Hic Svnt Leones
Madmaxista
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Os traigo otra reseña provocadora de Alberto Cairo, oh, hijos de Calvópez.
Bibliópolis: Más mediocre de lo que pensáis, de Alberto Cairo
Frank Herbert
Dune
El seductor recuerdo de la nada
Que la memoria es mala consejera lo sabemos desde que unos malintencionados neurocientíficos nos convencieron de que nuestro mecanismo de recuerdo no es un disco duro en el que vamos almacenando hechos y fechas clave, sino una especie de maquinita reconstructora de escenas ficticias a partir de retazos memorados. Esa reconstrucción, mediatizada por las emociones, es tan objetiva como las informaciones sobre terrorismo que publica Gara. Es por eso por lo que me suelo fiar poco de los recuerdos, sobre todo si éstos se forjaron en la etapa más profundamente emocional de todas, esa en que las descargas de hormonas nos soliviantan los higadillos, nos encrespan los bajos, nos desdibujan los rasgos en una sinfonía de acné y tachones de bozo blando. Es por eso por lo que me fío poco del recuerdo que se tiene de Dune, esa novela que se lee en la juventud y se olvida en la madurez. La adolescencia es el tiempo de los sueños expansivos, mientras que la madurez, cuando cada individuo se percata de que todos los sueños son reflejo de las frustraciones que esconde en los recodos del pasado, los sueños son introspectivos. Por eso el space opera (opereta) es la rama de la ciencia-ficción más exitosa entre los jóvenes, que van escorándose hacia la literatura más elaborada a medida que pasan los años, aunque guarden en lo más íntimo un cariño entrañable y muy sano a lo que los divirtió en sus años de formación.
Ése es el problema de Dune: es una novela para niños. Su simpleza es equiparable a la de los viejos seriales de Doc Smith o de Jack Williamson (personaje con superpoderes incluido), aunque no se le puede negar una cierta adaptación a su época (los sesenta): ese putrefacto tufo a falsa trascendencia entre ****ocristiana y orientalista que sigue funcionando en este presente en el que el mercado editorial está en exceso plagado de libros de Paulo Coelho y autoayudas con quesos y ratones. Dune es un bolsilibro con ínfulas, una novela que traiciona sus propias intenciones en favor de un objetivo comercial muy claro: agradar al mayor porcentaje posible de público. Contentará a los varones jóvenes por sus aires de fábula de predestinación, mesianismo, gloria y combate, satisfará a cierto público femenino (esto ya no lo tengo tan claro...) por el protagonismo otorgado a la orden monástica Bene Gesserit, que a uno le recuerda vagamente en sus principios -no sé por qué, la verdad- a los postulados de las feministas más radicales (después de todo, algún feminismo no es más que una forma de fundamentalismo de nuevo cuño), divertirá al adulto lector de best-seller distraído por su forma de narrar en apariencia alambicada, pero en realidad directa, lineal, sencilla, etc., etc., etc...
Así que no comprendo el entusiasmo colectivo e intransigente que despierta esta novelita de segunda fila inflada (como todo best-seller que se precie), pobre y algo farragosa. Tampoco acabo de entender dónde encuentran exégetas e incondicionales su supuesta riqueza temática, sus complejidades religiosas. La peripecia iniciática de Paul Atreides se basa en un grosero sincretismo ramplón y bastante inocente, poco apto, la verdad, para aquél que desee encontrar formas culturales verdaderamente alienígenas. Por otra parte, y en relación con este hecho, en Dune se confirma la vieja intuición de varios conocidos críticos de género sobre el origen paracientífico de muchos de los argumentos y actitudes de la cf ante la realidad: frente al habitual canto al método científico que los lectores más conservadores y ciegos creen ver en los supuestos clásicos del género, muchos de sus cultivadores aparentemente cercanos a las ciencias duras (Clarke, Sagan), se obstinan por teñir sus novelas de molestos destellos de mística barata. Herbert lo hace también. No da cuartel al lector. La profusión de parrafadas trascendentes lastra la narración sin aportar gran cosa a definir personajes y culturas.
Oh, por supuesto que el libro tiene cosas positivas: el esfuerzo de Herbert por ofrecernos unos paisajes majestuosos y aterradores son loables. Los gusanos de arena (los dragones de esta especie de cuento fantástico de espada y brujería futurista) son una de las especies más memorables que uno recuerda, pero el encanto de la novela acaba cuando uno abandona las arenas secas y se adentra en los entresijos de la nobleza interestelar. El politiqueo es bastante teatral y frívolo, sus protagonistas son mentecatos que hablan con frases grandilocuentes en cargantes y forzados soliloquios de inconfundible tono pulp, especialmente los ridículos villanos Harkonnen. Dune acaba por convertirse en una estridente y confusa zarabanda de voces múltiples e influencias sin fin que agota y divierte a partes iguales. No es ni de lejos uno de los peores libros que he leído en mi vida. Pero sí es uno de los más sobrevalorados que conozco.
Bibliópolis: Más mediocre de lo que pensáis, de Alberto Cairo
Frank Herbert
Dune
El seductor recuerdo de la nada
Que la memoria es mala consejera lo sabemos desde que unos malintencionados neurocientíficos nos convencieron de que nuestro mecanismo de recuerdo no es un disco duro en el que vamos almacenando hechos y fechas clave, sino una especie de maquinita reconstructora de escenas ficticias a partir de retazos memorados. Esa reconstrucción, mediatizada por las emociones, es tan objetiva como las informaciones sobre terrorismo que publica Gara. Es por eso por lo que me suelo fiar poco de los recuerdos, sobre todo si éstos se forjaron en la etapa más profundamente emocional de todas, esa en que las descargas de hormonas nos soliviantan los higadillos, nos encrespan los bajos, nos desdibujan los rasgos en una sinfonía de acné y tachones de bozo blando. Es por eso por lo que me fío poco del recuerdo que se tiene de Dune, esa novela que se lee en la juventud y se olvida en la madurez. La adolescencia es el tiempo de los sueños expansivos, mientras que la madurez, cuando cada individuo se percata de que todos los sueños son reflejo de las frustraciones que esconde en los recodos del pasado, los sueños son introspectivos. Por eso el space opera (opereta) es la rama de la ciencia-ficción más exitosa entre los jóvenes, que van escorándose hacia la literatura más elaborada a medida que pasan los años, aunque guarden en lo más íntimo un cariño entrañable y muy sano a lo que los divirtió en sus años de formación.
Ése es el problema de Dune: es una novela para niños. Su simpleza es equiparable a la de los viejos seriales de Doc Smith o de Jack Williamson (personaje con superpoderes incluido), aunque no se le puede negar una cierta adaptación a su época (los sesenta): ese putrefacto tufo a falsa trascendencia entre ****ocristiana y orientalista que sigue funcionando en este presente en el que el mercado editorial está en exceso plagado de libros de Paulo Coelho y autoayudas con quesos y ratones. Dune es un bolsilibro con ínfulas, una novela que traiciona sus propias intenciones en favor de un objetivo comercial muy claro: agradar al mayor porcentaje posible de público. Contentará a los varones jóvenes por sus aires de fábula de predestinación, mesianismo, gloria y combate, satisfará a cierto público femenino (esto ya no lo tengo tan claro...) por el protagonismo otorgado a la orden monástica Bene Gesserit, que a uno le recuerda vagamente en sus principios -no sé por qué, la verdad- a los postulados de las feministas más radicales (después de todo, algún feminismo no es más que una forma de fundamentalismo de nuevo cuño), divertirá al adulto lector de best-seller distraído por su forma de narrar en apariencia alambicada, pero en realidad directa, lineal, sencilla, etc., etc., etc...
Así que no comprendo el entusiasmo colectivo e intransigente que despierta esta novelita de segunda fila inflada (como todo best-seller que se precie), pobre y algo farragosa. Tampoco acabo de entender dónde encuentran exégetas e incondicionales su supuesta riqueza temática, sus complejidades religiosas. La peripecia iniciática de Paul Atreides se basa en un grosero sincretismo ramplón y bastante inocente, poco apto, la verdad, para aquél que desee encontrar formas culturales verdaderamente alienígenas. Por otra parte, y en relación con este hecho, en Dune se confirma la vieja intuición de varios conocidos críticos de género sobre el origen paracientífico de muchos de los argumentos y actitudes de la cf ante la realidad: frente al habitual canto al método científico que los lectores más conservadores y ciegos creen ver en los supuestos clásicos del género, muchos de sus cultivadores aparentemente cercanos a las ciencias duras (Clarke, Sagan), se obstinan por teñir sus novelas de molestos destellos de mística barata. Herbert lo hace también. No da cuartel al lector. La profusión de parrafadas trascendentes lastra la narración sin aportar gran cosa a definir personajes y culturas.
Oh, por supuesto que el libro tiene cosas positivas: el esfuerzo de Herbert por ofrecernos unos paisajes majestuosos y aterradores son loables. Los gusanos de arena (los dragones de esta especie de cuento fantástico de espada y brujería futurista) son una de las especies más memorables que uno recuerda, pero el encanto de la novela acaba cuando uno abandona las arenas secas y se adentra en los entresijos de la nobleza interestelar. El politiqueo es bastante teatral y frívolo, sus protagonistas son mentecatos que hablan con frases grandilocuentes en cargantes y forzados soliloquios de inconfundible tono pulp, especialmente los ridículos villanos Harkonnen. Dune acaba por convertirse en una estridente y confusa zarabanda de voces múltiples e influencias sin fin que agota y divierte a partes iguales. No es ni de lejos uno de los peores libros que he leído en mi vida. Pero sí es uno de los más sobrevalorados que conozco.