EUROPIA
Madmaxista
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La cocaína arrasa en las fábricas entre los más jóvenes
Loris Campetti
Il Manifesto
Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti
Rebelion. La cocaína arrasa en las fábricas entre los más jóvenes
Cuánto se mete la clase obrera. (I)
En la fábrica Sevel en Val di Sangro uno de cada dos obreros consume sustancias estupefacientes. Lo mismo sucede en lugares en los que la edad media es muy baja. Se esnifa para aguantar “una cosa de trabajo, una cosa de vida”, porque todo el mundo lo hace, porque la fábrica ya no es una comunidad. Trapicheo, robos, registros de la policía. El polvo blanco cambia la relación con el trabajo y el sindicato. En la cadena de montaje se han dado casos de chicas que se prostituían para pagarse la dosis. Ahora son menos. Sólo lo hacen cuando se termina el sueldo.
“El proletariado no sólo es una clase que sufre […] La vergonzosa situación económica en la que se encuentra lo empuja irresistiblemente hacia delante y lo incita a luchar por su emancipación definitiva”. Lo escribía Friedrich Engels en 1840 en su magistral La situación de la clase obrera en Inglaterra. La idea de Engels y Marx es tan sencilla como extraordinaria; una idea que ha movilizado a millones y millones de hombres y mujeres de todo el mundo a lo largo de los dos últimos siglos. Una idea que cambió el mundo, emancipando a grandes masas de una condición de miseria y subordinación a través de la lucha de clase, “el motor de la historia”.
¿En qué momento se halla la historia, 170 años después de la investigación de Engels? Esta pregunta nos surgió de modo espontáneo al terminar nuestra investigación sobre consumo y difusión de drojas en las fábricas italianas, y fuimos a revisar los textos clásicos, las memorias de las trabajadoras textiles de Manchester, poco más que niñas, obligadas a envenenarse con “jerez, oporto y café” para soportar un ritmo de trabajo inhumano durante 15-16 horas al día. En 2008 hay realidades industriales importantes en las que nada menos que el 50% de los trabajadores consume coca, y en menor proporción, heroína o cualquier sustancia que haga más tolerable una “cosa de vida”, o mejor, que permita soñar con una huida improbable de ésta. Una cosa no sólo de trabajo sino de relaciones en pueblos carentes de vida social, que conceden bien poco a las esperanzas de futuro y de cambio, según nos cuentan los trabajadores. Se consume para trabajar, para ponerse ciego, para hacer el amor. Se consume en la cadena de montaje, en la discoteca con los amigos, en la cama para mejorar las prestaciones sensuales; luego llega la dependencia y con ella el tráfico para pagarse las dosis. Obreros y obreras, jefes y capataces, tentados en la fábrica por otros obreros: una raya en los lavabos de la fábrica por probar, la exaltación y el corazón latiendo a mil, la adrenalina que, al principio, hace incluso aumentar la producción, y al final, el hábito. Se trabaja de noche para ganar trescientos euros más: 1.400 en lugar de 1.100 euros, que te vienen estupendamente para afrontar la abstinencia y la crisis de la cuarta semana. De noche hay menos controles, “marcas picos de producción y los jefes no te tocan las pelotas”. Alguna chica llega incluso a prostituirse para pagarse la dosis; por suerte, son casos esporádicos.
Del taller a la plaza del pueblo
La droja llega desde la fábrica a los pueblos de origen de los trabajadores: una espiral perversa de la que, aparte de las fuerzas del orden, pocos se ocupan: los asistentes sociales, Ser. T. [Servicio Toxicodependencias, N.d.T.], algún órgano institucional. Las empresas esconden mientras pueden el fenómeno para salvar su imagen; si sale a la luz un caso, pongamos a raíz del enésimo registro de los carabinieri, optan por la represión mediante el despido o las “dimisiones espontáneas”, a veces ayudan a la recuperación de los toxicómanos. Igualmente, los sindicatos olvidan algo, cosa que los delegados no se pueden permitir puesto que su compromiso corre el peligro de cambiar de naturaleza, debido a que el trabajo de ayuda a los chicos que han caído en la espiral resulta muy absorbente. Unos chicos –hay miembros del sindicato e incluso delegados- que no viven el trabajo como emancipación, como vehículo para construirse un futuro, sino como pura fuente de ingresos para seguir esnifando coca o inyectándose heroína, o bien fumándola “como hace un grupo de tías de mi turno”, dice Arturo, que lleva años intentando desintoxicarse y vuelve a recaer, a pesar de su cita cotidiana en el Servicio de Toxicodependencias de Pescara. Arturo, del sindicato (está afiliado al sindicato de izquierda FIOM), sólo se espera “una ayuda para defenderme de los jefes que me chantajean, me persiguen, me dan días y días de suspensión para guardarlos en el cajón y sacarlos cada vez que intento levantar cabeza”. Arturo alterna el trabajo en la fábrica, las bajas por enfermedad y muchas otras cosas para tirar adelante. Dejó la universidad luego de un gran trauma, el terremoto en su pueblo, San Giuliano de Apulia, y comenzó a meterse.
Empezamos nuestro viaje en Sevel di Atessa, Val di Sangro, en la región de los Abruzos. Pondremos nombres inventados a muchos entrevistados, chicos y chicas que consumen sustancias estupefacientes, delegados sindicales que piden el anonimato, miembros de las fuerzas del orden ocupados en operaciones contra la droja. En número de empleados, la Sevel es la principal fábrica italiana de la FIAT después de la de Mirafiori (Turín). En ella se construyen las furgonetas Ducato para la multinacional turinesa y para la francesa PSA (Peugeot y Citroen), un producto que no está sufriendo la crisis internacional del automóvil. Desde su creación, en 1980, la Sevel ha ido aumentando su capacidad productiva. Hoy da trabajo a 6.500 personas en tres turnos –mañana, tarde y noche- a los que hay que añadir unos 2.000 obreros de empresas externas que operan en los alrededores del establecimiento y miles de contratos del grupo FIAT. Tan solo en Val di Sangro hay 10.000 familias que viven de la Sevel: entre 10 y 15 millones de euros al mes que representan la fuente de renta principal del valle. Huelga decir que al peso económico de la empresa se le suma el político. Una situación análoga en muchos sentidos a la que se determinó en la región Basilicata con la llegada de la FIAT-SATA. La empresa contrata de modo masivo –nos cuenta nuestro guía, el delegado del sindicato FIOM Antonio Di Tonno- grandes remesas de chicos y chicas de dieciocho años seleccionados al buen tuntún. Al ver que no son suficientes para satisfacer la demanda de la FIAT, cada vez son más numerosos los contratos efectuados por toda la zona de Chieti, Pescara, Molise, Apulia y Campania. Edad media bajísima, alto grado de trabajadores que lo dejan, pues “se trabaja duro aquí”: “Los jóvenes viven con desapego la relación con la fábrica y el sindicato. Qué decir de la política. Piensan en el fútbol, la pizza, la discoteca. Y en la cocaína. Hay quien hace de todo para que no le prorroguen el contrato después del periodo de prueba, de modo que les pueda decir a sus padres: “lo he intentado, pero no es culpa mía si no me han cogido”. Tal vez por esta actitud, tal vez por una difusión descontrolada de la droja, el caso es que ahora la Sevel está contratando a personas un poco mayores, entre los 25 y los 28 años”. Tanto los delegados como un oficial de la antidroga que conoce bien la fábrica debido a los registros nocturnos en busca de sustancias casi siempre fructuosos, sostienen que uno de cada dos empleados está involucrado con mayor o menor asiduidad y dependencia en el rollo de la cocaína. Hasta hace poco tiempo se encontraban dosis enormes de drojas en las taquillas de los obreros. Nos cuentan que se incautaban de muchas dosis de coca, heroína y ladrillos de hasta un kilo de hachís. Habiendo pillado a tantos, ahora todos son más prudentes.
El silencio es oro
La relación entre fuerzas del orden y seguridad de las empresas no es siempre ideal, y así ocurre que a los controles dentro de las fábricas se añaden los de fuera, a tiro hecho. Como a los drojadictos y a los camellos se les puede chantajear fácilmente, son ellos mismos los que acaban chivándose a la Policía y los carabinieri. Y a la empresa, que, a veces, usa los chivatazos para poner en evidencia a los chivatos delatándoles ante sus compañeros de trabajo. Ha habido detenciones, pero todo pasa sin dejar rastro, y la prensa, incluso la local, calla. La fiscalía se mueve con pies de plomo; en ocasiones ni siquiera respalda el trabajo de los magistrados que autorizan escuchas telefónicas con el objeto de tener bajo control el fenómeno. “En la fábrica –dice Antonio- reina el caos. La empresa, después de haber trabajado con tesón para neutralizar al sindicato, ahora se queja de la falta de interlocutores, en el sentido de que ya no somos un interlocutor serio en cuanto que no tenemos un conocimiento profundo de la fábrica, los obreros y sus problemas”.
Estos jóvenes, obreras y obreros, son completamente distintos de la clase obrera que conocemos y de la que hablamos. Los viejos, los que llevan veinte años o más trabajando para la Sevel, están furiosos con las nuevas generaciones de trabajadores: “Se la están buscando, no quieren hacer nada, te llaman sólo para que les den puestos mejores. Son individualistas y no nos respetan, la droja les ha vaciado por dentro. En lugar del trabajo –dicen- sólo piensan en la cocaína”. En una cosa sí que parecen estar unidos jóvenes y viejos: votan en su mayoría a la derecha, a Fini o a Berlusconi, o no votan, incluidos muchos de los que invirtieron en el gobierno Prodi y se desilusionaron. Hay hasta afiliados a los sindicatos, hasta delegados que pueden votar a la derecha: “Con el carnet defienden su salario del empresario, con el voto a la derecha lo defienden del Estado, que les tortura con los impuestos”. “La fábrica se ha convertido en un supermercado, se vende de todo: puedes comprarte un motor Alfa, un remolque de coche, un estéreo, todo tipo de droja procedente sobre todo de Nápoles a través de los camioneros que traen a la fábrica componentes y material necesario para la producción de las furgonetas. El material termina en manos de los camellos internos, y de mano en mano, llega a todas las secciones, luego sale de la fábrica y llega a los pueblos, donde todos consumen drojas blandas y muchos, acaso un 80%, se pone de coca, de los 14 a los 40 años”, cuenta uno que trabaja en la represión externa, y nos lo confirman los jóvenes con los que hablamos, además del secretario del sindicato FIOM de los Abruzos, Marco di Rocco: “Una plaga social”.
Pero el proceso de tras*formación cultural afecta ante todo a la fábrica: la gente se mete en la línea de montaje, esnifa en los descansos al lado de las taquillas, y en el váter la gente se pica. Algunas veces, nos dice un oficial, “hemos pillado a chicos puestísimos que hacían el amor dentro de las furgonetas que estaban construyendo”. Los robos en las taquillas no se cuentan, “consiguen dejar vacías muchas actuando en equipos organizados”, nos dice otro delegado. Desaparecen también los sifones en los baños, los espejos. “Todo por cuatro cortesanas obesas, por un cuartito”. El cuartito es una dosis de un cuarto de gramo de coca; por veinte euros te la llevas a casa o a la cadena de montaje. Su precio, desde Nápoles hasta Atessa, se puede triplicar.
Chantajes y amenazas
¿Por qué lo hacen? “Porque son iguales que los chicos de su edad que estudian y malviven en el pueblo. Hay quien –nos dice quien se ocupa de droja en el territorio de Lanciano- al principio usa la coca para aguantar un trabajo muy duro, pero no es este el motivo principal. Lo hacen sobre todo de noche porque la vigilancia es menor. Y si quien pasa la droja es chantajista, los vigilantes internos no tienen instrumentos para intervenir: los amenazan”. Giulietta y Romeo son dos obreros en tratamiento desde hace unos años en el Ser. T. Son heroinómanos, y ahora viven con su dosis diaria de metadona. Juran que están limpios. Giulietta ha heredado una hepatitis C de la época en la que se metía, la movieron de la línea a un puesto un poco más humano sólo después de cuatro desmayos. Ahora trabaja en la sección de pintura, que no es la ideal para quien tiene el hígado en malas condiciones. Nuestro delegado FIOM se compromete delante de nosotros a ayudarla para que la trasladen a un puesto compatible con su estado de salud. Esto es lo que hacen los delegados, a quienes llaman para “que les echen un cable”ante los jefes para obtener turnos o puestos mejores. “Me Vienen a casa –dice Antonio- padres de chicos que han caído en la espiral. Me piden ayuda”. Muchos son jóvenes con contratos atípicos. Se soporta el turno de noche por ser precario o chantajeable, o se escoge para ganar 300 euros más, o porque “uno se puede drojar sin que le toquen mucho las pelotas”. Los “murciélagos” suelen vivir la noche como un “regalo”, y trabajan a saco para defenderlo.
El Servicio de Toxicodependencias de Lanciano tiene 220 usuarios: la mitad son obreros de la Sevel. “No se ponen para aguantar el cansancio. Muchos llegan a la fábrica ya enganchados a la coca o la heroína. Al principio te puede dar un poco de marcha, si la controlas te ayuda, pero si te pasas de la raya, ya no consigues trabajar. El cuerpo soporta mejor la heroína –sostiene Romeo- que da dependencia sólo psicológica. Con la heroína, pasando luego a la metadona, consigues montarte una nueva vida. Con la coca es peor: 30 euros al día para la dosis es lo único que buscas. Se oye por ahí que en montaje hubo ciertos casos de chicas que se prostituían para sacar algo de pasta”. Este es un tabú, e incluso quien está dispuesto a contarte todo hace como que no sabe nada, como que no ha entendido la pregunta. Eso se sabe, “pero no se dice, son solo rumores que corren”. Que corren deprisa. Repites la pregunta y entonces la respuesta es obligada: “Antes pasaba, ahora menos, sólo a finales de mes, al acabarse el sueldo”. ¿Olvido o pudor? Tal vez ambos. Giulietta dice que se siente agradecida a un jefe que la ayudó cuando había caído muy bajo y pesaba 38 kilos: “llegué a consumir 80 euros diarios en heroína; entonces no te queda más remedio que ponerte a pasar”, si de prespitación no quieres ni oír hablar. ¿Qué es el trabajo para estos chicos? Para Romeo “es lo principal, le da un sentido a mi vida, una identidad”; en cambio, para Giulietta, “no es posible identificarse con este trabajo. Si pudiera, me marcharía mañana, pero no a otra fábrica; al fin y al cabo la Sevel es el mejor puesto de trabajo de la zona. Quisiera dedicarme a otra cosa en la vida”. ¿Y el sindicato? “Tengo buenas relaciones, el sindicato es importante, pero –admite Romeo- rara vez participo en las huelgas”. Y Giulietta: “Yo no tengo contacto, mis delegados son uña y carne con los dueños. Sólo la FIOM se salva. Pero me sumo a las huelgas, al menos a las de ocho horas, así me ahorro la molestia de ir a la fábrica”. ¿Por qué os metéis? “Intenta vivir en estos pueblos. Prueba. Verás cómo lo entiendes y hasta tú mismo lo acabas haciendo”. A Giulietta no le cabe la menor duda. Ahora puede tirar adelante decentemente con su compañero. “Ahora estamos limpios. Pero no de la metadona, que te persigue para el resto de tu vida”. Romeo no ha renunciado a la idea de librarse también de la metadona: “Una vez probé, quizá vuelva a intentarlo”. Son dos pacientes modelo. Llevan cinco años sin meterse y consiguen pasar las vacaciones fuera, si bien antes pasan por el Servicio de Toxicodependencias, se pillan las dosis diarias y luego se van en busca de una vida normal. Hables con quien hables te cuenta lo mismo: con la cocaína no hay problema, “puedes dejarlo cuando quieras”. El hecho es que no lo hacen. Pocos admiten ser toxicómanos. ¿Nos lo cuentan a nosotros o se lo cuentan a ellos mismos?
La crisis de la comunidad
La impresión que se saca de este primer viaje es que la “diferencia” obrera ha terminado. Los jóvenes del metal son iguales a los de fuera porque la fábrica ya no es una comunidad, un lugar identitario, de agregación. Se comparte la misma condición de trabajo, pero es mucho más fácil juntarse para esnifar que para luchar contra los patrones. La fábrica se ha vuelto un lugar de paso para los jóvenes. Un lugar de consumo, de trapicheo. (1/Continua).
Loris Campetti
Il Manifesto
Traducido para Rebelión por Gorka Larrabeiti
Rebelion. La cocaína arrasa en las fábricas entre los más jóvenes
Cuánto se mete la clase obrera. (I)
En la fábrica Sevel en Val di Sangro uno de cada dos obreros consume sustancias estupefacientes. Lo mismo sucede en lugares en los que la edad media es muy baja. Se esnifa para aguantar “una cosa de trabajo, una cosa de vida”, porque todo el mundo lo hace, porque la fábrica ya no es una comunidad. Trapicheo, robos, registros de la policía. El polvo blanco cambia la relación con el trabajo y el sindicato. En la cadena de montaje se han dado casos de chicas que se prostituían para pagarse la dosis. Ahora son menos. Sólo lo hacen cuando se termina el sueldo.
“El proletariado no sólo es una clase que sufre […] La vergonzosa situación económica en la que se encuentra lo empuja irresistiblemente hacia delante y lo incita a luchar por su emancipación definitiva”. Lo escribía Friedrich Engels en 1840 en su magistral La situación de la clase obrera en Inglaterra. La idea de Engels y Marx es tan sencilla como extraordinaria; una idea que ha movilizado a millones y millones de hombres y mujeres de todo el mundo a lo largo de los dos últimos siglos. Una idea que cambió el mundo, emancipando a grandes masas de una condición de miseria y subordinación a través de la lucha de clase, “el motor de la historia”.
¿En qué momento se halla la historia, 170 años después de la investigación de Engels? Esta pregunta nos surgió de modo espontáneo al terminar nuestra investigación sobre consumo y difusión de drojas en las fábricas italianas, y fuimos a revisar los textos clásicos, las memorias de las trabajadoras textiles de Manchester, poco más que niñas, obligadas a envenenarse con “jerez, oporto y café” para soportar un ritmo de trabajo inhumano durante 15-16 horas al día. En 2008 hay realidades industriales importantes en las que nada menos que el 50% de los trabajadores consume coca, y en menor proporción, heroína o cualquier sustancia que haga más tolerable una “cosa de vida”, o mejor, que permita soñar con una huida improbable de ésta. Una cosa no sólo de trabajo sino de relaciones en pueblos carentes de vida social, que conceden bien poco a las esperanzas de futuro y de cambio, según nos cuentan los trabajadores. Se consume para trabajar, para ponerse ciego, para hacer el amor. Se consume en la cadena de montaje, en la discoteca con los amigos, en la cama para mejorar las prestaciones sensuales; luego llega la dependencia y con ella el tráfico para pagarse las dosis. Obreros y obreras, jefes y capataces, tentados en la fábrica por otros obreros: una raya en los lavabos de la fábrica por probar, la exaltación y el corazón latiendo a mil, la adrenalina que, al principio, hace incluso aumentar la producción, y al final, el hábito. Se trabaja de noche para ganar trescientos euros más: 1.400 en lugar de 1.100 euros, que te vienen estupendamente para afrontar la abstinencia y la crisis de la cuarta semana. De noche hay menos controles, “marcas picos de producción y los jefes no te tocan las pelotas”. Alguna chica llega incluso a prostituirse para pagarse la dosis; por suerte, son casos esporádicos.
Del taller a la plaza del pueblo
La droja llega desde la fábrica a los pueblos de origen de los trabajadores: una espiral perversa de la que, aparte de las fuerzas del orden, pocos se ocupan: los asistentes sociales, Ser. T. [Servicio Toxicodependencias, N.d.T.], algún órgano institucional. Las empresas esconden mientras pueden el fenómeno para salvar su imagen; si sale a la luz un caso, pongamos a raíz del enésimo registro de los carabinieri, optan por la represión mediante el despido o las “dimisiones espontáneas”, a veces ayudan a la recuperación de los toxicómanos. Igualmente, los sindicatos olvidan algo, cosa que los delegados no se pueden permitir puesto que su compromiso corre el peligro de cambiar de naturaleza, debido a que el trabajo de ayuda a los chicos que han caído en la espiral resulta muy absorbente. Unos chicos –hay miembros del sindicato e incluso delegados- que no viven el trabajo como emancipación, como vehículo para construirse un futuro, sino como pura fuente de ingresos para seguir esnifando coca o inyectándose heroína, o bien fumándola “como hace un grupo de tías de mi turno”, dice Arturo, que lleva años intentando desintoxicarse y vuelve a recaer, a pesar de su cita cotidiana en el Servicio de Toxicodependencias de Pescara. Arturo, del sindicato (está afiliado al sindicato de izquierda FIOM), sólo se espera “una ayuda para defenderme de los jefes que me chantajean, me persiguen, me dan días y días de suspensión para guardarlos en el cajón y sacarlos cada vez que intento levantar cabeza”. Arturo alterna el trabajo en la fábrica, las bajas por enfermedad y muchas otras cosas para tirar adelante. Dejó la universidad luego de un gran trauma, el terremoto en su pueblo, San Giuliano de Apulia, y comenzó a meterse.
Empezamos nuestro viaje en Sevel di Atessa, Val di Sangro, en la región de los Abruzos. Pondremos nombres inventados a muchos entrevistados, chicos y chicas que consumen sustancias estupefacientes, delegados sindicales que piden el anonimato, miembros de las fuerzas del orden ocupados en operaciones contra la droja. En número de empleados, la Sevel es la principal fábrica italiana de la FIAT después de la de Mirafiori (Turín). En ella se construyen las furgonetas Ducato para la multinacional turinesa y para la francesa PSA (Peugeot y Citroen), un producto que no está sufriendo la crisis internacional del automóvil. Desde su creación, en 1980, la Sevel ha ido aumentando su capacidad productiva. Hoy da trabajo a 6.500 personas en tres turnos –mañana, tarde y noche- a los que hay que añadir unos 2.000 obreros de empresas externas que operan en los alrededores del establecimiento y miles de contratos del grupo FIAT. Tan solo en Val di Sangro hay 10.000 familias que viven de la Sevel: entre 10 y 15 millones de euros al mes que representan la fuente de renta principal del valle. Huelga decir que al peso económico de la empresa se le suma el político. Una situación análoga en muchos sentidos a la que se determinó en la región Basilicata con la llegada de la FIAT-SATA. La empresa contrata de modo masivo –nos cuenta nuestro guía, el delegado del sindicato FIOM Antonio Di Tonno- grandes remesas de chicos y chicas de dieciocho años seleccionados al buen tuntún. Al ver que no son suficientes para satisfacer la demanda de la FIAT, cada vez son más numerosos los contratos efectuados por toda la zona de Chieti, Pescara, Molise, Apulia y Campania. Edad media bajísima, alto grado de trabajadores que lo dejan, pues “se trabaja duro aquí”: “Los jóvenes viven con desapego la relación con la fábrica y el sindicato. Qué decir de la política. Piensan en el fútbol, la pizza, la discoteca. Y en la cocaína. Hay quien hace de todo para que no le prorroguen el contrato después del periodo de prueba, de modo que les pueda decir a sus padres: “lo he intentado, pero no es culpa mía si no me han cogido”. Tal vez por esta actitud, tal vez por una difusión descontrolada de la droja, el caso es que ahora la Sevel está contratando a personas un poco mayores, entre los 25 y los 28 años”. Tanto los delegados como un oficial de la antidroga que conoce bien la fábrica debido a los registros nocturnos en busca de sustancias casi siempre fructuosos, sostienen que uno de cada dos empleados está involucrado con mayor o menor asiduidad y dependencia en el rollo de la cocaína. Hasta hace poco tiempo se encontraban dosis enormes de drojas en las taquillas de los obreros. Nos cuentan que se incautaban de muchas dosis de coca, heroína y ladrillos de hasta un kilo de hachís. Habiendo pillado a tantos, ahora todos son más prudentes.
El silencio es oro
La relación entre fuerzas del orden y seguridad de las empresas no es siempre ideal, y así ocurre que a los controles dentro de las fábricas se añaden los de fuera, a tiro hecho. Como a los drojadictos y a los camellos se les puede chantajear fácilmente, son ellos mismos los que acaban chivándose a la Policía y los carabinieri. Y a la empresa, que, a veces, usa los chivatazos para poner en evidencia a los chivatos delatándoles ante sus compañeros de trabajo. Ha habido detenciones, pero todo pasa sin dejar rastro, y la prensa, incluso la local, calla. La fiscalía se mueve con pies de plomo; en ocasiones ni siquiera respalda el trabajo de los magistrados que autorizan escuchas telefónicas con el objeto de tener bajo control el fenómeno. “En la fábrica –dice Antonio- reina el caos. La empresa, después de haber trabajado con tesón para neutralizar al sindicato, ahora se queja de la falta de interlocutores, en el sentido de que ya no somos un interlocutor serio en cuanto que no tenemos un conocimiento profundo de la fábrica, los obreros y sus problemas”.
Estos jóvenes, obreras y obreros, son completamente distintos de la clase obrera que conocemos y de la que hablamos. Los viejos, los que llevan veinte años o más trabajando para la Sevel, están furiosos con las nuevas generaciones de trabajadores: “Se la están buscando, no quieren hacer nada, te llaman sólo para que les den puestos mejores. Son individualistas y no nos respetan, la droja les ha vaciado por dentro. En lugar del trabajo –dicen- sólo piensan en la cocaína”. En una cosa sí que parecen estar unidos jóvenes y viejos: votan en su mayoría a la derecha, a Fini o a Berlusconi, o no votan, incluidos muchos de los que invirtieron en el gobierno Prodi y se desilusionaron. Hay hasta afiliados a los sindicatos, hasta delegados que pueden votar a la derecha: “Con el carnet defienden su salario del empresario, con el voto a la derecha lo defienden del Estado, que les tortura con los impuestos”. “La fábrica se ha convertido en un supermercado, se vende de todo: puedes comprarte un motor Alfa, un remolque de coche, un estéreo, todo tipo de droja procedente sobre todo de Nápoles a través de los camioneros que traen a la fábrica componentes y material necesario para la producción de las furgonetas. El material termina en manos de los camellos internos, y de mano en mano, llega a todas las secciones, luego sale de la fábrica y llega a los pueblos, donde todos consumen drojas blandas y muchos, acaso un 80%, se pone de coca, de los 14 a los 40 años”, cuenta uno que trabaja en la represión externa, y nos lo confirman los jóvenes con los que hablamos, además del secretario del sindicato FIOM de los Abruzos, Marco di Rocco: “Una plaga social”.
Pero el proceso de tras*formación cultural afecta ante todo a la fábrica: la gente se mete en la línea de montaje, esnifa en los descansos al lado de las taquillas, y en el váter la gente se pica. Algunas veces, nos dice un oficial, “hemos pillado a chicos puestísimos que hacían el amor dentro de las furgonetas que estaban construyendo”. Los robos en las taquillas no se cuentan, “consiguen dejar vacías muchas actuando en equipos organizados”, nos dice otro delegado. Desaparecen también los sifones en los baños, los espejos. “Todo por cuatro cortesanas obesas, por un cuartito”. El cuartito es una dosis de un cuarto de gramo de coca; por veinte euros te la llevas a casa o a la cadena de montaje. Su precio, desde Nápoles hasta Atessa, se puede triplicar.
Chantajes y amenazas
¿Por qué lo hacen? “Porque son iguales que los chicos de su edad que estudian y malviven en el pueblo. Hay quien –nos dice quien se ocupa de droja en el territorio de Lanciano- al principio usa la coca para aguantar un trabajo muy duro, pero no es este el motivo principal. Lo hacen sobre todo de noche porque la vigilancia es menor. Y si quien pasa la droja es chantajista, los vigilantes internos no tienen instrumentos para intervenir: los amenazan”. Giulietta y Romeo son dos obreros en tratamiento desde hace unos años en el Ser. T. Son heroinómanos, y ahora viven con su dosis diaria de metadona. Juran que están limpios. Giulietta ha heredado una hepatitis C de la época en la que se metía, la movieron de la línea a un puesto un poco más humano sólo después de cuatro desmayos. Ahora trabaja en la sección de pintura, que no es la ideal para quien tiene el hígado en malas condiciones. Nuestro delegado FIOM se compromete delante de nosotros a ayudarla para que la trasladen a un puesto compatible con su estado de salud. Esto es lo que hacen los delegados, a quienes llaman para “que les echen un cable”ante los jefes para obtener turnos o puestos mejores. “Me Vienen a casa –dice Antonio- padres de chicos que han caído en la espiral. Me piden ayuda”. Muchos son jóvenes con contratos atípicos. Se soporta el turno de noche por ser precario o chantajeable, o se escoge para ganar 300 euros más, o porque “uno se puede drojar sin que le toquen mucho las pelotas”. Los “murciélagos” suelen vivir la noche como un “regalo”, y trabajan a saco para defenderlo.
El Servicio de Toxicodependencias de Lanciano tiene 220 usuarios: la mitad son obreros de la Sevel. “No se ponen para aguantar el cansancio. Muchos llegan a la fábrica ya enganchados a la coca o la heroína. Al principio te puede dar un poco de marcha, si la controlas te ayuda, pero si te pasas de la raya, ya no consigues trabajar. El cuerpo soporta mejor la heroína –sostiene Romeo- que da dependencia sólo psicológica. Con la heroína, pasando luego a la metadona, consigues montarte una nueva vida. Con la coca es peor: 30 euros al día para la dosis es lo único que buscas. Se oye por ahí que en montaje hubo ciertos casos de chicas que se prostituían para sacar algo de pasta”. Este es un tabú, e incluso quien está dispuesto a contarte todo hace como que no sabe nada, como que no ha entendido la pregunta. Eso se sabe, “pero no se dice, son solo rumores que corren”. Que corren deprisa. Repites la pregunta y entonces la respuesta es obligada: “Antes pasaba, ahora menos, sólo a finales de mes, al acabarse el sueldo”. ¿Olvido o pudor? Tal vez ambos. Giulietta dice que se siente agradecida a un jefe que la ayudó cuando había caído muy bajo y pesaba 38 kilos: “llegué a consumir 80 euros diarios en heroína; entonces no te queda más remedio que ponerte a pasar”, si de prespitación no quieres ni oír hablar. ¿Qué es el trabajo para estos chicos? Para Romeo “es lo principal, le da un sentido a mi vida, una identidad”; en cambio, para Giulietta, “no es posible identificarse con este trabajo. Si pudiera, me marcharía mañana, pero no a otra fábrica; al fin y al cabo la Sevel es el mejor puesto de trabajo de la zona. Quisiera dedicarme a otra cosa en la vida”. ¿Y el sindicato? “Tengo buenas relaciones, el sindicato es importante, pero –admite Romeo- rara vez participo en las huelgas”. Y Giulietta: “Yo no tengo contacto, mis delegados son uña y carne con los dueños. Sólo la FIOM se salva. Pero me sumo a las huelgas, al menos a las de ocho horas, así me ahorro la molestia de ir a la fábrica”. ¿Por qué os metéis? “Intenta vivir en estos pueblos. Prueba. Verás cómo lo entiendes y hasta tú mismo lo acabas haciendo”. A Giulietta no le cabe la menor duda. Ahora puede tirar adelante decentemente con su compañero. “Ahora estamos limpios. Pero no de la metadona, que te persigue para el resto de tu vida”. Romeo no ha renunciado a la idea de librarse también de la metadona: “Una vez probé, quizá vuelva a intentarlo”. Son dos pacientes modelo. Llevan cinco años sin meterse y consiguen pasar las vacaciones fuera, si bien antes pasan por el Servicio de Toxicodependencias, se pillan las dosis diarias y luego se van en busca de una vida normal. Hables con quien hables te cuenta lo mismo: con la cocaína no hay problema, “puedes dejarlo cuando quieras”. El hecho es que no lo hacen. Pocos admiten ser toxicómanos. ¿Nos lo cuentan a nosotros o se lo cuentan a ellos mismos?
La crisis de la comunidad
La impresión que se saca de este primer viaje es que la “diferencia” obrera ha terminado. Los jóvenes del metal son iguales a los de fuera porque la fábrica ya no es una comunidad, un lugar identitario, de agregación. Se comparte la misma condición de trabajo, pero es mucho más fácil juntarse para esnifar que para luchar contra los patrones. La fábrica se ha vuelto un lugar de paso para los jóvenes. Un lugar de consumo, de trapicheo. (1/Continua).