David_
Madmaxista
- Desde
- 5 Abr 2007
- Mensajes
- 7.350
- Reputación
- 11.955
No he leído la crítica. No he visto la película. Y así será.
Si es que no hace falta, basta con ojearla, mujeres forzadas, traumas de cosa, lo de siempre, NWO y gaieo a patadas...
A Almodóvar hay que odiarle. Apretar los dientes y sentirse agraviado por cada uno de sus planos perfectos, por su manierismo riguroso, por su tonalidad y esplendor geométrico. Hace tiempo que el cineasta (también llamado director manchego) concibe sus películas como una provocación, como un ejercicio contradictoriamente luterano, por exuberante y ascético a la vez, de rebatir cada uno de los sometimientos de lo privado frente la imposición de lo público. Buena parte de su filmografía es una refutación estrictamente política, por personal, de todo lo que ata e inhibe el poder liberador del deseo. Suena tremendo y lo es.
En su ideario, la estética nace desde un profundo convencimiento ético que entiende el melodrama como una herramienta para desarmar la cargante, obtusa y maleducada normatividad de lo real. Y eso irrita. Molesta por lo que tiene de anómalo empeñarse en cambiarlo todo, en discutirlo todo. Su cine coloca al espectador ante la incómoda tesitura de aceptar como propio un universo ordenado en su exageración donde cada una de sus piezas rebate la cotidianidad. Pero desde dentro. Y eso descoloca y, ya se ha dicho, hasta cabrea. Pero también, y aquí el bálsamo del repruebo bien entendido, desvela y descubre nuevos espacios. Y pocas películas tan tras*parentes en este ideario irritantemente subversivo como Madres paralelas, el más delicado, contundente, claro y valiente incluso trabajo de Almodóvar en tiempo.
Todo en ella está a la vista. Nada se esconde. Todo se dice, todo se describe, todo se convierte primero en relato y luego, finalmente, en mito. Es, si se quiere, el último y más pulido ejemplo de cine que se escucha desde el cuestionamiento de cada palabra. En la paradoja de una imagen perfectamente organizada de colores brillantes y primarios (obra sabia del director de fotografía José Luis Alcaine) encerrada en un texto que funciona como un metrónomo, se advierte la virtud más evidente de un cine barroco que huye de barroquismos, de un cine adjetivado exclusivamente con sustantivos, de un cine profundo en la calma tensa de su superficie. Mención especial para el trabajo rugoso y diáfano empeñado en dar volumen a cada plano de la música de Alberto Iglesias. Todo se antoja perfectamente familiar y, sin embargo, desplazado del lugar donde se supone que debería estar, fuera de su sentido más común. Y eso incomoda y, mucho más relevante, abre los ojos. Su rigor ético lo es por estético. Y al revés.
La película cuenta la historia de dos mujeres, Janis (Penélope Cruz) y Ana (Milena Smit), las dos solas y las dos madres recientes. Memorable ese arranque trastabillado en el que se asiste a la coreografía dodecafónica de dos partos sincronizados. La primera de las mujeres raya la cuarentena, la otra apenas ha salido (mal) de la adolescencia. La primera es bisnieta de desaparecido en la Guerra Civil y tiene muy presente cada una de sus ausencias. Creció con su abuela y con el recuerdo que ésta mantenía tozuda de su padre justo antes de ser asesinado. La segunda, en cambio, es hija de amnésicos funcionales y apolíticos por principio. Desmemoriados culpables. Nada del pasado les importa, aunque sea precisamente ese pasado el que condiciona su presente y, por edad, su futuro. La primera quedó embarazada en un acto de amor. La segunda fue amada sin consentimiento.
Desde aquí, Almodóvar, de la mano de la proverbial interpretación de una Penélope Cruz desmesurada y perfecta en cada detalle y con la ayuda de una sorprendente Smit en su prudente quietud, compone un viaje emocional para un feliz enfado, para una incomodidad iluminada. Aunque el ruido de los titulares sitúe la cinta casi exclusivamente en el debate de la memoria histórica, la película quiere y alcanza mucho más. O, mejor, mucho más adentro. Madres paralelas se esfuerza en retratar no tanto un vínculo sagrado como una construcción social. No se trata de mistificar la maternidad sino de rescatarla de todas las frases hechas e imposiciones sobadas. Y con ella, al resto. Es la propia realidad, la nuestra, la que es cuestionada desde el convencimiento de que la memoria, como la propia posibilidad de una sociedad justa, se construye en común desde la permanente discusión de lo dado. La estética es sólo comprensible desde la ética. Y al revés. Y eso, ya se ha dicho, irrita.
La película se aleja de los laberintos concéntricos de los trabajos más recientes del director para, si se quiere, recuperar ese melodrama perfectamente consciente de su pomposidad que compone la definición más a mano de la obra director. No en balde, la idea del guión ya estaba ahí desde hace tanto e incluso el nombre de la película (Madres paralelas) ya aparecía como póster en una escena perdida y ahora encontrada de Los abrazos rotos. Pero esta vez la diana de su crítica y de su pesar es, por qué no, él mismo. No deja de ser relevante que el director que ha pasado por ser el más preclaro de los impulsores y hasta emblema de la fiebre lúdica y festiva de la Movida y de la tras*ición a ella debida (o al revés) sea ahora su refutador más cabal. En el intento desesperado por hacer borrón y cuenta nueva se olvidó a los que la dictadura ya había olvidado. Doble, inmoral e injustificado castigo. Y en esa autoimpugnación estamos todos. Pocas películas tan lúcidas y tan brillantemente incómodas. Pocas veces antes mereció tanto la pena incluso reprobar. Odiarse a uno mismo como terapia y catarsis. Como virtud. El repruebo como bella arte. Y luego están los ladridos, pero eso es otra cosa.
+Insistir en el brillante trabajo de Penélope Cruz se antoja ya un lugar común. Janis de Madres paralelas rima con Raimunda de Volver.-El irreal ejército de nanas y asistentas con el que se manejan los personajes de la cinta más que molestar, enternece.
Si es que no hace falta, basta con ojearla, mujeres forzadas, traumas de cosa, lo de siempre, NWO y gaieo a patadas...
Madres paralelas: Almodóvar culmina su viaje a la memoria
A Almodóvar hay que odiarle. Apretar los dientes y sentirse agraviado por cada uno de sus planos perfectos, por su manierismo riguroso, por su tonalidad y esplendor geométrico. Hace t
www.elmundo.es
A Almodóvar hay que odiarle. Apretar los dientes y sentirse agraviado por cada uno de sus planos perfectos, por su manierismo riguroso, por su tonalidad y esplendor geométrico. Hace tiempo que el cineasta (también llamado director manchego) concibe sus películas como una provocación, como un ejercicio contradictoriamente luterano, por exuberante y ascético a la vez, de rebatir cada uno de los sometimientos de lo privado frente la imposición de lo público. Buena parte de su filmografía es una refutación estrictamente política, por personal, de todo lo que ata e inhibe el poder liberador del deseo. Suena tremendo y lo es.
En su ideario, la estética nace desde un profundo convencimiento ético que entiende el melodrama como una herramienta para desarmar la cargante, obtusa y maleducada normatividad de lo real. Y eso irrita. Molesta por lo que tiene de anómalo empeñarse en cambiarlo todo, en discutirlo todo. Su cine coloca al espectador ante la incómoda tesitura de aceptar como propio un universo ordenado en su exageración donde cada una de sus piezas rebate la cotidianidad. Pero desde dentro. Y eso descoloca y, ya se ha dicho, hasta cabrea. Pero también, y aquí el bálsamo del repruebo bien entendido, desvela y descubre nuevos espacios. Y pocas películas tan tras*parentes en este ideario irritantemente subversivo como Madres paralelas, el más delicado, contundente, claro y valiente incluso trabajo de Almodóvar en tiempo.
Todo en ella está a la vista. Nada se esconde. Todo se dice, todo se describe, todo se convierte primero en relato y luego, finalmente, en mito. Es, si se quiere, el último y más pulido ejemplo de cine que se escucha desde el cuestionamiento de cada palabra. En la paradoja de una imagen perfectamente organizada de colores brillantes y primarios (obra sabia del director de fotografía José Luis Alcaine) encerrada en un texto que funciona como un metrónomo, se advierte la virtud más evidente de un cine barroco que huye de barroquismos, de un cine adjetivado exclusivamente con sustantivos, de un cine profundo en la calma tensa de su superficie. Mención especial para el trabajo rugoso y diáfano empeñado en dar volumen a cada plano de la música de Alberto Iglesias. Todo se antoja perfectamente familiar y, sin embargo, desplazado del lugar donde se supone que debería estar, fuera de su sentido más común. Y eso incomoda y, mucho más relevante, abre los ojos. Su rigor ético lo es por estético. Y al revés.
La película cuenta la historia de dos mujeres, Janis (Penélope Cruz) y Ana (Milena Smit), las dos solas y las dos madres recientes. Memorable ese arranque trastabillado en el que se asiste a la coreografía dodecafónica de dos partos sincronizados. La primera de las mujeres raya la cuarentena, la otra apenas ha salido (mal) de la adolescencia. La primera es bisnieta de desaparecido en la Guerra Civil y tiene muy presente cada una de sus ausencias. Creció con su abuela y con el recuerdo que ésta mantenía tozuda de su padre justo antes de ser asesinado. La segunda, en cambio, es hija de amnésicos funcionales y apolíticos por principio. Desmemoriados culpables. Nada del pasado les importa, aunque sea precisamente ese pasado el que condiciona su presente y, por edad, su futuro. La primera quedó embarazada en un acto de amor. La segunda fue amada sin consentimiento.
Douglas Sirk o el propio Fassbinder no podrían estar más de acuerdo con este planteamiento estridente y majestuoso, excepcional y muy corriente al mismo tiempo, capaz a la vez de hacer casar los más altos principios con las más bajas pasiones; la memoria de una progenitora, con la de un país entero. Y, de nuevo, es ahí, en la descomposición de lo cotidiano, en la invocación de lo sublime en cada uno de los gestos quizá ridículos, donde Almodóvar se hace grande hasta la incomodidad. Hasta la excelencia incluso. No queda otra que perder la compostura ante la puntual descripción de dos madres tras*formadas en unas auténticas virtuosas de cada una de sus dudas. Son madres que aceptan su imperfección como una posibilidad y, dado el caso una liberación.Pocas películas tan tras*parentes en su ideario irritantemente subversivo, el más delicado, contundente, claro y valiente incluso trabajo de Almodóvar en tiempo
Desde aquí, Almodóvar, de la mano de la proverbial interpretación de una Penélope Cruz desmesurada y perfecta en cada detalle y con la ayuda de una sorprendente Smit en su prudente quietud, compone un viaje emocional para un feliz enfado, para una incomodidad iluminada. Aunque el ruido de los titulares sitúe la cinta casi exclusivamente en el debate de la memoria histórica, la película quiere y alcanza mucho más. O, mejor, mucho más adentro. Madres paralelas se esfuerza en retratar no tanto un vínculo sagrado como una construcción social. No se trata de mistificar la maternidad sino de rescatarla de todas las frases hechas e imposiciones sobadas. Y con ella, al resto. Es la propia realidad, la nuestra, la que es cuestionada desde el convencimiento de que la memoria, como la propia posibilidad de una sociedad justa, se construye en común desde la permanente discusión de lo dado. La estética es sólo comprensible desde la ética. Y al revés. Y eso, ya se ha dicho, irrita.
La película se aleja de los laberintos concéntricos de los trabajos más recientes del director para, si se quiere, recuperar ese melodrama perfectamente consciente de su pomposidad que compone la definición más a mano de la obra director. No en balde, la idea del guión ya estaba ahí desde hace tanto e incluso el nombre de la película (Madres paralelas) ya aparecía como póster en una escena perdida y ahora encontrada de Los abrazos rotos. Pero esta vez la diana de su crítica y de su pesar es, por qué no, él mismo. No deja de ser relevante que el director que ha pasado por ser el más preclaro de los impulsores y hasta emblema de la fiebre lúdica y festiva de la Movida y de la tras*ición a ella debida (o al revés) sea ahora su refutador más cabal. En el intento desesperado por hacer borrón y cuenta nueva se olvidó a los que la dictadura ya había olvidado. Doble, inmoral e injustificado castigo. Y en esa autoimpugnación estamos todos. Pocas películas tan lúcidas y tan brillantemente incómodas. Pocas veces antes mereció tanto la pena incluso reprobar. Odiarse a uno mismo como terapia y catarsis. Como virtud. El repruebo como bella arte. Y luego están los ladridos, pero eso es otra cosa.
+Insistir en el brillante trabajo de Penélope Cruz se antoja ya un lugar común. Janis de Madres paralelas rima con Raimunda de Volver.-El irreal ejército de nanas y asistentas con el que se manejan los personajes de la cinta más que molestar, enternece.
Última edición: