Benedicto
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El purgatorio existe. Nos lo dice la fe, el catecismo. Además, no puede ser más razonable. Sin el purgatorio “faltaría algo". La Iglesia celebra muchas Santa Misas por los difuntos. Ahora bien, los santos del Cielo no necesitan que recemos por ellos; tampoco los condenados al infierno pueden aprovechar los frutos del Santo Sacrificio. Luego, hay almas que no están en el infierno, ni en el Cielo, ¿Dónde están? En el purgatorio.
Sin duda, habéis presenciado algún entierro. La fin es una realidad que nos amenaza. Acontecerá, moriremos, es cierto. ¿Cuándo? No lo sabemos. Pero, moriremos un día. Al llegar ese momento, sólo caben dos destinos: Con Dios: el Cielo; sin Dios: el infierno.
¿Y los que mueren con pecados veniales? Son de Dios. Están fijos en Él. Pero necesitan quitar las manchas que oscurecen su vestido blanco.
El purgatorio es un lugar de sufrimiento, y no cualquier sufrimiento, un sufrimiento terrible. ¡“La mínima pena del purgatorio, dice Santo Tomás, excede la máxima de este mundo”! Un día, un alma del purgatorio apareció a una persona para pedirle oraciones que alivien sus penas; y antes de volver al purgatorio, la aparición tocó un candelabro que, inmediatamente, se fundió. Hermanos, el bronce o el latón, los materiales habituales de los candelabros, necesitan, para fundirse, de un calor de más o menos ¡1000 grados!.. Hagamos nuestro purgatorio en este mundo; es mucho menos doloroso que en el otro. A veces, algunos dicen que el Cielo está muy alto y que se contentarán con un lugarcito en el purgatorio.
En realidad, quien habla así se olvida de la terrible intensidad del sufrimiento en el purgatorio, primero.
En secundo lugar, se olvida que en el purgatorio no se puede adquirir méritos para sí y para los otros; hay solamente una purificación, una expiación personal. Pero en esta vida el sufrimiento aceptado en unión con Nuestro Señor es un instrumento de santificación y de salvación.
En fin, hablar así (“me basta un lugarcito en el purgatorio”) es cometer un error de “balística” (como se dice en la artillaría), de puntería: cuando el blanco está muy distante, hay que apuntar alto, sino no se alcanzará el blanco. Del mismo modo, quien dice que vive de tal modo que por lo menos alcanzará al purgatorio y no al Cielo, corre el riesgo de irse debajo del purgatorio, al infierno. Pero, quizás se preguntan: ¿entonces, para alcanzar al Cielo, a que debemos apuntar si debemos dirigirnos a lo más alto? Respuesta: al Altísimo, a Dios mismo y por la búsqueda de la santidad, especialmente rechazando al pecado venial deliberado, y no sólo las faltas graves. Lo dice el santo Cura de Ars: “¡hay que ir al cielo como una bala de cañón!” (hoy diría el santo Cura: como un cohete)... En todo caso no como una mariposa o un murciélago.
Cuidemos las tumbas de nuestros seres queridos: flores, luces, coronas. Vayamos a ellas con un poco de agua bendita. Demostrémosles nuestro amor. Pero la mejor muestra de cariño es rogar por ellos. Es lo único que les aprovecha para su salvación. Dice San Agustín: “Una lágrima por un difunto se evapora: Una flor sobre su tumba se marchita. Una oración por su alma, la recoge Dios”. Pidamos todos los días por ellos y por todos los fieles difuntos. Son hermanos nuestros en Nuestro Señor Jesucristo, hay que hacerlo siempre no sólo en el día de los difuntos.
La vida es breve, “ni siquiera dos horas”, dice Santa Teresa de Ávila comparándola con la eternidad. La puerta de nuestra eternidad es la fin. No termina todo con la fin. Más bien, es el comienzo de la verdadera vida. Lo dice el prefacio: “vita mutatur, non tollitur”, “para tus fieles, Señor, la vida se muda, no fenece”.
Entonces, vivamos con esta santa esperanza y de tal modo que la fin no nos sorprenda en estado de pecado mortal.
¡Pobres hombres que no tienen la fe y la esperanza cristiana! Según ellos, todo se termina con la fin, entonces procuran gozar lo más posible en esta vida efímera antes de caer en el infierno eterno. Recemos por los 156.000 seres humanos que, cada día en la tierra, atraviesan la puerta de la Eternidad.
Que la Santísima Virgen convierta a los pobres pecadores, especialmente a los que están agonizando, y alivie a las santas almas del purgatorio.
Sin duda, habéis presenciado algún entierro. La fin es una realidad que nos amenaza. Acontecerá, moriremos, es cierto. ¿Cuándo? No lo sabemos. Pero, moriremos un día. Al llegar ese momento, sólo caben dos destinos: Con Dios: el Cielo; sin Dios: el infierno.
¿Y los que mueren con pecados veniales? Son de Dios. Están fijos en Él. Pero necesitan quitar las manchas que oscurecen su vestido blanco.
El purgatorio es un lugar de sufrimiento, y no cualquier sufrimiento, un sufrimiento terrible. ¡“La mínima pena del purgatorio, dice Santo Tomás, excede la máxima de este mundo”! Un día, un alma del purgatorio apareció a una persona para pedirle oraciones que alivien sus penas; y antes de volver al purgatorio, la aparición tocó un candelabro que, inmediatamente, se fundió. Hermanos, el bronce o el latón, los materiales habituales de los candelabros, necesitan, para fundirse, de un calor de más o menos ¡1000 grados!.. Hagamos nuestro purgatorio en este mundo; es mucho menos doloroso que en el otro. A veces, algunos dicen que el Cielo está muy alto y que se contentarán con un lugarcito en el purgatorio.
En realidad, quien habla así se olvida de la terrible intensidad del sufrimiento en el purgatorio, primero.
En secundo lugar, se olvida que en el purgatorio no se puede adquirir méritos para sí y para los otros; hay solamente una purificación, una expiación personal. Pero en esta vida el sufrimiento aceptado en unión con Nuestro Señor es un instrumento de santificación y de salvación.
En fin, hablar así (“me basta un lugarcito en el purgatorio”) es cometer un error de “balística” (como se dice en la artillaría), de puntería: cuando el blanco está muy distante, hay que apuntar alto, sino no se alcanzará el blanco. Del mismo modo, quien dice que vive de tal modo que por lo menos alcanzará al purgatorio y no al Cielo, corre el riesgo de irse debajo del purgatorio, al infierno. Pero, quizás se preguntan: ¿entonces, para alcanzar al Cielo, a que debemos apuntar si debemos dirigirnos a lo más alto? Respuesta: al Altísimo, a Dios mismo y por la búsqueda de la santidad, especialmente rechazando al pecado venial deliberado, y no sólo las faltas graves. Lo dice el santo Cura de Ars: “¡hay que ir al cielo como una bala de cañón!” (hoy diría el santo Cura: como un cohete)... En todo caso no como una mariposa o un murciélago.
Cuidemos las tumbas de nuestros seres queridos: flores, luces, coronas. Vayamos a ellas con un poco de agua bendita. Demostrémosles nuestro amor. Pero la mejor muestra de cariño es rogar por ellos. Es lo único que les aprovecha para su salvación. Dice San Agustín: “Una lágrima por un difunto se evapora: Una flor sobre su tumba se marchita. Una oración por su alma, la recoge Dios”. Pidamos todos los días por ellos y por todos los fieles difuntos. Son hermanos nuestros en Nuestro Señor Jesucristo, hay que hacerlo siempre no sólo en el día de los difuntos.
La vida es breve, “ni siquiera dos horas”, dice Santa Teresa de Ávila comparándola con la eternidad. La puerta de nuestra eternidad es la fin. No termina todo con la fin. Más bien, es el comienzo de la verdadera vida. Lo dice el prefacio: “vita mutatur, non tollitur”, “para tus fieles, Señor, la vida se muda, no fenece”.
Entonces, vivamos con esta santa esperanza y de tal modo que la fin no nos sorprenda en estado de pecado mortal.
¡Pobres hombres que no tienen la fe y la esperanza cristiana! Según ellos, todo se termina con la fin, entonces procuran gozar lo más posible en esta vida efímera antes de caer en el infierno eterno. Recemos por los 156.000 seres humanos que, cada día en la tierra, atraviesan la puerta de la Eternidad.
Que la Santísima Virgen convierta a los pobres pecadores, especialmente a los que están agonizando, y alivie a las santas almas del purgatorio.