El metal de los muertos - Concha Espina

EL CURIOSO IMPERTINENTE

Será en Octubre
Desde
17 May 2011
Mensajes
29.088
Reputación
60.469
1505924843_031012_1505924931_noticia_normal.jpg

39892276.jpg

-Estas pizarras cristalinas tan viejas como
el mundo, quiza en su origen ardieron
con los antiguos océanos candentes y
soportaron después el frío pétreo de la
congelación; acaso desde las primiti-
vas edades geológicas sintieron arras-
tradas sus arenas por un movimiento
molecular de infinita lentitud y colmaron así las entrañas
con sedimentos metalíficos, concentrándose en rocas hen-
chidas de filones, sometidas al descenso y a la sublimación
durante miles de centurias. Guardaron entonces en la caja
plutónica de sus criaderos los caudales preciosos, hierro y
azufre, oro y cobre, plata y zinc, con partes de otras muchas
riquezas reveladas a la luz por mantos y crestones, desbor-
damiantes peregrinos en formas de corrientes lávicas, dure-
zas de pórfidos y marinóles, alabastros y joyas de cristal.
Corrían por sus vasos las caldas misteriosas del vitriolo, en
sus médulas vírgenes temblaba pulsativa la oscura gesta-
ción de los abismos, y avanzaban en callado tumulto de Le-
vante a Poniente, con extraordinaria longitud, a mil metros
por encima del mar, sobre una tierra hermosa y regalada,
mientras el aire y el sol les vestían el altivo dorso con tú-
nica de selvas y de bosques.

Así crecieron estas montañas, puras y virtuosas como las
de Mercurio, el planeta de los metales donde no se explo-
tan los filones entre la sangre y el barro, y gozaban sere-
namente los privilegios de su vida, manifestando las evi-
dencias de Dios.

Pero la humanidad que anduvo al otro lado de la Histo-
ria, empezaba a sentir en los ojos la fascinación de los
afloramientos minerales y en el alma las primeras tentacio-
nes de la codicia; y los ásperos balbuceos de la industria
pusieron hachas, martillos y escoplos en el dormido espi-
nazo de la roca; el troglodita adornó su caverna con amu-
letos labrados en el jaspe y la diabasa de la región: los
montes comenzaban a sufrir picaduras de las herramientas
fundamentales, hendidos por leves hoyos como un panal...

Rodando los siglos arribó a la costa cercana «un bajel
de Samos, empujado por el viento»; sus tripulantes, en
amistad con los iberos de la serranía, cambiaron bálsamos,
púrpuras y gomas, por el oro, la plata y el cobre gris, y des-
de aquel suceso, Tartéside vino a ser en el arcano de la
península occidental la Tharsis española, ensalzada por la
Biblia como tierra de promisión.

Ya las pizarras gemían redolentes bajo la usura de los
fenicios, mientras las naves del rey de Hirán, unidas a las
flotas de Salomón, saciaban sus voracidades en el tesoro
del país. Los rudos instrumentos de la piedra quedaban se-
pultados entre escombros de otra más eficaz explotación;
los fecundos senos del cristal no pudieron servir de apaci-
bles jovenlandesadas a Vulcano, el celeste forjador que adornaba el
palacio de Venus con estrellas cobrizas. Y convinieron a
Plutón, el dios infernal, habitante de la eterna espesura
dominador impasible de los muertos.

Convertíase en maravilla del mundo el gran templo de
los judíos, mediante la brillantez de los oricalcos, «el cobre
de la montaña»; se engrandecían Tiro y Sidón con las exca-
vaciones hechas por los asiáticos en «el misterioso confín»;
y ya los tartesios no estaban conformes en trocar sus minas
por leyes rimadas, poemas escritos, abecedarios y perfumes.

Todas las pasiones que dan su fuerza a la avaricia em-
pezaron a rugir en las alturas dominadas por el castillo del
rey sabio desde el cerro que aún lleva su nombre. Acudie-
ron romanos y cartagineses al señuelo del botín, encruele-
cidos ante el polvo que se convierte en monedas, dispután-
dose la fabricación de los discos gente de izquierdas, semejantes a co-
rolas.
No hubo compasión para los criaderos grávidos y profun-
dos, ni para los hombres perversoss y tristes.

Roma la emperatriz quedó por dueña de las cumbres y
las sometió bajo el arco de la fin. Más de veinte mil
esclavos fueron hundidos en la repulsiva oscuridad al tra-
vés de pozos y socavones. Medían el tiempo interminable
de su trabap por la lumbre de los candiles y se arrastraban
lo mismo que culebras por los pasillos estrechos, cargándo-
se a hombros el mineral para tras*mitir de mano en mano
la tierra sombría, como los griegos las rútilas antorchas en
los juegos olímpicos, de tal suerte, que sólo el último de
aquellos hombres veía la claridad del sol.

forzado sin piedad el seno ruboroso de los montes, que-
dó el espanto desnudo en el fondo de la sima, porque se
rebelaba contra el secuestro la trágica omnipotencia de la
roca y defendía sus carnes, desatando las lívidas lagunas,
los ácidos venenosos, los bárbaros gritos de las fallas, como
si también las piedras tuviesen un sentimiento racional,
una especie de humana volición.

Surgían de las lumbreras unos mineros, calientes del fue-
go subterráneo, dolorosos y moribundos, mientras crecían
los guanoles erguidos en columnas monstruosas, crujían
candeladas y bariteles, y el progreso audacísimo de la me-
talurgia mezclaba en los fosados con los catinos de Sagun-
to y las hidrias de Italia testimonos de nueva civilización,
los eslabones de las cadenas, las argollas y los pernos de
los grilletes. La historia infame de la esclavitud se enne-
grecía con la sed del oro: era preciso, a costa de las vidas
inocentes, acuñar medallas frías como el hielo, del pálido
tonalidad de la envidia, con el orgulloso perfil de reyes y empe-
radores.

Centenares de años en activa industria consiguieron de-
sollar cimas y laderas, hundir quebradas, ejercer en valles
y lomas inmensas depresiones, cegar de cadáveres los mi-
nados, entorpecer con espantosa negrura toda la vege-
tación.

Y hace larguísimo tiempo que el dolor sube allí del fondo
de las torrenteras y extiende su luto en el paisaje, del cual
dice Rodrigo Caro en el siglo XVII.

«Apenas se puede caminar una legua sino es pisando es-
corias y carbones, y viendo a una y otra parte minada la se-
rranía, abrasadas las peñas, sacadas de su asiento y preci-
pitadas en los valles, partidos grandes cerros y los demás
amenazando ruina. No puedo negar el movimiento que tan
horrendo espectáculo causó en mí, con noble admiración,
cómo aquello hizo lástima y novedad a mis ojos. Porque ¿a
quién no admirara ver que el atrevimiento humano osase
tanto \ que fuera más dura la hambre del oro que la dureza
de las peñas? Parecióme que no cumplía con la obligación
de curioso si no entraba en las cuevas de aquellos cerros
de donde robaron oro y plata escudriñando sus entrañas, y
me atreví a discurrir algo por aquellos oscuros laberintos,
por donde los antiguos codiciosos habían buscado sus pre-
ciosos peligros, admirado de que, huyendo de la luz del sol,
apeteciesen así tan ciegamente la amarillez del metal y que
inquietasen aún en el profundo abismo aquel dios Plutón
que juntamente perseguían y adoraban. No osaba pasar con
los pies más adelante ni ya el oficio de los ojos me servía;
mas la consideración penetraba aquellas sombras que me
leían presentes escarmientos, y volviendo al principio de
las cuevas no sabía apartarme de ellas, medroso y asombra-
do. Consideraba desde aquella altura que en el mismo lugar
estuvieron aquellos inhumanos mortales, y se pondrían a
mirar cómo la mitad de un monte arrancado con violencia
de su asiento se precipitaba en el valle con espantoso rui-
do, holgándose ellos de ver la ruina de la naturaleza y ad-
mirándome yo de que tan grande estrago no fuese premio
de hallar el oro, sino de buscarle. Cercanos a estas anti-
guas minas se ven montes de carbones y guanos que ha-
cen competencia en altura a los otros naturales, mas no
permitió la naturaleza que estas cenizas en que la atrevida
codicia dejó escrita la memoria de sus triunfos, tuviesen
comercio con ella, y así las infamó con neցro horror y eter-
na esterilidad, no dando lugar a que allí naciese árbol ni
hierba, que con su frescura adornase aquellas reliquias, a
cuyo precio vendió España su libertad y fabricó las cadenas
de su servidumbre...»


Los árabes no sintieron la ambición de los metales, sino
para labrarlos. Pueblo artista y sensual, quiso de España,
mejor que la riqueza, la hermosura, y en su poder los pala-
cios y jardines, hallaron más cultivo que la brutal socava
de los filones: en aquel período las mineras del Rey no ser-
vían más que de castigo a los penados y de cementerio a
los difuntos.

Mucho más tarde, en pleno «siglo de las luces» y la sen-
sibilidad, no eran hombres, eran niños los que tras*porta-
ban el mineral de uno en otro, esclavos de la siniestra red
de las galerías, sacudidos por ráfagas de sombra. Con ellos,
antes y después, las víctimas del oto encamado rodaron a
millones en la explotación o cayeron bajo la «podredumbre
del hospital » empujadas pjr la codicia, ese vicio incurable
qu2 diforma los sentimientos, excluye el sacrificio y pa-
raliza el noble esfuerzo humano.

Y todas las monedas que se acuñan a expensas de este
enorme delito contra las leyes del divino Sembrador han
merecido siempre llamarse el metal de los muertos.


-----


—Si corre el viento de la mar— dice Vicente Rubio seña-
lando el vapor que vomita la ingente chimenea—, no hay
'quien respire en estos lugares, ni mucho menos a la boca
de los hornos, porque se aterran los humos cargados de
arsénico, y los fundidores se asfixian debajo de las cam-
panas.

Cuenta después algunos episodios referentes a las anti-
guas teleras. Alcanzó muy bien aquellos tiempos de la to-
rrefacción de piritas en montones al aire libre, con las man-
tas de humo echadas como un sudario sobre la vegetación,
desde aquel mismo paraje hasta el límite de Portugal, in-
cendios que convertían en ácido sulfuroso más de doscien-
tas mil toneladas de azufre cada año.

— ¡Se acabaron en la serranía los huertos y los bosques! —
añora el minero que se siente campesino. «

Y vuelven todos la mirada inquieta hacia el estrecho
valle que llaman de Lucifer, donde se guarecen las fundi-
ciones y se nutren los laboratorios y las cribas, la central
eléctrica y los estanques de cementación.
 
Última edición:
Volver