El derecho al Alzamiento

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FF.- No es una alegoría, representación de una cosa o de una idea abstracta por medio de un objeto que tiene con ella cierta relación real. La imagen de la bandera de España; la que tremoló empuñada por heroicos soldados hacia la victoria o la fin en innumerables guerras en defensa del ser sustantivo de España; la que surcó mares en lo más alto del mástil divisando tierras por conquistar para la cristiandad y el derecho de los pueblos a una civilización; la que contempló gestas y siglos de flamear indómito, sin desdoro en la tribulación; la que nunca fue arriada sin honor, defendida sin valor o menospreciada sin dolor y castigo; el símbolo de una patria imperial y civilizadora, la que cubrió en sudario a tantos muertos para ella inolvidables, ya fueran en combate abierto contra enemigos exteriores o en la emboscada terrorista de la sucia guerra moderna; hondeaba en el Ayuntamiento de San Sebastián, ese feudo de ignominia colectiva: vieja, sucia y deshilachada.
No es casualidad tal afrenta, el silencio fistro, la complicidad abyecta. Es fruto de una enfermedad colectiva de fácil diagnóstico y difícil solución, por haberse gestado en muchos años de certera inoculación de bichito letales para la Nación y pueblo español y también, sí, para la democracia real. Ello es posible por el suicidio controlado de un pueblo confiado, ignoto, manipulado y corrompido, al que se ha hecho creer y practica que “nada puede hacerse de útil y verdadero sin emanciparse de la historia”, Azaña dixit, convirtiendo nuestra fecunda herencia en mera propaganda tribal, sin asidero en la realidad, ni comportamiento superior. Así, el adocenamiento colectivo, más allá de las primarias necesidades y un nivel confortable de bienestar, esta servido.
La indignación, refleja un estado de ánimo, es la primitiva reacción del “consciente” humano ante la adversidad incontrolada, similar al llanto de un niño cuando se le retrasa la comida, sin mayor consistencia, incluso fácilmente superable mediante el recurso de la distracción: Pan y circo, futbol y polémicas ficticias, gimnasia mediática y reality show. Nada consistente más allá de la algarada ocupacional de plazas públicas y la manipulación emocional de una injusticia sistémica. También los niños lloran cuando se les lava la cara, sin que ello perturbe la convivencia paterna.
Cosa distinta es la legítima rebelión contra un poder injusto, arbitrario, despótico y pervertidor del orden natural y del bien común de los ciudadanos. Ello implica un estado superior a la indignación. Requiere de una conciencia del origen del mal o de la perturbación que lo produce, sus raíces, manifestación del daño, consecuencias del mismo, y de una voluntad, primero individual y luego colectiva de atajarlo, de búsqueda de los medios lícitos para impedirlo, de rebelarse. Es la “justicia correctiva” o rectificadora, aquella que restaura una situación equitativa al revertir una ilegalidad. Es la Ética de Aristóteles que enseña y dirige a su hijo Nicómaco. La virtud jovenlandesal hace bueno al ser humano. El arte sólo requiere conocimiento, pero la virtud requiere elección racional y ejercicio constante de la misma. Aristóteles divide los actos del hombre en voluntarios e involuntarios. El acto involuntario se debe a un primer principio extrínseco al hombre, como la fuerza o la ignorancia. El acto voluntario se hace por el deseo que es fruto de la deliberación. Se delibera algo que se puede hacer, sobre verdades y sobre las acciones de otros; se deliberan los medios y el fin. Se delibera sobre los fundamentos racionales del poder establecido y las consecuencias que sus actos y leyes tienen en la sociedad.
Entendido así el acto voluntario de la rebelión, los fundamentos de esa actitud racional vienen determinados por la ilegitimidad de un régimen que en su origen o, en su ejercicio, arruinan, tiranizan, abusan de la fuerza, violan el derecho y fomentan la injusticia del pueblo al que representan. Pensemos en la quiebra económica que nos asola; en la casta política endogámica, intervencionista y corruptora; en la justicia “ a la carta”; en la permisividad con el delincuente y la desprotección de las victimas; en la persecución del idioma español y la ofensa pública a sus símbolos; y en la indefensión del bien común y los intereses de la Nación.
Ante todo ello, la rebelión ante esos abusos no es resistencia a la autoridad, es legítima oposición a la injusticia, es, pues resistencia lícita. El individuo, la familia y aún la sociedad misma tienen derechos anteriores y superiores al Poder Político. El derecho a ser gobernados de manera equitativa y justa, a que se defienda su vida y hacienda, a que sus derechos sean amparados y puedan ser defendidos, a que el gobierno cumpla con el mandato otorgado en las urnas de conformidad al programa presentado.
El último estadio o peldaño de la rebeldía lo ofrece “el Alzamiento” contra un poder ilegítimo. Entendida como “guerra justa” desde Santo Tomás, Francisco de Vitoria, Suárez, hasta Hugo Grocio “De iure belle at pacis”, todos han coincidido en el derecho a la resistencia defensiva por la fuerza, cuando la sustancia de la legalidad es la injusticia.
No se puede ocultar que los cinco años de la II República concentraron toda la amalgama de frustraciones, odios, arbitrariedades, injusticias y demagogias existentes en España durante dos siglos de turnante liberalismo, en sus variadas formas y gobiernos. La ilegitimidad de la II República en su origen deviene de unas elecciones municipales, no plebiscitarias, en las que la opción monárquica/conservadora ganó en el computo global de España. La salida de Alfonso XIII y aquel documento que, al despedirse firmó, no tenía valor alguno al producirse mediante la amenaza y coacción de aquella revolución que rugía ya a las puertas del Palacio Real. Las elecciones del 29 de Junio de 1931 – llamadas constituyentes -, lo mismo que las del 16 de Febrero de 1936, no fueron, en modo alguno, expresión auténtica de la voluntad popular, sino un ominoso conglomerado de intrigas, amaños, coacciones, violencias, injusticias y crímenes.
La explotación vergonzosa del poder en provecho propio que hizo la izquierda en el llamado Frente Popular, unido a su deslealtad a la República y a las propias instituciones que habían creado en Octubre de 1934 (Revolución de Octubre), acreditan de modo incontrovertible su ilegitimidad, también, de ejercicio.
Al final, el asesinato de alopécico Sotelo, preparado y encubierto por el Gobierno, y la espantosa revolución comunista, organizada también desde el poder y que habría de estallar pocos días después del 17 de Julio de 1936, señaló el momento culminante del Alzamiento contra el decretado “finis hispaniae”. Por cierto, ¿cuándo van a pedir perdón las izquierdas del frente popular o quienes se consideran sus herederos por toda la destrucción y crímenes cometidos? Han tenido tiempo de hacer examen de conciencia histórica, suponiendo que la tengan individual.
Acertadas e intemporales palabras de Vázquez de Mella “cuando no se puede gobernar desde el Estado, con el deber, se gobierna desde fuera, desde la sociedad, con el derecho. ¿Y cuando no se puede gobernar con el derecho sólo, porque el poder no lo reconoce?. Se apela a la fuerza para mantener el derecho y para imponerle. ¿Y cuando no existe la fuerza?. Nunca falta en las naciones que no han abandonado totalmente a Dios, y menos en España. Pero, si llegara a faltar por la desorganización, ¿qué se hace?¿tras*igir y ceder?. No, no. Entonces se va a recibirla a las catacumbas y al circo, pero no cae de rodillas, porque estén los ídolos en el Capitolio”.
No menos proféticas y crudas fueron las predicciones de Menéndez y Pelayo referidas a 1808, Guerra de la Independencia: “para que rompiésemos aquel sopor, para que de nuevo resplandeciesen con majestad no usada las generosas condiciones de la raza, aletargadas, pero no extintas, por algo peor que la tiranía, por el acatamiento jovenlandesal de gobernantes y gobernados y el olvido de volver los ojos a lo alto; para que tornara a henchir ampliamente nuestros pulmones el aire de la vida y de las grandes obras de la vida; para recobrar, en suma, la conciencia nacional, atrofiada largos días por el fetichismo covachuelista de Su Majestad, era preciso que un mar de sangre corriera desde Fuenterrabía hasta el seno gaditano, y que en esas rojas aguas nos regeneráramos…”.
Frente a Napoleón, se escribía en Acción Española, “el pueblo y sus frailes ganaron la guerra; pero, frente a los afrancesados, perdieron la paz, que fue a estrellarse contra el engendro constitucional de Cádiz”. Nada hay más funesto para las naciones que una embustera paz. No puede existir sin justicia. No la confundamos con tranquilidad. Y, sobre todo, no tratemos de comprarla a precio de cobardías. La paz no se compra; se la impone por la lucha de la justicia y el bien común; es esa lucha la que lleva en sí y depara los frutos de la verdadera paz.
El Alzamiento, pues, era para España un derecho, si quería salvarse y salvar su patrimonio histórico, su honor y su vida civilizada. Derecho que constituye un deber. Sólo un pueblo de esclavos podía renunciar a las únicas vías justas y legítimas para derrotar la tiranía de la II República. Tanto los individuos como las sociedades, tienen derecho a su legítima defensa, que es sagrada porque es ley de naturaleza. España tenía el derecho y el deber de alzarse en armas contra una autoridad prostituida y usurpadora, antinacional y anticristiana, tiránica y delincuente.
En fin, hoy 18 de julio se cumplen 86 años de aquel día glorioso en que se despertó, en el alma colectiva de España, el espíritu recio y heroico de su pasado. Y España se puso en pie, la iglesia con rigor la llamó Cruzada, y el progreso material y jovenlandesal fecundó toda una época, de cuyas rentas aún hemos vivido hasta ahora, a pesar de la infidelidad de sus herederos. Rendimos honor a ese valor esclarecido, hoy, a quienes hicieron posible esa gesta, entregando su vida, tanto en la guerra como en la paz, por Dios y por España.
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