El rubicón de vox (dilios en la gaceta de la fachosfera)

Eric Finch

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El Rubicón de VOX​

16 DE JULIO DE 2024

En la ciencia política es un clásico la distinción de Max Weber entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad. Por decirlo en dos palabras, la ética de la convicción es cuando uno decide actuar según sus principios sean cuales fueren las consecuencias, y la ética de la responsabilidad es cuando uno considera mejor actuar en un determinado sentido a pesar de que vaya contra sus convicciones. Weber decía que cualquier actitud política oscila siempre entre esas dos fuerzas y se abstenía de considerar a una mejor que a la otra, porque la vida es compleja, con frecuencia hay muchos más grises que blancos y neցros y, en fin, nadie ha nacido sabio. Es evidente que quien actúa según sus convicciones sin importarle las consecuencias puede ser un irresponsable. También es notorio que, muchas veces, el recurso a «lo responsable» es una forma de ocultar la cobardía o el mero interés personal. En España es habitual que los que invocan la ética de la responsabilidad lo hagan en nombre del Estado (el «sentido del Estao«, según la característica pronunciación de nuestra clase política).

La polémica sobre los denominados «menas», que ha motivado la ruptura de los pactos de Gobierno entre PP y VOX, es un buen ejemplo de lo delicada que puede llegar a ser la distinción weberiana. VOX ha esgrimido la ética de la convicción: le consta que el reparto de menas sólo genera problemas sociales y, en consecuencia, prefiere renunciar a sus puestos de gobierno antes que tras*igir con la distribución impuesta por La Moncloa. Al contrario, el PP, al margen de otras consideraciones, esgrime la ética de la responsabilidad (Feijoo empleó esa palabra varias veces en su comparecencia): dice que su obligación como «partido de Estado» (o sea, el «Estao«) es asumir su papel institucional y aceptar un reparto que habría que ejecutar en cualquier caso. Nótese que la convicción, en VOX, implica una ética de la responsabilidad (por las indeseables consecuencias del reparto de menas, algo que ratificaría cualquier estadística policial), mientras que la responsabilidad, en el PP, implica una ética de la convicción (a saber, que el fenómeno migratorio es un hecho que hay que asumir). A partir de aquí, todo es opinable. Lo interesante es que, en el caso que nos ocupa, en realidad nadie ha opinado sobre esto, sino que el debate se ha centrado en sólo un aspecto, a saber: a quién beneficia la ruptura VOX-PP en términos elementales de poder. Al parecer, a todo el mundo le importan un bledo los menas y aún menos las sociedades que han de asumir el problema. Lo único importante, en la aguda mente de nuestros analistas, es el efecto del episodio en la guerra perpetua derecha/izquierda. Es sumamente revelador.

La cultura política española es esencialmente tribal. Uno no vota en realidad a favor de un programa, unas ideas, un proyecto; todo eso es importante, ciertamente, pero la mayor parte del electorado vota, sobre todo, contra otro. El PP se ha beneficiado durante décadas del tribalismo político de una derecha social cuya primera obsesión era que no gobernara la izquierda, aunque después los gobiernos del PP aplicaran las mismas políticas que la izquierda. Esto también vale a la inversa, por supuesto: el PSOE ha vivido durante décadas del repruebo de la izquierda social hacia la derecha, y ha mantenido su voto aun cuando el PSOE vendía el país a la OTAN, a los fondos de inversión tras*nacionales y a quien hiciera falta. Dos generaciones de españoles han crecido en esa cultura política. Para ellos es incomprensible que uno se baje del poder porque no está conforme con las políticas que ha de suscribir. Al revés: lo importante, en esa manera de ver las cosas, no son las políticas, sino poder decir que el otro está excluido del juego. Sería muy largo extenderse sobre las causas de este tribalismo político. Baste decir que tanto el PSOE como el PP lo han venido cultivando con ahínco porque son los principales beneficiarios del esquema. Tanto lo han cultivado, y tan profundamente ha penetrado en las conciencias, que para muchos millones de españoles es absolutamente incomprensible lo que ha hecho VOX: arriesgarse a que el «malo» obtenga un rédito político. El hecho de que la causa sea precisamente rechazar las políticas que ha impuesto el «malo» es irrelevante, al parecer. Porque lo que importa no es qué hace uno con el poder, sino que esté en las manos de tu tribu, y no de la contraria. Aquí no hay espacio para la convicción ni para la responsabilidad ni para nada que no sea ese perpetuo juego entre dos rivales que, pese a sus trifulcas, se necesitan para mantener viva la gran ilusión.

En este contexto, lo que ha hecho VOX es algo así como cruzar el Rubicón, porque el paso no tiene vuelta atrás: se atraviesa la frontera prohibida y se asume un cambio radical de escenario con consecuencias imprevisibles. En el nuevo paisaje, VOX sale del juego y crea su propio escenario, un territorio desde el que las viejas tribus se ven como una. El ejercicio va a obligar a sus votantes a un cambio de perspectiva inédito en nuestra historia reciente. Tendrán que acostumbrarse a una cultura política nueva, con nuevos significados. Es muy posible que muchos de sus votantes no puedan hacerlo: será como aprender a hablar en un idioma distinto. También en este territorio nuevo hará más frío, porque el poder estará más lejos; al menos, de momento. Lo cual nos conduce de nuevo a la ética de la convicción. Es lo más interesante que ha pasado en la política española desde hace muchos, muchos años.
 
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