EEUU y Rusia a niveles de tensión desconocidos desde la guerra fría.

urano

Madmaxista
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La desordenada recuperación de las economías mundiales tras la crisis global produjo un complejo escenario del que ningún gobernante ni economista sabía muy bien cómo salir. La aplicación de una mezcla nunca antes conocida de medidas socialdemócratas y neoliberales causó una recuperación del sector industrial, bancario y de la obra civil, costeada mediante enorme gasto público y medidas sociales y laborales draconianas.
Pero, paradójicamente, esa recuperación macroeconómica produjo un empeoramiento grave de la situación de amplias masas sociales en Estados Unidos y en Europa. Los sistemas tanto socialdemócratas como neoliberales de distribución de la riqueza no parecían estar funcionando. Los economistas de izquierda aseguraban que tarde o temprano se produciría, conforme el tirón de las inversiones públicas alcanzase a más capas sociales. Los economistas de derecha, que también ocurriría, conforme el mercado completase su autorregulación. Pero el caso es que no estaba sucediendo, y nadie sabía explicar muy bien por qué.

El tirón industrial y el refugio de los inversores globales en los tradicionales sectores energético y de las materias primas, al mismo tiempo, produjo un nuevo encarecimiento de recursos naturales. Emblemáticamente, como siempre, el petróleo y el gas natural. El 1 de enero de 2011 el petróleo volvía a US$100/bbl. El 1 de julio, 125. El 1 de septiembre, alcanzaba la marca histórica de 163 dólares por barril, provocando gravísimas tensiones inflacionistas en todo el mundo. El níquel llegó a rozar los 4 dólares por onza. El acero, los 2.000 dólares por tonelada.
Las economías familiares de las clases populares y las clases medias empobrecidas no estaban para estos trotes. Aunque había trabajo, los sueldos y beneficios eran muy bajos y las protecciones sociales, muy reducidas. Por toda Europa y Norteamérica, amplios sectores de la población comenzaron a deslizarse hacia la pobreza. Partidos antisistema de izquierda y de derecha mejoraban su representación a pasos agigantados. Los gobiernos establecidos observaban acercarse el invierno de 2012 con gran preocupación. Si el petróleo y el gas seguían subiendo a ese ritmo, millones y millones de madres europeas y norteamericanas no podrían pagar la factura de calentar la leche para sus hijos el día de Navidad.
Por su parte, Rusia, Venezuela y lospaíses del Oriente Medio andaban crecidos otra vez. Gracias a los altísimos precios de las materias primas, sus economías estaban mejorando rápidamente como ya ocurriera en el periodo 2000-2008.

En este contexto explosivo, el 3 de septiembre de 2012 ocurrió un extraño incidente que pasó desapercibido para la inmensa mayoría de los medios de comunicación. Cerca de un remoto lugar de Siberia llamado Norilsk, conocido por sus inmensas riquezas naturales y por su extrema contaminación ambiental, se produjo un enfrentamiento a tiros entre quienes al principio parecían mafias locales.
Cuando llegaron las tropas OMON[1] del Ministerio del Interior para imponer el orden, fueron recibidas con fuego de armamento militar: fusiles de asalto, lanzacohetes portátiles, incluso un misil antiaéreo que dañó uno de sus helicópteros. Las tropas OMON se replegaron, acordonaron el área y llamaron al Ejército.
No fue hasta la mañana del 6 de septiembre cuando unidades paracaidistas de la 7ª División Aerotransportada de la Guardia lograron suprimir a los desconocidos. Si hubo supervivientes, desaparecieron en la tundra siberiana. El suceso ni siquiera llegó a apare
cer en la prensa occidental.
Sí aparecería, en cambio, cuando el 8 de septiembre el Embajador de Rusia en las Naciones Unidas se presentó con expresión furiosa y una caja. En la caja había 21 pasaportes norteamericanos y 7 israelís. Algunos estaban todavía manchados de sangre; otros, medio calcinados por las explosiones. Y preguntó, con una voz peligrosamente suave, qué shishi (sic) hacía en Norilsk esa panda de yanquis y judíos (sic).
El Embajador de los Estados Unidos quedó atónito. El Gobierno de Barack Obama, también. No tenían ni idea. Preguntaron a los israelís. Los israelís dijeron que tampoco sabían nada. El Gobierno Ruso cursó una protesta formal. Las personas que se interesan por estas cosas leyeron el relato del incidente en la página 20 de sus periódicos con curiosidad. El resto del mundo, ni se enteró.
Pronto sucedería algo de lo que sí se enterarían hasta en el último rincón del planeta.

Estados Unidos estaba de campaña presidencial. A pesar de la gravedad y profundidad de la crisis, Barack Obama partía como favorito con más de diez puntos de ventaja sobre la candidata republicana Sarah Palin. Una brillante estrategia análoga a la que lo llevó a la presidencia en 2008, sustentada en el viejo principio de "no conviene cambiar de caballo a mitad de carrera", le mantenía claramente aventajado en todas las encuestas. Para asegurar el voto de la derecha religiosa de la América Profunda, que en los últimos tiempos venía mostrándose escéptica con los republicanos, Sarah Palin llevaba de candidato a vicepresidente a Thadeus Van Sildegard, un telepredicador apocalíptico muy popular en tales ambientes. Fue una maniobra equivocada, que alejó definitivamente al voto urbano centrista, pero a esas alturas ya no podían echarse atrás.
El 11 de septiembre de 2012, un desconocido grupúsculo identitario con el nombre de White Blood Survival logró dar un golpe sin precedentes. Conforme la caravana presidencial de Barack Obama y Joe Biden avanzaba por las
calles de Atlanta, el coche blindado del presidente resultó alcanzado por un cohete antitanque de alta potencia. Siete segundos después, el vehículo del vicepresidente sufría igual destino.
El Servicio Secreto arrinconó a los terroristas en un almacén de libros, y éstos resultaron muertos en el tiroteo subsiguiente. Se trataba de dos hombres blancos, de unos 30 años; por todos los indicios, constituían la militancia al completo de White Blood Survival. Uno de ellos era un ex-marine de baja por problemas mentales, y el otro un desconocido corredor inmobiliario del Sur con historial de agresiones racistas.
De lo que no cabía la menor duda era sobre las armas utilizadas para asesinar al presidente Obama y al vicepresidente Biden. Las televisiones se hartaron de sacar imágenes con todo detalle, una y otra vez, las veinticuatro horas del día. La placa de fabricante estaba en alfabeto cirílico, pero pusieron subtítulos para que todo el mundo lo entendiera.
«RPG-29 Vampyr. Fabricado en 2007 por la Empresa Estatal de Investigación y Producción Bazalt. 32, Velyaminovskaya str., 105318, Moscú. Rusia».

Tras el atentado, el Partido Demócrata intentó retrasar la elección presidencial, con la portavoz del Congreso Nancy Pelosi como Presidenta en funciones y la Secretaria de Estado Hillary Clinton de Vicepresidenta (el Presidente pro tempore del Senado, a quien habría correspondido la sucesión en la vicepresidencia, renunció por razones de edad). Pero la nación no estaba de acuerdo: precisamente en una situación tan extraordinaria, se requería una nueva presidencia electa a la mayor brevedad. El Tribunal Supremo no encontró una manera legal de retrasar efectivamente la elección.
En medio de la ira y el miedo, el 5 de noviembre de 2012 el tándem Palin-Van Sildegard arrasó a una candidatura Pelosi-Clinton organizada a correprisa. Uno de los primeros actos del nuevo gobierno fue exigir explicaciones a Rusia por el origen de un arma tan moderna fabricada en la Región de Moscú. Rusia adujo que quizá podía formar parte de una serie de RPG-29 que hipotéticamente pudieron acabar en manos de Hezbollah durante la última guerra
con Israel, y que podrían haber desaparecido en manos desconocidas poco después.
Palin retomó entonces el incidente de Norilsk, preguntando a Rusia, con un lenguaje cada vez más agresivo, qué clase de conspiración era aquella. Su frase «si ustedes quieren comprometer a Estados Unidos en una guerra, tendrán guerra» dio la vuelta al mundo. Medvédev hizo una declaración formal, denegando toda responsabilidad en el tráfico de los lanzacohetes Vampyr y exigiendo de nuevo explicaciones por lo sucedido en Norilsk. Pero la otra frase que dio la vuelta al mundo fue una observación del Primer Ministro Vladimir pilinguin al Embajador Francés, con su lenguaje característico: «si esa cortesana (sic) quiere una guerra, debería mirar primero si los Estados Unidos están en condiciones de librarla».
El invierno llegaba. Ucrania y Polonia, en una situación económica extrema, comenzaron entonces a sustraer gas ruso del que viaja a Europa como ya había ocurrido con anterioridad. De nuevo, la Unión Europea fue comprensiva con Ucrania y Polonia, y exigió a Rusia que hiciera llegar a sus clientes las cantidades comprometidas.
A esas alturas, los servicios secretos rusos ya sabían que los autores del incidente de Norilsk eran prospectores petrolíferos que investigaban la vieja
hipótesis de que todo el norte de la Región de Krasnoyarsk sea un enorme mar de petróleo y gas, extendiéndose hasta el mismísimo Polo Norte. Sólo que no eran unos prospectores cualesquiera. Se trataba de miembros del ejército privado DynCorp International, con sede en Virginia, USA. Trabajaban para Energy Services Group (Grupo Halliburton) por cuenta de Exxon Mobil y Bechtel Corp. Al parecer trataron de comprar los terrenos al corrupto gobernador local, pues habían encontrado una gran bolsa, y el gobernador no quiso vender sino que mandó a un grupo de mafiosos a expulsarlos de allí para quedárselos él. El enfrentamiento subsiguiente terminó como ya sabemos.
Rusia estaba furiosa. Y Gazprom, ni te cuento. Dicen las crónicas que el Primer Ministro pilinguin masculló: «¿quieren gas natural? Pues que se lo venda Exxon Mobil. Nosotros, con la demanda asiática vamos servidos este invierno.»
Durante la madrugada del 25 de noviembre, los grandes gasoductos que tras*portan el gas natural a Europa Occidental redujeron su flujo de 25 millones de metros cúbicos por hora a 20 millones. Al día siguiente, cayó a 15 millones. Los gobiernos europeos entraron en pánico. Rusia exigió a la UE que hicieran entrar en vereda a Ucrania y Polonia o «no podrían garantizar
el suministro a lo largo de todo el invierno».
El precio de los combustibles se disparó a cifras nunca vistas, y con él, los recibos de la luz, las facturas del tras*porte y la totalidad de los bienes y servicios. Las reservas estratégicas no podían enfrentarse a una reducción del servicio tan repentina y brutal. Varios países europeos, sobre todo de Europa del Este, comenzaron a deslizarse lentamente hacia el frío y las tinieblas.

En el despacho oval de la Casa Blanca la situación no podía ser más sombría. No sólo es que las nuevas democracias de Europa del Este, la "Nueva Europa" que constituyó la mayor apuesta continental del periodo Bush y ahora quería serlo de Palin, estuvieran deteniendo sus fábricas y ciudades en medio del frío. Es que la extraordinaria inestabilidad estaba disparando también el coste de los combustibles para los Estados Unidos, mediante mecanismos especulativos, a una velocidad pasmosa. Se formaban largas colas ante las gasolineras a primera hora de la mañana, pues todo el mundo sabía que cuando se pusiera el sol, la gasolina habría subido aún más. Todas las compañías eléctricas engordaban masivamente el importe de sus facturas al consumidor final. La inflación no dejaba de aumentar.
—Tenemos que presionarles. Tienen que volver a abrir la espita del gas —concluyó la presidenta Palin, tras una turbulenta reunión en la que un economista llegó a afirmar que esta crisis renovada podía significar «el fin del mundo libre… antes del 1 de ene
ro».
En contra de lo que pudiera esperarse, fue el vicepresidente y antiguo telepredicador Van Sildegard quien se mostró en contra. En su opinión, tal cosa no ocurriría. El problema es que justificó su posición leyendo interminables citas y profecías bíblicas. Le dejaron hablar, pero no le escucharon mucho.
Se cursaron órdenes secretas, recuperadas y adaptadas del periodo de presiones psicológicas contra la URSS durante la presidencia de Ronald Reagan. «Tenemos el ejército más poderoso del mundo», afirmó Palin ante sus asesores. «Quizá los rusos lo han olvidado. Vamos a recordárselo. No aceptaremos un chantaje así».
No era aún medianoche del 29 de noviembre cuando dos bombarderos furtivos B-2 Spirit partieron en una misión extremadamente confidencial desde Anchorage, Alaska. Cruzaron el estrecho de Bering hacia Siberia bajo un cielo lleno de estrellas, para dar un gran rodeo por el norte de Yakutia. Desde la caída de la URSS, los rusos no tenían muchos radares o sistemas antiaéreos avanzados en ese sector.
Volaron sin ser detectados hasta llegar a Irkutsk, con el amanecer. Entonces, abrieron las compuertas de bombardeo (lo que los convierte en fácilmente detectables) y emitieron varios
pitidos con sus radios. Después, descendieron a baja altitud e hicieron tres pasadas a toda velocidad sobre las calles heladas de Irkutsk, para sorpresa y estupefacción de sus 600.000 habitantes.
Mientras la defensa antiaérea local se activaba histéricamente a sus espaldas, los B-2 Spirit cerraron sus compuertas, recuperaron altitud y volvieron majestuosamente por donde habían venido. Los radares norteamericanos detectaron cazas rusos elevándose desde sus bases por toda Siberia Oriental, pero a todas luces no sabían dónde acudir. Los rusos no los veían. No podían verlos. Finalmente, los Spirit cruzaron el estrecho de Bering otra vez al atardecer, en esta ocasión un poco más al norte.
Cuando tomaron tierra de nuevo en Anchorage, los pilotos estaban exultantes. Uno de ellos comentó, mientras era felicitado por sus camaradas en medio de la ventisca:
—¡jorobar! ¡Ha sido más fácil que en los videojuegos! ¡Ahí estábamos, volando sobre el lago Baikal… y ni nos olían!
—Podríamos haber bombardeado esa fruta ciudad —dijo otro piloto, veterano de la Guerra Fría—A bombazo limpio, como en la Segunda Guerra Mundial. ¡Y ni se habrían enterado! Esto va a ser muy fácil. Estos ya no son lo que eran. Ahora son una cosa de pa
ís, y podemos reventarlo como queramos.
Cuando la presidenta Palin recibió noticias del enorme éxito, sonrió con su sonrisa cautivadora. Y dijo a los suyos:
—Bien. Creo que los rusos han aprendido hoy una lección importante. Contra Estados Unidos, nadie puede jugar. Ahora entrarán en razón.

Durante el 30 de noviembre, Rusia permaneció en un ominoso silencio, envuelta en la ventisca que ahora barría el país infinito. Hubo algunas tentativas diplomáticas para rebajar la tensión, pero los embajadores rusos daban siempre la misma contestación:
—Estamos esperando instrucciones de Moscú.
Esperando instrucciones terminó el día 30 y llegó el 1 de diciembre, sábado. El flujo del gas natural continuaba inamovible en 15 millones de metros cúbicos por hora, 10 millones menos de los imprescindibles para alimentar la inacabable ansia energética de Europa. El racionamiento se imponía por todas partes. La industria de varios países se había detenido ya. Otros, consumían a gran velocidad sus reservas estratégicas. Sin embargo, en la Casa Blanca estaban convencidos de que esa situación cambiaría pronto. Como farol estuvo bien, pero ahora Rusia ya sabía con quién se las gastaba.
Al caer la tarde del sábado, los norteamericanos que aún podían permitírselo salieron a hacer las compras navideñas por todo el país. Quien no podía
permitírselo, al menos se llevó a la novia, o a la mujer y los niños, a ver una película con palomitas en el drive-in más próximo. Puede que en Rusia estuviera cayendo la ventisca del siglo, y no sólo en sentido meteorológico, pero en buena parte de Estados Unidos hacía buena noche para salir de casa, pasear por los malls, visitar a los amigos. Había bullicio en las calles, tráfico en las avenidas, gente en los restaurantes y jóvenes acudiendo a sus garitos y discotecas preferidos.
Eran exactamente las 20:40 MST cuando el teniente coronel Stephen Jackson, de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, parpadeó al mirar su pantalla en el NORAD[2]. Titubeó unos instantes. Tenía que ser un fallo del radar, o de los ordenadores. No era posible.
—General Behringer… —dijo a su auricular— Un satélite ruso se está saliendo de órbita.
—¿Qué demonios quiere decir eso, que se está saliendo de órbita?
—Que ha empezado a decaer, señor. Muy deprisa. Yo diría que lo están haciendo decaer. Es el Kosmos 2451, en órbita Molniya polar. Se supone que falló el lanzamiento y se quedó en una órbita inadecuada. Va a sobrevolar muy bajo los Estados Unidos desde el sur en la próxima órbita, general.
El general Behringer sufrió un escalofrío. Por la frontera de México, los Estados Unidos carecen de radares o sistemas defensivos aeroespaciales dignos de tal nombre. Exactamente igual que Rusia en Siberia Oriental. Nunca se consideró necesario. Descontando las pelis de propaganda con los cubanos invadiendo Norteamérica… en serio, ¿qué aviación sudamericana iba a atacar los Estados Unidos?
—¡Trácelo! ¡Quiero saber qué hace ese cacharro en todo momento!
El Kosmos 2451 sobrevoló, efectivamente, los Estados Unidos a apenas 270 kilómetros de altitud; exactamente ocho por encima del mejor alcance del mejor interceptor anti-satélite y antimisil con que contaba Norteamérica. Estados Unidos tiene muy pocos radares apuntando hacia el interior de su propio país, con lo que apenas pudieron seguir los acontecimientos. Pero daba igual. El mundo entero lo estaba viendo por televisión a la mañana siguiente.
Los señuelos que el Kosmos 2451 llevaba a bordo para acompañar a sus ojivas termonucleares clandestinas en caso de guerra atómica se separaron en el espacio exterior, a 26.000 km/h. Entraron en la atmósfera terrestre apenas dos minutos después. Las cabezas nucleares siguieron su camino con el satélite hacia el Polo Norte.
—Mamá, ¿qué son esas luces tan bonitas? —preguntó una niña de Abilene, Texas, señalando a través de los cristales de su habitación, mientras su progenitora trataba de ponerle el pijama.
Estos señuelos eran muy parecidos a cabezas auténticas, sólo que con perturbadores electrónicos, bengalas y otros sistemas de ayuda a la penetración en vez de bombas de setecientos kilotones. Ofrecieron un espectáculo de fuegos artificiales extraordinarios, inquietantemente hermoso, a los ciudadanos de Houston, San Antonio, Austin, Dallas, Fort Worth, Tulsa, Wichita, Kansas City, Omaha (Nebraska) e incluso Des Moines y Minneapolis. Brillantes trazas rojas y doradas cruzando el cielo mucho más rápido que ningún misil hasta desaparecer justo encima de sus calles y avenidas, de sus malls, de sus drive-ins, de las casas donde las familias acostaban a sus hijos pequeños, de las puertas de las discotecas donde ya muchos jóvenes hacían cola.
Acompañándolas, una coreografía de bengalas y otras marcas luminosas que nadie reconoció. Durante un buen rato, no hubo manera de escuchar la radio ni ver la televisión. Millones de personas se quedaron mirando al cielo, boquiabiertas. Otros filmaban aquellas luces esotéricas con sus teléfonos móviles. Los niños preguntaban a sus padres, los vecinos a los paseantes, los jóvenes entre sí. Se recibieron miles de llamadas a la policía, a los bomberos, al ejército. Algunas personas huían hacia sus sótanos. Las cámaras de televisión, en cambio, corrían a las calles. Y todos ellos sintieron un helor siniestro en su columna vertebral, como si la ventisca de Rusia acabara de caer súbitamente sobre las ciudades norteamericanas.
En un país recién herido por la fin de su presidente a manos de un arma de infantería rusa, esta exhibición de poder aeroespacial provocó un estado extremo de histeria, furia y miedo. Pero el mensaje, en todo caso, quedó meridianamente claro:
«No juegues, Estados Unidos. No se te ocurra volver a jugar a este juego tan peligroso, porque os podemos aniquilar».

To be continued....
 
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