese mismo aumento era la garantía del dinero emitido. En vez de que el oro apuntalara al billete de banco, era el trabajo el que lo sostenía. En otras palabras, la riqueza no era el dinero, sino el trabajo mismo, según la fórmula adoptada por Hitler.

Si en un sitio había hombres aptos para trabajar y obras que realizar, la economía judaica se preguntaba si además existía dinero, y sin este tercer requisito la obra no se iniciaba y los cesantes permanecían como tales. La economía nacionalsocialista, en cambio, no preguntaba por el dinero; el trabajo de los hombres y la producción de su obra realizada eran un valor en sí mismos. El dinero vendría luego sólo como símbolo de ese valor intrínseco y verdadero.

Por eso Hitler proclamó: «No tenemos oro, pero el oro de Alemania es la capacidad de trabajo del pueblo alemán... La riqueza no es el dinero, sino el trabajo». Los embaucadores del Trono del Oro gritaban que ésta era una herejía contra la «ciencia económica», mas Hitler refutaba que el crimen era tener cesantes a millones de hombres sanos y fuertes y no el violar ciertos principios de la seudo-ciencia económica disfrazada con relumbrantes ropajes de disquisiciones abstrusas.

«La inflación —dijo Hitler— no la provoca el aumento de la circulación monetaria. Nace el día en que se exige al comprador, por el mismo suministro, una suma superior que la exigida la víspera. Allí es donde hay que intervenir. Incluso a Schacht tuve que empezar a explicarle esta verdad elemental: que la causa esencial de la estabilidad de nuestra moneda había que buscarla en los campos de concentración. La moneda permanece estable en cuanto los especuladores van a un campo de trabajo. Tuve igualmente que hacerle comprender a Schacht que los beneficios excesivos deben retirarse del ciclo económico.

»Todas estas cosas son simples y naturales. Lo fundamental es no permitir que los judíos metan en ellas su nariz. La base de la política comercial judía reside en hacer que los negocios lleguen a ser incomprensibles para un cerebro normal. Se extasía uno ante la ciencia de los grandes economistas. ¡Al que no comprende nada se le califica de ignorante!. En el fondo, la única razón de la existencia de tales argucias es que lo enredan todo... Sólo los profesores no han comprendido que el valor del dinero depende de las mercancías que el dinero tiene detrás.

»Dar dinero es únicamente un problema de fabricación de papel. Toda la cuestión es saber si los trabajadores producen en la medida de la fabricación del papel. Si el trabajo no aumenta y por lo tanto la producción queda al mismo nivel, el aumento de dinero no les permitirá comprar más cosas que las que compraban antes con menos dinero. Evidentemente esta teoría no hubiera podido suministrar la materia de una disertación científica. Al economista distinguido le importa sobre todo exponer ideas envueltas en frases sibilinas...

»Demostré a Zwiedineck que el patrón oro, la cobertura de la moneda, eran puras ficciones, y que me negaba en el futuro a considerarlas como venerables e intangibles; que a mis ojos el dinero no representaba nada más que la contrapartida de un trabajo y que no tenía por lo tanto valor más que en la medida que representase trabajo realmente efectuado. Precisé que allí donde el dinero no representaba trabajo, para mí carecía de valor.

»Zwiedineck se quedó horrorizado al oírme. Me explicó que mis ideas conmovían las nociones más sólidamente establecidas de la ciencia económica y que su aplicación llevaría inevitablemente, al desastre.

»Cuando, después de la toma del poder, tuve ocasión de traducir en hechos mis ideas, los economistas no sintieron el menor empacho, después de haber dado una vuelta completa, en explicar científicamente el valor de mi sistema» [Bormann, Martin, "Conversaciones de Hitler Sobre la Guerra y la Paz"].


«Toda vida económica es la expresión de una vida psíquica», escribió Oswald Spengler en "La Decadencia de Occidente". Y en efecto, el nacionalsocialismo modificó la economía de la nación en cuanto logró orientar hacia metas ideales la actitud psíquica del pueblo. La falsificación judía de la Economía Política, según la cual el trabajo es sólo una mercancía y el oro la base única de la moneda sana, quedó evidentemente al descubierto.

Muchos incrédulos investigadores fueron a cerciorarse con sus propios ojos de lo que estaba ocurriendo en Alemania. El Radcliffe College de Estados Unidos envió a Berlín al economista anti-nancy Maxime Y. Sweezy. Entre sus conclusiones publicadas en el libro "La Economía Nacionalsocialista", figuran las siguientes:

«El pensamiento occidental, cegado por los conceptos de una economía arcaica, creyó que la inflación, la falta de recursos, o una revolución, condenaban a Hitler al fracaso... Mediante obras públicas y subsidios para trabajos de construcción privada se logró la absorción de los cesantes. Se cuidó de que los trabajadores de determinada edad, especialmente aquellos que sostenían familias numerosas, tuvieran preferencia sobre los de menor edad y menores obligaciones... Se desplazó a los jóvenes desocupados hacia esferas de actividad de carácter más social que comercial, como los Cuerpos de Servicio de Trabajo, de Auxilios Agrícolas y de Trabajo Agrícola Anual.

»En el otoño de 1936 ya no existía duda alguna sobre el éxito del primer plan cuatrienal. La desocupación había dejado de ser un problema e inclusive se necesitaban más obreros. El segundo plan cuatrienal quedó bajo la dirección del general Gœring, cuya principal meta era independizar a Alemania de todos los víveres y materias primas importadas... Con proteínas de pescado se manufacturaron bemoles en polvo; los autobuses fueron movidos por medio de gas; se usó vidrio para fabricar tubería y material aislante; se implantó la regeneración del hule y la purificación del aceite usado, y el tratamiento de la superficie de metal contra el moho. Se almacenó aserrín para tras*formarlo en una harina de madera que también se usó como forraje; el pan se elaboró, en parte, de celulosa; las cubiertas de las salchichas se usaron de celofán; se tras*formaron las papas en almidones, azúcares y jarabes.

»En Fallersleben se inició la construcción de no sólo la fábrica de automóviles más grande del mundo sino de la fábrica más grande del mundo de cualquier clase. El Volkswagen (auto del pueblo) costaría mil ciento noventa marcos en abonos de cinco semanarios.

»En seis años los nacionalsocialistas terminaron 3.065 kilómetros de carreteras, parcialmente, 1.387 kilómetros más, e iniciaron la construcción de otros 2.499 kilómetros.

»La estabilización de precios que resultó de la intervención oficial nacionalsocialista debe conceptuarse como un éxito notable, único en la historia económica desde la revolución industrial... Esta experiencia permitió que prosiguiera la guerra sin que el problema de los precios preocupara a Alemania» [1].

[1. Durante cinco años de guerra el costo de la vida en Alemania subió un 12%, y los salarios en un 11%].


¿Cómo había sido lograda esa milagrosa tras*formación si Alemania carecía de oro en sus bancos, si carecía de oro en sus minas y de divisas extranjeras en sus reservas?. ¿De qué misteriosas arcas había salido el dinero para emprender obras gigantescas que dieron trabajo a 6.136.000 cesantes existentes en Enero de 1933?. ¿Había logrado, acaso, la piedra filosofal buscada por los antiguos alquimistas para tras*formar el plomo en oro?.

La fórmula no era un secreto, pero sonaba inverosímilmente sencilla entre tanta falacia que la seudo-ciencia económica judía había hecho circular por el mundo. Consistía, básicamente, en el principio de que «la riqueza no es el dinero, sino el trabajo». En consecuencia, si faltaba dinero, se hacía, y si los profetas del reino del oro gritaban que esto era una herejía, bastaba con aumentar la producción y con regular los salarios y los capitales para que no ocurriera ningún cataclismo económico.

El investigador estadounidense Sweezy pudo ver cómo se daba ese paso audaz y escribió: «Los dividendos mayores del 6% debían ser invertidos en empréstitos públicos. Se considera que el aumento de billetes es malo, pero esto no tiene gran importancia cuando se regulan los salarios y los precios, cuando el Gobierno monopoliza el mercado de capitales y cuando la propaganda oficial entusiasma al pueblo».

Sweezy relata también que la economía nacionalsocialista ayudó a los hombres de negocios a eliminar a los logreros de la industria; se ampliaron las subvenciones para las empresas productoras de bienes esenciales; se implantó un espartano racionamiento, y el comercio internacional se rigió a base de trueque. Mediante el Frente Alemán del Trabajo «la ilusión de las masas se desvió de los valores materiales a los valores espirituales de la nación»; se aseguró la cooperación entre el capital y el trabajo; se creó un departamento de «Fuerza por la Alegría»; se agregó otro de «Belleza y Trabajo»; se implantó el mejoramiento eugenésico y estético de los centros de trabajo. Para reducir las diferencias de clase, cada joven alemán laboraba un año en el «Servicio de Trabajo» antes de entrar en el ejército; se trasladaron jóvenes de las ciudades a incrementar las labores agrícolas; se movilizó a los ancianos a talleres especiales; a los procesados se les hizo desempeñar trabajos duros; a los judíos se les aisló del resto de los trabajadores, «con objeto de que el contagio fuera mínimo»; y las ganancias de los negociantes se redujeron a límites razonables.

El ex-Primer Ministro francés Paul Reynaud dice en sus "Revelaciones" que «en 1923 se trabajaban en Alemania 8.999 millones de horas y en Francia 8.184 millones. En 1937 (bajo el sistema nacionalsocialista que absorbió a todos los cesantes) se trabajaban en Alemania 16.201 millones de horas, y 6.179 millones en Francia». Como resultado, la producción industrial y agrícola de Alemania llegó a sextuplicarse en algunos ramos, y así la realidad-trabajo fue imponiéndose a la ficción-oro. Un viejo anhelo de la filosofía idealista alemana iba triunfando aun en el duro terreno de la economía. En sus "Discursos a la Nación Alemana" Johann G. Fichte había dicho en 1809 que «al alumno debe persuadírsele de que es vergonzoso sacar los medios para su existencia de otra fuente que no sea su propio trabajo».

Naturalmente que esto entraba en pugna con los intereses de una de las ramas judías que halla más cómodo amasar fortunas en hábiles especulaciones, monopolios o tras*acciones de Bolsa, que forjar patrimonios mediante el trabajo constructivo. Esta implacable ambición que no se detiene ante nada ya había sido percibida años antes por el filósofo francés Gustave Le Bon, quien escribió en "La Civilización de los Árabes":

«Los reyes del siglo en que luego entraremos, serán aquellos que mejor sepan apoderarse de las riquezas. Los judíos poseen esta aptitud hasta un extremo que nadie ha igualado todavía».

Ciertamente Hitler repudiaba a esos reyes del oro, y desde 1923 había escrito que el capital debe hallarse sometido a la soberanía de la nación, en vez de ser una potencia internacional independiente. Es más, el capital debe actuar —decía— en favor de la soberanía de la nación, en lugar de convertirse en amo de ésta. Es intolerable que el capital pretenda regirse por leyes internacionales atendiendo únicamente a lograr su propio crecimiento. En la democracia la economía ha logrado imponerse al interés de la colectividad, y si para sus conveniencias utilitarias es más atractivo financiar a los especuladores que a los productores de víveres, puede hacerlo libremente. De igual manera puede ayudar más a los capitales extranjeros que a los propios, si en esa forma obtiene dividendos mayores. El bien de la patria y de la nacionalidad no cuentan para nada en la «ciencia económica» del Reino del Oro.

Naturalmente, ese egoísmo practicado y propiciado por el judío fue barrido implacablemente en Alemania. Y una vez afianzada la economía nacionalsocialista, Hitler pudo anunciar el 10 de Diciembre de 1940:

«Estoy convencido de que el oro se ha vuelto un medio de opresión sobre los pueblos. No nos importa carecer de él. El oro no se come. Tenemos en cambio la fuerza productora del pueblo alemán... En los países capitalistas el pueblo existe para la economía y la economía para el capital. Entre nosotros ocurre al revés: el capital existe para la economía y la economía para el pueblo, Lo primero es el pueblo y todo lo demás son solamente medios para obtener el bien del pueblo. Nuestra industria de armamentos podría repartir dividendos del 75, 140 y 160 por ciento, pero no hemos de consentirlo. Creo que es suficiente un seis por ciento... Cada consejero —en los países capitalistas— asiste una vez al año a una junta, y oye un informe, que a veces suscita discusiones. Y por ese trabajo recibe anualmente 60.000, 80.000 ó 100.000 marcos. Esas prácticas inicuas las hemos borrado entre nosotros. A quienes con su genio y laboriosidad han hecho o descubierto algo que sirve grandemente a nuestro pueblo, les otorgamos —y lo merecen— la recompensa apropiada. ¡Pero no queremos zánganos!»

Muchos zánganos de dentro y de fuera de Alemania se estremecieron de repruebo y de temor.

Así se explica por qué el 7 de Agosto de 1933 —seis años antes de que se iniciara la guerra— Samuel Untermeyer, presidente de la Federación Mundial Económica Judía, había dicho en Nueva York durante un discurso:

«Agradezco su entusiasta recepción, aunque entiendo que no me corresponde a mí personalmente sino a la "guerra santa" por la Humanidad que estamos llevando a cabo. Se trata de una guerra que debe pelearse sin descanso ni cuartel, hasta que se dispersen las nubes de intolerancia, repruebo racial y fanatismo que cubren lo que fuera Alemania y ahora es Hitlerlandia. Nuestra campaña consiste, en uno de sus aspectos, en el boicot contra todas sus mercancías, buques y demás servicios alemanes... El primer Presidente Roosevelt, cuya visión y dotes de gobierno constituyen la maravilla del mundo civilizado, lo está invocando para la realización de su noble concepto sobre el reajuste entre el capital y el trabajo» [Carlos Roel, "Hitler y el Nazismo"].

Es importante observar cómo seis años antes de que se encontrara el falso pretexto de Polonia para lanzar al Occidente contra Alemania, ya la Federación Mundial Económica Judía le había declarado la guerra de boicot. La lucha armada fue posteriormente una ampliación de la guerra económica.

Carlos Roel añade en su obra citada: «La ****ría se alarmó, pues siendo el acaparamiento del oro y el dominio de la banca sus medios de dominación mundial, significaba un grave peligro para ello, el triunfo de un Estado que podía existir sin oro, y además, desvincular sus instituciones de crédito de la red internacional israelita, ya que muchos otros se apresurarían a imitarlo. ¿Cómo evitar ese peligro? No habría sino una forma: aniquilar a Alemania».

Agrega que esos amos del crédito realizan fabulosas especulaciones a costa del pueblo, fundan monopolios y provocan crisis y carestías; y como están en posibilidad de elevar o abaratar los valores de la Bolsa a su arbitrio, sus perspectivas de lucro se vuelven prácticamente infinitas. También Henry Ford habla de esto y refiere cómo los estadounidenses fueron testigos durante 15 meses de una de esas típicas maniobras: «El dinero —dice— se sustrajo a su objetivo legal y fue prestado a los especuladores al 6%, quienes a su vez volvieron a prestarlo al 30%».

Era, pues, tan bonancible la situación de los reyes del oro, que naturalmente se aprestaron con repruebo incontenible a combatir al régimen nacionalsocialista. El ejemplo de éste desacreditaba la sutil telaraña de seudo-ciencia económica tras la cual se hallaban apostados los magnates judíos al acecho de sus víctimas.

El sistema alemán de comerciar internacionalmente a base de trueque y no de divisas era también alarmante para esos profesionales especuladores. En respuesta a las críticas contra el trueque, Hitler dijo el 30 de Enero de 1939:

«El sistema alemán de dar por un trabajo realizado noblemente un contra-rendimiento también noblemente realizado, constituye una práctica más decente que el pago por divisas que un año más tarde han sido desvalorizadas en un tanto por ciento cualquiera [2].

»Hoy nos reímos de esa época en que nuestros economistas pensaban con toda seriedad que el valor de una moneda se encuentra determinado por las existencias en oro y divisas depositadas en las cajas de los bancos del Estado y, sobre todo, que el valor se encontraba garantizado por éstas. En lugar de ello hemos aprendido a conocer que el valor de una moneda reside en la energía de producción de un pueblo».

[2. Años más tarde Latinoamérica y otros países conocieron en carne propia tales especulaciones, pues habiendo vendido materias primas en un cierto precio, una desvalorización forzosa de sus divisas hizo que el beneficio de tales ventas disminuyera en casi un 50%].


La demostración de ese principio ponía automáticamente en evidencia el engaño que padecían otros pueblos. El judaísmo se sintió así herido en dos de sus más brillantes creaciones: en el Oriente, su Imperio marxista se hallaba en capilla; en el Occidente, su sistema económico supercapitalista de especulaciones gigantescas estaba siendo desacreditado ante los ojos de los pueblos occidentales que eran sus víctimas.

Y de ahí nació la entonces tácita alianza entre el Oriente y el Occidente para aniquilar a la Alemania nacionalsocialista. Ni los yugoeslavos, ni los belgas, ni los franceses, ni los ingleses ni los estadounidenses tenían por qué lanzarse a esa lucha, mas para los intereses israelitas era indispensable empujarlos. ¡Con los mismos pueblos que en cierto modo eran sus víctimas, el judaísmo político iba a afianzar su hegemonía mundial!.

Henry Ford escribió en 1920 que «existe un supercapitalismo que se apoya exclusivamente en la ilusión de que el oro es la máxima felicidad. Y existe también un super-gobierno internacional cuyo poderío es mayor que el que tuvo el Imperio Romano». Pues bien, ese super-gobierno iba a realizar la fabulosa tarea de lanzar a los pueblos occidentales a una guerra que era ajena a los intereses de esos pueblos e incluso perjudicial para ellos.



Profundas Raíces en el Alma Colectiva


Las realizaciones del nacionalsocialismo eran la cúspide de una montaña de fuerzas psicológicas que asentaban sus cimientos en el alma colectiva del pueblo alemán.

Aunque los gobiernos influyen en los pueblos y los encauzan, es el alma de la nación la que les infunde o no el toque de grandeza. Cuando ese espíritu falta, las instituciones son simples "gerencias" administrativas, más o menos toleradas o más o menos populares, pero carentes del fuego que arde en los movimientos históricos que graban épocas milenarias en el Destino de los pueblos.

El movimiento nacionalsocialista encontró cualidades populares —rezumadas a través de siglos y de generación en generación— que hicieron posibles sus centelleantes realizaciones. No era, por tanto, un movimiento de exportación. Muchos años antes había comenzado a abonarse el terreno mediante la típica disciplina alemana en la escuela y el cuartel. De ella nacieron o se acrecentaron en Alemania las cualidades de orden, de atención concentrada, de paciencia y de minuciosidad.

Desde siglos antes el servicio militar había inculcado un reverente culto por la Patria y la nacionalidad; las universidades habían abierto todas las puertas del conocimiento humano a una enorme masa de ciudadanos. Hitler se encontró así a un pueblo culto, pero que gracias a sus reservas vitales —y al ejercicio de la fuerza de voluntad desde la escuela hasta el cuartel— no había caído en la degeneración libresca del intelectualoide que repudia la acción, el esfuerzo, el sacrificio y la disciplina. Este último disfraza su pereza con sapiencia, pero en vez de una acción sostenida sólo realiza un estéril mariposeo de idea en idea.

Por otra parte, la dictadura de Hitler en Alemania tenía un significado muy distinto a las dictaduras habidas en otros países, donde los dictadores imponen su dominio y el de su camarilla, pero no imponen métodos para realizar ideales. Es ésta una fundamental diferencia.

Cuando un pueblo ansia sustraerse al dominio de un grupo político, ese anhelo es una fuerza libertadora. Por eso Spengler dice que en esencia «la libertad tiene algo de negativo; desata, liberta, defiende; ser libre es siempre quedar libre de algo». Pero en la Alemania nacionalsocialista el pueblo no deseaba sustraerse a su ideal de grandeza y a su aspiración de adquirir espacio para vivir. No deseaba libertarse de su ideal nacionalista; y supuesto que Hitler implantaba una dictadura para realizar esos ideales, el pueblo estaba con él. La dictadura la llevaba el pueblo en su propia alma y era la dictadura de sus ideales. Por eso Hitler —que fue símbolo viviente y bandera humana de esos anhelos— arrastró multitudes.

Esto constituía la característica específica, diacrítica, propia, de la dictadura nacionalsocialista. La dictadura es un instrumento, no una "cosa en sí"; puede ser buena o mala, querida u odiada, según el fin a que se oriente. 458 años antes de nuestra Era, cuando los romanos se hallaban aflictivamente sitiados por los ecuos, recurrieron a Lucio Quincio Cincinato y lo nombraron dictador. Cincinato organizó nuevos ejércitos, restableció la confianza y derrotó a los ecuos.

Frecuentemente se ha visto en la Historia que los pueblos en zozobra recurren a la voluntad de un hombre para encontrar su propio camino, y cuando en esos momentos aflictivos hallan a ese hombre resuelto a asumir la responsabilidad de todos, la tensión disminuye y la esperanza resurge. La dictadura es una necesidad esporádica en la historia de la Humanidad. Si en el caso de Alemania se la vilipendió tanto, fue por intereses partidistas, mas no porque en realidad fuera un régimen contrario a la voluntad popular.

La dictadura nacionalsocialista irrumpió duramente en la vida de Alemania. Hitler mismo lo advirtió así: «El Nacionalsocialismo no es ninguna doctrina de quietud; no es una doctrina de goce, sino de esfuerzo y de lucha». Y sin embargo halló adhesión entusiasta porque no era molicie lo que el pueblo deseaba. Así lo revelaban ya los pensadores alemanes después de 1918 al quejarse de que «ahora vivimos el happy end de una existencia sin contenido, a través de cuyo aburrimiento, la música de jazz y los bailes de los neցros entonan la marcha fúnebre de una gran cultura. Hacemos el muerto como insectos humanos» (Spengler).

Pero a partir de 1933 ―en que los nacionalsocialistas adquirieron el poder―, la disciplina y el esfuerzo fueron materializando nuevas instituciones y poniendo en juego las inactivas energías de la nación. Se establecieron centros juveniles, como el de Sonthofen, para crear jóvenes "rectangulares de cuerpo y alma". «Los hombres no deberían preocuparse más de la selección de perros, caballos y gatos, que de levantar el nivel racial del hombre mismo».

Ciertos observadores extranjeros se escandalizaban —quién sabe por qué— de que en las escuelas alemanas se les inculcara a los educandos: «Muchachos: tenéis que ser duros y resistentes... duros como el acero; ¡el Führer lo quiere!». Desde los catorce hasta los dieciocho años los muchachos alemanes pertenecían a la Juventud Hitleriana, dotada de secciones de aviación, de fusileros, etc., y se les impartían conocimientos de política que en otros países difícilmente logran incluso los adultos.

Contra la internacionalización del obrero proclamada por el marxismo, se instituyó el Frente del Trabajo y se alentó el sentimiento de la comunidad nacional. El trabajador no era ni un paria respecto a las demás clases ni un privilegiado aristócrata de overol. El Frente del Trabajo imponía al patrón «el deber de ser considerado y justo con el obrero». Para esto funcionaba el Tribunal de Honor Social, pero naturalmente su eficacia no se basaba sólo en bellos reglamentos sino en la espontánea disposición de patrones y obreros a cooperar al resurgimiento de la nación. La indemnización por despidos injustos ascendía a un año de salario. Pero más que las sanciones, lo que acercaba a las diversas clases y las fundía en un mismo bloque de trabajo era el ideal de una patria grande. Despertar estas fuerzas psicológicas tiene mucho más valor en la práctica que expedir leyes cuya evasión es siempre factible.

En tres años se construyeron en las ciudades 701.552 viviendas populares, con alquiler no mayor de la quinta parte de los ingresos del inquilino. Para evitar amontonamientos deprimentes, las viviendas eran de una sola planta y tenían jardín. Además, el Frente del Trabajo terminó en dos años 21.301 casas de colonos, y 59.000 más se hallaban en construcción [3].

[3. Acerca de construcciones de casas, Hitler proyectaba: «No solamente hace falta que los jardines infantiles estén próximos a las casas... Nada de basuras que bajar, nada de combustibles que subir. Hay que conseguir incluso que el timbre del despertador ponga en movimiento el aparato eléctrico que hace hervir el agua del desayuno. Tengo un hombre, Robert Ley, a quien bastará que confíe esta misión. Una señal, y lo pone todo en marcha»].

El Frente cuidaba también de los obreros temporales como los de la construcción, que incluso tenían derecho a vacaciones.

«El número de obreros con derecho a vacación en Alemania es más del doble del de los demás países. El promedio de vacaciones es también mayor... Una dependencia del FAT, la Fuerza por la Alegría, atiende a la inversión del ocio. Ningún otro Estado presenta una institución de recreo semejante. Más de cinco millones de personas que no habían salido o habían salido raramente de los muros de su ciudad, han podido conocer lo más hermoso de la patria alemana» (Dr. Bruno Rauecker, La Política Social en la Nueva Alemania, 1937).

Las crecidas utilidades obtenidas por un sector no se interpretaban como síntoma de auge nacional, sino como una irregularidad económica que debía ser corregida en beneficio del bienestar colectivo, pues «la economía próspera debe apoyarse en un alto nivel de vida de la masa».

En la obtención de trabajo era factor decisivo el número de miembros de la familia. Y el seguro social, establecido por Bismarck en 1880, alcanzó en 1937 el primer lugar del mundo. La beneficencia pública recurría a la colecta del Plato Único en la comida del domingo; lo economizado por cada ciudadano se destinaba a ayudar a la colectividad. En tres años las colectas ascendieron a 1.095 millones de marcos. Hitler no quería —dice el Dr. Rauecker— que esto fuera sustituído por impuestos, pues sostenía que «el sentimiento de responsabilidad social del individuo no debe debilitarse por medio del impuesto». En vez de una ayuda mecanizada y forzosa se apelaba a los sentimientos de camaradería y justicia.

Carlos Roel cita —"Hitler y el Nazismo"— que el departamento de Fuerza por la Alegría, cuya tarea consistía en hermosear el medio ambiente de los obreros en las fábricas y hacerles su tarea menos fastidiosa, les decía:

«No prometemos las utopías del marxismo. No; nosotros decimos al hombre que trabaja y crea, que la vida es dura y está llena de dificultades de las cuales no podemos librarlo, porque no hay poder en el mundo capaz de ello. Le decimos, empero, que lo esencial no es que desaparezcan los inevitables trabajos del hombre, sino que éste tenga la fuerza suficiente para afrontarlos. Y esa fuerza queremos dársela por medio de la alegría y la comunidad».

Todo este movimiento constructivo era naturalmente contrario a la demagógica agitación marxista que divide en vez de unir y que Oswald Spengler sintetiza así en "Años Decisivos":

«Para el comunismo, no se entiende por pueblo a la nación toda sino a la parte de la masa ciudadana que se rebela contra la Comunidad. El trabajador pasa a ser el obrero propiamente dicho, el sentido y el fin de la Historia, de la política y de la preocupación pública. Se olvida que todos los hombres trabajan y que hay otros que rinden más: el inventor, el ingeniero, el organizador. Pero nadie se atreve ya a acentuar la categoría, la calidad de un rendimiento. Sólo el "trabajador" halla compasión, sólo él es auxiliado, protegido y asegurado. Más aún, es elevado a la categoría de santo e ídolo de la época. El mundo gira en torno suyo, todos los demás son haraganes; sólo él no... Los representantes del pueblo viven de esta leyenda; han acabado por persuadir de ello a los propios asalariados, quienes se sienten realmente maltratados y perversoss, hasta perder todo criterio de su verdadero valor. El que ha provocado esto no es el trabajador, sino el vagabundo, como se le llama en la correspondencia entre Marx y Engels... Ninguno se atreve ya a declarar que quiere representar a otras partes de la nación que al obrero. A éste lo tratan como clase privilegiada, por cobardía o en espera de éxitos electorales».

Pero volviendo al examen de lo que era el Estado Nacionalsocialista, cabe citar que en el ramo de la producción intelectual se publicaron 25.439 libros tan sólo en 1938, según dice el investigador estadounidense Maxime Y. Sweezy, en "La Economía Nacionalsocialista".

Refiriéndose a las realizaciones de su régimen, Hitler pudo anunciar el 30 de Enero de 1939:

«Esquilmado por el resto del mundo durante 15 años, cargado de deudas enormes, sin colonias, el pueblo alemán es alimentado y vestido y no tiene cesantes. Y la pregunta es: ¿Cuál de las sedicentes grandes democracias estaría en condiciones de lograr una cosa tan difícil?».

Ésta era una respuesta a la campaña que se había iniciado en Occidente contra Alemania, pero Hitler quiso enfatizar que se trataba de una simple réplica, y precisó: «No exportamos el nacionalsocialismo ni tenemos motivos para combatir a otros pueblos porque sean demócratas».

Cada nación es libre de escoger su propio sistema de gobierno; al reconocer esa libertad para los demás, Alemania reclamaba igual derecho para sí.-
 
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Vaya...pensaba que habia sido para defender a los ciudadanos y extender la democracia... ;)

Que grandes los alemanes!


Siempre nos queda ese lujo de ghetto, Israel, para comprobar que tenian razon.
 
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