EL REGRESO DE LOS «AUTOS DE FE».

Eric Finch

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EL REGRESO DE LOS «AUTOS DE FE».

Tras el cese temporal de la actividad bloguera que se produce cada mes de agosto (parón que este año no vino acompañada de un descanso vacacional por los motivos que en un futuro próximo revelaré en un post), iniciamos un nuevo periodo de actividad virtual no con una entrada de contenido jurídico (aunque, lógicamente, el mundo del Derecho tiene mucho que decir), sino con una reflexión sobre a dónde nos está llevando la sociedad en estos momentos. Más en concreto, atañe a los juicios paralelos que se efectúan desde los medios de comunicación y que agitan a la sociedad constituyendo un remedio de los tradicionales “autos de fe”, aunque en esta ocasión presididos por la laicidad y sin fin física (aunque no civil) del individuo a ellos sometido.
En la edad antigua, los emperadores romanos arrojaban a las fieras a determinados individuos (no necesariamente cristianos) para solaz y deleite del público. Con el paso de los años, en el medievo y en la modernidad, el fondo religioso pasó a ocupar el primer lugar y los procesos inquisitoriales venían seguidos de los “autos de fe”, grotescos espectáculos públicos donde a la víctima, antes de ejecutarla, se la humillaba ante la sociedad mediante el simple ejercicio de conducirla al lugar de ejecución vestido con sambenito, tocado con capirote y a lomos de una mula. La ejecución por contravenir los dogmas de la ortodoxia se efectuaba así de una forma que entremezclaba las finalidades disuasorias con las de entretenimiento.

Pues bien, en los últimos años y, sobre todo, en los últimos meses hemos venido observando cómo se están produciendo verdaderos “autos de fe laicos”, donde un gran porcentaje de medios de comunicación tanto escritos como audiovisuales, haciendo gala de un comportamiento literalmente inquisitorial, se encargan de poner capirotes y sambenitos a personas que incurran en comportamientos heterodoxos de cualquier tipo, y si no las arrojan directamente al fuego es porque la evolución de la sociedad no lo permite, pero el resultado es el mismo: la fin civil. Poco importan los hechos, poco importa la verdad y, en todo caso, que esta última no estropee una buena noticia o un buen titular. Normalmente, en esos “autos de fe laica” esos mismos medios, a través de sus asalariados colaboradores, suelen expandir a los cuatro vientos la declaración de culpabilidad del acusado, que tiene ya en su contra el veredicto de la opinión publicada, que no necesariamente ha de coincidir con la pública, aunque aquélla pretenda arrogarse ésta o influir en ella. Así, la prensa hace y deshace reputaciones a golpe de titular y de noticia, y si un día no es suficiente el hecho se destaca una y otra vez de forma cansina. Un ejemplo típico de estos autos de fe podemos verlo en un asunto cuya última palabra ha tenido lugar precisamente el último mes: el caso Kevin Spacey.

Kevin Spacey parecía tenerlo todo a su favor: un grandísimo actor que atesoraba nada menos que dos estatuillas doradas (ganó en 1996 el óscar al mejor actor secundario por Sospechosos habituales y en 2000 el de mejor actor por American Beauty), que había logrado la fama por su bonhomía y su enorme habilidad para efectuar imitaciones (destaca la que hizo de James Stewart ante Carol Burnett, hasta el punto que ésta terminó denominándole “Jimmy”), y que llegó a la cima con su interpretación del corrupto y malo político Frank Underwood en la versión estadounidense de House of Cards (muy pocos conocen la versión británica protagonizada por otro gran actor inglés, Ian Richardson). No obstante, varias personas comenzaron a acusarle de agresión sensual sin la más mínima prueba, algunos de ellos sirviéndose de mensajes de texto que no fueron aportados en su integridad, sino editados. Los medios jalearon la noticia articulando ya la palabra “culpable” sin haber tenido lugar aún el procesamiento; es más, su actitud ante los procesos en marcha se asemejaba a la de aquel sheriff de cierta película del oeste que, cuando le reclamaban un juicio justo, afirmaba entre risas: “¿Quieres un juicio justo? Por supuesto que tendrás un juicio justo. Y después te ahorcaré personalmente.” Las consecuencias no se hicieron esperar. Spacey fue apartado de forma inmediata de la última temporada de House of cards (en algo que demostró ser fatal, pues los índices de audiencia bajaron); los productores y el director de la película All the money in the world (que no sólo estaba lista para su estreno sino que incluso había una campaña en aras a promocionar la candidatura de Spacey como mejor actor secundario por su interpretación del multimillonario K. Paul Getti) decidieron borrar a Spacey y se rodaron nuevamente todas sus escenas con Christopher Plummer en el papel del millonario; y el biopic en el que encarnaba al heterodoxo intelectual Gore Vidal fue encerrado bajo siete llaves. En definitiva, Hollywood decretó la fin civil de Spacey sin existir condena judicial alguna. Pues bien, de todas y cada una de las acusaciones contra Spacey ni una sola llegó a buen puerto. Uno de los procesos finalizó con la retirada unilateral del propio denunciante, y otros (tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña) al ser declarado no culpable no en una sentencia judicial, sino por el veredicto de un jurado popular.

El caso de Kevin Spacey demuestra la certeza de una afirmación que el jurista gijonés Gaspar Melchor de Jovellanos incluyó en su obra teatral El delincuente honrado, cuando manifestaba: “La nota que le puso la opinión pública ¿acaso podrá borrarla una sentencia?”. Pero demuestra, a la vez, la ligereza y la actitud perversos de una gran parte (hay honrosísimas excepciones, pero muy contadas) de la opinión publicada audiovisual, para quien la verdad ha dejado de tener importancia e incluso es algo que no deja de ser incómodo. Al fin y a la postre cuentan con una ventaja práctica: en los supuestos donde existen condenas por daños jovenlandesales, las cuantías que otorgan los tribunales son tan absolutamente roñosas, rácanas y ridículas que en la práctica el mensaje que subyace es que pueden reproducir el comportamiento ilícito por el que se les ha condenado puesto que les sale económicamente rentable.

Ya es triste que gran parte del estamento mediático se preste a jalear estos modernos “autos de fe”. Pero es más triste aún que les salga rentable.
 
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