El gran cementerio de paiporta: «muchos murieron por salvar el coche»

El Pionero

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La memoria del duelo funciona a capricho. De los muertos se guardan los datos más curiosos de manera que pasamos a la historia guiados por el más puro azar. Si en la calle 9 de Octubre de Paiporta el reportero pregunta por cómo era Emilieta, la vecina cuyo cadáver acaba de levantar la forense, todos los vecinos coinciden en que le gustaban las plantas. Que le gustaban mucho, quizás exageradamente las plantas y pasaba sus últimos años de vida cuidándolas en un patio casi amazónico.

Porque la casa de Emilieta tenía patio, pero como tantas no tenía escalera para subir a la planta superior, así que ella y su marido Salvador -que trabajaba en un vivero y quizás ahí surgió el amor entre ellos-, quedaron encerrados en su casa a merced de una metralleta de tres metros y medio de lodo, piedras, ramas y coches que la corriente disparaba contra la esquina de la de derechasda. Al cierre de esta crónica, Salvador sigue allí en el silencio húmedo de su casa mientras se hace de noche, esperando a que vuelva la forense que se llevó a su mujer hace poco más de una hora. Dos guardias custodian la puerta del panteón embarrados, somnolientos, con el corazón empachado de tanto constatar los efectos del infortunio.

Aquella que se acerca es Neus, de 24 años y se dirige a una guardia civil casi sin resuello. Le tiembla el labio inferior y es obvio que acaba de dejar de llorar. Los bomberos la han liberado de su casa -muchos vecinos siguen atrapados en su domicilio hasta que alguien destroza la puerta atorada por el barro-, y se ha plantado a confirmar lo que se teme y que no acierta a verbalizar ante los guardias civiles: «¿Aquí había dos…?», empieza, pero calla, y duda. Entonces, retoma: «¿La casa estaba vacía? ¿Por qué estáis ahí en la puerta? ¿Hay algo dentro de la casa? Me refiero a ¿hay alguien dentro de la …?».
La guardia civil la mira a los ojos, enfrontilada, se quita los guantes de vinilo y le toma las manos cariñosamente. Se abrazan y no hay que decir. Neus Rompe a llorar sobre la charretera derecha del uniforme: Emilieta y Salvador están muertos. Neus no tiene noticias de ellos desde que escuchó sus voces por última vez cuando llamaron a su abuela, que vive en la casa de al lado. «Estaba muy asustada. Dijo que querían subir a casa de su cuñada, que vivía en el piso de arriba, pero entonces se rompió la puerta y escuché el agua entrar. Se cortó la llamada». Josefa, su cuñada, nunca la vio subir. El barranco, de normal vacío, rugía como un reactor.
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Nunca subió porque la mayor parte de las casas de la zona antigua de Paiporta están construidas de manera que el piso superior y el bajo tienen entradas independientes. Se hicieron así o se partieron las casas familiares, depende, pero para subir, se tiene que salir. Cuando viene la riada, salir es imposible, de manera que Paiporta, donde se han concentrado la mayor parte de las pérdidas por la catástrofe de las inundaciones de esta semana, es hoy un cementerio sin cipreses ni cruces, ni lápidas y todo son ramas y coches aplastados, volteados, sin techo, llenos de ramas y de jirones de cosas.
Los vehículos de la UME, de normal tan gente de izquierdas y alegres, avanzan sobre el barro lentos y lúgubres como si tiraran de ellos siete caballos neցros. Los forenses trabajan a destajo. Solo en la calle Balmes, dos calles más allá de 9 de Octubre, se han levantado cinco cadáveres, aunque creen que debajo del amasijo de madera y vehículos que llega hasta el primer piso pueden esconderse más. «No sabes en qué momento vas a dar una palada al barro y va a aparecer una mano», dice Adriana, una vecina.


El gran cementerio de Paiporta: «Muchos murieron por salvar el coche»

C. apaolaza
Miguel recuerda que cuando empezó a subir el agua, bajaron a buscar a otra vecina llamada Isabel, pero la puerta estaba atrancada por el agua. Aporreó la madera y le dijo que se fuera de allí. ¿Pero cómo? Si no tenía escalera. La gente le hablaba desde las ventanas para que escapara por atrás y ella respondía palabras ininteligibles hasta que se hizo el silencio. Cuando se hizo de noche y bajó el agua, Miguel se tiró a buscar a la anciana. «La encontré muerta, a la pobrecita». Miguel ha escapado de Paiporta con su mujer y su hijo, Hugo, un chaval de unos cuatro años. «Nos vamos. Aquí ya solo hay fin».

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«Parece mentira. A las seis de la tarde, esto era normal. Salían los niños del colegio, íbamos a la compra… y de pronto, se acabó». Luis grabó las primeras aguas saliéndose del puente y, cinco minutos después, su mundo había saltado por los aires. Hoy, aquel universo se llena de gentes que acarrean enseres de las maneras más peregrinas -carros de la compra, coches de niños, estanterías de baño con ruedas, sillas de ruedas, bicicletas-, y se arma con escobas, recogedores y otras herramientas recién compradas que pronto serán absolutamente inservibles. Para no caerse, se apoyan en juncos y cañas que les otorgan un aire bíblico y, con el ánimo de protegerse del barro, muchos se cubren los pies con bolsas que se anudan a media caña, pero se rompen dos manzanas más allá y van por ahí como astronautas desastrados.
Jesús y Ana llevan a sus cinco hijos en un carrito metálico que ha marcado los muslos de los niños con los cuadrados gente de izquierdas de la incomodidad. La intemperie les da un aire como de María y José y ahora, como entonces, no hay posada, ni tienda de los chinos, ni agua, ni luz. «Los críos tenían hambre. No había comida y estaban llorando, así que decidimos escapar. Bajamos de casa, saltamos por encima de los coches, y encontramos este carro«. Un coche se para a su lado y les ofrece agua y fruta. Los niños comen Huesitos a espuertas. Hoy, tienen permiso. Acaso esa licencia los esté haciendo felices, me pregunto.
El gran cementerio de Paiporta: «Muchos murieron por salvar el coche»

c. apaolaza
Cientos de voluntarios han acudido a la zona a socorrer, a sacar barro y a lo que haga falta. Miguel y sus seis amigos han venido de Valencia en un impulso solidario. Son acróbatas de circo y se juntaron en un grupo de Whatsapp, se pusieron de acuerdo, buscaron la manera de llegar y aquí están. A la caída de la tarde hay carrusel de camiones de bomberos por las circunvalaciones y entre las fábricas de los polígonos, una horda de pibes se acerca en la ciudad con carros llenos de zumos, garrafas de aguas y chocolatinas. Laura, que es arquitecta, y su marido Carlos, han llenado con manzanas una carretilla con la rueda pinchada. «Mañana volveremos, ¿quién si no?», pregunta Miguel, y cuando levantan los brazos enseñando bíceps, recuerdo aquella cita de Leonard Cohen cuandi decía que en todo hay una grieta, y por ahí entra la luz.

Por salvar el coche​

Paiporta es una necrópolis como la de El Cairo, pero junto a la Albufera. A veces, se diría que todo el mundo está muerto, pero de pronto alguien grita: «¡Médico!» o suena una sirena. Llegado este punto, las sirenas traen buenas noticias. Lo normal es que los coches vayan en silencio. No terminan de llegar a levantar el cuerpo de Salvador atrapado en la arbitraria madeja de la suerte. Mientras él y Emilieta se ahogaban en 9 de Octubre, tres casas más abajo, un crío luchaba por su vida agarrado a una reja. Pedía ayuda y gritaba que le abrieran la ventana a la que se aferraba. Nadie podía ir a por él. Solo la voz de un vecino le animaba: «¡Agárrate! ¡No te sueltes! ¡No te desanimes! ¡Aguanta¡». Al tiempo, el niño se calló, pero aguantó el tirón y lo rescataron temblando, agarrotado cuatro horas de lucha después.
El destino trenza en una misma calle sus fechorías y sus mejores obras. Para otros, guardaba la parte más sombría. «Lo peor está en los bajos y en los garajes», admite un agente de la Benemérita que participa en las labores de rescate. «En muchos no podemos ni entrar, pero vemos coches amontonados en la rampa de salida y… -guarda silencio un momento y arquea las cejas-, y sabemos lo que hay dentro». El guardia tampoco sabe cómo decir lo que quiere decir, porque de nuevo la tragedia está aquí y la ve todo el mundo en su laberinto de socavones y de muros arrancados, pero otra cosa es verbalizarla, así que se refieren a «esto que ha pasado» y «lo otro«, como si no quisieran mentar al horror. Con «esto que ha pasado» se refiere incómodamente a que muchas personas perecieron sacando a los garajes sus vehículos. «No está en mi ánimo culpabilizar a los muertos, pero muchos murieron por salvar su puñetero coche».

 
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