El alistamiento de los hombres es otra violencia de género
La inmensa mayoría de las fuerzas de combate son hombres. Generaciones enteras mueren por el hecho de ser varones. La masculinidad, que causa en parte las guerras, las sufre en primera línea
elpais.com
La inmensa mayoría de las fuerzas de combate son hombres. Generaciones enteras mueren por el hecho de ser varones. La masculinidad, que causa en parte las guerras, las sufre en primera línea.
Después de siete meses en Estados Unidos, empiezo a entender el inglés. No es que antes no supiera inglés. Sabía. Me sabía los verbos irregulares. Sabía preguntar, entendía las respuestas casi siempre, podía mantener una conversación coloquial en un bar si no había mucho ruido. Pero después de siete meses, de pronto empiezo a poder entender a mi vecino a través de los tabiques que nos separan, a pesar del gruñido del suelo de madera y el rugido de la caldera. Antes sus conversaciones telefónicas eran ininteligibles, un murmullo que podía llegar a mecerme, lograr que me durmiera, como una nana en un idioma desconocido. Ahora no. Ahora las palabras llegan en torrente al lóbulo cerebral traductor, que las desencripta instantáneamente, sin que yo se lo ordene. Quedan desnudas y expuestas las frases de mi vecino. Y me entero, revolviéndome en el edredón en una mañana de domingo, de que es veterano de guerra de Vietnam. Y me entero, dando otra vuelta en la cama, de que estaría encantado de volver a luchar si hiciera falta. Y ya al levantarme, escucho con total nitidez que, a pesar de sus ganas de volver a una guerra, sabe que no lo reclutarían. Por la edad, dice, y por sus problemas de oído. Y antes de lavarme la cara, casi sin querer, ya sé que sus problemas de oído son fruto precisamente de la guerra. Fue en Camboya. Una bomba le estalló demasiado cerca. Lo cuenta de pasada, y entiendo que la persona con la que habla por teléfono ya sabe este detalle. Mi vecino dice que sí, que quién sabe. Y cierro el grifo de golpe para escuchar lo que sigue: dice que en Ucrania están reclutando a hombres de todas las edades. Recuerdo las palabras de Zelenski en los primeros días de la guerra: “Le daremos armas a cualquiera que quiera defender el país”. Veo con horror un vídeo en el que condecoran a soldados rusos mutilados. El viceministro de Defensa ruso, Alexánder Fomin, prende insignias en las pecheras de los pijamas de jóvenes.
Intento imaginar cuántas de las personas rusas y ucranias que ahora están enfrentándose tendrán realmente ganas de tomar un arma y apiolar. Cuántos no tendrán más remedio que hacerlo. Y cuántos serán como mi vecino, agradecido a una guerra que lo dejó sordo, creyendo que se sacrifican valerosamente por un país, sintiendo una honda emoción al recordarlo, soñando en voz alta con volver.
Me siento en el borde de la bañera. No me lavo la cara, no hago nada. Recuerdo a mi vecino, cabizbajo, pasando junto a mi porche en verano y no girando siquiera la cabeza cuando le daba los buenos días, sobresaltándose de pronto al verme, saludando entonces. No era arisco. Es que no me oía. Más tarde, mientras miro en mi ordenador vídeos de la población ucrania refugiada en los túneles del metro, lo veo desde la ventana frente a mi escritorio, retirando nieve de la entrada con una pala, regando nuestro trozo de calle con sal para evitar patinazos. Un buen ciudadano. Y pienso en esa extraña fuerza que lleva a las personas a desear entrar en una lucha violenta, a entregar su vida y su cuerpo por un país que no ofrecerá mayor compensación que esa: el recuerdo nostálgico de dejarse apiolar y quizás haber apiolado, una bruma engañosa de gloria.
En la ciudad en la que vivo, un pueblo grande del Medio Oeste americano volcado en el negocio universitario y la vida académica, no es raro toparse con indigentes que piden dinero. La mayoría de ellos arrastra un destrozo físico o mental —habitualmente las dos cosas— y un cartel con su condición de veteranos. Normalmente, en el cartel apelan a la gran estafa a la que les entregó su país. Hay rabia, hay desesperación. Pero algunas veces, y esto es lo que más descorazonador resulta, sus carteles apelan a que su desgracia fue luchando por su país, y hay un rastro de orgullo en ellos. Quiero pensar que lo impostan para que el corazón del estudiante universitario patriota suelte algunos billetes. Siempre que los veo, recuerdo una historia de la familia de mi marido: En 1936, el hermano mayor de su abuelo, Tomás, tenía apenas 19 años y vivía en Entrena, un pueblo cercano a Logroño. Un día, el bando sublevado se lo llevó para que luchase en sus filas. Tomás nunca volvió a casa. Al tiempo, su familia recibió por correo una orla condecorativa lamentando la fin de Tomás y felicitándolos por haber entregado a su hijo a tan honorable lucha. Muerto por Dios y por la patria. En el año 2000, el abuelo de mi marido, de 74 años, paseaba por la calle cuando comenzó a hablar con otro señor. Este, al saber su nombre y apellidos, le dijo que él había luchado en la guerra con su hermano Tomás. Le explicó cuánto recordaba la noche en que, para protegerse de un ataque, se parapetaron en la iglesia bombardeada de Balmaseda. La campana se desprendió. A sus 74 años, el abuelo de mi marido supo que su hermano había muerto aplastado por la campana de la iglesia de Balmaseda.
El primer cuento sobre valor bélico y hombría que escuché fue un chascarrillo contado en clave casi de comedia: en la época en la que le tocó hacer el servicio militar obligatorio, mi padre era un joven pacifista y, por suerte, muy miope. Aquel año, baby boom mediante, eran muchísimos los jóvenes que iban a la mili. Mi padre llegó a casa victorioso, profundamente aliviado, agitando un papel que lo declaraba inútil por miope. Mi abuela observó el papel con estupor y rompió a llorar en la cocina. Mientras se tapaba el rostro con las manos, murmuraba con indignación: “¡Mi hijo, un inútil!”. Creo que mi padre siempre ha tenido conflicto con respecto a la violencia que se supone inherente a la masculinidad hegemónica. Múltiples veces he intentado explicarle que, atendiendo a los desencuentros que ha tenido con el tema de la agresividad masculina, el feminismo es algo que también le apela a él. Ucrania prohibió abandonar el país a los hombres de entre 18 y 60 años. Camila Urioste, escritora boliviana y amiga, comentó en su Instagram: “Esto también es violencia de género”. “Históricamente”, afirma Urioste, “la guerra es una de las formas más claras en que el patriarcado destruye las vidas de los hombres. Generaciones enteras de muchachos y hombres son mandadas a morir por el hecho de ser varones, por ser supuestamente más aptos para la violencia”. Como muy bien dice Clara Serra en el episodio 10 de su podcast Los hombres de verdad tienen curvas, a pesar de que a lo largo de la historia ha habido pruebas continuas de que las mujeres pueden participar en las guerras, las fuerzas de combate son masculinas en un 99,9%. Son raras las sociedades en las que la guerra no se asocia a la hombría y la virilidad. La guerra es una de las empresas para las que más falta hace construir el mito de los “hombres de verdad”. Y al mismo tiempo, la masculinidad es una de las causas de la guerra.
Mientras veo a mi vecino terminar de extender la sal sobre el hielo de la calle, pienso que ojalá todos fuéramos inútiles, con la capacidad de luchar mermada, incapaces de levantar un arma, cargar el arma contra el hombro. Ojalá inútiles para cerrar un ojo, apuntar, apiolar a otro. Completamente inútiles para morir aplastados por cualquier cosa que nos cayese de arriba.
@IrenoMontera