Marchamaliano
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El ingeniero de Hitler que hizo posible la conquista de la Luna | ELMUNDO.es
El ingeniero de Hitler que hizo posible la conquista de la Luna
En el otoño de 1918, Adolf Hitler, que servía a su país como soldado en el frente de Flandes, sufrió un ataque a manos del Ejército británico con una tecnología terrible y entonces novedosa: el gas venenoso. Años después, en septiembre de 1944, Hitler era el autoproclamado Führer de Alemania y dominaba buena parte de la Europa continental, pero sus esperanzas de ganar la guerra pasaban por el éxito de una tecnología contra la que sus enemigos apenas podían presentar resistencia: los cohetes de larga distancia V2, que habían comenzado en esas fechas a bombardear Londres. Wernher Von Braun, responsable de este programa, compartía el entusiasmo de la cúpula nancy por la tecnología de vanguardia, pero no era tan optimista respecto a las posibilidades bélicas del Tercer Reich.
El joven científico, más preocupado por su sueño de llegar al espacio que por la agonía de un régimen criminal y delirante, tuvo el buen juicio -y la frialdad- de anticipar la derrota. Sabía, además, que tanto los soviéticos como los estadounidenses ansiaban sus conocimientos y pujarían por hacerse con sus servicios, por lo que nada le obligaba a afrontar el aciago destino que aguardaba al Führer y sus hombres.
La Unión Soviética, en virtud de las decisiones tomadas en la Conferencia de Postdam, sería la potencia encargada de tomar el control sobre las áreas de producción de los cohetes, pero Von Braun logró antes burlar a las SS y entregarse a las tropas norteamericanas junto a varios de sus colaboradores y todos los documentos que pudo coger.
Entretanto, el Gobierno comunista liberó de una condena en un campo de trabajos forzados al mayor experto en cohetes de su país, Sergei Korolev, y lo envió a Alemania para que se encargara de estudiar sobre el terreno la tecnología de los V2. La guerra había terminado y las dos principales potencias del mundo, que pronto se convertirían en acérrimos adversarios, dispusieron desde aquel momento de la capacidad para desarrollar un programa espacial inspirado en los cohetes del Ejército nancy, así como de las dos personas idóneas para dirigir las investigaciones: Von Braun, cuyo pasado al servicio de Hitler se ocultó al público, en Estados Unidos; Korolev, cuya identidad no sería revelada hasta su fin, en la Unión Soviética. La conquista humana y robótica de la Luna ya sólo era una cuestión de tiempo.
Von Braun enseguida comprendió dos características básicas de la sociedad estadounidense: el poder de la publicidad y la fascinación por la frontera, uno de los principales mitos fundacionales del país. Usó ambos, junto al miedo a la Unión Soviética, para definir un programa espacial a largo plazo, que llevara a la humanidad hasta los planetas y, eventualmente, hasta las estrellas. Los militares no creían sus advertencias de que los comunistas estuvieran desarrollando su propio programa espacial, así que Von Braun decidió presentar sus ideas directamente al público.
Para ello usó revistas como Collier's y, a través de un acuerdo con Walt Disney, la televisión. Su propaganda no sólo convenció a los norteamericanos, sino que también hizo temer a los soviéticos que sus rivales les estuvieran tomando la delantera. Gracias a ello, Korolev obtuvo permiso para crear una base secreta en el desierto de Baikonur, desde donde pudo perfeccionar sus cohetes y, más tarde, lanzar el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik. Con un peso de 83 kilogramos y ningún aparato científico a bordo, la principal consecuencia que tuvo la puesta en órbita de este objeto metálico, el 4 de octubre de 1957, fue despertar la indignación del pueblo estadounidense y el orgullo del mundo comunista, que comenzó a contemplar sus éxitos espaciales como una prueba de la supuesta superioridad de su sistema político frente al capitalismo occidental.
Sólo cuatro semanas después, Korolev se apuntó un nuevo tanto a su favor con el lanzamiento del primer ser vivo al espacio: la cortesana Laika, que murió al cabo de unas pocas horas en órbita a bordo del Sputnik 2. Los científicos soviéticos esperaban que el animal sobreviviera más de una semana, pero las autoridades ocultaron la fin prematura del animal -al igual que harían con todos los fracasos que vendrían después- y se apuntaron un nuevo éxito propagandístico.
Pocos días después, Von Braun testificaba ante el Congreso norteamericano que la Unión Soviética podría poner una cabeza nuclear en Washington. El primer intento de lanzar un satélite norteamericano, a lomos de un cohete Vanguard de la Marina, terminó en un sonado fracaso al que la prensa se refirió como "Ooopsnik" o "Kaputnik". Todos daban por hecho que Estados Unidos perdía la carrera espacial, pero también quedó de manifiesto una diferencia fundamental: en este país, el público sí sabía lo que ocurría, lo cual, pese a lo que pensaban las élites soviéticas, no suponía ninguna desventaja.
Tras el fallo del Vanguard, sobre el que ya había advertido Von Braun, llegó el turno de los cohetes que éste había desarrollado con su equipo en el desierto de Nuevo México, construidos a partir de misiles Redstone modificados. Un poderoso modelo denominado Jupiter-C fue el encargado de poner en órbita al primer satélite de Estados Unidos, el Explorer 1, el cual protagonizó el primer hallazgo científico de la era espacial al detectar los cinturones de radiación que rodean la Tierra, llamados cinturones Van Allen.
El motivo de que la Unión Soviética no hubiera descubierto antes estos anillos radiactivos tuvo mucho que ver con el deseo de convertir la exploración espacial en un instrumento al servicio de la propaganda comunista. El Sputnik 3, lanzado unas semanas antes que el satélite norteamericano, estaba preparado para detectar estas partículas, pero la cinta magnética que debía registrar los resultados de los experimentos no funcionó. Korolev sabía que este instrumento iba a fallar y quería retrasar unos días la misión para poder arreglarlo, pero recibió una llamada del premier soviético, Nikita Khrushchev, prohibiéndole que se aplazara el lanzamiento.
El motivo era que al día siguiente se celebraban elecciones en Italia, y los estrategas políticos confiaban en que el Partido Comunista obtendría varios millones de votos más tras este nuevo éxito del programa espacial soviético. Por este motivo, los cinturones de radiación llevan el nombre del científico estadounidense James Van Allen, de la Universidad de Iowa, y no de ninguno de los expertos que colaboraron en el programa Sputnik, que quedaron desolados tras ver cómo sus rivales les habían ganado por la mano y a causa de intromisiones gubernamentales.
El cosmonauta Yuri Gagarin. | E.M.
Aún así, el equipo de Korolev se anotó varios éxitos más: en 1959, dos naves, la Luna 2 y la Luna 3, fueron las primeras en llegar hasta nuestro satélite, y la segunda de ellas envió a la Tierra las primeras fotografías de su cara oculta. El 12 de abril de 1961, Yuri Gagarin se convirtió en el primer humano en llegar al espacio. Poco después, el cosmonauta Gehrman Titov pasó un día entero en órbita.
En 1963, Valentina Tereshkova pasó a ser la primera mujer en sobrevolar el cosmos. Dos años más tarde, Alexei Leonov batió la última gran marca que lograría su país, al dar el primer paseo espacial de la historia. Las misiones Luna continuarían funcionando hasta 1976, e incluso lograrían traer muestras de rocas lunares a la Tierra, pero el programa espacial soviético se vio muy dañado tras la fin de Korolev, el 14 de enero de 1966.
Para entonces, los planes estadounidense para pisar la Luna "antes del fin de la década", tal y como había anunciado en 1961 el presidente Kennedy, estaban ya muy avanzados. Los proyectos Mercury y Gemini, con los que se envió a la órbita terrestre a los primeros astronautas norteamericanos, habían demostrado que la tecnología básica estaba ya lista y que el hombre podía pasar largas temporadas en el espacio. Al menos, tan largas como requeriría llegar hasta la la Luna.
El primer vuelo en alcanzar la órbita del satélite fue el Apolo 8, que fue lanzado aún con el temor de que la Unión Soviética pudiera adelantarse en la carrera espacial. Coincidiendo con la Navidad de 1968, la tripulación leyó unos pasajes del Génesis mientras su nave giraba alrededor de la Luna, por lo que la NASA recibió algunas acusaciones de haber hecho proselitismo religioso en un programa pagado con dinero público.
Lo cierto es que la Luna y el espacio exterior aún estaban muy ligados en la conciencia colectiva a la idea de un cielo metafísico, como el que habían postulado Platón y Aristótes. Según contaría después Leonov, tanto Khruschev como el máximo representante de la Iglesia ortodoxa, Alexis I, se le acercaron por separado en una recepción tras su pionero paseo espacial para preguntarle si había visto a Dios. El cosmonauta respondió al líder religioso que no lo había visto, y al jefe del Partido Comunista, que sí. La reacción de ambos, en cambio, fue idéntica: le pidieron que guardara el secreto.
Von Braun, llevado a hombros tras el éxito del Apolo 11.
Pero, al margen de la pequeña polémica religiosa del Apolo 8, la misión fue sobre ruedas, al igual que el Apollo 9, que probó el recién construido módulo lunar en la órbita terrestre, y el Apolo 10, una especie de ensayo general de la misión con la que la NASA cumplió con el compromiso enunciado por Kennedy: el 16 de julio de 1969 despegó el Apolo 11 a bordo de un cohete Saturn V, la última y más poderosa creación de Von Braun. Cuatro días después, el 20 de julio a las 20:17: 39 en Greenwich (hora GMT), Neil Armstrong y Buzz Aldrin aterrizaron sobre Mare Tranquilitatis. No fue un trabajo fácil: entre otras cosas, al módulo lunar le faltaban 20 segundos para quedarse sin combustible cuando alcanzó la superficie lunar.
Sin embargo, el momento de máxima tensión de todo el programa se vivió cuando explotó un tanque de oxígeno del módulo de servicio del Apolo 13, mientras la nave se encontraba de camino hacia los montes lunares de Fra Mauro. En cierto modo, esta misión se convirtió en la más representativa del programa Apolo, cuyo espíritu práctico y su idea de que todo se puede lograr con esfuerzo quedaron resumidos en la célebre frase que pronunció Gene Kranz, director de vuelos tripulados de la NASA, mientras buscaba junto a su equipo el modo de traer de vuelta a los astronautas: "El fracaso no es una opción". El 17 de abril de 1970, la tripulación del Apolo XIII aterrizó a salvo en el océano Pacífico.
Pese a que se cancelaron los dos últimos vuelos del Apolo, aún hubo cuatro misiones más, todas ellas sin contratiempos. A partir del Apolo 15, además, los astronautas pudieron pasar más tiempo sobre la superficie lunar y usar un vehículo para desplazarse varios kilómetros sobre ella en busca de muestras geológicas, con las que pronto empezarían a desentrañarse los misterios de nuestro satélite.
Cuando concluyó el programa, todos daban por hecho que se encontraban ante el principio de una nueva era, y que pronto habría astronautas sobre Marte y otros planetas. La realidad es que, desde que el Apolo 17 abandonó la Luna en diciembre de 1972, ningún humano ha vuelto a pisar nuestro satélite ni nungún otro cuerpo planetario.
Tampoco se ha abierto la frontera del espacio más que a varias decenas de astronautas y unos pocos turistas espaciales, todos ellos multimillonarios. El programa Apolo no anunció el comienzo de una nueva era, pero sí sirvió para que los científicos pudieran estudiar en sus laboratorios las rocas lunares y comenzaran por fin a comprender, tras siglos de elucubraciones, las particularidades de nuestro satélite.
El ingeniero de Hitler que hizo posible la conquista de la Luna
En el otoño de 1918, Adolf Hitler, que servía a su país como soldado en el frente de Flandes, sufrió un ataque a manos del Ejército británico con una tecnología terrible y entonces novedosa: el gas venenoso. Años después, en septiembre de 1944, Hitler era el autoproclamado Führer de Alemania y dominaba buena parte de la Europa continental, pero sus esperanzas de ganar la guerra pasaban por el éxito de una tecnología contra la que sus enemigos apenas podían presentar resistencia: los cohetes de larga distancia V2, que habían comenzado en esas fechas a bombardear Londres. Wernher Von Braun, responsable de este programa, compartía el entusiasmo de la cúpula nancy por la tecnología de vanguardia, pero no era tan optimista respecto a las posibilidades bélicas del Tercer Reich.
El joven científico, más preocupado por su sueño de llegar al espacio que por la agonía de un régimen criminal y delirante, tuvo el buen juicio -y la frialdad- de anticipar la derrota. Sabía, además, que tanto los soviéticos como los estadounidenses ansiaban sus conocimientos y pujarían por hacerse con sus servicios, por lo que nada le obligaba a afrontar el aciago destino que aguardaba al Führer y sus hombres.
La Unión Soviética, en virtud de las decisiones tomadas en la Conferencia de Postdam, sería la potencia encargada de tomar el control sobre las áreas de producción de los cohetes, pero Von Braun logró antes burlar a las SS y entregarse a las tropas norteamericanas junto a varios de sus colaboradores y todos los documentos que pudo coger.
Entretanto, el Gobierno comunista liberó de una condena en un campo de trabajos forzados al mayor experto en cohetes de su país, Sergei Korolev, y lo envió a Alemania para que se encargara de estudiar sobre el terreno la tecnología de los V2. La guerra había terminado y las dos principales potencias del mundo, que pronto se convertirían en acérrimos adversarios, dispusieron desde aquel momento de la capacidad para desarrollar un programa espacial inspirado en los cohetes del Ejército nancy, así como de las dos personas idóneas para dirigir las investigaciones: Von Braun, cuyo pasado al servicio de Hitler se ocultó al público, en Estados Unidos; Korolev, cuya identidad no sería revelada hasta su fin, en la Unión Soviética. La conquista humana y robótica de la Luna ya sólo era una cuestión de tiempo.
Von Braun enseguida comprendió dos características básicas de la sociedad estadounidense: el poder de la publicidad y la fascinación por la frontera, uno de los principales mitos fundacionales del país. Usó ambos, junto al miedo a la Unión Soviética, para definir un programa espacial a largo plazo, que llevara a la humanidad hasta los planetas y, eventualmente, hasta las estrellas. Los militares no creían sus advertencias de que los comunistas estuvieran desarrollando su propio programa espacial, así que Von Braun decidió presentar sus ideas directamente al público.
Para ello usó revistas como Collier's y, a través de un acuerdo con Walt Disney, la televisión. Su propaganda no sólo convenció a los norteamericanos, sino que también hizo temer a los soviéticos que sus rivales les estuvieran tomando la delantera. Gracias a ello, Korolev obtuvo permiso para crear una base secreta en el desierto de Baikonur, desde donde pudo perfeccionar sus cohetes y, más tarde, lanzar el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik. Con un peso de 83 kilogramos y ningún aparato científico a bordo, la principal consecuencia que tuvo la puesta en órbita de este objeto metálico, el 4 de octubre de 1957, fue despertar la indignación del pueblo estadounidense y el orgullo del mundo comunista, que comenzó a contemplar sus éxitos espaciales como una prueba de la supuesta superioridad de su sistema político frente al capitalismo occidental.
Sólo cuatro semanas después, Korolev se apuntó un nuevo tanto a su favor con el lanzamiento del primer ser vivo al espacio: la cortesana Laika, que murió al cabo de unas pocas horas en órbita a bordo del Sputnik 2. Los científicos soviéticos esperaban que el animal sobreviviera más de una semana, pero las autoridades ocultaron la fin prematura del animal -al igual que harían con todos los fracasos que vendrían después- y se apuntaron un nuevo éxito propagandístico.
Pocos días después, Von Braun testificaba ante el Congreso norteamericano que la Unión Soviética podría poner una cabeza nuclear en Washington. El primer intento de lanzar un satélite norteamericano, a lomos de un cohete Vanguard de la Marina, terminó en un sonado fracaso al que la prensa se refirió como "Ooopsnik" o "Kaputnik". Todos daban por hecho que Estados Unidos perdía la carrera espacial, pero también quedó de manifiesto una diferencia fundamental: en este país, el público sí sabía lo que ocurría, lo cual, pese a lo que pensaban las élites soviéticas, no suponía ninguna desventaja.
Tras el fallo del Vanguard, sobre el que ya había advertido Von Braun, llegó el turno de los cohetes que éste había desarrollado con su equipo en el desierto de Nuevo México, construidos a partir de misiles Redstone modificados. Un poderoso modelo denominado Jupiter-C fue el encargado de poner en órbita al primer satélite de Estados Unidos, el Explorer 1, el cual protagonizó el primer hallazgo científico de la era espacial al detectar los cinturones de radiación que rodean la Tierra, llamados cinturones Van Allen.
El motivo de que la Unión Soviética no hubiera descubierto antes estos anillos radiactivos tuvo mucho que ver con el deseo de convertir la exploración espacial en un instrumento al servicio de la propaganda comunista. El Sputnik 3, lanzado unas semanas antes que el satélite norteamericano, estaba preparado para detectar estas partículas, pero la cinta magnética que debía registrar los resultados de los experimentos no funcionó. Korolev sabía que este instrumento iba a fallar y quería retrasar unos días la misión para poder arreglarlo, pero recibió una llamada del premier soviético, Nikita Khrushchev, prohibiéndole que se aplazara el lanzamiento.
El motivo era que al día siguiente se celebraban elecciones en Italia, y los estrategas políticos confiaban en que el Partido Comunista obtendría varios millones de votos más tras este nuevo éxito del programa espacial soviético. Por este motivo, los cinturones de radiación llevan el nombre del científico estadounidense James Van Allen, de la Universidad de Iowa, y no de ninguno de los expertos que colaboraron en el programa Sputnik, que quedaron desolados tras ver cómo sus rivales les habían ganado por la mano y a causa de intromisiones gubernamentales.
El cosmonauta Yuri Gagarin. | E.M.
Aún así, el equipo de Korolev se anotó varios éxitos más: en 1959, dos naves, la Luna 2 y la Luna 3, fueron las primeras en llegar hasta nuestro satélite, y la segunda de ellas envió a la Tierra las primeras fotografías de su cara oculta. El 12 de abril de 1961, Yuri Gagarin se convirtió en el primer humano en llegar al espacio. Poco después, el cosmonauta Gehrman Titov pasó un día entero en órbita.
En 1963, Valentina Tereshkova pasó a ser la primera mujer en sobrevolar el cosmos. Dos años más tarde, Alexei Leonov batió la última gran marca que lograría su país, al dar el primer paseo espacial de la historia. Las misiones Luna continuarían funcionando hasta 1976, e incluso lograrían traer muestras de rocas lunares a la Tierra, pero el programa espacial soviético se vio muy dañado tras la fin de Korolev, el 14 de enero de 1966.
Para entonces, los planes estadounidense para pisar la Luna "antes del fin de la década", tal y como había anunciado en 1961 el presidente Kennedy, estaban ya muy avanzados. Los proyectos Mercury y Gemini, con los que se envió a la órbita terrestre a los primeros astronautas norteamericanos, habían demostrado que la tecnología básica estaba ya lista y que el hombre podía pasar largas temporadas en el espacio. Al menos, tan largas como requeriría llegar hasta la la Luna.
El primer vuelo en alcanzar la órbita del satélite fue el Apolo 8, que fue lanzado aún con el temor de que la Unión Soviética pudiera adelantarse en la carrera espacial. Coincidiendo con la Navidad de 1968, la tripulación leyó unos pasajes del Génesis mientras su nave giraba alrededor de la Luna, por lo que la NASA recibió algunas acusaciones de haber hecho proselitismo religioso en un programa pagado con dinero público.
Lo cierto es que la Luna y el espacio exterior aún estaban muy ligados en la conciencia colectiva a la idea de un cielo metafísico, como el que habían postulado Platón y Aristótes. Según contaría después Leonov, tanto Khruschev como el máximo representante de la Iglesia ortodoxa, Alexis I, se le acercaron por separado en una recepción tras su pionero paseo espacial para preguntarle si había visto a Dios. El cosmonauta respondió al líder religioso que no lo había visto, y al jefe del Partido Comunista, que sí. La reacción de ambos, en cambio, fue idéntica: le pidieron que guardara el secreto.
Von Braun, llevado a hombros tras el éxito del Apolo 11.
Pero, al margen de la pequeña polémica religiosa del Apolo 8, la misión fue sobre ruedas, al igual que el Apollo 9, que probó el recién construido módulo lunar en la órbita terrestre, y el Apolo 10, una especie de ensayo general de la misión con la que la NASA cumplió con el compromiso enunciado por Kennedy: el 16 de julio de 1969 despegó el Apolo 11 a bordo de un cohete Saturn V, la última y más poderosa creación de Von Braun. Cuatro días después, el 20 de julio a las 20:17: 39 en Greenwich (hora GMT), Neil Armstrong y Buzz Aldrin aterrizaron sobre Mare Tranquilitatis. No fue un trabajo fácil: entre otras cosas, al módulo lunar le faltaban 20 segundos para quedarse sin combustible cuando alcanzó la superficie lunar.
Sin embargo, el momento de máxima tensión de todo el programa se vivió cuando explotó un tanque de oxígeno del módulo de servicio del Apolo 13, mientras la nave se encontraba de camino hacia los montes lunares de Fra Mauro. En cierto modo, esta misión se convirtió en la más representativa del programa Apolo, cuyo espíritu práctico y su idea de que todo se puede lograr con esfuerzo quedaron resumidos en la célebre frase que pronunció Gene Kranz, director de vuelos tripulados de la NASA, mientras buscaba junto a su equipo el modo de traer de vuelta a los astronautas: "El fracaso no es una opción". El 17 de abril de 1970, la tripulación del Apolo XIII aterrizó a salvo en el océano Pacífico.
Pese a que se cancelaron los dos últimos vuelos del Apolo, aún hubo cuatro misiones más, todas ellas sin contratiempos. A partir del Apolo 15, además, los astronautas pudieron pasar más tiempo sobre la superficie lunar y usar un vehículo para desplazarse varios kilómetros sobre ella en busca de muestras geológicas, con las que pronto empezarían a desentrañarse los misterios de nuestro satélite.
Cuando concluyó el programa, todos daban por hecho que se encontraban ante el principio de una nueva era, y que pronto habría astronautas sobre Marte y otros planetas. La realidad es que, desde que el Apolo 17 abandonó la Luna en diciembre de 1972, ningún humano ha vuelto a pisar nuestro satélite ni nungún otro cuerpo planetario.
Tampoco se ha abierto la frontera del espacio más que a varias decenas de astronautas y unos pocos turistas espaciales, todos ellos multimillonarios. El programa Apolo no anunció el comienzo de una nueva era, pero sí sirvió para que los científicos pudieran estudiar en sus laboratorios las rocas lunares y comenzaran por fin a comprender, tras siglos de elucubraciones, las particularidades de nuestro satélite.