Discurso Charles De Gaulle. Si estamos viviendo el fin del dólar, este fue el momento exacto del principio del fin.

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Varios atentados a Charles De Gaulle y la desaparición del patrón oro fueron las consecuencias de este discurso. Creo que es interesante la sencillez con que expone un tema complejo, y porque pocas veces hechos tan trascendentales se pueden ubicar con tanta claridad.



A medida que los países de Europa Occidental -diezmados y quebrados por las guerras- se recuperan, la situación relativa en la que habían quedado respecto de otros estados parece hoy inadecuada, abusiva, e incluso peligrosa. La constatación de esto no implica por parte de dichos países, especialmente en el caso de Francia, una mirada hostil hacia otras naciones, en particular hacia los Estados Unidos. El hecho de que estas naciones deseen actuar en forma independiente en todos los ámbitos de las relaciones internacionales, procede simplemente de la naturaleza de las cosas. Y esto es así, incluso en las relaciones monetarias internacionales. Me refiero -¿quién no lo comprende?- al sistema monetario que apareció a fines de la Primera Guerra Mundial, y que se estableció luego de la Segunda. A partir de la Conferencia de Génova en 1922, este sistema atribuyó a dos monedas, la libra y el dólar, el privilegio de ser consideradas automáticamente equivalentes al oro, para todos los pagos internacionales, en tanto que para las otras monedas esto no es así. Cuando la libra se devaluó en 1931 y el dólar en 1933, esa ventaja pudo verse comprometida. Pero los Estados Unidos superaron la Gran Depresión, y luego, la Segunda Guerra Mundial arruinó las monedas europeas y desencadenó inflación. Como casi todas las reservas de oro del mundo se encontraban entonces en manos de los Estados Unidos, quienes, como proveedores de todos los demás países, pudieron conservar el valor de su propia moneda, podría parecer natural que los otros Estados mantuvieran indistintamente oro o dólares en sus reservas cambiarias, y que los saldos externos se pagaran a través de tras*ferencias de crédito o de moneda norteamericana, tanto como de metal precioso. Mucho más porque los Estados Unidos no tenían ningún problema en pagar sus deudas en oro, si así les era solicitado. Este sistema monetario internacional, este "patrón cambio oro", fue aceptado, en consecuencia, desde esa época.
Sin embargo, ese sistema hoy no parece conforme a la realidad, y, además, presenta inconvenientes que seguramente se agravarán. Como el problema puede considerarse serena y objetivamente -pues la coyuntura actual no presenta nada demasiado urgente ni alarmante- hoy es el momento de hacerlo.*

En efecto, las condiciones que pudieron suscitar el patrón cambio oro se modificaron. Las monedas de Europa occidental se han restaurado, a tal punto que el total de las reservas en oro de los Seis1 hoy equivalen a las de los Estados Unidos. Y hasta las superarían, si los Seis decidieran tras*formar en metal precioso todos los dólares que poseen. Es decir que la convención que atribuye al dólar un valor trascendente como moneda internacional ya no reposa sobre la base inicial de la posesión por parte de Estados Unidos de la mayor parte del oro del mundo. Además, el hecho de que numerosos Estados acepten, por principio, dólares al mismo título que el oro para compensar el déficit que presenta la balanza de pagos estadounidense, lleva a los Estados Unidos a endeudarse gratuitamente con el extranjero, en su propio beneficio.** Así, ellos pagan sus deudas, al menos en parte, con dólares que sólo tienen que emitir, en lugar de pagar totalmente con oro, cuyo valor es real, que no se posee más que por haberlo ganado, y que no se puede tras*ferir a otros sin riesgo y sin sacrificio. Esta facilidad unilateral acordada a los Estados Unidos contribuye a forjar la idea de que el dólar es un signo monetario imparcial e internacional, mientras que en realidad es un medio de crédito de un Estado nacional.

Evidentemente, esta situación tiene otras consecuencias. En particular, el hecho de que los Estados Unidos no tengan que pagar en oro sus saldos negativos de balance de pagos, siguiendo las reglas que obligan a los Estados a tomar las medidas necesarias para remediar sus desequilibrios, le permiten mantener, año tras año, un balance deficitario. No porque su saldo de comercio exterior sea desfavorable, ¡al contrario! Sus exportaciones siempre superan sus importaciones. Pero ocurre que también las salidas de dólares siempre sobrepasan a las entradas. Dicho de otro modo, se han creado capitales en los Estados Unidos, por medios inflacionarios, que bajo la forma de préstamos en dólares acordados a otros Estados o a los particulares, se exportan hacia otros países. Como el crecimiento de la circulación monetaria que resulta de esas emisiones rinde menos que las colocaciones en el exterior del país, aparece en los Estados Unidos una propensión creciente a invertir en el extranjero. Ello significa, para ciertos países, una especie de expropiación. Seguramente esta práctica facilita y también favorece, la ayuda múltiple y considerable que los Estados Unidos proveen a numerosos países en vías de desarrollo, ayuda de la cual, en otras épocas, nosotros mismos nos beneficiamos ampliamente.2


Pero en las actuales circunstancias cabe preguntarse hasta dónde llegaría este problema si los Estados que detentan los dólares quisieran, tarde o temprano, convertirlos en oro. Aunque, por otra parte, un movimiento tan general no se produciría jamás, la cuestión es que existe un desequilibrio fundamental.

Por todas estas razones, Francia sostiene que este sistema se debe cambiar. Dicen que ya se ha modificado, especialmente, en la Conferencia Monetaria de Tokio. Dado el cataclismo que entrañaría una crisis en este terreno, tenemos todas las razones para desear que se tomen a tiempo las medidas para evitarla. Es necesario que los intercambios internacionales se establezcan, como ocurría antes de las grandes desgracias del mundo, sobre una base monetaria indiscutible, que no lleve la marca de ningún país en particular. ¿Cuál es esa base? En verdad, no existe otro criterio posible más que el patrón oro. Así es, el oro, que no cambia de naturaleza, que se puede moldear, en barras, lingotes o monedas, que no tiene nacionalidad, que es tenido eterna y universalmente, como el valor inalterable y fiduciario por excelencia.*** Por otra parte, a pesar de todo lo que se ha podido imaginar, decir, escribir o hacer, en medio de los intensos acontecimientos que han ocurrido, en los hechos, ninguna moneda cuenta todavía sino por su relación directa o indirecta, real o supuesta, con el oro. Sin dudas, no se puede soñar con imponer a cada país cómo debe gobernarse. Pero la ley suprema, la regla de oro -cabe decirlo- que es necesario volver a poner en vigor en las relaciones económicas internacionales, es la obligación de equilibrar, de una zona monetaria a la otra, por entradas y salidas efectivas de metal precioso, el balance de pagos resultante de sus intercambios.

Por cierto, el fin del patrón cambio oro, la restauración del patrón oro, las medidas complementarias y de tras*ición que pudieran ser indispensables, especialmente en lo que concierne a la organización del crédito internacional a partir de esta nueva base, deberán concertarse entre los Estados, sobre todo entre aquellos cuya capacidad económica y financiera les confiere una responsabilidad singular. Por otra parte, ya existen los ámbitos para llevar a cabo dichos estudios y negociaciones.

El Fondo Monetario Internacional, instituido para asegurar, en lo posible, la solidaridad de las monedas, ofrecería a todos los Estados un espacio apropiado de encuentro, ya que no se trataría de perpetuar el patrón cambio oro, sino de reemplazarlo. El Comité de los Diez, que agrupa junto a los Estados Unidos e Inglaterra, por un lado, a Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos y Bélgica; y por el otro, a Japón, Suecia y Canadá, prepararían las propuestas necesarias. Y correspondería a los seis estados que están concretando una Comunidad económica en Europa, elaborar entre ellos, y validar hacia afuera el sistema sólido que recomienda el buen sentido y que responde a la potencia renaciente de nuestro Viejo Continente. Francia, por su parte, está lista para participar activamente de la vasta reforma que se impone de hoy en más, en interés del mundo entero.



*Ya es tarde, es lo que estamos viviendo. Eso sí, el más perjudicado y sobre el que va a caer la mayor carga, es Europa. Así les interesa a nuestros amos, y así lo aprueban nuestros borregos (los que nos dirigen, y los que les votan).

**No solo eso, sino que han endeudado al resto de países comprando con su deuda fiat los activos más atractivos. Por increíble que pueda parecer a los menos informados, han comprado con "nada" parte de la economía productiva mundial. Endeudando con esa "nada" a los países productivos.


***Esto podría ser realidad en 1965, ahora resultaría imposible. El volumen inflacionario, a cambio de la liquidez que ha hecho ricos a nuestros amos, ha superado la solución relativamente sencilla que reclamaba Charles De Gaulle en su día.
 
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Varios atentados a Charles De Gaulle y la desaparición del patrón oro fueron las consecuencias de este discurso. Creo que es interesante la sencillez con que expone un tema complejo, y porque pocas veces hechos tan trascendentales se pueden ubicar con tanta claridad.



A medida que los países de Europa Occidental -diezmados y quebrados por las guerras- se recuperan, la situación relativa en la que habían quedado respecto de otros estados parece hoy inadecuada, abusiva, e incluso peligrosa. La constatación de esto no implica por parte de dichos países, especialmente en el caso de Francia, una mirada hostil hacia otras naciones, en particular hacia los Estados Unidos. El hecho de que estas naciones deseen actuar en forma independiente en todos los ámbitos de las relaciones internacionales, procede simplemente de la naturaleza de las cosas. Y esto es así, incluso en las relaciones monetarias internacionales. Me refiero -¿quién no lo comprende?- al sistema monetario que apareció a fines de la Primera Guerra Mundial, y que se estableció luego de la Segunda. A partir de la Conferencia de Génova en 1922, este sistema atribuyó a dos monedas, la libra y el dólar, el privilegio de ser consideradas automáticamente equivalentes al oro, para todos los pagos internacionales, en tanto que para las otras monedas esto no es así. Cuando la libra se devaluó en 1931 y el dólar en 1933, esa ventaja pudo verse comprometida. Pero los Estados Unidos superaron la Gran Depresión, y luego, la Segunda Guerra Mundial arruinó las monedas europeas y desencadenó inflación. Como casi todas las reservas de oro del mundo se encontraban entonces en manos de los Estados Unidos, quienes, como proveedores de todos los demás países, pudieron conservar el valor de su propia moneda, podría parecer natural que los otros Estados mantuvieran indistintamente oro o dólares en sus reservas cambiarias, y que los saldos externos se pagaran a través de tras*ferencias de crédito o de moneda norteamericana, tanto como de metal precioso. Mucho más porque los Estados Unidos no tenían ningún problema en pagar sus deudas en oro, si así les era solicitado. Este sistema monetario internacional, este "patrón cambio oro", fue aceptado, en consecuencia, desde esa época.
Sin embargo, ese sistema hoy no parece conforme a la realidad, y, además, presenta inconvenientes que seguramente se agravarán. Como el problema puede considerarse serena y objetivamente -pues la coyuntura actual no presenta nada demasiado urgente ni alarmante- hoy es el momento de hacerlo.*

En efecto, las condiciones que pudieron suscitar el patrón cambio oro se modificaron. Las monedas de Europa occidental se han restaurado, a tal punto que el total de las reservas en oro de los Seis1 hoy equivalen a las de los Estados Unidos. Y hasta las superarían, si los Seis decidieran tras*formar en metal precioso todos los dólares que poseen. Es decir que la convención que atribuye al dólar un valor trascendente como moneda internacional ya no reposa sobre la base inicial de la posesión por parte de Estados Unidos de la mayor parte del oro del mundo. Además, el hecho de que numerosos Estados acepten, por principio, dólares al mismo título que el oro para compensar el déficit que presenta la balanza de pagos estadounidense, lleva a los Estados Unidos a endeudarse gratuitamente con el extranjero, en su propio beneficio.** Así, ellos pagan sus deudas, al menos en parte, con dólares que sólo tienen que emitir, en lugar de pagar totalmente con oro, cuyo valor es real, que no se posee más que por haberlo ganado, y que no se puede tras*ferir a otros sin riesgo y sin sacrificio. Esta facilidad unilateral acordada a los Estados Unidos contribuye a forjar la idea de que el dólar es un signo monetario imparcial e internacional, mientras que en realidad es un medio de crédito de un Estado nacional.

Evidentemente, esta situación tiene otras consecuencias. En particular, el hecho de que los Estados Unidos no tengan que pagar en oro sus saldos negativos de balance de pagos, siguiendo las reglas que obligan a los Estados a tomar las medidas necesarias para remediar sus desequilibrios, le permiten mantener, año tras año, un balance deficitario. No porque su saldo de comercio exterior sea desfavorable, ¡al contrario! Sus exportaciones siempre superan sus importaciones. Pero ocurre que también las salidas de dólares siempre sobrepasan a las entradas. Dicho de otro modo, se han creado capitales en los Estados Unidos, por medios inflacionarios, que bajo la forma de préstamos en dólares acordados a otros Estados o a los particulares, se exportan hacia otros países. Como el crecimiento de la circulación monetaria que resulta de esas emisiones rinde menos que las colocaciones en el exterior del país, aparece en los Estados Unidos una propensión creciente a invertir en el extranjero. Ello significa, para ciertos países, una especie de expropiación. Seguramente esta práctica facilita y también favorece, la ayuda múltiple y considerable que los Estados Unidos proveen a numerosos países en vías de desarrollo, ayuda de la cual, en otras épocas, nosotros mismos nos beneficiamos ampliamente.2


Pero en las actuales circunstancias cabe preguntarse hasta dónde llegaría este problema si los Estados que detentan los dólares quisieran, tarde o temprano, convertirlos en oro. Aunque, por otra parte, un movimiento tan general no se produciría jamás, la cuestión es que existe un desequilibrio fundamental.

Por todas estas razones, Francia sostiene que este sistema se debe cambiar. Dicen que ya se ha modificado, especialmente, en la Conferencia Monetaria de Tokio. Dado el cataclismo que entrañaría una crisis en este terreno, tenemos todas las razones para desear que se tomen a tiempo las medidas para evitarla. Es necesario que los intercambios internacionales se establezcan, como ocurría antes de las grandes desgracias del mundo, sobre una base monetaria indiscutible, que no lleve la marca de ningún país en particular. ¿Cuál es esa base? En verdad, no existe otro criterio posible más que el patrón oro. Así es, el oro, que no cambia de naturaleza, que se puede moldear, en barras, lingotes o monedas, que no tiene nacionalidad, que es tenido eterna y universalmente, como el valor inalterable y fiduciario por excelencia.*** Por otra parte, a pesar de todo lo que se ha podido imaginar, decir, escribir o hacer, en medio de los intensos acontecimientos que han ocurrido, en los hechos, ninguna moneda cuenta todavía sino por su relación directa o indirecta, real o supuesta, con el oro. Sin dudas, no se puede soñar con imponer a cada país cómo debe gobernarse. Pero la ley suprema, la regla de oro -cabe decirlo- que es necesario volver a poner en vigor en las relaciones económicas internacionales, es la obligación de equilibrar, de una zona monetaria a la otra, por entradas y salidas efectivas de metal precioso, el balance de pagos resultante de sus intercambios.

Por cierto, el fin del patrón cambio oro, la restauración del patrón oro, las medidas complementarias y de tras*ición que pudieran ser indispensables, especialmente en lo que concierne a la organización del crédito internacional a partir de esta nueva base, deberán concertarse entre los Estados, sobre todo entre aquellos cuya capacidad económica y financiera les confiere una responsabilidad singular. Por otra parte, ya existen los ámbitos para llevar a cabo dichos estudios y negociaciones.

El Fondo Monetario Internacional, instituido para asegurar, en lo posible, la solidaridad de las monedas, ofrecería a todos los Estados un espacio apropiado de encuentro, ya que no se trataría de perpetuar el patrón cambio oro, sino de reemplazarlo. El Comité de los Diez, que agrupa junto a los Estados Unidos e Inglaterra, por un lado, a Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos y Bélgica; y por el otro, a Japón, Suecia y Canadá, prepararían las propuestas necesarias. Y correspondería a los seis estados que están concretando una Comunidad económica en Europa, elaborar entre ellos, y validar hacia afuera el sistema sólido que recomienda el buen sentido y que responde a la potencia renaciente de nuestro Viejo Continente. Francia, por su parte, está lista para participar activamente de la vasta reforma que se impone de hoy en más, en interés del mundo entero.



*Ya es tarde, es lo que estamos viviendo. Eso sí, el más perjudicado y sobre el que va a caer la mayor carga, es Europa. Así les interesa a nuestros amos, y así lo aprueban nuestros borregos (los que nos dirigen, y los que les votan).

**No solo eso, sino que han endeudado al resto de países comprando con su deuda fiat los activos más atractivos. Por increíble que pueda parecer a los menos informados, han comprado con "nada" parte de la economía productiva mundial. Endeudando con esa "nada" a los países productivos.


***Esto podría ser realidad en 1965, ahora resultaría imposible. El volumen inflacionario, a cambio de la liquidez que ha hecho ricos a nuestros amos, ha superado la solución relativamente sencilla que reclamaba Charles De Gaulle en su día.
Este parece que no se enteró que después de la caída de Alemania en la segunda guerra mundial, ya no habría oposición ni amenazas a los planes de la banca sionista. ¡Qué ingenuo!
 
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