FrandeSales
Himbersor
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Llevaba ya un mes viviendo en Salas, un lugar olvidado del occidente de Asturias. Había conseguido trabajo, primo segundo mediante, en una casa de alterne situada a las afueras de esta villa solitaria y antañona.
La lobreguez de Salas era doble; era física, porque Salas andaba arracimado en torno al río Nonaya, como encajado, como si los bloques de edificios modernos hubieran sido ahí puestos para contener las crecidas del extraño río serpenteante; y era lobreguez del alma, también, porque en Salas no existía la juventud, y los pocos que pudiera haber deseaban ya la mayoría de edad para largarse a la capital ovetense o a Gijón o Madrid o cualquier andurrial civilizado del mundo
En Salas hay muchos viejos flematosos, jubilados, de la mina, de lo agrario, de todo oficio bruto. Y también hay aún trabajadores de mediana edad y tristísima mirada que siguen cuidando vacas lecheras, enormes y deformes, en los predios verdes que rodean la villa.
Hombres con monos de la Caja Rural que maldicen su vida y sus mujeres da repelúsntes y conducen sus vacas hasta malolientes establos con cancillas de metal, granjas medio ocultas en los oscuros bosques de viejos castaños; castañeros nudosos y retorcidos que en otoño parecen perfilar contra el horizonte la silueta de auténticos monstruos.
Yo suspiraba, más que vivía, habitando aquella villa de Salas. Soñaba con ligarme alguna de las pocas adolescentes que allí había, y preñarla y llevarla a mi piso y vivir con ella. Pero eso no pasaría porque yo ya era platanovieja a mis 30 años.
Total, que mi única motivación diaria era limpiar el pilinguiclub NENA´S.
El pilinguiclub era propiedad de un narcotraficante local llamado JACINTÓN, un enorme tiparraco de casi dos metros, ancho como un tractor y con fama de mamporrero. Pasaba perico, y entraba apestando a estiércol de atender el ganado por el pilinguiclub en el que trabajaban "sus gatas" como Pedro por su casa, porque aquella era su casa, su propiedad, ellas eran sus pilinguis.
Jacintón tenía 47 años y era prejubilado de la mina, y además poseía fincas y ganado, todo a nombre de su mujer Hortensia. Entre uno y otro le llovía el dinero. Era respetado y temido, y adorado y venerado, por todas las tristes almas de Salas.
En cualquier mesa familiar de Salas, a la hora de comer, el nervioso y disfuncional padre de turno decía a su hijo de 20 años (seguramente en el paro) que estaba a ver "si Jacintón le conseguía algún oficio o labor". Muchos viejos desdentados de la zona le hubieran chupado la platano a gusto al prepotente Jacintón. Y más de un hijo extraviado tenía por ahí, que como cual cuco ponía leche en casas ajenas para que los campesinos pobretones y betazos cuidaran la simiente alfa.
Por supuesto, Jacintón tenía parentela protectora en el Ayuntamiento. Era como un noble platanobrava.
Mi primo lo conocía, y por eso me había conseguido aquel trabajo. Ningún habitante de Salas quería aquel trabajo, "por el qué dirán". Aunque muchos hombres de la zona fueran visitantes asiduos de las pilinguis que allí jovenlandesaban.
Mi trabajo consistía en limpiar leches costrosas de las habitaciones, sacar compresas y condones de los wáteres, desincrustar los frenazos de cosa, limpiar ventanas, cenizeros, fregar suelos, hacer las habitaciones....Me pasaba todas las mañanas allí trabajando.
En ocasiones Jacintón me llamaba a las tantas de la mañana para que fuera allí a limpiar alguna vomitona o charco de sangre, normalmente generado por la paliza de Jacintón a algún aldeano que se había sobrepasado con alguna fruta. Otras por esfínteres de pilinguis rotos.
En general yo veía poco a Jacintón, a la que más veía y con la que más tarto hablaba era con la "jefa", la madame de las cortesanas, Rosaliz, una venezolana cuarentona, subida de peso, de piernas celulíticas y enormes berzas y labios gruesos como gusanos rellenitos.
Aquella tía parecía una vampiresa, siempre vistiendo con una cortísima minifalda de color de cuero, dejando a la vista sus jamones morenos por entero, piernotas que ellas aceitaba para más sensualidad, y con los labios pintados en rojo, además de un balcón abismal en un top gótico con cadenas por el que enseñaba unas berzas de vaca lechera, pechos que a pesar de ser muy morenos dejaban entrever unas venotas desagradables pero morbosas.
A Rosaliz pocos la montaban, pese a todo, pues las rumanas, negras, venezolanas y ecuatorianas que había en la sala lounge del NENA´S eran todas veinteañeras de cuerpos escultóricos. Los labriegos y jubilados malolientes tenían bien dónde escoger.
Como yo de aquella no tenía coche, había de subir por un atajo que hay de Salas al pilinguiclub, el cual cruza un siniestro bosque por el que nadie pasa. Cuando iba a las urgencias de limpieza nocturnas era Jacintón quien me venía a buscar, borracho y empericado y maldiciendo.
La caminata a través del bosque hasta el NENA´S se volvía meditativa, silenciosa, con augurios de capilla. En otoño e invierno los árboles pelados, y las almas se acongojaban nada más adentrar unos pasos por aquella senda, y todos volvían a Salas, a consumirse bajo la atenta mirada de la torre medieval, lo único eterno de Salas junto con su miseria.
Las lechuzas ululaban por el bosque, los astutas furtivos escapaban a mi paso y la fragosidad del camino por entre aquel oscurísimo vallejo me daban un no sé qué de desesperación.
Eso al principio, luego era como que disfrutaba con aquella sordidez bucólica, con mi suerte extraña por aquel alfoz, y me regocijaba en lo que hacía, en mis tareas de limpieza de leche, sangre y vómitos mientras hablaba con Rosaliz, que encendía un cigarro tras otro, y cruzaban sus obesas piernas rugosas aceitadas y me pedía constantemente ayuda con problemas ofimáticos de su ordenador, donde llevaba las cuentas "del bar".
Un día no pude más y tuve que arrodillarme ante aquella disoluta faraona, y empecé a lamerle las obesas piernas y ella reía. Me metí sus pies en la boca, ella escupía y yo extendía con mi lengua su saliva por aquellos jamonazos, y finalmente fuimos a una habitación y le comí el shishi a la reina fruta vampiresa hasta el 1,2 3, SPLASH!
Y después la monté, y allí quedamos intercambiando cariño.
Desde aquel día semejantes pecados fueron costumbre, y yo ya salía más tarde de limpiar, y en vez de a la hora a comer, llegaba a Salas sobre las cinco de la tarde, harto de comer shishi de fruta vieja, que ya el olor de su vagina en carpacho se adhería crónicamente al olor de mi aliento.
A las 8 iba con las viejecitas a la iglesia de Salas, y todas las ancianas y mujerones de la zona me miraban mal, porque sabían dónde trabajaba, el lugar de vicio y pecado en el que se perdían sus hijos y nietos y maridos sin remedio. Y era como que olían en mí el olor a sudor, saliva, perfume rancio y fluidos de Rosaliz, la reina vampira que vivía y gestionaba el NENA´S de Jacinton.
Dejé de ir a misa y confesar mis horribles actos lujuriosos con Rosaliz, porque en verdad os digo que creía pesar sobre mí el juicio disgustado de VALDÉS SALAS, cuya tumba renacentista se hallaba en la iglesia.
Así era mi vida en el NENA´S de Salas...
La lobreguez de Salas era doble; era física, porque Salas andaba arracimado en torno al río Nonaya, como encajado, como si los bloques de edificios modernos hubieran sido ahí puestos para contener las crecidas del extraño río serpenteante; y era lobreguez del alma, también, porque en Salas no existía la juventud, y los pocos que pudiera haber deseaban ya la mayoría de edad para largarse a la capital ovetense o a Gijón o Madrid o cualquier andurrial civilizado del mundo
En Salas hay muchos viejos flematosos, jubilados, de la mina, de lo agrario, de todo oficio bruto. Y también hay aún trabajadores de mediana edad y tristísima mirada que siguen cuidando vacas lecheras, enormes y deformes, en los predios verdes que rodean la villa.
Hombres con monos de la Caja Rural que maldicen su vida y sus mujeres da repelúsntes y conducen sus vacas hasta malolientes establos con cancillas de metal, granjas medio ocultas en los oscuros bosques de viejos castaños; castañeros nudosos y retorcidos que en otoño parecen perfilar contra el horizonte la silueta de auténticos monstruos.
Yo suspiraba, más que vivía, habitando aquella villa de Salas. Soñaba con ligarme alguna de las pocas adolescentes que allí había, y preñarla y llevarla a mi piso y vivir con ella. Pero eso no pasaría porque yo ya era platanovieja a mis 30 años.
Total, que mi única motivación diaria era limpiar el pilinguiclub NENA´S.
El pilinguiclub era propiedad de un narcotraficante local llamado JACINTÓN, un enorme tiparraco de casi dos metros, ancho como un tractor y con fama de mamporrero. Pasaba perico, y entraba apestando a estiércol de atender el ganado por el pilinguiclub en el que trabajaban "sus gatas" como Pedro por su casa, porque aquella era su casa, su propiedad, ellas eran sus pilinguis.
Jacintón tenía 47 años y era prejubilado de la mina, y además poseía fincas y ganado, todo a nombre de su mujer Hortensia. Entre uno y otro le llovía el dinero. Era respetado y temido, y adorado y venerado, por todas las tristes almas de Salas.
En cualquier mesa familiar de Salas, a la hora de comer, el nervioso y disfuncional padre de turno decía a su hijo de 20 años (seguramente en el paro) que estaba a ver "si Jacintón le conseguía algún oficio o labor". Muchos viejos desdentados de la zona le hubieran chupado la platano a gusto al prepotente Jacintón. Y más de un hijo extraviado tenía por ahí, que como cual cuco ponía leche en casas ajenas para que los campesinos pobretones y betazos cuidaran la simiente alfa.
Por supuesto, Jacintón tenía parentela protectora en el Ayuntamiento. Era como un noble platanobrava.
Mi primo lo conocía, y por eso me había conseguido aquel trabajo. Ningún habitante de Salas quería aquel trabajo, "por el qué dirán". Aunque muchos hombres de la zona fueran visitantes asiduos de las pilinguis que allí jovenlandesaban.
Mi trabajo consistía en limpiar leches costrosas de las habitaciones, sacar compresas y condones de los wáteres, desincrustar los frenazos de cosa, limpiar ventanas, cenizeros, fregar suelos, hacer las habitaciones....Me pasaba todas las mañanas allí trabajando.
En ocasiones Jacintón me llamaba a las tantas de la mañana para que fuera allí a limpiar alguna vomitona o charco de sangre, normalmente generado por la paliza de Jacintón a algún aldeano que se había sobrepasado con alguna fruta. Otras por esfínteres de pilinguis rotos.
En general yo veía poco a Jacintón, a la que más veía y con la que más tarto hablaba era con la "jefa", la madame de las cortesanas, Rosaliz, una venezolana cuarentona, subida de peso, de piernas celulíticas y enormes berzas y labios gruesos como gusanos rellenitos.
Aquella tía parecía una vampiresa, siempre vistiendo con una cortísima minifalda de color de cuero, dejando a la vista sus jamones morenos por entero, piernotas que ellas aceitaba para más sensualidad, y con los labios pintados en rojo, además de un balcón abismal en un top gótico con cadenas por el que enseñaba unas berzas de vaca lechera, pechos que a pesar de ser muy morenos dejaban entrever unas venotas desagradables pero morbosas.
A Rosaliz pocos la montaban, pese a todo, pues las rumanas, negras, venezolanas y ecuatorianas que había en la sala lounge del NENA´S eran todas veinteañeras de cuerpos escultóricos. Los labriegos y jubilados malolientes tenían bien dónde escoger.
Como yo de aquella no tenía coche, había de subir por un atajo que hay de Salas al pilinguiclub, el cual cruza un siniestro bosque por el que nadie pasa. Cuando iba a las urgencias de limpieza nocturnas era Jacintón quien me venía a buscar, borracho y empericado y maldiciendo.
La caminata a través del bosque hasta el NENA´S se volvía meditativa, silenciosa, con augurios de capilla. En otoño e invierno los árboles pelados, y las almas se acongojaban nada más adentrar unos pasos por aquella senda, y todos volvían a Salas, a consumirse bajo la atenta mirada de la torre medieval, lo único eterno de Salas junto con su miseria.
Las lechuzas ululaban por el bosque, los astutas furtivos escapaban a mi paso y la fragosidad del camino por entre aquel oscurísimo vallejo me daban un no sé qué de desesperación.
Eso al principio, luego era como que disfrutaba con aquella sordidez bucólica, con mi suerte extraña por aquel alfoz, y me regocijaba en lo que hacía, en mis tareas de limpieza de leche, sangre y vómitos mientras hablaba con Rosaliz, que encendía un cigarro tras otro, y cruzaban sus obesas piernas rugosas aceitadas y me pedía constantemente ayuda con problemas ofimáticos de su ordenador, donde llevaba las cuentas "del bar".
Un día no pude más y tuve que arrodillarme ante aquella disoluta faraona, y empecé a lamerle las obesas piernas y ella reía. Me metí sus pies en la boca, ella escupía y yo extendía con mi lengua su saliva por aquellos jamonazos, y finalmente fuimos a una habitación y le comí el shishi a la reina fruta vampiresa hasta el 1,2 3, SPLASH!
Y después la monté, y allí quedamos intercambiando cariño.
Desde aquel día semejantes pecados fueron costumbre, y yo ya salía más tarde de limpiar, y en vez de a la hora a comer, llegaba a Salas sobre las cinco de la tarde, harto de comer shishi de fruta vieja, que ya el olor de su vagina en carpacho se adhería crónicamente al olor de mi aliento.
A las 8 iba con las viejecitas a la iglesia de Salas, y todas las ancianas y mujerones de la zona me miraban mal, porque sabían dónde trabajaba, el lugar de vicio y pecado en el que se perdían sus hijos y nietos y maridos sin remedio. Y era como que olían en mí el olor a sudor, saliva, perfume rancio y fluidos de Rosaliz, la reina vampira que vivía y gestionaba el NENA´S de Jacinton.
Dejé de ir a misa y confesar mis horribles actos lujuriosos con Rosaliz, porque en verdad os digo que creía pesar sobre mí el juicio disgustado de VALDÉS SALAS, cuya tumba renacentista se hallaba en la iglesia.
Así era mi vida en el NENA´S de Salas...
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