El restaurante madrileño donde solo pueden trabajar refugiades :)

Solidario García

Madmaxista
Desde
7 Sep 2015
Mensajes
1.114
Reputación
989

Acaba de cumplir 20 años, y sin embargo su historia está cosida como un libro viejo por las peores cornadas de África. Huérfano desde que le alcanza la memoria, marcado por el hambre, Doudou abandonó Mali cuando era solo un niño. Senegal le recibió con la misma escasez, con la misma furia, con el mismo futuro imposible que se dibuja más allá de todos los desiertos del Sur. Allí fue adoptado por un pescador que le enseñó los secretos del mar; que le dio cobijo y le curtió en el antiguo oficio de los océanos. Quizá por eso no tuvo miedo de saltar a una patera un día en el que ambos faenaban lejos de la costa, como era su costumbre cada amanecer, y vieron pasar una barcaza que navegaba a la desesperada con 94 personas a bordo, en el filo de la supervivencia. Se despidió de su padrastro, se tiró al agua sin mirar atrás y se unió a la travesía incierta. Fue su manera de viajar sin pagar el pasaje a las mafias de tráfico de personas -hasta 2.000 euros por una plaza en uno de estos viajes de la fin en condiciones insalubres, inhumanas e indecentes-. Doudou tuvo suerte; seis días después llegó a Canarias. Su nueva y mejor vida comienza aquí.

El restaurante Lakook Casa Árabe es el ilusionante laboratorio donde la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (Cear) ha querido dar una segunda oportunidad a muchos jóvenes que, como Doudou, llegaron a España huyendo de la guerra y la miseria. Apátridas, migrantes, víctimas del hambre y del imprevisible tablero geopolítico que han encontrado en este restaurante el trabajo y la dignidad que un día les negó su propio país. «Reconozco que cuando veo a gente que viene a comer con su familia me da envidia, porque yo apenas recuerdo cómo eran mis padres», explica Doudou entre el alivio y la nostalgia mientras revive el viaje interminable, el agua del mar meciendo la barca, la tierra firme bajo sus pies por vez primera. «Pero estoy contento. Y además juego en dos equipos de fútbol. El de El Retiro y el San Nicasio».

Mohamed Abdelrahman es encargado del restaurante, especializado en comida árabe; él, al igual que los otros 11 chicos y chicas que todos los días dejan un pedazo de sus orígenes en el menú, también es refugiado. Su historia comienza en Sudán hace seis años; prefiere no hablar de los motivos que le obligaron a salir del país. «Pagué 3.500 euros a una persona para que se encargaran de todo; el visado, el pasaporte, los billetes de avión, la escala en Egipto...», cuenta. «Si me quedaba en Sudán tenía un 100% de posibilidades de morir, y si venía había un 80% de opciones que me saliera mal y un 20% de que me saliera bien. Aposté por el 20% y gané».

Un silencio administrativo en el Aeropuerto de Barajas -era fin de semana cuando Mohamed aterrizó en Madrid- fue el resquicio legal que el equipo de veinte abogados de Cear utilizaron para solicitar su asilo. Y después, al fin, la condición de refugiado, que le permitirá residir y trabajar durante cinco años en nuestro país. Hoy capitanea este proyecto que trae hasta el corazón de la capital un poquito de cada uno de ellos. A escasos metros del parque de El Retiro, a la sombra del edificio neomudejar de la Casa Árabe, este restaurante les ha dado un oficio y, además, les ha anclado por fin a tierra firme, permitiéndoles echar raíces en una ciudad segura.

Mientras ultima el servicio de cenas de las 20.30, Mohamed se sabe afortunado. No todos los refugiados corren la misma suerte, pues una vez en manos de las mafias, el final de sus tremendas odiseas es siempre una ruleta rusa. «Conocí a un chico de Eritrea que tardó cuatro años en llegar a Europa», explica. «Primero pasó por Sudán, donde tuvo que trabajar varios meses para conseguir dinero suficiente con el que pagar al traficante. Entonces logró que le llevasen a Libia. Allí pasó otra temporada, de nuevo ahorrando para el siguiente traficante. Y así una y otra vez. En una de aquellas etapas estuvo dos días atravesando el desierto en el maletero de un todoterreno, sin saber dónde estaba. Las mafias se lo iban pasando como mercancía, se lo iban vendiendo de unas a otras, a lo largo del trayecto, y tú no tienes ni idea de en manos de quién estás ni en manos de quién vas a acabar».

Tal vez la iconografía del refugiado está muy asociada a las pateras desesperadas que tratan de alcanzar la costa mediterránea, al pueblo sirio masacrado por la guerra y, más recientemente, al éxodo ucraniano tras la oleada turística de pilinguin. Y, sin embargo, los trayectos vitales que llevan a una persona a esta situación tienen miles de aristas, de raíces, de motivaciones distintas. Paola huyó de Honduras hace cinco años cuando, por razones políticas, su familia estaba amenazada de fin. Pero aquellas amenazas se volvieron una pesadilla cuando quemaron su casa, secuestraron a uno de sus hermanos... «Pude haber huido a Estados Unidos, pero la frontera es peligrosa y complicada y preferí pedir refugio en España», dice. Después de tres meses de espera consiguió la tarjeta roja, el paso previo al permiso de trabajo y residencia como refugiada; ese fue su salvoconducto durante cinco años. El pasaporte que la mantiene lejos de su casa, pero viva.

«Una de las pocas maneras que estas personas tienen de volver a conectar con su tierra es a través de la gastronomía», explica Martín Coronado, uno de los impulsores del restaurante y asesor del proyecto Lakook Causas Cear, epígrafe bajo el que se engloban todas las iniciativas gastronómicas de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado: este restaurante de la capital, un catering y la manutención de los centros de acogida que este organismo tiene repartidos en Madrid, Málaga, Valencia y Sevilla. En total, un proyecto que da trabajo a 100 refugiados. «No es lo mismo que trabajen de mecánicos o de jardineros que en un restaurante como éste», añade Coronado, que ha coordinado la elaboración de este menú del empoderamiento compuesto por 14 platos. «Aquí conectan con un pasado al que puede que no regresen jamás. Y el objetivo es que cada humus o cada kebab karaz pueda enseñar un pedacito de su cultura, así que yo me he dejado empapar por ellos y por su cocina. De alguna manera, me la han prestado. Algunos de los platos han sido adaptados antes de ser incluidos en la carta, pero otros se han mantenido casi intactos, como ellos me los han tras*mitido; ese es el gran valor de Lakook, y también su magia».

Para Mohamed, esta ha sido su primera incursión en el ámbito de la gastronomía. «En Sudán solo cocinan las mujeres, así que nunca le presté demasiada atención», reconoce. «Que un hombre entre en la cocina está muy mal visto. Pero cuando llegué a Madrid echaba de menos la comida de mi país y empecé a buscar recetas, a trastear, a interesarme. Me gustó... y aquí estoy».

El senegalés Baba Sarr también ha descubierto los entresijos de los fogones gracias a este restaurante de las segundas oportunidades. Pero el viaje hasta aquí no ha sido fácil: la travesía hacinado en patera con otros 62 compañeros desesperados, la llegada al Madrid desconocido e inmenso, los primeros trabajos como albañil y asfaltando las calles de Tetuán, de Ventilla, de Chamartín... Y a pesar de los tropiezos y de los días grises, no oculta su suerte con una frase lapidaria. «En Senegal la gente se muere». Punto y final.

Este mantra letal, cargado en la mochila de tantos refugiados, fue también la chispa que un día llevó a Aliou a dejar Gambia con unos pantalones, una camiseta y unas zapatillas. A jugársela al todo o nada en otra travesía en patera con la que llenar las estadísticas de inmi gración y los titulares de los informativos. «Nos dijeron que tardaríamos seis días en llegar a Tenerife, pero pasaron esos seis días, y luego siete, y ocho... y la costa no aparecía nunca», cuenta.

-¿Pasaste miedo?

-Ufff...

-¿Qué fue lo primero que hiciste al tocar tierra?

-Ir al baño.

Y estalla Alou en una carcajada contagiosa, con la sonrisa afilada como un anuncio de esos de la tele, justo antes de colocarse el delantal elegantísimo. Le encanta la cocina. En el año y medio que lleva en España probó primero con la construcción y la pintura, pero ha descubierto que tiene buena mano en la cocina. Los pescados son su punto fuerte. Su manera, quizá, de regresar por un momento a las costas de Gambia. Su pequeño tesoro. Su salvavidas.
 
Solo los usuarios registrados pueden ver el contenido de este tema, mientras tanto puedes ver el primer y el último mensaje de cada página.

Regístrate gratuitamente aquí para poder ver los mensajes y participar en el foro. No utilizaremos tu email para fines comerciales.

Únete al mayor foro de economía de España

 
Solo los usuarios registrados pueden ver el contenido de este tema, mientras tanto puedes ver el primer y el último mensaje de cada página.

Regístrate gratuitamente aquí para poder ver los mensajes y participar en el foro. No utilizaremos tu email para fines comerciales.

Únete al mayor foro de economía de España

 
Solo los usuarios registrados pueden ver el contenido de este tema, mientras tanto puedes ver el primer y el último mensaje de cada página.

Regístrate gratuitamente aquí para poder ver los mensajes y participar en el foro. No utilizaremos tu email para fines comerciales.

Únete al mayor foro de economía de España

 
Solo los usuarios registrados pueden ver el contenido de este tema, mientras tanto puedes ver el primer y el último mensaje de cada página.

Regístrate gratuitamente aquí para poder ver los mensajes y participar en el foro. No utilizaremos tu email para fines comerciales.

Únete al mayor foro de economía de España

 
Solo los usuarios registrados pueden ver el contenido de este tema, mientras tanto puedes ver el primer y el último mensaje de cada página.

Regístrate gratuitamente aquí para poder ver los mensajes y participar en el foro. No utilizaremos tu email para fines comerciales.

Únete al mayor foro de economía de España

 

Acaba de cumplir 20 años, y sin embargo su historia está cosida como un libro viejo por las peores cornadas de África. Huérfano desde que le alcanza la memoria, marcado por el hambre, Doudou abandonó Mali cuando era solo un niño. Senegal le recibió con la misma escasez, con la misma furia, con el mismo futuro imposible que se dibuja más allá de todos los desiertos del Sur. Allí fue adoptado por un pescador que le enseñó los secretos del mar; que le dio cobijo y le curtió en el antiguo oficio de los océanos. Quizá por eso no tuvo miedo de saltar a una patera un día en el que ambos faenaban lejos de la costa, como era su costumbre cada amanecer, y vieron pasar una barcaza que navegaba a la desesperada con 94 personas a bordo, en el filo de la supervivencia. Se despidió de su padrastro, se tiró al agua sin mirar atrás y se unió a la travesía incierta. Fue su manera de viajar sin pagar el pasaje a las mafias de tráfico de personas -hasta 2.000 euros por una plaza en uno de estos viajes de la fin en condiciones insalubres, inhumanas e indecentes-. Doudou tuvo suerte; seis días después llegó a Canarias. Su nueva y mejor vida comienza aquí.

El restaurante Lakook Casa Árabe es el ilusionante laboratorio donde la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (Cear) ha querido dar una segunda oportunidad a muchos jóvenes que, como Doudou, llegaron a España huyendo de la guerra y la miseria. Apátridas, migrantes, víctimas del hambre y del imprevisible tablero geopolítico que han encontrado en este restaurante el trabajo y la dignidad que un día les negó su propio país. «Reconozco que cuando veo a gente que viene a comer con su familia me da envidia, porque yo apenas recuerdo cómo eran mis padres», explica Doudou entre el alivio y la nostalgia mientras revive el viaje interminable, el agua del mar meciendo la barca, la tierra firme bajo sus pies por vez primera. «Pero estoy contento. Y además juego en dos equipos de fútbol. El de El Retiro y el San Nicasio».

Mohamed Abdelrahman es encargado del restaurante, especializado en comida árabe; él, al igual que los otros 11 chicos y chicas que todos los días dejan un pedazo de sus orígenes en el menú, también es refugiado. Su historia comienza en Sudán hace seis años; prefiere no hablar de los motivos que le obligaron a salir del país. «Pagué 3.500 euros a una persona para que se encargaran de todo; el visado, el pasaporte, los billetes de avión, la escala en Egipto...», cuenta. «Si me quedaba en Sudán tenía un 100% de posibilidades de morir, y si venía había un 80% de opciones que me saliera mal y un 20% de que me saliera bien. Aposté por el 20% y gané».

Un silencio administrativo en el Aeropuerto de Barajas -era fin de semana cuando Mohamed aterrizó en Madrid- fue el resquicio legal que el equipo de veinte abogados de Cear utilizaron para solicitar su asilo. Y después, al fin, la condición de refugiado, que le permitirá residir y trabajar durante cinco años en nuestro país. Hoy capitanea este proyecto que trae hasta el corazón de la capital un poquito de cada uno de ellos. A escasos metros del parque de El Retiro, a la sombra del edificio neomudejar de la Casa Árabe, este restaurante les ha dado un oficio y, además, les ha anclado por fin a tierra firme, permitiéndoles echar raíces en una ciudad segura.

Mientras ultima el servicio de cenas de las 20.30, Mohamed se sabe afortunado. No todos los refugiados corren la misma suerte, pues una vez en manos de las mafias, el final de sus tremendas odiseas es siempre una ruleta rusa. «Conocí a un chico de Eritrea que tardó cuatro años en llegar a Europa», explica. «Primero pasó por Sudán, donde tuvo que trabajar varios meses para conseguir dinero suficiente con el que pagar al traficante. Entonces logró que le llevasen a Libia. Allí pasó otra temporada, de nuevo ahorrando para el siguiente traficante. Y así una y otra vez. En una de aquellas etapas estuvo dos días atravesando el desierto en el maletero de un todoterreno, sin saber dónde estaba. Las mafias se lo iban pasando como mercancía, se lo iban vendiendo de unas a otras, a lo largo del trayecto, y tú no tienes ni idea de en manos de quién estás ni en manos de quién vas a acabar».

Tal vez la iconografía del refugiado está muy asociada a las pateras desesperadas que tratan de alcanzar la costa mediterránea, al pueblo sirio masacrado por la guerra y, más recientemente, al éxodo ucraniano tras la oleada turística de pilinguin. Y, sin embargo, los trayectos vitales que llevan a una persona a esta situación tienen miles de aristas, de raíces, de motivaciones distintas. Paola huyó de Honduras hace cinco años cuando, por razones políticas, su familia estaba amenazada de fin. Pero aquellas amenazas se volvieron una pesadilla cuando quemaron su casa, secuestraron a uno de sus hermanos... «Pude haber huido a Estados Unidos, pero la frontera es peligrosa y complicada y preferí pedir refugio en España», dice. Después de tres meses de espera consiguió la tarjeta roja, el paso previo al permiso de trabajo y residencia como refugiada; ese fue su salvoconducto durante cinco años. El pasaporte que la mantiene lejos de su casa, pero viva.

«Una de las pocas maneras que estas personas tienen de volver a conectar con su tierra es a través de la gastronomía», explica Martín Coronado, uno de los impulsores del restaurante y asesor del proyecto Lakook Causas Cear, epígrafe bajo el que se engloban todas las iniciativas gastronómicas de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado: este restaurante de la capital, un catering y la manutención de los centros de acogida que este organismo tiene repartidos en Madrid, Málaga, Valencia y Sevilla. En total, un proyecto que da trabajo a 100 refugiados. «No es lo mismo que trabajen de mecánicos o de jardineros que en un restaurante como éste», añade Coronado, que ha coordinado la elaboración de este menú del empoderamiento compuesto por 14 platos. «Aquí conectan con un pasado al que puede que no regresen jamás. Y el objetivo es que cada humus o cada kebab karaz pueda enseñar un pedacito de su cultura, así que yo me he dejado empapar por ellos y por su cocina. De alguna manera, me la han prestado. Algunos de los platos han sido adaptados antes de ser incluidos en la carta, pero otros se han mantenido casi intactos, como ellos me los han tras*mitido; ese es el gran valor de Lakook, y también su magia».

Para Mohamed, esta ha sido su primera incursión en el ámbito de la gastronomía. «En Sudán solo cocinan las mujeres, así que nunca le presté demasiada atención», reconoce. «Que un hombre entre en la cocina está muy mal visto. Pero cuando llegué a Madrid echaba de menos la comida de mi país y empecé a buscar recetas, a trastear, a interesarme. Me gustó... y aquí estoy».

El senegalés Baba Sarr también ha descubierto los entresijos de los fogones gracias a este restaurante de las segundas oportunidades. Pero el viaje hasta aquí no ha sido fácil: la travesía hacinado en patera con otros 62 compañeros desesperados, la llegada al Madrid desconocido e inmenso, los primeros trabajos como albañil y asfaltando las calles de Tetuán, de Ventilla, de Chamartín... Y a pesar de los tropiezos y de los días grises, no oculta su suerte con una frase lapidaria. «En Senegal la gente se muere». Punto y final.

Este mantra letal, cargado en la mochila de tantos refugiados, fue también la chispa que un día llevó a Aliou a dejar Gambia con unos pantalones, una camiseta y unas zapatillas. A jugársela al todo o nada en otra travesía en patera con la que llenar las estadísticas de inmi gración y los titulares de los informativos. «Nos dijeron que tardaríamos seis días en llegar a Tenerife, pero pasaron esos seis días, y luego siete, y ocho... y la costa no aparecía nunca», cuenta.

-¿Pasaste miedo?

-Ufff...

-¿Qué fue lo primero que hiciste al tocar tierra?

-Ir al baño.

Y estalla Alou en una carcajada contagiosa, con la sonrisa afilada como un anuncio de esos de la tele, justo antes de colocarse el delantal elegantísimo. Le encanta la cocina. En el año y medio que lleva en España probó primero con la construcción y la pintura, pero ha descubierto que tiene buena mano en la cocina. Los pescados son su punto fuerte. Su manera, quizá, de regresar por un momento a las costas de Gambia. Su pequeño tesoro. Su salvavidas.

¡¡¡ SOLIDARIO GARCÍA ROJO me gusta la fruta !!!
 
Volver