MAESE PELMA
me gusta depilarme los huevones y tocármelos
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El repruebo a la infancia
El culebrón protagonizado por Mónica Oltra no es más que una maniobra de distracción. Detrás de este banal episodio, lanzado para estimular la demogresca, se esconde la institucionalización de un crimen nefando. Los 'centros de menores', como las escuelas, se han convertido en corruptorios oficiales donde los depravados pueden realizar impunemente sus anhelos más perversos.
Y todo esto está ocurriendo con la alegre indiferencia de una sociedad enferma que ha decidido entregar sus hijos a una gente que envilece su inocencia, que les arrebata todo vestigio de pudor, que desnaturaliza su sexualidad balbuciente, que los 'libera' de todo tipo de inhibiciones, para poder profanarlos más fácilmente.
¿Cómo puede explicarse este bestial repruebo a la infancia? La explicación teológica que nos brinda el Génesis (la «eterna enemistad» que los hijos del malo profesan a la descendencia de la mujer) no puede ser más sencilla e irrebatible; pero a nuestra época la teología le suena a sánscrito. Chesterton nos advertía que, cuando se trata la sexualidad como cosa inocente y natural –como el comer o el dormir–, sólo se consigue que todas las demás cosas inocentes y naturales se empapen y manchen de sexualidad.
Para evitar que la sexualidad lo manche y empape todo, se deben fortalecer los frenos jovenlandesales que la encauzan y favorecer aquellas instituciones que actúan como 'remedio de la concupiscencia'. Pero cuando se liberan todos los frenos y tales instituciones son destruidas, la concupiscencia se dirige inevitablemente contra la infancia. Y este desvío no es expresión, como pretenden los inanes, de una perturbación que aflige a cuatro monstruos (a ser posible con sotana); es fruto del clima creado por una ideología criminal que se funda en la disolución de todos los vínculos, en la remoción de todos los frenos jovenlandesales, en el escarnecimiento de todas las virtudes, en la concesión de sucesivos derechos de bragueta y, en fin, en la instauración de una religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad. ¿Y quién puede satisfacer el culto a esa religión mejor que un niño?
Pero estos hijos del malo, después de aniquilar la comunidad y la familia, se proponen, para poder perpetrar más fácilmente sus crímenes contra la infancia, destruir la propia naturaleza humana, pretendiendo que menores que no han alcanzado un desarrollo orgánico ni intelectual tengan en cambio conciencia de su 'identidad' sensual. Con lo que pretenden 'normalizar' las aberraciones más turbias; pues si en la escuela se les explican las 'diversas identidades de género' cuando apenas alcanzan los seis años, si se les imparten talleres de masturbación cuando apenas cuentan diez, si se los invita a hormonarse y mutilarse, ¿por qué no habrían de tener relaciones 'consentidas' con adultos?
Nuestros hijos están siendo triturados por aquella «eterna enemistad» de la que nos habla el Génesis. Y, mientras tanto, nos entretenemos con los culebrones que nos ofrece la demogresca.
El culebrón protagonizado por Mónica Oltra no es más que una maniobra de distracción. Detrás de este banal episodio, lanzado para estimular la demogresca, se esconde la institucionalización de un crimen nefando. Los 'centros de menores', como las escuelas, se han convertido en corruptorios oficiales donde los depravados pueden realizar impunemente sus anhelos más perversos.
Y todo esto está ocurriendo con la alegre indiferencia de una sociedad enferma que ha decidido entregar sus hijos a una gente que envilece su inocencia, que les arrebata todo vestigio de pudor, que desnaturaliza su sexualidad balbuciente, que los 'libera' de todo tipo de inhibiciones, para poder profanarlos más fácilmente.
¿Cómo puede explicarse este bestial repruebo a la infancia? La explicación teológica que nos brinda el Génesis (la «eterna enemistad» que los hijos del malo profesan a la descendencia de la mujer) no puede ser más sencilla e irrebatible; pero a nuestra época la teología le suena a sánscrito. Chesterton nos advertía que, cuando se trata la sexualidad como cosa inocente y natural –como el comer o el dormir–, sólo se consigue que todas las demás cosas inocentes y naturales se empapen y manchen de sexualidad.
Para evitar que la sexualidad lo manche y empape todo, se deben fortalecer los frenos jovenlandesales que la encauzan y favorecer aquellas instituciones que actúan como 'remedio de la concupiscencia'. Pero cuando se liberan todos los frenos y tales instituciones son destruidas, la concupiscencia se dirige inevitablemente contra la infancia. Y este desvío no es expresión, como pretenden los inanes, de una perturbación que aflige a cuatro monstruos (a ser posible con sotana); es fruto del clima creado por una ideología criminal que se funda en la disolución de todos los vínculos, en la remoción de todos los frenos jovenlandesales, en el escarnecimiento de todas las virtudes, en la concesión de sucesivos derechos de bragueta y, en fin, en la instauración de una religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad. ¿Y quién puede satisfacer el culto a esa religión mejor que un niño?
Pero estos hijos del malo, después de aniquilar la comunidad y la familia, se proponen, para poder perpetrar más fácilmente sus crímenes contra la infancia, destruir la propia naturaleza humana, pretendiendo que menores que no han alcanzado un desarrollo orgánico ni intelectual tengan en cambio conciencia de su 'identidad' sensual. Con lo que pretenden 'normalizar' las aberraciones más turbias; pues si en la escuela se les explican las 'diversas identidades de género' cuando apenas alcanzan los seis años, si se les imparten talleres de masturbación cuando apenas cuentan diez, si se los invita a hormonarse y mutilarse, ¿por qué no habrían de tener relaciones 'consentidas' con adultos?
Nuestros hijos están siendo triturados por aquella «eterna enemistad» de la que nos habla el Génesis. Y, mientras tanto, nos entretenemos con los culebrones que nos ofrece la demogresca.