kaluza5
Himbersor
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Relato ya publicado en otro foro. Más adelante lo incluiré en alguna recopilación, pero, de momento, os lo traigo gratis a vosotros.
“Su frente es amplia, con órganos prominentes de idealidad”, pensó el detective Elías cuando le presentaron a su colega marciano, el androide Daniel. Pero, en ese momento, no conocía la naturaleza robótica del compañero que le habían asignado sus superiores del departamento de policía de Nueva Madrid. A diferencia del resto de capitales europeas, que tienen el apodo de “nuevo” o “nueva” en sus nombres porque tuvieron que rehacerlas al lado de ruinas radioactivas, la capital de la República Castellana todavía conserva los edificios, calles y líneas ferroviarias que existían antes del apocalipsis nuclear. No se sabe bien quien decidió lanzar allí una bomba de neutrones, en vez de una destructiva arma termonuclear, pero el caso es que la ciudad conservó sus infraestructuras, aunque llena de cadáveres irradiados. Momias que no se descomponían porque los insectos y bacterias que se los hubiesen comido estaban tan muertos como ellos.
Esa misma mañana, mientras viajaba de Toledo a Nueva Madrid en un tren de vapor construido por la compañía nacional de ferrocarriles, leía un antiguo manual de frenología escrito por George Combe en el siglo XIX. Sus superiores le habían enviado un telegrama requiriendo su presencia en la capital, debido a sus excelentes dotes para interrogar sospechosos y hallar a los culpables. Había habido un terrible asesinato: el asistente del embajador marciano fue hallado muerto en su domicilio, con signos de haber sido atacado con gran violencia, y necesitaban enseguida sus habilidades como detective. Cuando llegó a la sede de la policía, el secretario de estado del ministerio del interior se reunió con él en persona y le trasladó sus instrucciones: debido a la importancia de la víctima se le había asignado como compañero un policía marciano que reportaría directamente al embajador de la Confederación Marciana.
—Entiéndame, Elías, sé que está acostumbrado a trabajar solo, pero es muy importante que sigamos manteniendo las relaciones comerciales con los marcianos. Por suerte, ya no actúan como una potencia colonizadora. Hace cincuenta años hubieran mandado a sus marines espaciales a “limpiar” los bajos fondos con sus armas hipercinéticas y hubieran pagado justos por pecadores.
—Señor, comprendo muy bien las circunstancias de este caso y si me hubieran asignado un compañero terrestre no hubiera protestado. Trabajo mejor solo, sí, pero no me importa que me acompañen policías en mis investigaciones. El problema son los marcianos, con sus aires de superioridad y su tecnología avanzada que no quieren compartir.
—Hablando de tecnología avanzada, hay algo que debe de saber de su nuevo compañero…
En ese momento se abrió la puerta y un marciano de casi dos metros de alto, pelo de tonalidad bronce peinado hacía atrás y con porte de estatua griega, avanzó y se presentó él mismo a Elías.
—Soy su compañero, Daniel R. Oliver, encantado de conocerle.
—Elías Valle, detective toledano. Lo mismo digo, por cierto, ¿cuál es su segundo nombre? Lo digo por la inicial R que ha mencionado.
Durante un instante, antes de que el marciano respondiera a la pregunta, se dio cuenta de que había algo en esa persona que le resultaba extraño. Su intuición supernatural, con la que clasificaba a todo el mundo sin equivocación, se encontraba ante un enigma. La frente ancha del marciano sugería unos órganos de idealidad sumamente desarrollados, más allá de lo esperable en un hombre. Sin embargo, el resto de su rostro era impenetrable, como el de una esfinge. ¿Qué secretos ocultaba esa máscara hierática? Por suerte, el recién llegado desveló enseguida su misterio ante el terrestre.
—¡Ah! ¿No se lo han comentado? La R viene de robot. Soy Daniel Robot Oliver.
—¡¿Cómo?!
—No se altere, Elías —intervino el secretario de estado—, los robots marcianos son totalmente seguros. Su comportamiento se haya firmemente regulado por las Tres Leyes de la Robótica.
—Sé cuáles son. De joven leí a Asimov, así que no hace falta que me las enumere. Es que nunca había trabajado con un robot y no puedo leer bien su expresión.
—Androide, más bien —aclaró Daniel—. Estoy construido con tejido humano sobre un endoesqueleto metálico. Si me cortan, sangro. ¿A qué se refería con leer mi expresión?
—El agente Elías es nuestro más reputado frenólogo —aclaró el secretario de estado—. Siempre encuentra a los culpables analizando el aspecto de los criminales.
—¿Frenología? Entiendo que su cultura, primitiva para los estándares marcianos, se tiene que aferrar a antiguas supersticiones mientras avanza hacia el progreso. No puedo juzgarles desde mi posición cultural más avanzada, pero tenemos entre manos un terrible asesinato y hay que resolverlo usando las leyes de la lógica y la deducción.
—Si vas a ser mi compañero, tutéame. Daniel, verás cómo vamos a resolver este caso con la ayuda de mi “superstición” y le contarás a tus superiores que ellos podrán tener naves espaciales y centrales de fusión, pero que nosotros todavía conservamos la sabiduría de nuestros ancestros que sigue siendo útil hoy en día.
—No quería ofenderte, lo haremos a tu modo. Vamos al lugar del crimen, no tenemos tiempo que perder.
Elías y Daniel salieron de la sede central de policía y se dirigieron a un piso de la calle Atocha, donde vivía el asistente. Cuando iban caminando por la acera, un niño delgado con gorra se les acercó y les entregó un ***eto publicitario.
—Tengan, el circo ha llegado a la ciudad. ¡Vayan y vean al terrible Kong, el supergorila mutante capturado en el interior de África!
—No tenemos tiempo para distracciones —comentó Daniel, dispuesto a devolver la publicidad al chaval.
—Trae esto, cuando terminemos el caso podremos acercarnos a ver una manifestación cultural de nuestra “primitiva sociedad” —replicó Elías.
El detective leyó las terribles características del personaje, representado con cadenas y emitiendo un poderoso rugido. El circo paraba pocas veces por Toledo y quería aprovechar este viaje a Nueva Madrid para hacer algo más que resolver un caso, así que se guardó el ***eto en el bolsillo de su chaqueta. Cuando iban a entrar en el bloque de viviendas donde vivía la víctima, observó que un joven los observaba apoyado en un árbol.
—¿Te has fijado, Daniel, en el tipo aquel que nos vigilaba?
—¿El del árbol?
—Sí. Sus ojos saltones, largas patillas, hombros hundidos y tez amarilla, junto con su ropa rala, gorro ladeado y expresión sombría nos indica que estamos ante un chivato de los bajos fondos. Hay que tener cuidado, posiblemente nos siga al salir.
—Tengo memoria fotográfica: lo recuerdo perfectamente. El movimiento de sus pupilas hacia nosotros, su respiración agitada y su imagen termal en el infrarrojo indican que nos estaba esperando. Estimo un 96% de probabilidad de que sea un espía.
—Me alegro que estemos de acuerdo, subamos pues.
La escena que se presentó ante ellos fue dantesca: el cadáver presentaba todos los huesos rotos y los miembros doblados en extraños ángulos. Profundos arañazos recorrían su cuerpo y su rostro estaba horriblemente desfigurado por los golpes. Los muebles estaban destrozados, las paredes presentaban agujeros en el yeso y las cortinas estaban desgarradas. El acolchado de sillas, sofás y las plumas de los cojines estaban esparcidos por todo el suelo del piso. Quien o quienes hubieran hecho todo eso habían demostrado una violencia excesiva y una gran fuerza de destrucción.
—Según mis estimaciones, las ecuaciones de la biomecánica indican unas fuerzas musculares del orden de los kilopondios para producir estos daños —señaló Daniel.
—Entre los matones del hampa siempre hay forzudos. Suelen vigilar las entradas a los antros donde la ginebra se consume a raudales —añadió Elías mientras se agachaba a recoger algo del suelo.
—¿Qué es eso? —preguntó Daniel.
—Parece pelo, de tonalidad entre gris y blanco —respondió Elías.
—Pero no humano. Su grosor y resistencia son mayores que los de una persona. Quizás sea de crin de caballo, pero hay más: fíjate en los dedos crispados de la víctima.
—Sí, parece que agarra con fuerza un matojo del mismo tipo de pelo.
—Buenos días, caballeros. Usted ya me conoce, Daniel; soy el embajador marciano, Peter Smith —se presentó un hombre que provenía de otra habitación del piso.
—Elías Valle, detective asignado al caso. ¡Vaya asesinato! ¿Verdad?
—Sí, pero por desgracia no es algo que me haya sorprendido. John Sellers era un buen asistente, aunque aficionado a la bebida y al juego. Desde hace tiempo sospechábamos que estaba vendiendo tecnología marciana, a escondidas, a los bajos fondos.
—¿Deudas impagadas? —preguntó Elías mientras miraba fijamente a los ojos del embajador.
—Sí, posiblemente.
—¿Dónde deberíamos buscar?
—Vayan por Vallecas. El fallecido frecuentaba mucho ese barrio. Daniel, espero su informe esta noche.
—De acuerdo, señor embajador. Buenos días.
—Que tengan un buen día, detectives.
Cuando salieron a la calle, el espía empezó a seguirlos. Elías se dio cuenta de este hecho, pero era algo que esperaba. Mientras esperaban un carruaje, comentó a Daniel sus impresiones.
—El embajador decía la verdad. La forma de su cabeza indica que pertenece al tipo de los discretos y ambiguos, pero sus ojos no mentían —aseguró Elías.
—Tienes una interesante perspicacia. Mira, por ahí viene un carruaje libre, montemos.
—Hace diez años —comenzó a relatar Elías yendo de camino a Vallecas—, mientras me recuperaba de una gripe muy fuerte que me tuvo en cama varias semanas, sentí como si al recuperar mis fuerzas obtuviera algo más. “He levantado el velo que cubría tus ojos para que puedas discernir, en la batalla, a los dioses de los hombres”, le dijo Atenea a Diomedes en la Ilíada. Así me sentía, con una capacidad sobrehumana para clasificar a las personas y encontrar a los malhechores.
—¿Te consideras un telépata?
—Tanto no, pero sí tengo una intuición especial para leer el carácter de las personas.
Cuando llegaron pusieron el pie en Vallecas, enseguida unos malhechores les rodearon apuntándoles con pistolas y los llevaron a la guarida de su jefe, un edificio situado al lado de un descampado, donde se hallaba montada la carpa del circo.
El rufián que dirigía el cotarro estaba hablando con otro hombre vestido con un colorido uniforme rojo, el maestro de ceremonias del circo y también su dueño. Le entregó un fajo de billetes y se fue discretamente por detrás del mafioso, de vuelta a su carpa.
—¡Vaya! ¿Estos son los polizontes que investigan la fin de la rata marciana? —preguntó, dirigiéndose hacia sus capturados.
—No hay nada que investigar. Tus protuberancias óseas en el cráneo, la elongación de este y la forma de tus huesos superciliares te delatan como el malo —dijo Elías.
—¡No te había reconocido! Eres el famoso Elías, el frenólogo de Toledo que siempre captura a los criminales. ¡Matadlos, chicos! Hoy ha resuelto su último caso.
En ese momento, Daniel sacó a velocidad sobrehumana un arma aturdidora marciana que barrió enseguida a todos los criminales, mediante la estimulación de las terminaciones nerviosas libres. Estaban todos en el suelo, quejándose e incapaces de usar sus pistolas, debido al dolor que sentían en las extremidades.
—¿Fuiste tú el malo? —preguntó Daniel al jefe mafioso que chillaba dolorido, encogido en posición fetal.
—Lo es, pero el arma homicida no está aquí —añadió Elías.
—¿Dónde se encuentra?
Elías sacó el ***eto del circo de su bolsillo y le mostró al terrible Kong, mientras le indicaba con un gesto que debían ir también al descampado donde estaba el circo. Al final detuvieron a toda la banda de malhechores y al dueño del espectáculo circense, que había permitido que usaran al enorme gorila en el crimen. Gracias a esa ayuda consiguió una rebaja en la cuota que tenía que pagar al mafioso en concepto de “protección”.
Unos días después de resolver el caso, Elías acompañó a Daniel al espaciopuerto de Nueva Barajas, para despedirse de él.
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó Elías.
—Posiblemente. Mis superiores están muy interesados en tus habilidades. Sospechan que eres un auténtico telépata.
—En todo caso, si algún día necesitáis que os resuelva un crimen en Marte, podéis llamarme —comentó Elías.
—Cuenta con ello —dijo Daniel, con una chispa de emoción en sus ojos robóticos.
El cráneo de un malo
“Su frente es amplia, con órganos prominentes de idealidad”, pensó el detective Elías cuando le presentaron a su colega marciano, el androide Daniel. Pero, en ese momento, no conocía la naturaleza robótica del compañero que le habían asignado sus superiores del departamento de policía de Nueva Madrid. A diferencia del resto de capitales europeas, que tienen el apodo de “nuevo” o “nueva” en sus nombres porque tuvieron que rehacerlas al lado de ruinas radioactivas, la capital de la República Castellana todavía conserva los edificios, calles y líneas ferroviarias que existían antes del apocalipsis nuclear. No se sabe bien quien decidió lanzar allí una bomba de neutrones, en vez de una destructiva arma termonuclear, pero el caso es que la ciudad conservó sus infraestructuras, aunque llena de cadáveres irradiados. Momias que no se descomponían porque los insectos y bacterias que se los hubiesen comido estaban tan muertos como ellos.
Esa misma mañana, mientras viajaba de Toledo a Nueva Madrid en un tren de vapor construido por la compañía nacional de ferrocarriles, leía un antiguo manual de frenología escrito por George Combe en el siglo XIX. Sus superiores le habían enviado un telegrama requiriendo su presencia en la capital, debido a sus excelentes dotes para interrogar sospechosos y hallar a los culpables. Había habido un terrible asesinato: el asistente del embajador marciano fue hallado muerto en su domicilio, con signos de haber sido atacado con gran violencia, y necesitaban enseguida sus habilidades como detective. Cuando llegó a la sede de la policía, el secretario de estado del ministerio del interior se reunió con él en persona y le trasladó sus instrucciones: debido a la importancia de la víctima se le había asignado como compañero un policía marciano que reportaría directamente al embajador de la Confederación Marciana.
—Entiéndame, Elías, sé que está acostumbrado a trabajar solo, pero es muy importante que sigamos manteniendo las relaciones comerciales con los marcianos. Por suerte, ya no actúan como una potencia colonizadora. Hace cincuenta años hubieran mandado a sus marines espaciales a “limpiar” los bajos fondos con sus armas hipercinéticas y hubieran pagado justos por pecadores.
—Señor, comprendo muy bien las circunstancias de este caso y si me hubieran asignado un compañero terrestre no hubiera protestado. Trabajo mejor solo, sí, pero no me importa que me acompañen policías en mis investigaciones. El problema son los marcianos, con sus aires de superioridad y su tecnología avanzada que no quieren compartir.
—Hablando de tecnología avanzada, hay algo que debe de saber de su nuevo compañero…
En ese momento se abrió la puerta y un marciano de casi dos metros de alto, pelo de tonalidad bronce peinado hacía atrás y con porte de estatua griega, avanzó y se presentó él mismo a Elías.
—Soy su compañero, Daniel R. Oliver, encantado de conocerle.
—Elías Valle, detective toledano. Lo mismo digo, por cierto, ¿cuál es su segundo nombre? Lo digo por la inicial R que ha mencionado.
Durante un instante, antes de que el marciano respondiera a la pregunta, se dio cuenta de que había algo en esa persona que le resultaba extraño. Su intuición supernatural, con la que clasificaba a todo el mundo sin equivocación, se encontraba ante un enigma. La frente ancha del marciano sugería unos órganos de idealidad sumamente desarrollados, más allá de lo esperable en un hombre. Sin embargo, el resto de su rostro era impenetrable, como el de una esfinge. ¿Qué secretos ocultaba esa máscara hierática? Por suerte, el recién llegado desveló enseguida su misterio ante el terrestre.
—¡Ah! ¿No se lo han comentado? La R viene de robot. Soy Daniel Robot Oliver.
—¡¿Cómo?!
—No se altere, Elías —intervino el secretario de estado—, los robots marcianos son totalmente seguros. Su comportamiento se haya firmemente regulado por las Tres Leyes de la Robótica.
—Sé cuáles son. De joven leí a Asimov, así que no hace falta que me las enumere. Es que nunca había trabajado con un robot y no puedo leer bien su expresión.
—Androide, más bien —aclaró Daniel—. Estoy construido con tejido humano sobre un endoesqueleto metálico. Si me cortan, sangro. ¿A qué se refería con leer mi expresión?
—El agente Elías es nuestro más reputado frenólogo —aclaró el secretario de estado—. Siempre encuentra a los culpables analizando el aspecto de los criminales.
—¿Frenología? Entiendo que su cultura, primitiva para los estándares marcianos, se tiene que aferrar a antiguas supersticiones mientras avanza hacia el progreso. No puedo juzgarles desde mi posición cultural más avanzada, pero tenemos entre manos un terrible asesinato y hay que resolverlo usando las leyes de la lógica y la deducción.
—Si vas a ser mi compañero, tutéame. Daniel, verás cómo vamos a resolver este caso con la ayuda de mi “superstición” y le contarás a tus superiores que ellos podrán tener naves espaciales y centrales de fusión, pero que nosotros todavía conservamos la sabiduría de nuestros ancestros que sigue siendo útil hoy en día.
—No quería ofenderte, lo haremos a tu modo. Vamos al lugar del crimen, no tenemos tiempo que perder.
Elías y Daniel salieron de la sede central de policía y se dirigieron a un piso de la calle Atocha, donde vivía el asistente. Cuando iban caminando por la acera, un niño delgado con gorra se les acercó y les entregó un ***eto publicitario.
—Tengan, el circo ha llegado a la ciudad. ¡Vayan y vean al terrible Kong, el supergorila mutante capturado en el interior de África!
—No tenemos tiempo para distracciones —comentó Daniel, dispuesto a devolver la publicidad al chaval.
—Trae esto, cuando terminemos el caso podremos acercarnos a ver una manifestación cultural de nuestra “primitiva sociedad” —replicó Elías.
El detective leyó las terribles características del personaje, representado con cadenas y emitiendo un poderoso rugido. El circo paraba pocas veces por Toledo y quería aprovechar este viaje a Nueva Madrid para hacer algo más que resolver un caso, así que se guardó el ***eto en el bolsillo de su chaqueta. Cuando iban a entrar en el bloque de viviendas donde vivía la víctima, observó que un joven los observaba apoyado en un árbol.
—¿Te has fijado, Daniel, en el tipo aquel que nos vigilaba?
—¿El del árbol?
—Sí. Sus ojos saltones, largas patillas, hombros hundidos y tez amarilla, junto con su ropa rala, gorro ladeado y expresión sombría nos indica que estamos ante un chivato de los bajos fondos. Hay que tener cuidado, posiblemente nos siga al salir.
—Tengo memoria fotográfica: lo recuerdo perfectamente. El movimiento de sus pupilas hacia nosotros, su respiración agitada y su imagen termal en el infrarrojo indican que nos estaba esperando. Estimo un 96% de probabilidad de que sea un espía.
—Me alegro que estemos de acuerdo, subamos pues.
La escena que se presentó ante ellos fue dantesca: el cadáver presentaba todos los huesos rotos y los miembros doblados en extraños ángulos. Profundos arañazos recorrían su cuerpo y su rostro estaba horriblemente desfigurado por los golpes. Los muebles estaban destrozados, las paredes presentaban agujeros en el yeso y las cortinas estaban desgarradas. El acolchado de sillas, sofás y las plumas de los cojines estaban esparcidos por todo el suelo del piso. Quien o quienes hubieran hecho todo eso habían demostrado una violencia excesiva y una gran fuerza de destrucción.
—Según mis estimaciones, las ecuaciones de la biomecánica indican unas fuerzas musculares del orden de los kilopondios para producir estos daños —señaló Daniel.
—Entre los matones del hampa siempre hay forzudos. Suelen vigilar las entradas a los antros donde la ginebra se consume a raudales —añadió Elías mientras se agachaba a recoger algo del suelo.
—¿Qué es eso? —preguntó Daniel.
—Parece pelo, de tonalidad entre gris y blanco —respondió Elías.
—Pero no humano. Su grosor y resistencia son mayores que los de una persona. Quizás sea de crin de caballo, pero hay más: fíjate en los dedos crispados de la víctima.
—Sí, parece que agarra con fuerza un matojo del mismo tipo de pelo.
—Buenos días, caballeros. Usted ya me conoce, Daniel; soy el embajador marciano, Peter Smith —se presentó un hombre que provenía de otra habitación del piso.
—Elías Valle, detective asignado al caso. ¡Vaya asesinato! ¿Verdad?
—Sí, pero por desgracia no es algo que me haya sorprendido. John Sellers era un buen asistente, aunque aficionado a la bebida y al juego. Desde hace tiempo sospechábamos que estaba vendiendo tecnología marciana, a escondidas, a los bajos fondos.
—¿Deudas impagadas? —preguntó Elías mientras miraba fijamente a los ojos del embajador.
—Sí, posiblemente.
—¿Dónde deberíamos buscar?
—Vayan por Vallecas. El fallecido frecuentaba mucho ese barrio. Daniel, espero su informe esta noche.
—De acuerdo, señor embajador. Buenos días.
—Que tengan un buen día, detectives.
Cuando salieron a la calle, el espía empezó a seguirlos. Elías se dio cuenta de este hecho, pero era algo que esperaba. Mientras esperaban un carruaje, comentó a Daniel sus impresiones.
—El embajador decía la verdad. La forma de su cabeza indica que pertenece al tipo de los discretos y ambiguos, pero sus ojos no mentían —aseguró Elías.
—Tienes una interesante perspicacia. Mira, por ahí viene un carruaje libre, montemos.
—Hace diez años —comenzó a relatar Elías yendo de camino a Vallecas—, mientras me recuperaba de una gripe muy fuerte que me tuvo en cama varias semanas, sentí como si al recuperar mis fuerzas obtuviera algo más. “He levantado el velo que cubría tus ojos para que puedas discernir, en la batalla, a los dioses de los hombres”, le dijo Atenea a Diomedes en la Ilíada. Así me sentía, con una capacidad sobrehumana para clasificar a las personas y encontrar a los malhechores.
—¿Te consideras un telépata?
—Tanto no, pero sí tengo una intuición especial para leer el carácter de las personas.
Cuando llegaron pusieron el pie en Vallecas, enseguida unos malhechores les rodearon apuntándoles con pistolas y los llevaron a la guarida de su jefe, un edificio situado al lado de un descampado, donde se hallaba montada la carpa del circo.
El rufián que dirigía el cotarro estaba hablando con otro hombre vestido con un colorido uniforme rojo, el maestro de ceremonias del circo y también su dueño. Le entregó un fajo de billetes y se fue discretamente por detrás del mafioso, de vuelta a su carpa.
—¡Vaya! ¿Estos son los polizontes que investigan la fin de la rata marciana? —preguntó, dirigiéndose hacia sus capturados.
—No hay nada que investigar. Tus protuberancias óseas en el cráneo, la elongación de este y la forma de tus huesos superciliares te delatan como el malo —dijo Elías.
—¡No te había reconocido! Eres el famoso Elías, el frenólogo de Toledo que siempre captura a los criminales. ¡Matadlos, chicos! Hoy ha resuelto su último caso.
En ese momento, Daniel sacó a velocidad sobrehumana un arma aturdidora marciana que barrió enseguida a todos los criminales, mediante la estimulación de las terminaciones nerviosas libres. Estaban todos en el suelo, quejándose e incapaces de usar sus pistolas, debido al dolor que sentían en las extremidades.
—¿Fuiste tú el malo? —preguntó Daniel al jefe mafioso que chillaba dolorido, encogido en posición fetal.
—Lo es, pero el arma homicida no está aquí —añadió Elías.
—¿Dónde se encuentra?
Elías sacó el ***eto del circo de su bolsillo y le mostró al terrible Kong, mientras le indicaba con un gesto que debían ir también al descampado donde estaba el circo. Al final detuvieron a toda la banda de malhechores y al dueño del espectáculo circense, que había permitido que usaran al enorme gorila en el crimen. Gracias a esa ayuda consiguió una rebaja en la cuota que tenía que pagar al mafioso en concepto de “protección”.
Unos días después de resolver el caso, Elías acompañó a Daniel al espaciopuerto de Nueva Barajas, para despedirse de él.
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó Elías.
—Posiblemente. Mis superiores están muy interesados en tus habilidades. Sospechan que eres un auténtico telépata.
—En todo caso, si algún día necesitáis que os resuelva un crimen en Marte, podéis llamarme —comentó Elías.
—Cuenta con ello —dijo Daniel, con una chispa de emoción en sus ojos robóticos.