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Madmaxista
El Rey de España y el baile de máscaras
Telma Ortiz ha salido de los juzgados de Toledo con su orgullo entre las piernas como consecuencia de un cálculo erróneo: ella no es miembro de la Familia Real, por mucho que su hermana sea la esposa del heredero de la Corona. Confundir los planos en una democracia como la española, con un sistema judicial sometido al capricho del poderoso -sobre todo si es banquero- y propenso al castigo del humilde, tiene estas cosas. La peor es servir de disculpa a una Justicia necesitada de lavar sus vergüenzas y ganar crédito en el Jordán de algún despistado/a al que el Sistema cruje, porque lo coge como coartada para que el lerdo escarmiente y el invento del señor conde de Lampedusa siga girando, impávido, hasta nuevo aviso.
Seguro que el Rey Juan Carlos se habrá reído en Zarzuela al enterarse del fallo judicial. Escarmentando, que es gerundio. El Rey, sin embargo, goza de la inmunidad penal que le garantiza la Constitución y del derecho de pernada que le otorga una sociedad sin tradición democrática, siempre necesitada de mitos y, algunas veces, de caudillos. Su reciente irrupción en la política española, a cuenta del elogio desmedido a José Luis Rodríguez Zapatero, ha provocado hondo escozor en la derecha sociológica española, cuyas consecuencias a largo plazo seguro que Zarzuela no se ha parado a pensar.
Desde mucho antes del 9 de marzo pasado, en los ambientes políticos por cuyas cañerías discurre la realpolitik, esa que no circula a través de agencia de noticias, se venía hablando de algunas curiosas, cuando menos, iniciativas reales tendentes a intervenir más o menos veladamente en el curso de los acontecimientos políticos. La legislatura pasada acabó con la institución en la picota, con algunos episodios –quema de retratos del monarca; episodios de falta de respeto (o pérdida de miedo) a la Corona como el de la revista El Jueves, etcétera- que llevaron la preocupación al entorno de Su Majestad. El caso es que en los jardines de Zarzuela volvieron a germinar algunas viejas semillas que se creían abandonadas desde los tiempos de Mario Conde, ¿se recuerdan?, aquel intento de “Gobierno de Concentración” nacional –auspiciado por el Monarca y presidido por el banquero- de la última etapa del felipismo, cuando los escándalos de corrupción colocaron a nuestra partitocrática clase política al borde del abismo.
Con las encuestas apuntando un resultado cercano al empate o una victoria por la mínima de cualquiera de los dos grandes partidos nacionales (si es que al PSOE se le puede seguir calificando de tal), la imposibilidad de formar un Gobierno más o menos estable, en ausencia de mayorías claras, fue interpretado en Palacio como un riesgo claro para la estabilidad de las instituciones, con la propia Corona al frente. Llovía sobre mojado. La negociación con ETA y los intentos de arrinconar al Partido Popular, entre otras cuestiones de menor enjundia, habían dado como fruto perverso una de las legislaturas más tensas que se recuerdan, equiparable a la última de González: la crispación, ese clima político de guerra fría que tan buenos réditos electorales ha terminado reportando al zapaterismo. Y en Palacio dijeron “basta”. Era necesario evitar otra nueva legislatura como la pasada.
Las fuentes sostienen que el Monarca “leyó la cartilla” por igual a PSOE y a PP, es decir, a Rodríguez Zapatero y a Mariano Rajoy, en fechas previas al 9-M. Si las urnas terminaban arrojando un resultado electoral tan apretado como el que pronosticaban las encuestas, los dos grandes partidos debían abandonar la confrontación para embarcarse en algo parecido a un Gobierno de coalición. Un deber patriótico, o algo así. No estaba claro si el jefe de tal Gobierno hubiera sido el candidato del partido más votado. Hay quien sugiere incluso que podía haber sido un tercero en discordia, a quien se hubieran comprometido a apoyar ambas formaciones. La promesa formulada por Rajoy durante la campaña, según la cual en caso de ganar las elecciones ofrecería al día siguiente al PSOE un amplio pacto para la reforma constitucional, es interpretada por quienes endosan esta tesis como parte de ese acuerdo verbal suscrito con el Monarca.
La relativamente holgada victoria de Zapatero el 9-M, gracias al voto del nacionalismo radical y de IU, alejó algunos de los peores fantasmas de Zarzuela. “El Rey ha impuesto una versión light del plan original”. En esa línea, ambos líderes se han comprometido a enterrar el hacha de guerra y rebajar los decibelios de su enfrentamiento. Un diseño cuyo primer y casi único pagano es Rajoy –como demuestra la brutal crisis que vive el PP desde el momento en que el gallego ha hecho amago de virar hacia el centro-, inducido a abandonar la política de la confrontación a cara de perro por otra de colaboración, siquiera relativa, con Zapatero. Tal es el resultado de los movimientos reales por las zahúrdas de la política española. Y es que el Monarca tiene mucho más protagonismo político del que la gente del común cree, y desde luego mucho más del que le concede la Constitución. Lo publicó, tal cual, el ABC del 11 de mayo pasado: “Urkullu dice que se vio con el Rey y Zapatero para hablar de la situación en el País Vasco”. ¿Qué es lo que hablaron? ¿Qué acuerdos adoptaron, si alguno? ¿Qué pinta el Rey en esos encuentros? ¿Dónde queda el papel del Parlamento? Preguntas de imposible respuesta en un régimen de monarquía parlamentaria, donde el papel de Rey está perfectamente tasado por la Constitución.
En este orden de cosas, las recientes declaraciones del Monarca elogiando sin recato alguno al presidente Zapatero, no son sino un episodio más de la intromisión real en la vida política española –tal vez producto de la edad y de esa sensación de impunidad que, 33 años después de la fin de Franco, produce intervenir sin coste alguno en la política por la puerta de atrás de las Cortes-, hasta el punto de que un PP menos miedoso, menos respetuoso con sus viejos fantasmas, tendría que haber formulado una enérgica nota de protesta contra esas declaraciones, como expresión pública de rechazo al alineamiento del Jefe del Estado con una opción política concreta. Curiosa la posición de una derecha llamada por causa divina a apoyar la Monarquía, pero dispuesta al mismo tiempo a recibir las bofetadas de una Monarquía que se siente más cómoda con la izquierda republicana en el poder que con ella.
Naturalmente que son muchos los que piensan que el Rey juega con fuego, y no hace falta estar muy versado en asuntos históricos para acordarse de lo acontecido a su abuelo, el Rey Alfonso XIII, obligado a exiliarse al perder el apoyo de los sectores sociológica, política y emocionalmente llamados a sostenerle. El 14 de abril de 1931, el Monarca salió de Palacio cuando terminó de enajenarse la simpatía de las clases políticas que apoyaron la Restauración. ¿Está el Rey Juan Carlos I ganándose a pulso la desafección de la derecha política y sociológica española?
Porque la pregunta del millón sigue siendo tan simple como demoledora: ¿está el Rey comprometido con la defensa del modelo de Estado que consagra la Constitución del 78 (“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”), o ha abdicado de la defensa de ese modelo, para abrazar el diseño federal o confederal que más o menos concientemente propugna Zapatero? Parece obvio que si el Rey no defiende punto tan esencial como la unidad de la nación española, su principal obligación constitucional, no pocos españoles podrían sentirse tentados a pensar que en tal caso sobra el Rey y sobra la Monarquía.
Muchos ciudadanos piensan que el Rey está emocionalmente -¿también activamente?- implicado en el diseño de esa España plural que abandera el presidente del Gobierno por la vía de los hechos consumados. El Monarca ha puesto en manos de Zapatero la estabilidad institucional. Pero, o mucho me equivoco, o confundir al de León con un nuevo Disraeli (curioso, el líder tory saltó a la fama al publicar un manifiesto en Defensa de la Constitución inglesa en forma de carta a un noble Lord) puede ser un error de graves consecuencias para la sucesión a la Corona. Porque difícilmente el PP va a tras*igir con los eventuales compromisos asumidos por Rajoy ante el Monarca, tendentes a dejar suelto a Zapatero y propiciar una legislatura light, y porque el propio diseño del Estado de las Autonomías ha sentado ya las bases jurídicas y fiscales –ahí está el Estatuto de Cataluña, que el Tribunal Constitucional se dispone a refrendar- para esa versión confederal de España de imposible encaje en la Constitución del 78. El intento real de embridar una situación de deterioro cuyas bases sentaron los padres de la Constitución, se antoja tardío en exceso.
Si me apuran, el gran error del Monarca reside en echarse en brazos de un partido, el PSOE, que no tiene capacidad para gobernar como tal, puesto que depende cada día más de sus diversas franquicias regionales, muchas de ellas poco o nada dispuestas a defender la vieja idea de la unidad de España. El Gobierno de la nación pinta cada día menos, tiene cada vez menos poder y menos recursos para imponer una determinada política a nivel del Estado. El Gobierno, en realidad, pinta tan poco, que Zapatero podría nombrar ministros/as a los/as jardineros/as de Moncloa sin que se notase la diferencia. En estas circunstancias, aparentar normalidad desde Palacio, como si aquí no pasase nada, mientras el Parlamento mantiene mis prebendas, es artificio tan vano como inútil en el tiempo. Y todo ello, ante la crisis económica más seria que ha conocido nuestro país en mucho tiempo. Cuando ya no se trata de gravar la riqueza, sino de repartir la pobreza. Aunque los procesos históricos son lentos, no son pocos los que consideran que el baile de máscaras toca a su fin.
Telma Ortiz ha salido de los juzgados de Toledo con su orgullo entre las piernas como consecuencia de un cálculo erróneo: ella no es miembro de la Familia Real, por mucho que su hermana sea la esposa del heredero de la Corona. Confundir los planos en una democracia como la española, con un sistema judicial sometido al capricho del poderoso -sobre todo si es banquero- y propenso al castigo del humilde, tiene estas cosas. La peor es servir de disculpa a una Justicia necesitada de lavar sus vergüenzas y ganar crédito en el Jordán de algún despistado/a al que el Sistema cruje, porque lo coge como coartada para que el lerdo escarmiente y el invento del señor conde de Lampedusa siga girando, impávido, hasta nuevo aviso.
Seguro que el Rey Juan Carlos se habrá reído en Zarzuela al enterarse del fallo judicial. Escarmentando, que es gerundio. El Rey, sin embargo, goza de la inmunidad penal que le garantiza la Constitución y del derecho de pernada que le otorga una sociedad sin tradición democrática, siempre necesitada de mitos y, algunas veces, de caudillos. Su reciente irrupción en la política española, a cuenta del elogio desmedido a José Luis Rodríguez Zapatero, ha provocado hondo escozor en la derecha sociológica española, cuyas consecuencias a largo plazo seguro que Zarzuela no se ha parado a pensar.
Desde mucho antes del 9 de marzo pasado, en los ambientes políticos por cuyas cañerías discurre la realpolitik, esa que no circula a través de agencia de noticias, se venía hablando de algunas curiosas, cuando menos, iniciativas reales tendentes a intervenir más o menos veladamente en el curso de los acontecimientos políticos. La legislatura pasada acabó con la institución en la picota, con algunos episodios –quema de retratos del monarca; episodios de falta de respeto (o pérdida de miedo) a la Corona como el de la revista El Jueves, etcétera- que llevaron la preocupación al entorno de Su Majestad. El caso es que en los jardines de Zarzuela volvieron a germinar algunas viejas semillas que se creían abandonadas desde los tiempos de Mario Conde, ¿se recuerdan?, aquel intento de “Gobierno de Concentración” nacional –auspiciado por el Monarca y presidido por el banquero- de la última etapa del felipismo, cuando los escándalos de corrupción colocaron a nuestra partitocrática clase política al borde del abismo.
Con las encuestas apuntando un resultado cercano al empate o una victoria por la mínima de cualquiera de los dos grandes partidos nacionales (si es que al PSOE se le puede seguir calificando de tal), la imposibilidad de formar un Gobierno más o menos estable, en ausencia de mayorías claras, fue interpretado en Palacio como un riesgo claro para la estabilidad de las instituciones, con la propia Corona al frente. Llovía sobre mojado. La negociación con ETA y los intentos de arrinconar al Partido Popular, entre otras cuestiones de menor enjundia, habían dado como fruto perverso una de las legislaturas más tensas que se recuerdan, equiparable a la última de González: la crispación, ese clima político de guerra fría que tan buenos réditos electorales ha terminado reportando al zapaterismo. Y en Palacio dijeron “basta”. Era necesario evitar otra nueva legislatura como la pasada.
Las fuentes sostienen que el Monarca “leyó la cartilla” por igual a PSOE y a PP, es decir, a Rodríguez Zapatero y a Mariano Rajoy, en fechas previas al 9-M. Si las urnas terminaban arrojando un resultado electoral tan apretado como el que pronosticaban las encuestas, los dos grandes partidos debían abandonar la confrontación para embarcarse en algo parecido a un Gobierno de coalición. Un deber patriótico, o algo así. No estaba claro si el jefe de tal Gobierno hubiera sido el candidato del partido más votado. Hay quien sugiere incluso que podía haber sido un tercero en discordia, a quien se hubieran comprometido a apoyar ambas formaciones. La promesa formulada por Rajoy durante la campaña, según la cual en caso de ganar las elecciones ofrecería al día siguiente al PSOE un amplio pacto para la reforma constitucional, es interpretada por quienes endosan esta tesis como parte de ese acuerdo verbal suscrito con el Monarca.
La relativamente holgada victoria de Zapatero el 9-M, gracias al voto del nacionalismo radical y de IU, alejó algunos de los peores fantasmas de Zarzuela. “El Rey ha impuesto una versión light del plan original”. En esa línea, ambos líderes se han comprometido a enterrar el hacha de guerra y rebajar los decibelios de su enfrentamiento. Un diseño cuyo primer y casi único pagano es Rajoy –como demuestra la brutal crisis que vive el PP desde el momento en que el gallego ha hecho amago de virar hacia el centro-, inducido a abandonar la política de la confrontación a cara de perro por otra de colaboración, siquiera relativa, con Zapatero. Tal es el resultado de los movimientos reales por las zahúrdas de la política española. Y es que el Monarca tiene mucho más protagonismo político del que la gente del común cree, y desde luego mucho más del que le concede la Constitución. Lo publicó, tal cual, el ABC del 11 de mayo pasado: “Urkullu dice que se vio con el Rey y Zapatero para hablar de la situación en el País Vasco”. ¿Qué es lo que hablaron? ¿Qué acuerdos adoptaron, si alguno? ¿Qué pinta el Rey en esos encuentros? ¿Dónde queda el papel del Parlamento? Preguntas de imposible respuesta en un régimen de monarquía parlamentaria, donde el papel de Rey está perfectamente tasado por la Constitución.
En este orden de cosas, las recientes declaraciones del Monarca elogiando sin recato alguno al presidente Zapatero, no son sino un episodio más de la intromisión real en la vida política española –tal vez producto de la edad y de esa sensación de impunidad que, 33 años después de la fin de Franco, produce intervenir sin coste alguno en la política por la puerta de atrás de las Cortes-, hasta el punto de que un PP menos miedoso, menos respetuoso con sus viejos fantasmas, tendría que haber formulado una enérgica nota de protesta contra esas declaraciones, como expresión pública de rechazo al alineamiento del Jefe del Estado con una opción política concreta. Curiosa la posición de una derecha llamada por causa divina a apoyar la Monarquía, pero dispuesta al mismo tiempo a recibir las bofetadas de una Monarquía que se siente más cómoda con la izquierda republicana en el poder que con ella.
Naturalmente que son muchos los que piensan que el Rey juega con fuego, y no hace falta estar muy versado en asuntos históricos para acordarse de lo acontecido a su abuelo, el Rey Alfonso XIII, obligado a exiliarse al perder el apoyo de los sectores sociológica, política y emocionalmente llamados a sostenerle. El 14 de abril de 1931, el Monarca salió de Palacio cuando terminó de enajenarse la simpatía de las clases políticas que apoyaron la Restauración. ¿Está el Rey Juan Carlos I ganándose a pulso la desafección de la derecha política y sociológica española?
Porque la pregunta del millón sigue siendo tan simple como demoledora: ¿está el Rey comprometido con la defensa del modelo de Estado que consagra la Constitución del 78 (“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”), o ha abdicado de la defensa de ese modelo, para abrazar el diseño federal o confederal que más o menos concientemente propugna Zapatero? Parece obvio que si el Rey no defiende punto tan esencial como la unidad de la nación española, su principal obligación constitucional, no pocos españoles podrían sentirse tentados a pensar que en tal caso sobra el Rey y sobra la Monarquía.
Muchos ciudadanos piensan que el Rey está emocionalmente -¿también activamente?- implicado en el diseño de esa España plural que abandera el presidente del Gobierno por la vía de los hechos consumados. El Monarca ha puesto en manos de Zapatero la estabilidad institucional. Pero, o mucho me equivoco, o confundir al de León con un nuevo Disraeli (curioso, el líder tory saltó a la fama al publicar un manifiesto en Defensa de la Constitución inglesa en forma de carta a un noble Lord) puede ser un error de graves consecuencias para la sucesión a la Corona. Porque difícilmente el PP va a tras*igir con los eventuales compromisos asumidos por Rajoy ante el Monarca, tendentes a dejar suelto a Zapatero y propiciar una legislatura light, y porque el propio diseño del Estado de las Autonomías ha sentado ya las bases jurídicas y fiscales –ahí está el Estatuto de Cataluña, que el Tribunal Constitucional se dispone a refrendar- para esa versión confederal de España de imposible encaje en la Constitución del 78. El intento real de embridar una situación de deterioro cuyas bases sentaron los padres de la Constitución, se antoja tardío en exceso.
Si me apuran, el gran error del Monarca reside en echarse en brazos de un partido, el PSOE, que no tiene capacidad para gobernar como tal, puesto que depende cada día más de sus diversas franquicias regionales, muchas de ellas poco o nada dispuestas a defender la vieja idea de la unidad de España. El Gobierno de la nación pinta cada día menos, tiene cada vez menos poder y menos recursos para imponer una determinada política a nivel del Estado. El Gobierno, en realidad, pinta tan poco, que Zapatero podría nombrar ministros/as a los/as jardineros/as de Moncloa sin que se notase la diferencia. En estas circunstancias, aparentar normalidad desde Palacio, como si aquí no pasase nada, mientras el Parlamento mantiene mis prebendas, es artificio tan vano como inútil en el tiempo. Y todo ello, ante la crisis económica más seria que ha conocido nuestro país en mucho tiempo. Cuando ya no se trata de gravar la riqueza, sino de repartir la pobreza. Aunque los procesos históricos son lentos, no son pocos los que consideran que el baile de máscaras toca a su fin.