Honkytonk Man
Será en Octubre
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Por primera vez en mucho tiempo, recuerdo los primeros diez años de mis ya largos ochenta y uno, cuyo aniversario celebro justo hoy, 9 de noviembre. Lo celebraré en la Vilella Baixa, perdida y bella localidad catalana donde mi padre, médico rural, estrenaba el fragor de su juventud curando apoplejías olvidadas por toda la comarca del Priorat, mi patria chica: la Vilella Baixa, la Vilella Alta, Gratallops, La Figuera...
Sin embargo, la de mi padre, Eduard Punset Alegrí, fue una generación que luchó mucho para superar la guerra. La Vilella Baixa quedó destrozada. El país estaba arrasado y, sin embargo, ellos nunca hablaban de la guerra, nunca. La de mi padre fue una generación muda, silenciosa y muy, muy trabajadora. Cuando cumplí los diecisiete, me envió estudiar a Madrid, para que aprendiera a hablar bien el castellano de una puñetera vez, según dijo. Mi padre lo hacía por una simple cuestión de conocimiento y cultura. Era su obsesión, que estudiara. Sin embargo, recuerdo que, en la universidad en Madrid, al comienzo, me avergonzaba hablar en castellano en público, por mi acento catalán, si bien el castellano lo aprendíamos en la escuela. Lógicamente, en el recreo hablábamos en catalán. Era mi lengua materna y esto se lleva muy adentro. Es imborrable. Estos días, una persona del pueblo me comentaba lo mucho que me parecía a mi progenitora. Me ha hecho reflexionar. No me lo habían dicho nunca. Mi progenitora, Maria Casals Roca, murió bastante joven. El recuerdo se fue difuminando con los años. Sin embargo, me doy cuenta de que la llevo muy adentro, tanto como la lengua y el acento en que me hablaba. ¿Aún me pregunto ahora de qué me avergonzaba en Madrid?, pero me hizo ilusión que me dijeran que me parecía tanto físicamente a ella. En realidad, me doy cuenta ahora de que fue en Madrid donde empecé a aceptar un montón de cosas, sin que me importaran las consecuencias ni el qué dirán. Contra el mutismo paterno, que tantos compartirán, la nuestra fue una generación, al menos unos pocos, que de repente empezamos a hablar. Discutíamos y luchábamos por nuestras ideas, clandestinamente, desde lenguas y acentos diferentes. Lo recuerdo bien por dos motivos: porque esto supuso mi exilio y porque desde entonces, desde el momento (1958) en que tuve que salir de España llevo siempre el pasaporte encima. Siempre. Aunque sólo sea para salir un momento a comprar un poco de pan, nunca olvido mi pasaporte. Cuando me lo preguntan, invariablemente, respondo lo mismo: “Por si de repente tengo que volver a salir del país”. Nadie piensa en eso, pero yo lo he vivido y por eso siempre llevo el pasaporte encima. Estos días vuelvo a pensar otra vez mucho en todo esto. Me tuve que ir porqué algunos, por aquel tiempo aprendimos a hablar sin complejos, sin avergonzarnos de nada y con todas sus consecuencias.
Me acuerdo especialmente del episodio que provocó mi exilio; se produjo por haber lanzado unas cuantas octavillas en un partido de fútbol -a favor de una supuesta huelga general pacífica-, o por haber intentado organizar un pequeño homenaje a un científico republicano exiliado. Probablemente me buscaban por las dos cosas. El recuerdo que sí mantengo intacto es la llamada telefónica que me salvó la vida, justo cuando cerraba la puerta de la habitación de la pensión donde vivía en Madrid: “No vayas a la reunión por qué la policía te está esperando en la tasca donde has quedado”. Tomé la decisión en un instante, cogí el pasaporte, compré un billete hasta Burdeos y me fui. Desde entonces, nunca más he salido de casa sin él. A Manolo López, abogado laboralista y dirigente de los cuatro estudiantes comunistas que estábamos en la universidad, le pillaron: ocho años de guandoca y torturas. Éramos miembros del Partido Comunista de España y la reunión formaba parte del comité de coordinación universitario. A partir de 1959 fui exiliado político en Ginebra, y luego en París un par de años. Después pasé ocho en Londres, donde me ofrecieron trabajo, estudios, afecto.
Durante mi exilio descubrí dos hechos importantes que no he querido olvidar nunca. El primero, el sabor de la libertad; adquirí conocimientos de multitud de personas y a partir de una gran diversidad de ideas y opiniones. Poder viajar, y sobre todo estudiar, es algo maravilloso. Te saca de la cueva. Definitivamente. El segundo hecho importante, sin el cual seguramente no hubiese podido saborear el primero, fue descubrir el enorme salto democrático que suponía la separación absoluta de poderes, tan sólidamente implantada en mis países de acogida, Francia, Alemania, Estados Unidos, Inglaterra... para entender en toda su magnitud las democracias modernas, Montesquieu (Del espíritu de las leyes, 1748), el inventor de la separación entre los poderos Judicial, Ejecutivo y Legislativo es sublime, simplemente ¡fantástico!
Por estas dos razones, cuando Adolfo Suárez me propuso formar parte de su gobierno no lo dudé. Yo era el primer comunista que ocupaba un ministerio después de la fin de Franco. Acepté porque confiaba. Siempre pensé que España compartía con Alemania varias cosas, pero sobre todo que los dos países formaban parte de las grandes potencias europeas que habían cometido el error histórico de sucumbir la una, electoralmente, al nazismo y la otra, recurriendo a una guerra civil, al fascismo. ¡Qué inocencia la mía! Estaba convencido de que el recuerdo de la Guerra Civil perviviría, a pesar del paso de los años. Creía que tanto España como Alemania llevarían en su alma aquel recuerdo; en términos históricos, no hacía falta ser hijo de aquella Guerra Civil para estar condicionado por ella. Para tranquilidad de la gran mayoría, en teoría, se llevarían a cabo las reformas y revoluciones a favor de un nuevo estado de cosas. Ahora me doy cuenta de que nos quedamos a medio camino, en favor de una tras*ición que algunos calificamos de “benevolente”.
Debo reconocer que estaba equivocado, aunque sea lícito haberlo condicionado todo para favorecer la búsqueda del equilibrio social entre la seguridad y la reforma, tratar de incluir y satisfacer toda la diversidad de este país... pero todo esto nunca llegó.
Ahora, me veo de nuevo cincuenta años atrás. Estos son días de reflexión, también de tristeza y movilización. Hay quién me ha dicho que para qué me meto, y que qué necesidad tengo de hablar. ¿Y, por qué me tengo que callar? Nosotros, que tuvimos que aprender a hablar de nuevo. Nosotros, que conseguimos salir de la jaula y formarnos en el exterior porque aquí ni tan siquiera nos dejaban opinar. Yo, que tuve la suerte inmensa de lanzarme al mundo para aprender de tanta gente increíble, de la mano de científicos de todo el planeta que precisamente se atrevían a hablar de temas que a nosotros nos avergonzaban, sesso, suicidio, primates, ¡El origen de la vida! ¡Cómo empezó todo! Con el programa Redes de Televisión Española, conseguimos llevar la ciencia a toda una generación. La mayor ilusión de mi vida fue el día en que una chica se me acercó en la calle y me dijo: “Quiero que sepa que decidí estudiar Física gracias a Redes”.
Y, a pesar de todo, no consigo separarme de mi pasaporte. No puedo parar de pensar en Montesquieu y en la dichosa separación de poderes. Desgraciadamente, la separación de poderes en España no existe. Debo admitir que la “tras*ición benevolente”, de la que tanto nos llenamos la boca, aceptó también renunciar, al menos por el momento, a la famosa división de poderes en el Congreso como sistema de representación pública; esto fue así, entre otras cosas, porque entre los políticos de entonces ninguno aceptaba que el Poder Judicial no fuera elegido también por ellos mismos. Recuerdo conversaciones mantenidas con políticos de carácter benevolente a los que intenté convencer de que una cosa no podía ir sin la otra. Lo había aprendido en el exilio. Y así estan la cosas: aún vivimos en un país donde alguien puede ir a parar a la guandoca por sus ideas políticas. ¿Y por qué me tengo que callar? Hoy, en Vilella Baixa, me acordaré de mis padres, de aquella generación muda que optó por el silencio y se obsesionó con nuestra formación; y beberé, en silencio, por la libertad, por los amigos Oriol, Jordis, Josep, Joaquim, Jordi, Raül, Dolors, Meritxell y Carles, que, de nuevo, están otra vez en la guandoca y que ¡quiero que saquen ya!
¿Por qué me tengo que callar?
Otro desagradecido a España.
Sin embargo, la de mi padre, Eduard Punset Alegrí, fue una generación que luchó mucho para superar la guerra. La Vilella Baixa quedó destrozada. El país estaba arrasado y, sin embargo, ellos nunca hablaban de la guerra, nunca. La de mi padre fue una generación muda, silenciosa y muy, muy trabajadora. Cuando cumplí los diecisiete, me envió estudiar a Madrid, para que aprendiera a hablar bien el castellano de una puñetera vez, según dijo. Mi padre lo hacía por una simple cuestión de conocimiento y cultura. Era su obsesión, que estudiara. Sin embargo, recuerdo que, en la universidad en Madrid, al comienzo, me avergonzaba hablar en castellano en público, por mi acento catalán, si bien el castellano lo aprendíamos en la escuela. Lógicamente, en el recreo hablábamos en catalán. Era mi lengua materna y esto se lleva muy adentro. Es imborrable. Estos días, una persona del pueblo me comentaba lo mucho que me parecía a mi progenitora. Me ha hecho reflexionar. No me lo habían dicho nunca. Mi progenitora, Maria Casals Roca, murió bastante joven. El recuerdo se fue difuminando con los años. Sin embargo, me doy cuenta de que la llevo muy adentro, tanto como la lengua y el acento en que me hablaba. ¿Aún me pregunto ahora de qué me avergonzaba en Madrid?, pero me hizo ilusión que me dijeran que me parecía tanto físicamente a ella. En realidad, me doy cuenta ahora de que fue en Madrid donde empecé a aceptar un montón de cosas, sin que me importaran las consecuencias ni el qué dirán. Contra el mutismo paterno, que tantos compartirán, la nuestra fue una generación, al menos unos pocos, que de repente empezamos a hablar. Discutíamos y luchábamos por nuestras ideas, clandestinamente, desde lenguas y acentos diferentes. Lo recuerdo bien por dos motivos: porque esto supuso mi exilio y porque desde entonces, desde el momento (1958) en que tuve que salir de España llevo siempre el pasaporte encima. Siempre. Aunque sólo sea para salir un momento a comprar un poco de pan, nunca olvido mi pasaporte. Cuando me lo preguntan, invariablemente, respondo lo mismo: “Por si de repente tengo que volver a salir del país”. Nadie piensa en eso, pero yo lo he vivido y por eso siempre llevo el pasaporte encima. Estos días vuelvo a pensar otra vez mucho en todo esto. Me tuve que ir porqué algunos, por aquel tiempo aprendimos a hablar sin complejos, sin avergonzarnos de nada y con todas sus consecuencias.
Me acuerdo especialmente del episodio que provocó mi exilio; se produjo por haber lanzado unas cuantas octavillas en un partido de fútbol -a favor de una supuesta huelga general pacífica-, o por haber intentado organizar un pequeño homenaje a un científico republicano exiliado. Probablemente me buscaban por las dos cosas. El recuerdo que sí mantengo intacto es la llamada telefónica que me salvó la vida, justo cuando cerraba la puerta de la habitación de la pensión donde vivía en Madrid: “No vayas a la reunión por qué la policía te está esperando en la tasca donde has quedado”. Tomé la decisión en un instante, cogí el pasaporte, compré un billete hasta Burdeos y me fui. Desde entonces, nunca más he salido de casa sin él. A Manolo López, abogado laboralista y dirigente de los cuatro estudiantes comunistas que estábamos en la universidad, le pillaron: ocho años de guandoca y torturas. Éramos miembros del Partido Comunista de España y la reunión formaba parte del comité de coordinación universitario. A partir de 1959 fui exiliado político en Ginebra, y luego en París un par de años. Después pasé ocho en Londres, donde me ofrecieron trabajo, estudios, afecto.
Durante mi exilio descubrí dos hechos importantes que no he querido olvidar nunca. El primero, el sabor de la libertad; adquirí conocimientos de multitud de personas y a partir de una gran diversidad de ideas y opiniones. Poder viajar, y sobre todo estudiar, es algo maravilloso. Te saca de la cueva. Definitivamente. El segundo hecho importante, sin el cual seguramente no hubiese podido saborear el primero, fue descubrir el enorme salto democrático que suponía la separación absoluta de poderes, tan sólidamente implantada en mis países de acogida, Francia, Alemania, Estados Unidos, Inglaterra... para entender en toda su magnitud las democracias modernas, Montesquieu (Del espíritu de las leyes, 1748), el inventor de la separación entre los poderos Judicial, Ejecutivo y Legislativo es sublime, simplemente ¡fantástico!
Por estas dos razones, cuando Adolfo Suárez me propuso formar parte de su gobierno no lo dudé. Yo era el primer comunista que ocupaba un ministerio después de la fin de Franco. Acepté porque confiaba. Siempre pensé que España compartía con Alemania varias cosas, pero sobre todo que los dos países formaban parte de las grandes potencias europeas que habían cometido el error histórico de sucumbir la una, electoralmente, al nazismo y la otra, recurriendo a una guerra civil, al fascismo. ¡Qué inocencia la mía! Estaba convencido de que el recuerdo de la Guerra Civil perviviría, a pesar del paso de los años. Creía que tanto España como Alemania llevarían en su alma aquel recuerdo; en términos históricos, no hacía falta ser hijo de aquella Guerra Civil para estar condicionado por ella. Para tranquilidad de la gran mayoría, en teoría, se llevarían a cabo las reformas y revoluciones a favor de un nuevo estado de cosas. Ahora me doy cuenta de que nos quedamos a medio camino, en favor de una tras*ición que algunos calificamos de “benevolente”.
Debo reconocer que estaba equivocado, aunque sea lícito haberlo condicionado todo para favorecer la búsqueda del equilibrio social entre la seguridad y la reforma, tratar de incluir y satisfacer toda la diversidad de este país... pero todo esto nunca llegó.
Ahora, me veo de nuevo cincuenta años atrás. Estos son días de reflexión, también de tristeza y movilización. Hay quién me ha dicho que para qué me meto, y que qué necesidad tengo de hablar. ¿Y, por qué me tengo que callar? Nosotros, que tuvimos que aprender a hablar de nuevo. Nosotros, que conseguimos salir de la jaula y formarnos en el exterior porque aquí ni tan siquiera nos dejaban opinar. Yo, que tuve la suerte inmensa de lanzarme al mundo para aprender de tanta gente increíble, de la mano de científicos de todo el planeta que precisamente se atrevían a hablar de temas que a nosotros nos avergonzaban, sesso, suicidio, primates, ¡El origen de la vida! ¡Cómo empezó todo! Con el programa Redes de Televisión Española, conseguimos llevar la ciencia a toda una generación. La mayor ilusión de mi vida fue el día en que una chica se me acercó en la calle y me dijo: “Quiero que sepa que decidí estudiar Física gracias a Redes”.
Y, a pesar de todo, no consigo separarme de mi pasaporte. No puedo parar de pensar en Montesquieu y en la dichosa separación de poderes. Desgraciadamente, la separación de poderes en España no existe. Debo admitir que la “tras*ición benevolente”, de la que tanto nos llenamos la boca, aceptó también renunciar, al menos por el momento, a la famosa división de poderes en el Congreso como sistema de representación pública; esto fue así, entre otras cosas, porque entre los políticos de entonces ninguno aceptaba que el Poder Judicial no fuera elegido también por ellos mismos. Recuerdo conversaciones mantenidas con políticos de carácter benevolente a los que intenté convencer de que una cosa no podía ir sin la otra. Lo había aprendido en el exilio. Y así estan la cosas: aún vivimos en un país donde alguien puede ir a parar a la guandoca por sus ideas políticas. ¿Y por qué me tengo que callar? Hoy, en Vilella Baixa, me acordaré de mis padres, de aquella generación muda que optó por el silencio y se obsesionó con nuestra formación; y beberé, en silencio, por la libertad, por los amigos Oriol, Jordis, Josep, Joaquim, Jordi, Raül, Dolors, Meritxell y Carles, que, de nuevo, están otra vez en la guandoca y que ¡quiero que saquen ya!
¿Por qué me tengo que callar?
Otro desagradecido a España.