El síndrome de la solidaridad suicida

Eric Finch

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El síndrome de la solidaridad suicida

Yolanda Couceiro Morín

Lunes, 27 de marzo de 2017

El síndrome de la solidaridad suicida

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Probablemente, muchos de nosotros, comentando casos y noticias de actualidad, hemos usado esta expresión: "Nuestra sociedad está enferma". Y efectivamente, hay muchos indicios de que eso es cierto, y que igual que los individuos enferman, las sociedades (que son un conjunto de individuos como los individuos son un conjunto de tejidos) también lo hacen.

Sin embargo, mientras que en los individuos puede haber enfermedades con síntomas claros e inequívocos (y también otras de signos difusos), en las sociedades siempre es mucho más difícil determinar las señales de la enfermedad. Según la RAE en su primera acepción, un síndrome es un "conjunto de síntomas característicos de una enfermedad o un estado determinado". Y en la segunda nos dice que un síndrome es un "conjunto de signos o fenómenos reveladores de una situación generalmente negativa". Pues bien: podemos afirmar que nuestra sociedad, europea en general y española en particular, padece lo que bien podríamos llamar el "Síndrome de la Solidaridad Suicida". Como en las enfermedades de los individuos, una vez establecido el diágnostico, poner o no remedio es nuestra elección. Pero de no hacerlo, las consecuencias pueden llegar a ser fatales.

Una de las mayores dificultades a las que nos enfrentamos en este caso es que no sólo no hay voluntad de curación, sino que desde instituciones y medios diversos comprobamos que este síndrome no sólo ha sido buscado, cultivado, fomentado y desarrollado por las clases dirigentes, sino que se castiga, sanciona y penaliza a todo aquel que intenta la curación del resto de sus compatriotas, o cuanto menos de advertirles de su mal. La finalidad parece clara, aunque hay numerosas teorías con mayor o menor fundamento, y es provocar lo que se ha venido en llamar "la Gran Sustitución", en todo caso la destrucción de los fundamentos culturales, raciales y étnicos de las sociedades occidentales. Y esto da lugar a una situación insólita y perversa: es el propio pueblo el que camina, feliz, a su exterminio, sin levantar la voz ni salir del carril por el que se le ordena caminar. Las escasas voces disidentes de los que pretenden despertar al rebaño de su letargo y forzarlo a rebelarse contra esta situación y llevarlo a su curación y supervivencia son enseguida extinguidas mediante leyes elaboradas a tal efecto.

En todo caso, al igual que muchas enfermedades no se adquieren de la noche a la mañana, sino que precisan de unos hábitos insanos mantenidos en el tiempo, el "Síndrome de la Solidaridad Suicida" no ha nacido en las sociedades de un día para otro. Ha sido necesario que durante décadas se lleve a cabo un trabajo que podemos llamar "en la sombra" (y ahora con mucho menos disimulo), encaminado precisamente a anular la capacidad de pensamiento y racionalización de los europeos en general y los españoles en particular, aunque es quizás en España uno de los países donde esta labor ha tenido más éxito, probablemente por el buenismo de matriz cristiana de un país que hasta hace poco se declaraba como tal. Y de hecho, esta labor de cretinización y estupidización del pueblo ha sido recompensada con unos resultados magníficos en nuestro país.

Veamos un ejemplo concreto, "recién salido del horno". La reciente manifestación en Barcelona en la que decenas de miles de personas han salido a las gritando que querían acoger pagapensiones, merece una reflexión.

Esta manifestación a favor de la acogida de los famosos "refugiados" ha sido hasta ahora la más numerosa, pero sin duda no será la última, vendrán otras de similar naturaleza y distinto calibre. Y eso es así porque nuestra sociedad está enferma de "solidaridad", afectada en grado profundo de eso que llamamos el "Síndrome de la Solidaridad Suicida". Pero nadie en su sano juicio puede creer un instante que el motor de ese despliegue de exhibicionismo indecente e hipócrita esté motivado por algún sentimiento noble y desinteresado. Se trata de otra cosa. El rebaño no se pone nunca en marcha más que en tropel. ¿Cuántos de estos "generosos" y "solidarios" se han ofrecido a acoger a un "refugiado" y costear su manutención durante el tiempo necesario? La respuesta es: ninguno.

Vivimos en un mundo dominado por la cultura de las apariencias, la superchería. La simulación, la representación y la exhibición substituyen la acción real. Con aparentar, con declamar buenas intenciones ya se ha cumplido, la gesticulación de nuestro tiempo dispensa de la verdadera acción, en realidad la sustituye. No hay aquí nada contradictorio con la pretendida dirección y motivación de esa tendencia. El "Síndrome de la Solidaridad Suicida" no tiene por qué estar basado en nada sincero, es más: la realidad apunta hacia lo contrario. Es una especie de desvarío, individual y colectivo. Pero dejemos este aspecto de la cuestión de momento, ya que la autenticidad o la falsedad que anima ese movimiento no cambia en sustancia gran cosa a lo principal. Estamos frente a un trastorno sicológico y jovenlandesal: en definitiva, ante una auténtica enfermedad.

En cualquier caso, analicemos lo más objetivamente posible no ya la manifestación de ese día, y las que vendrán en días venideros, sino todo el conjunto de esta sociedad española que se muestra enferma de solidaridad. Porque la solidaridad, entendida así, no es una virtud jovenlandesal, sino una enfermedad suicida que nos lleva a la destrucción. Estas palabras pueden sonar fuertes, pero seguro que a más de uno le ha venido a la memoria la conocida fábula de la rana solidaria con el escorpión, que no cuento aquí (y que en caso de que alguien no conozca, encuentra con una simple búsqueda en internet). La manifestación del otro día (y las que vendrán, sin duda, después) no pasan de ser una mera repetición de la fábula mencionada: una forma de entender la solidaridad que es suicida. No toda la solidaridad es suicida, claro está. Pero hay formas de ser solidario que llevan a la propia destrucción.

Aunque son numerosas y complejas las causas que han llevado a nuestra sociedad a padecer este "Síndrome de la Solidaridad Suicida", hay una sola consecuencia: la destrucción de la sociedad que lo padece. El genocidio silencioso de toda una civilización en beneficio de otras culturas y sociedades, a las que entregamos felices nuestra casa y el futuro de nuestros hijos. Esta crónica tampoco va a cambiar nada: cuando uno está empeñado en destruirse, lo consigue. Da igual que sea persona o sociedad, la única diferencia es que en el segundo caso el proceso es mucho más lento porque no todos los individuos que la conforman van al mismo nivel. Estas líneas sólo pretenden dejar constancia de que fuimos conscientes de lo que pasaba y aunque quisimos evitarlo, no pudimos.

Lo primero que viene a la cabeza al ver este tipo de manifestaciones como la de Barcelona es que allí se unen gentes de ideologías políticas o religiosas diversas y hasta contrarias, o incluso contradictorias. ¿Qué lleva a estas personas a elegir la destrucción del futuro de sus hijos? ¿Qué lleva a una sociedad a desear morir como tal, y ceder el puesto a otras culturas que se impondrán a la nuestra, eliminando muchos derechos conseguidos a lo largo de siglos? ¿Qué lleva a los padres a pedir un porvenir peor para sus hijos o sus nietos? ¿Cuáles han sido los pasos que han propiciado esta deriva letal? ¿Por qué una civilización que en tiempos fue racional, grandiosa, poderosa, invencible, hoy camina hacia su fin como un cordero al matadero sin hacer -y sin querer hacer- lo más mínimo por evitarlo?.

Por supuesto, la formulación que se hace la gente ante los medios no es tal y como la exponemos aquí. Ninguna de las personas que asistieron pensarían eso, pero la realidad tiene una característica esencial y única: es como es, aunque no queramos verla. Podemos disfrazarla de milongas y músicas celestiales, pero la realidad, tozuda y persistente, acaba imponiéndose con crudeza descarnada a los más sublimes ideales. Y la realidad en este caso es que somos la rana de la fábula, sólo que no es el escorpión el que nos pide que le llevemos, nosotros somos quienes le suplicamos que se digne subir a nuestra espalda para poder asestarnos el golpe final. Y, como en la fábula, cuando queramos darnos cuenta, ya será tarde. Apenas habrá tiempo para lamentarse.

Las gentes que participaron en esa manifestación lo hacían presuntamente por ansias de solidaridad. Curioso que esas mismas personas no se interesen -ni se manifiesten, por supuesto- pidiendo pagas dignas para los jubilados que se han pasado su vida trabajando duramente para verse luego en la vejez abandonados muchas veces por la propia familia, muchas más veces por los políticos de turno, y casi siempre por la sociedad que los considera un estorbo o incluso un lastre para que determinadas formaciones políticas tengan más votos. Curioso que esas mismas personas no se manifiesten tampoco por pedir un trabajo digno para los millones de españoles en paro. Curioso que esas mismas personas tampoco tengan la menor intención de protestar por los recortes en Sanidad, en Educación, en Infraestructuras, que sufre nuestro país cada año. Curioso que no les importen demasiado los niños españoles que, por estar sus padres en situación económica precaria, crecen bordeando la pobreza. Curioso que muy pocos se ofrezcan a dar unas monedas para la causa (ser solidario mola cuando se usa el dinero ajeno, por supuesto). Y ni mucho menos se ofrecen para acoger en su casa a uno o más refugiados.

No hay dinero para los jubilados, no hay dinero para escuelas ni hospitales, no hay dinero para contratar médicos en verano en muchos sitios, no hay dinero para crear empleo, no hay dinero, pero... ¡pedimos refugiados! Refugiados a los que hay que darles una paga que no se da a los españoles, una comida que se niega a los españoles, una casa que muchos españoles no pueden pagar, una Sanidad que muchos españoles no tienen gratuita y que cada día que pase será más escasa y de peor calidad al paso que vamos. Los recursos no nacen en las macetas, y los sufridores pagadores de impuestos ya pronto no tendrán ni para vivir dignamente.

Imaginemos el hipotético caso de una familia que, como no puede dar de comer a los hijos de su vecino y a los suyos, decidiera dejar morir de hambre a sus hijos para poder alimentar a los del vecino. Si el tema llegara a la prensa, muchos padres y madres se escandalizarían de que alguien decida dejar morir a sus hijos dando su comida a otros niños. Seguramente los servicios sociales les retirarían la custodia. Aunque los padres se defendieran argumentando que lo hacían por solidaridad, la condena social sería, con total seguridad, unánime. Sin embargo, cuando esto mismo se hace a nivel social, cuando un pueblo se desentiende de sus vecinos, de sus paisanos, de los jubilados, de los parados, para acoger a otros... ¡eso es solidaridad, de la buena y verdadera! Lo condenable ha pasado a ser lo encomiable. La sitemática inversión de los valores es el signo inequívoco de la decadencia de las sociedades.

Podemos entender a las oenegés, que viven del negocio de la solidaridad. Negocio que mueve millones y millones de euros y que deja seguramente buenas ganancias a algunos. No hay más que recordar cuántas oenegés han sido "pilladas" por no dedicar el dinero recibido a lo que se suponía que debía dedicarlo. E incluso hay oenegés que piden ¡hacer testamento! a su favor para que ellos puedan "seguir ayudando a otros". Los que viven de este negocio y reciben subvenciones por cada refugiado que atienden, es normal que pidan más. No moverán un dedo pidiendo mejores pensiones para los jubilados, o más parques para pasear, o menos recortes en Sanidad, o un salario digno para los trabajadores..., porque eso no lo pueden traducir en dinero: no les es rentable. Con ellos no se puede razonar: no renunciarán a su medio de vida, a sus privilegios. Entre ganar dinero y no ganar dinero, para ellos no hay dilema posible.

También podemos entender a los buenistas, que padecen una forma especialmente grave de estupidez. El buenista es el que dice que "todos somos iguales" o que "no hay fronteras" o que "todo el mundo es bueno", o que "el diálogo soluciona las cosas". Estos buenistas se olvidan de que no todos somos iguales, porque pertenecemos a culturas distintas, y si sacas a un hombre o una mujer de su entorno y lo pones en otro diferente, el proceso de adaptación puede ser largo y difícil o incluso puede no tener nunca éxito. La mayoría de los que vienen a nuestros países no se integran y no tienen interés en hacerlo. Siguen comiendo lo que comían, vistiendo como vestían, celebrando sus fiestas y escuchando sus músicas... y pensando y actuando como si nunca hubieran salido de sus países.

Estos buenistas también se olvidan de que las fronteras existen, y que existen para proteger a los que viven dentro, no para impedir que entren de fuera. Como las puertas de una casa están para proteger a sus habitantes cuando las cierran, y para impedir que entre o salga nadie de la vivienda sin el permiso de los dueños. Y seguramente, ellos, pidiendo que no haya fronteras, bien que cierran las puertas de su casa para dormir tranquilos.

Es curioso que los partidarios del "no hay fronteras" no se den cuenta de que eso es precisamente lo que quieren las multinacionales, los traficantes de personas, los mercaderes de almas, los compradores y vendedores de vidas: que no haya fronteras para que puedan seguir enriqueciéndose más. ¿Habrá algo más contradictorio y absurdo que una persona solidaria negando fronteras? Los buenistas también se olvidan de que no todo el mundo es bueno, pero hay más: las costumbres de unos grupos humanos, lo que para unas culturas está bien (un ejemplo actual, la ablación de clítoris), para otras puede ser aberrante. En fin, los buenistas se olvidan de muchas cosas porque su enfermedad mental les hace vivir en un mundo utópico y de fantasía que ellos creen real. Tampoco con ellos se puede razonar: no viven en esta realidad.

Podemos entender que en esas manifestaciones haya, como no, endófobos, es decir, gente que odia su propia cultura. Los endófobos consideran a su cultura -en este caso la europea- culpable de casi todos los males que suceden o sucedieron en el mundo: la cultura europea es para ellos opresora, esclavizadora, oportunista, imperialista, colonialista, o como se dice ahora más recientemente, heteropatriarcal y machista. La endofobia, como actitud, es estulta y carece de razón de ser. Por un lado, porque es ridículo explicar la historia pasada con el pensamiento actual. Hacerlo demuestra una escasa capacidad de raciocinio, además de una penosa formación intelectual. Hoy, determinados hechos de la historia pueden parecernos besugos o aberrantes, pero en su época se consideraban normales. Juzgar a nuestros antepasados con las leyes de hoy es, cuanto menos, infantil. Esta actitud endófoba lleva en muchas ocasiones a entonar el "mea culpa" por cada niño ahogado, o por cada bomba puesta en países en guerra, o por cada niña muerta de hambre en países jovenlandeses, o por el descubrimiento de América o la victoria de los Reyes Católicos. Y la consecuencia final, el deseo de destruirla, poniéndose de parte de "los otros". Sin razones, por tripas. La endofobia es repruebo, y ese repruebo es algo inexplicable con la razón.

Por otro lado, la actitud endófoba es única y exclusiva de europeos hacia la cultura europea. Ninguna otra cultura o civilización actual renegará de sus antepasados, hicieran lo que hicieran: sacrificios humanos, canibalismo o cualquier aberración que se nos ocurra. Sólo los europeos reniegan de su cultura. Igual que con los anteriores, con ellos no se puede razonar: el repruebo ciega.

No podemos entender que en esas manifestaciones haya gente que no pertenezca a uno de esos tres grupos mencionados arriba: el interés, la estupidez o el repruebo. Nada sano, nada elevado, nada generoso, nada inteligente: lo contrario de la propaganda oficial.

Los medios han contribuido enormemente a pervertir el concepto de solidaridad. Primero, se ha sobrevalorado la solidaridad como la meta y el fin más deseable de todos los fines y metas. Ser solidario es "lo más". Aunque la solidaridad no pasa de ser una cuestión jovenlandesal, un valor: se puede elegir ser solidario (y en ese caso, con quién o quiénes) o ser insolidario. Ninguna ley puede obligarte a dedicar tu tiempo o tu dinero a la lucha por la supervivencia de la foca ártica o la reproducción del caracol camboyano, por poner dos ejemplos. Elegir una causa u otra en la que volcar nuestro tiempo o nuestro dinero es algo voluntario que depende de nuestra formación, nuestros valores religiosos o éticos, nuestra personalidad, nuestro entorno.... Es algo elegido y elegible, particular por tanto. Sin embargo, por obra y gracia de los medios, ser solidario pasa a ser, de algo personal o particular, a un tema social con dimensiones diferentes. Lo que era una elección por tu parte ahora pasa a ser cuestión de "justicia": ser solidario ya no es una opción, es casi una obligación a cumplir nos guste o no, como pasa con la ley.

Esto se ve claramente si preguntamos a alguien qué es lo peor que puede ser una persona. Probablemente no responderá "malo de ancianas, torturador de inocentes, forzador de niños...". No. Es más probable que diga que lo peor de lo peor es ser intolerante, xenófobo, neonazi, racista, insolidario. Adjetivos que son del orden jovenlandesal o simplemente conceptos intelectuales acaban convirtiéndose, por obra y gracia de la manipulación mediática, en delitos capitales; mientras que los auténticos delitos reales carecen de esa connotación.

El primer paso para destruir un valor e imponer su contravalor, es siempre la manipulación del lenguaje. Potenciar unos significados y denigrar otros. Así, convertimos en el mayor pecado de nuestros días la intolerancia, la xenofobia, el racismo, de manera que los peores delincuentes en el nuevo orden no serán los asesinos de ancianos, los forzadores de niños, los torturadores de inocentes... Pero no, el peor y más grave delito es ser intolerante, xenófobo o racista, o lo que el Sistema entiende como tal. Porque ser racista, xenófobo o intolerante, es hoy en día cualquier idea, palabra u actitud contrarias a las leyes liberticidas de la corrección política y a los enunciados del pensamientos único de donde derivan aquellas. Por supuesto, la manipulación del lenguaje cuenta con la complicidad de los medios pesebreros, al servicio siempre de quién pague las subvenciones.

Una vez que la solidaridad deja de ser una cuestión personal y se convierte en social, hay que dar una vuelta de tuerca más. Porque claro, ser solidario sin más no interesa al Sistema. A nadie le importa que ayudes a focas o caracoles, o ya puestos, a otros españoles necesitados. No. Este nuevo paso manipulador consiste en convencernos de que para ser solidario entre los solidarios tenemos que acoger a "refugiados". Curiosamente, no se nos dice que esos refugiados vienen de países cercanos a otros prósperos, con medios para atenderlos y de cultura y religión similar, y que ir a esos países sería la opción lógica y natural. Parece que algo tan evidente lo ve cualquiera. Por eso es necesario nuevamente la complicidad de los medios. Pongo un ejemplo: sabemos que determinadas asociaciones ayudan con preferencia a españoles. En los medios, al hablar de ellas, siempre se les pone la coletilla de "neonazis", "extrema o ultraderecha", "fascistas"... . La consecuencia es que, como en un falso silogismo, la gente ignorante y sin capacidad crítica (es decir, la mayoría) acaba asimilando que ayudar a españoles es de neonazis o fascistas, y, como sobre esas palabras se ha asimilado una connotación negativa, nadie querrá ser tachado de neonazi o xenófobo, y por tanto, no querrán ayudar a españoles. A las focas las puedes ayudar, pero ¡no a españoles! Ese mensaje poco a poco va calando en el subconsciente colectivo: ayudar a extraños es solidario y progresista, en cambio ayudar a españoles es fascista y racista. Como tantas incoherencias que hemos ido desgranando en este texto, no deja de ser curioso que oenegés que sólo ayudan a extranjeros, y exclusivamente a extranjeros, jamás sean tachadas de racistas, cuando según ese criterio que ellas mismas aplican, lo serían. Pero el poder de los medios sobre la gente aborregada es casi infinito.

Por si alguien con neuronas aún razonara como lo hacemos aquí, los medios procuran cuidadosamente fomentar la visceralidad, el sentimentalismo, evitando escrupulosamente el aspecto racional de los hechos. Si la opinión pública empieza a preguntarse si realmente podemos acoger a tantos presuntos refugiados, los medios no tardan en mostrarnos alguna noticia convenientemente aderezada de sentimentalismo para revertir esa opinión. Los protagonistas de estas noticias suelen ser siempre niños: un niño ahogado en una playa, una niña rescatada en un bombardeo (se da el caso de que una agencia de noticias comprobó que se había usado a la misma niña en tres "bombardeos" diferentes en tres cuidades sirias distintas). La noticia es lo de menos, lo importante es una foto impactante que pueda incendiar las redes sociales, arrancando comentarios pasionales sobre la maldad occidental, acompañados de discursos lacrimógenos, golpes de pecho.... Si cualquiera investiga la veracidad del hecho o cuestiona que eso signifique tener que aceptar más inmi gración, no se le da una respuesta racional, sino un simple y demoledor "¡No tienes corazón!" (como si eso fuera lo más grave) y finalmente el clásico "¡Eres un racista!". No hace falta más que poner la tele o leer cualquier periódico para ver cómo se manipula la sensibilidad hasta convertirla en sensiblería, y por tanto, en irracional. Porque con lo irracional no hay argumentos válidos. Por eso nuestra sociedad ha dejado de ser una sociedad racional. Una sociedad entregada a la emoción y al sentimiento por sistema y opuesta a la racionalidad es una sociedad acabada, destinada a todos los desórdenes, desequilibrios y conflictos.

Y ya lo hemos conseguido casi todo. Hemos conseguido una sociedad estulta, sensiblera, incapaz de racionalizar los hechos. Una sociedad que acepta lo que dicen los medios sin cuestionarlos. Hemos conseguido que esa sociedad sensiblera reaccione visceralmente ante el dolor real o supuesto (mediáticamente aderezado) de los ajenos a ella, pero no ante el dolor de los que pertenecen a su propia sociedad. Hemos conseguido que ayudar a los ajenos sea "lo más", y que quien no lo haga, se convierta en un desecho social. Hemos conseguido que nadie se atreva a protestar. Hemos conseguido que la sociedad camine hacia su fin. Porque, en definitiva, cuando nos preocupamos más de los de fuera que de nosotros mismos, es que no nos sentimos pueblo, no nos sentimos sociedad, estamos disgregados, desunidos, atomizados. Si no nos importan los jubilados, los parados, los niños al borde de la pobreza o sumidos en la miseria, si no nos importan la cantidad de familias que pasan necesidad, los recortes continuos, los despidos, si no nos importan los nuestros, pero sí los que vienen de fuera, es que no somos sociedad, no somos pueblo, somos simplemente gente viviendo en un sitio, turistas en un hotel, nómadas sin destino, elementales organismos ambulantes sin verdadero contenido, sin auténtica alma, simples habitáculos vacíos, cajas de resonancia de los mantras y las consignas de los dueños del juego, los amos del discurso, marionetas y peleles de la voluntad de los que mandan de verdad.

Y eso es señal de que estamos enfermos, moribundos, acabados.
 
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Necesitamos empatizar con nuestro enemigo para saber cómo piensa y por dónde nos va a intentar atacar.

El Islam radical no es nuestro amigo. No tiene sentido que intentemos invitarle a jugar una vez tras otra porque no quiere jugar con nosotros. No busca nuestro cariño, reconocimiento o aprobación.

La única solidaridad que cabe con los islamistas es reconocerlos como un auténtico peligro para nuesta sociedad, el mayor en muchos siglos, y actuar en consecuencia con la dureza que la ocasión requiere.
 
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