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El mercado inmobiliario ya no es lo que era. ¿En qué clase de lío nos han metido y cómo se sale de él?

Por si interesa:

Me permitirán, otra vez, que me meta en el terreno de los economistas, como ya lo hice en el primer artículo que está revista me publicó hace ahora exactamente tres números. Allá por otoño de 2008.

Lo haré, como ya habrán deducido por el título de este otro, para hablar de la crisis económica que, supongo, ya podemos bautizar como “la del 2007″. También deducirán de ese mismo título que para hacer esta nueva incursión desde el mundo de la Historia en el de nuestros -casi siempre- amigos y vecinos, los economistas, me voy a centrar en uno de los peores síntomas de la misma. Es decir, la voladura, en absoluto controlada, del mercado inmobiliario. Efecto de la crisis especialmente visible -y más que preocupante- en algunas de las economías del mundo que llaman “desarrollado”.

Un desagradable fenómeno que se ha cebado, por ejemplo, en la de Estados Unidos de Norteamérica, en la de países grandes y medianos de la Unión Europea, como Gran Bretaña y España, o decididamente más pequeños, como es el caso de Irlanda.

Y es que ese agudo problema es un indicio verdaderamente interesante de, como reza el título de este trabajo, la clase de lío, como diría J. M Keynes, en el que nos han metido a un número demasiado alto -hasta ser peligroso para la propia salud del sistema- de sufridos contribuyentes-ciudadanos-productores. Personajes uno a uno anodinos, sin importancia, pero, en conjunto, sumamente relevantes, pues ellos -nosotros- forman -formamos- el que hasta julio de 2007 fue el eje del sistema. Es decir, el Mercado. Ese lugar más o menos imaginario que para existir necesitaba una producción constante y un consumo también constante. Justo lo que ahora ha empezado a fallar.

Sabemos que las razones por las que eso ocurre son diversas, pero en Estados Unidos, Gran Bretaña, España, Irlanda… uno de los principales motivos por los cuales el consumo, el gasto, en fin, el combustible del sistema se ha secado, radica, en origen, en el volumen de deuda acumulada en prestamos hipotecarios que se ha convertido en una trampa mortal al resquebrajarse el mercado laboral. Quién no sabe si mañana todavía tendrá para pagar el recibo mensual de la hipoteca contraída a treinta, cuarenta, cincuenta o cien años, como ocurre en Gran Bretaña, evidentemente no piensa en gastar dinero.

No más allá de lo básico. Y a veces ni siquiera en eso. Buena prueba de ello es el aumento del número de los que han empezado a frecuentar los comedores de caridad. Así la mayoría de los que aún son productores-consumidores están demasiado endeudados y amenazados de despido como para pensar en consumir. De hecho incluso antes de que se manifestase la crisis ya habían llegado al techo, al límite, de su capacidad de endeudamiento y gasto. Esa caída en el consumo, naturalmente, va minando progresivamente la producción, destruyendo puestos de trabajo. Lo cual, a su vez, mina nuevamente el consumo, en una retroalimentación que sólo puede ser funesta para el sistema.

Bien, he ahí el contorno, dibujado en pocos trazos, del lío en el que estamos metidos. Y supongo que se preguntarán ¿por dónde se sale de él? y que esperarán que este artículo, tal y como promete su título, se lo diga. Para eso es fundamental que localicemos a los culpables del desaguisado. Un paso elemental en toda investigación. Ya sea científica -como pretende serlo ésta- o de otro tipo. Vamos, pues, a buscar a los responsables de que esta situación tan crítica haya llegado a convertirse en una lacerante realidad.

Si de algo hay exceso en esta época de escaseces es de voces autorizadas que saben de quién es la culpa de todo este maldito embrollo. Incluida -seamos modestos- la mía propia. Entre todas ellas, sin embargo, me interesa presentarles a un grupo verdaderamente compacto que, dice, haber encontrado unos culpables de verdadero lujo: en última instancia los únicos responsables de toda esta debacle serían los malvadísimos productores-consumidores. Es decir, el común de los mortales que habitamos y vivimos -o al menos lo intentamos- en el núcleo de la sociedad capitalista. Los autores de este, digamos, brillante argumento, son diversos comentaristas, fieles servidores, según todos los indicios, del Capitalismo de Libre Mercado, devotos creyentes, por tanto, en esa forma de religión centrada en un hecho tan imposible, según las Leyes de la Física que rigen nuestro Universo, como la Máquina de Movimiento Perpetuo. En este caso Económico.

Es difícil trazar su perfil. Algunos son simples espontáneos. Otros como Thomas L. Friedman, son economistas más o menos profesionales. Tampoco faltan historiadores como Gabriel Tortella, que, según parece, también se ha alineado con ese estado de opinión en su artículo publicado en “El País” de 28 de febrero. Todos ellos, sin embargo, tienen algo en común: repetir, a la menor ocasión, que la culpa de la crisis “la tenemos todos”. Con la boca generalmente pequeña, aluden a que -claro está, faltaría más- lo es de los bancos, o, como dice el aludido profesor Tortella, de “algunos” banqueros y negociantes inescrupulosos o -¡pobres!, ¡pobres criaturas!- que no han sabido gestionar bien los riesgos de sus operaciones. La culpa de nuestros problemas también lo es, por razones similares, de las empresas. Por supuesto para estos comentaristas, la Política, el Estado, también es un gran culpable de este asunto. Por no sé sabe bien qué excesos de intervención en los mecanismos del Libre Mercado (¡¿?!), ¡o por no haber intervenido en absoluto!, como subraya en una variación sobre ese tema el ya antes citado Gabriel Tortella en su artículo publicado en “El País” de 28 de febrero de este año terrible.

Finalmente la culpa de la crisis, y ahí sí que se deja notar énfasis en los artículos de este grupo de opinión, ha sido de los propios consumidores. Voraces criaturas con forma vagamente humana pero en realidad ambiciosos, deformes y da repelúsntes monstruos, egoístas hasta el punto de querer disfrutar de un nivel de vida decente. Ya saben, vacaciones pagadas, seguro médico, una jubilación digna, alguna que otra juerga entre horas y horas de trabajo… Ese tipo de odiosos vicios de la gente común que no acude al foro Davos ni pisa moqueta en la planta 33 de las grandes torres propiedad de bancos aún más grandes. Reprensibles conductas todas ellas que, siempre según estos comentaristas, habrían acabado por detonar esta crisis. Unos argumentos perfectamente reflejados, por ejemplo, en el citado artículo del profesor Tortella, en los cada vez más numerosos de Thomas L. Friedman, o en el que el director de redacción del periódico económico “Expansión” publicaba en ese rotativo el 7 febrero de 2009…

Casi puedo, estimados colegas consumidores-productores, oírles gritar, airados, “¡Eso de que la culpa es nuestra es una maldita mentira!”. Cálmense. Se lo ruego. Comprendo muy bien su actitud. Yo también soy del Tercer Estado, como se decía, a manera de consigna, entre los partidarios del cambio a comienzos de la Revolución de 1789, y no puedo creer que sea culpable de nada de todo lo que ha estado ocurriendo en los últimos veinte meses.

Pero darse un gran sofoco por la estupidez, el cinismo, la maldad, o una mezcla de las tres cosas en la que algunos parecen mojar sus plumas de escribir artículos de opinión, no creo que sea una buena idea. Más que nada porque perder la calma es el mejor modo de acabar perdiéndolo todo. Hasta una visión clara de las cosas y de cómo reaccionar ante una situación tan desesperada como la que se perfila detrás del horizonte. Tratemos, por tanto, de analizar esos argumentos y de desmontarlos con un criterio aséptico, científico. Para eso nacieron los “Cuadernos del Gustav”. Para eso se ha escrito este artículo.

Veamos pues a quién habría que acabar como culpables de la crisis del 2007, tal y como recomendaba no un peligroso bolchevique sino Philip Stephens, un comentarista político del conservador “Financial Times”. Si a los banqueros, como afirmaba Mr. Stephens, o a los productores-consumidores y al Estado como vienen a sugerir el profesor Tortella, Thomas L. Friedman o el director de redacción de “Expansión”.

Empecemos por analizar la responsabilidad de estos dos últimos actores del actual drama económico. Es decir, los productores-consumidores y el Estado.

Bien, creo que lo primero que debemos preguntarnos a ese respecto es si puede considerarse responsable de algo a alguien que no puede elegir. Por ejemplo, ¿podemos considerar a los esclavos responsables del sistema esclavista?, ¿o a los siervos de la gleba del Feudalismo?. Seguro que todos los que me leen ya han dado con la respuesta. Es sencilla: no.

Los responsables de que existiera el Esclavismo eran los que se beneficiaban de él, no aquellos que lo padecieron. Otro tanto, o casi, puede decirse de los siervos de la gleba. Lo eran no por gusto, no por profundos problemas psíquicos que les obligaban a vivir una vida dura, a veces perversos, sino porque, allá por el año 900 después de Cristo, los que trabajaban la tierra -y, de hecho, sostenían todo el tinglado de las sociedades feudales- no tenían otra alternativa.

Exactamente igual que ocurre hoy con la mayoría de los productores-consumidores del Capitalismo. Matices estéticos aparte, más bien engañosos, sólo tenemos dos alternativas: o servir al sistema o situarnos al margen de él para vivir una de esas vidas perversoss que podemos ver a diario en los rincones de nuestras ciudades. Los “homeless”, o vagabundos, o sin techo, o como se les quiera llamar, son la prueba viviente de qué les acaba ocurriendo a aquellos que no están dispuestos, por las razones que sea, a plegarse a la disciplina del sistema capitalista. No hay más margen de elección. A partir de ese punto cero empieza la famosa “carrera de ratas”, el “sálvese quién pueda”, que es la ideología dominante sobre la que ha funcionado el Capitalismo -especialmente desde 1981-, tratando de hacernos creer que ese era el único orden “natural” del Mundo, que las cosas siempre habían sido así.

Bien, aclarado, espero, nuestro grado de responsabilidad en la crisis económica, vayamos con más preguntas. ¿Qué pasa con el Estado?. Ese otro supuesto culpable de la debacle iniciada en el verano de 2007. ¿Es responsable del sistema capitalista y de sus desmanes en la misma medida en la que los senadores romanos lo podían ser del Esclavismo o los reyes medievales lo eran del Feudalismo?.

Bueno, aquí estoy seguro de que coincidirán conmigo y tendrán serias dudas a la hora de responder con otro resonante “no”. Probablemente les vendrán a la cabeza unos cuantos políticos -y otros representantes de eso que hemos dado en llamar “Estado”- que no son precisamente trigo limpio y que, de un modo u otro, por diversas razones que conocemos mejor o peor, dan la sensación de que, en fin, a todos los niveles, desde el municipal hasta el de los gobiernos locales y centrales, han callado y otorgado. Cuando no se han aprovechado, con todo descaro, de las peores ventajas que ofrecía el sistema. Esa galería de los horrores va desde conocidas recalificaciones urbanísticas hasta George W. Bush y su guerra de aniquilación en Irak para asegurar que el petróleo siga siendo un gran negocio. Pasando por muchos otros mucho menos conocidos.

No seré yo quien niegue esa evidencia de la implicación de lo público en el inflado de la crisis del 2007, como ven, pero no puedo dejar de añadir un matiz que olvidan enteramente comentaristas como Thomas L. Friedman, Gabriel Tortella y otros que sostienen su misma línea editorial. Y es uno bastante importante. Junto a artistas de esa política de camarilla, no muy diferente a la de los senadores romanos que se lucraron con el Esclavismo, existe una parte de eso que llamamos “Estado” -que, como digo, va desde los funcionarios públicos en su mayoría hasta los parlamentarios electos-, enteramente al margen de esas operaciones turbias. Ellos, al igual que nosotros, los consumidores-productores, no han tenido más remedio que doblar la cerviz ante la Economía de Libre Mercado, limitándose, como mal menor, a recaudar y redistribuir la riqueza que creaba, tirando por la famosa calle de en medio. La que pasa justo entre la Guerra Civil y la Guerra revolucionaria. Esa que en España, durante la también famosa tras*ición, llamaron “Del consenso”. Un artículo publicado por uno de ellos, Justo Zambrana, en “El País” de 27 de febrero de 2009, les puede explicar -quitada cierta tendencia en ese trabajo a “barrer para casa”- muchas claves de la situación que vivimos y del modo en el que muchos políticos, como la mayoría de los productores-consumidores, no han podido elegir enfrentarse al sistema. No hasta que la crisis lo ha empezado a erosionar y deslegitimar.

Así pues, analizadas las cosas con rigor, la verdad, la realidad tangible, es que, en contra de lo que opinan algunos fieles mayordomos mediáticos del Capitalismo, ni los productores-consumidores ni la mayor parte de sus representantes políticos -eso que vagamente podemos identificar como “El Estado”-, jamás tuvieron la famosa “Libertad de elegir”. Aquella a la que aludía el título de uno de los libros firmado por dos de los principales centuriones de ese sistema económico, Milton y Rose Friedman. Esas dos personas afortunadas -son palabras de Rose, no mías, por cierto- que durante décadas cantaron las maravillas de ese supuesto Libre Mercado -el mismo que ahora nos está devorando crudos- en los oídos de los más hediondos dictadores de medio mundo. Desde los que gobernaban la supuesta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas hasta Augusto Pinochet.

La única libertad que tuvimos muchos de los productores-consumidores y el Estado al que ahora el Capitalismo pide dinero -nuestro dinero- con gesto de perdonavidas, fue la de perder. Como bien lo demostró John E Roemer, otro economista norteamericano, en otro libro precisamente titulado así, “Free to lose”, hace ya muchos años. Más o menos a finales de los ochenta. Cuando los Friedman abonaban con sus exabruptos a favor de su querido Libre Mercado la ciénaga en la que ahora se nos está hundiendo…

Así las cosas, yo me atrevería a afirmar, apoyado en el análisis que acabo de hacer, que los únicos responsables del lío en el que nos han metido serían los equivalentes actuales a los senadores romanos o a los caballeros feudales. Como decía Arthur Conan-Doyle, por boca de su más famoso y -para él- odiado personaje, Sherlock Holmes, una vez descartadas todas las explicaciones probables como causa de un hecho, la que sobrevive al análisis sistemático, es la única posible. Por inverosímil -o incómoda- que a algunos les parezca. Sobre todo a los que pretenden justificar que el Estado salve a un sistema fracasado con el dinero de sus principales víctimas.

Ahora, identificados los verdaderos culpables del feo asunto en el que estamos metidos desde julio de 2007, tocaría preguntarse qué hacemos con ellos. ¿Llamamos al inspector Lestrade para que los lleve esposados a alguna especie de Scotland Yard?. ¿Los fusilamos, tal y como sugieren hasta recalcitrantes derechistas como el ya mencionado Philip Stephens?.

Como respuesta a esas preguntas, que, estoy seguro, es lo que verdaderamente les interesa, en primer lugar les voy a dar mi opinión.

Como historiador creo que, en tanto podamos, deberíamos evitar tomar represalias de esa contundencia. Ni siquiera en broma, como la que, supongo, pretendía hacer Philip Stephens. No porque a mí me parezca que los responsables de todo esto no las merezcan, sino porque por esa vía, en primer lugar, es muy dudoso que consigamos arreglar el verdadero problema que nos acucia y, en segundo lugar, pero no por eso menos importante, porque a través de ese camino podríamos acabar cayendo, como se suele decir, de las brasas al fuego, desembocando, por la vía de la épica, en un sistema más dictatorial aún que el que hemos sufrido durante los últimos treinta años. Nombres como Robespierre, Stalín, Pol Pot o países como Corea del Norte, son serias advertencias de lo que podría ocurrir de tomarnos a la ligera algo tan grave como una revolución al viejo estilo. Un punto al que sólo se llega desesperado y con el buen criterio político anulado…

En lugar de tomar el Palacio de Invierno para sustituir a un tirano por otro aún peor, lo más razonable, y lo más útil, partiendo de nuestras actuales circunstancias, sería la puesta en práctica de políticas que declaren al Capitalismo y a sus métodos tan nocivos como hoy día nos lo parecen otros sistemas económicos prácticamente extinguidos en todo el mundo. Como el Esclavismo o el Feudalismo.

Para salir del atolladero bastaría con que el Estado recuperase, o asumiese al fin, funciones de director neutral de la política económica, orientándola hacia el bien público y no permitiendo que, como hasta ahora ha ocurrido, energía, recursos, vidas… se sacrificasen al lucro de unos cuantos grandes grupos de empresas obsesionadas por conseguir beneficios a cualquier precio. Incluso -ese era el final del camino, no se engañen, por favor- al de acabar hasta con el último vestigio de lo que podríamos calificar como “vida humana” sobre la superficie de este planeta.

Una política de dirigismo económico que, para no acabar, nuevamente, en una dictadura peor que la del Libre Mercado, debería ir acompañada por un fortalecimiento de la vida pública y de la intervención cada vez mayor de la sociedad civil en un espacio político plural. Consagrado, también por principio, a garantizar los derechos políticos individuales de los que, aún a pesar del Libre Mercado, disfrutamos hoy día en las democracias occidentales.

Un buen comienzo para poner en práctica esa política liberadora sería, en casos como el de Estados Unidos o España, el de buscar una decidida confrontación con las fuerzas que, sosteniendo a todo trance la lógica de mercado que amenaza con aplastarnos, han provocado este callejón sin salida. Por ejemplo negándose a facilitarles más crédito o hacerlo sólo a cambio de una cancelación de la inmensa deuda hipotecaria que ha paralizado esas economías y de rechazo a todas las demás. Al fin y al cabo, con la ley vigente en este momento, por ejemplo, en España, no sería difícil demostrar que esa deuda procede de un delito claramente tipificado en ese ordenamiento legal: el de conspiración para alterar el precio de las cosas. Esa cancelación de deuda, aparte de liberar recursos que reactivarían la Economía nuevamente, escarmentaría eficazmente a los únicos responsables -económicos o ayudados por algunos representantes del mundo de la Política- de esta pésima situación salvaguardando nuestras libertades públicas. Eso sería, desde luego, mucho mejor que, como se ha hecho hasta ahora, poner dinero público en manos de los causantes del problema a cambio de nada, o lo que es peor: de más de lo mismo.

Bien, esa es mi opinión sobre la clase de lío en el que nos han metido y cómo se podría salir de él.

¿Les ha parecido poca cosa o necesitarían saber más?. Bueno, mi espacio se acaba, pero todavía tengo bastante como para hacerles una última recomendación: vayan a la hemeroteca más próxima o conéctense a internet. Una vez dado ese paso soliciten en un formato u otro las páginas de opinión de “El País” del 26 de febrero de este año y lean el artículo que Enrique Gil alopécico publicó en ellas. Si después de leerlo necesitan más, echen mano de todo lo que últimamente esta produciendo para la prensa el premio Nobel Paul Krugman.

Y si ya ni siquiera eso les convence, pregúntense cosas tan elementales como qué clase de futuro nos aguarda si la salida de la crisis del 2007 es la perpetuación de un sistema que crea toneladas de pacotilla -ropa que queda obsoleta o en desuso rápidamente, calzado que no resiste la intemperie o deja de hacerlo en menos de un año, coches cada vez peores que deben cambiarse en poco tiempo, etc, etc…- y lo hace a base de acabar con recursos naturales irremplazables y condenando a la miseria material a dos tercios de la Humanidad.

Si encuentran una respuesta viable que no coincida con la expuesta en trabajos como los de Krugman o el de Gil alopécico, les felicito, han dado con la fórmula para crear algo tan improbable desde el punto de vista de la Física como la Máquina de Movimiento Perpetuo Económico.

Pero tengan cuidado con el artefacto. Podría explotar dentro de cinco o seis años y, lo más probable, conducirles a un futuro en el que la saga de Mad Max o clásicos como “Zardoz” les parezcan cuentos de hadas. Piénsenlo bien antes de apoyar o dejar que se apoye a un sistema sin horizonte salvo para salvajes, bárbaros y depredadores.

El mercado inmobiliario ya no es lo que era. ¿En qué clase de lío nos han metido y cómo se sale de él? | Gustav-eko Koadernoak. Zarautzen sortutako pentsamenduaren inguruko aldizkari digitala.
 
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