Gadaxara l´asturianu
Madmaxista
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Dictadura Mediática, Pacifismo y Oclocracia.
Carlos X. Blanco Martín.
Es una actitud muy cándida: la Democracia entendida como el fin de la Política, el telos y el non plus ultra vislumbrado a través de noches muy largas. Feudalismo, despotismo monárquico, dictaduras y democracias imperfectas… todo eso existió para llegar a nuestra Democracia. Tras esas noches oscuras, dice el catecismo progresista, llegará la Democracia perfecta. Ya hay democracia de hecho, nos aseguran, el invento se ha logrado. Solamente falta su perfeccionamiento. Esta es la doctrina oficial: fuera de la Democracia no hay salvación. Cualquier régimen es criticable pero mejorable y aceptable siempre y cuando haya elecciones libres, parlamento, multipartidismo, Constitución. Todo sistema que no contemple la idea de Democracia imperfecta pero mejorable será tildado de fascista, totalitario, dictatorial.
Pero es totalitaria la visión unilateral y teleológica que nos imponen de la Democracia. “Poder del Pueblo”. Esta expresión es cándida fuera del contexto ateniense de donde salió, y contexto dentro del cual hay que fijar los parámetros que, en modo alguno, eran los nuestros (¿qué era el Pueblo allí y entonces?). Nadie puede creerse seriamente que hay y hubo nunca un poder universal e irrestricto del Pueblo. En las sociedades “mediáticas” el Pueblo -tan lisonjeado por la prensa y los cabecillas de partido- es el gran esclavo de la información (la prensa, las cadenas mediáticas, en suma, el dinero). Todo comenzó en el siglo que se dice tan luminoso, el siglo XVIII. Cuando aparecieron los “intelectuales” (Voltaire, los philosophes, el librepensamiento), también aparecieron las hojas volanderas, las gacetas, los periódicos. El cuarto poder tuvo que surgir inventándose el Pueblo en una sociedad aún preindustrial en gran medida, en donde no había clases sociales –no en el sentido marxista, productivo- sino estamentos, corporaciones. El cuarto Poder fue el verdadero poder de esa tercera clase (el tiers) carente de entidad propia, como dice Spengler repetidamente, y recortada ante las clases primordiales (nobleza y sacerdocio) por vía puramente negativa. El poder de una tercera clase que pivota sobre el dinero, y que solo es capaz de medir su poder ante nobles y sacerdotes cuando traduce la voluntad de dominio y el dominio efectivo de esas clases en dinero. Y para que el dinero se hiciera efectivo instrumento de poder, no ya un medio comprador (de voluntades, de bienes) fue preciso convertirlo en categoría de pensamiento. La burguesía, cuando aún existía, y luchaba contra las clases primordiales (“privilegiadas”) tenía que ser necesariamente –ella misma- una abstracción, la abstracción del dinero. Existe, según Spengler, un pensamiento en dinero, justo como en matemáticas existe un pensamiento en números. El economicismo de nuestros días, esto es, la subordinación de todo lo político al pensamiento económico, es consecuencia del triunfo del pensamiento burgués por encima del noble, del aldeano y del sacerdote. No es el triunfo de una opinión sobre otra, entiéndase bien, sino la imposición de unas categorías abstractas de pensamiento –pensar en dinero- sobre todas las demás, rebajando y oscureciendo a las demás.
Linaje, credo, tierra, sangre, privilegios, dogma… Todo cuanto no sea traducido en dinero, perece. Los nobles han de parecer burgueses y enajenar, dado el caso, sus casonas y tierras como meras mercancías. El título mismo es mercancía. La Iglesia misma ha de comportarse con espíritu comercial. Cualquiera con dinero compra el cielo o un palacio. El aldeano habrá de definirse: o es empresario agrícola o ha de engrosar las filas del proletariado. La Gran Política desaparece, se torna manía de fanáticos. Solo se permite una Gran Política: la del Dinero.
Pero de las bayonetas del dinero se pasa a una gran artillería “espiritual”, la de la prensa. Los libelos y gacetas, las hojas impresas que ya circulaban con abundancia en época de las guerras napoleónicas, necesitan aumentar su potencia, conformarse como Poder autónomo, mas nunca independiente. La Democracia y el Parlamentarismo aparecen como dictaduras del dinero, y la mercancía “Opinión” requiere de todo un aparato de control y dominación: el periódico. Spengler es exacto en su apreciación: el lector de periódicos va sustituyendo al lector de libros. La minoría instruida que guiaba a Europa antes de 1789, se ve desbordada por un círculo mucho más amplio y vulgar –aunque sigue siendo minoría- la de los lectores de periódicos. Estos ya no forman su criterio: el poder de las finanzas que controla las empresas periodísticas es quien “crea opinión”, domestica pareceres, alienta revoluciones, depone a reyes y gobiernos, sentencia a fin u ostracismo a los hombres, alimenta guerras y magnicidios.
En nuestros días, los días declinantes de Europa, la democracia mediática no se sustenta tanto en la letra impresa, cuyos caracteres exigen un esfuerzo mental de lectura e interpretación, aun cuando la propia sintaxis periodística ya revela una mecanización del pensamiento, una elaboración de platos listos para la digestión cuasi inmediata de contenidos ideológicos. En nuestros días, la imagen fugaz de televisión e Internet, y el eslogan brevísimo, junto con el entorno basado en el “clic” de la sociedad “digital”, sustituyen a la cultura de ovejas y esclavos ávidos de periódicos, por otra realidad distinta: la sociedad ovejuna y esclavizada de la civilización “digital” de las postrimerías. En esta sociedad todo es lejano, frío, distante. Incluso en las calles pavimentadas y entre los muros de acero y hormigón hay riesgo de caer en los viejos vicios: heroísmo, abnegación, esfuerzo. Por ello la civilización se olvida de los ideólogos, pues el Fin de la Historia es el fin de los ideólogos, y se propaga la absoluta entrega al hedonismo, al consumo barato y masivo de toda especie imaginable de mercancías y servicios. Especialmente ahora, como época correspondiente al cesarismo antiguo, es el ser humano como mercancía móvil y viviente, un vehículo de atesoramiento y de producción de valor: no ya solo porque es la fuente de todo valor a través del trabajo productivo, como quería Marx, sino la fuente del disfrute. En esta época del cesarismo, los grandes líderes de los partidos junto con sus séquitos se hacen con el control de fondos inmensos con los que comprar el poder y repartir cargos, prebendas y favores. La conquista y el mantenimiento del poder en la partitocracia suponen un endeudamiento incesante ante los lobbys (banca, grandes corporaciones) que son los que, en última instancia deciden. La ilusión de una “fiesta de la libertad” en las jornadas electorales, y el espectáculo ritual de toda una masa que va en procesión hasta las urnas es algo que se proclama con entusiasmo, incluso cuando se dan unas cifras de abstención superiores al 60 %. No importa: la ilusión de poder elegir –aunque sea una minoría entre unos pocos partidos con posibilidades de financiamiento- es muy fuerte y perfecciona la eficacia de la dictadura. Una dictadura del dinero.
No es la corrupción una propiedad adjetiva o accidental de la democracia: es su esencia. Pues democracia es el poder del dinero y su dictadura, y el pensar con dinero implica necesariamente el poder de comprar y vender. Voluntades, electores, oponentes. La tosquedad de los individuos sorprendidos con la mano en el bolsillo crea mayores posibilidades de que el escándalo salga a la luz y que sea instrumentalizado con astucia por los poderes mediáticos, pero todos meten la mano en bolsillos ajenos y en arcas públicas, con guante de seda o vestidos de porquero. La diferencia en cultura y elegancia no es una diferencia de especie en el perfil de nuestro político demócrata: todos son corruptos, todos invocan al pueblo como representantes suyos. Todos son agentes del mundo financiero que van abriendo camino –con sus trampas, maquiavelismos y corruptelas- para que el Dinero –ahora, el Capital- pueda seguir saqueando al “pueblo” y a todo cuanto sale a su paso:
“La democracia es la perfecta identificación del dinero con la fuerza política” [LDO, II, 747].
“Demokratie ist die vollendete Gleichsetzung von Geld un politischer Macht [DUA, 1167].
Hay una Historia Económica y hay una Historia Política. La mezquindad de nuestro momento, en que todo gran proceso histórico quiere reducirse a una lucha contra el hambre (y eso viene a consistir el materialismo histórico y económico) mutila al hombre de hoy en su capacidad de comprensión y apropiación del pasado. Las grandes migraciones no son grandes invasiones. Huir de una tierra para poder comer y conquistar una tierra para arrebatar botín son dos realidades completamente diferentes en el curso de los acontecimientos humanos.
“La guerra es la creadora, el hambre es la aniquiladora de todas las grandes cosas. En la guerra la vida es realzada por la fin, a veces hasta llegar a esa fuerza invencible que por sí sola es ya la victoria. El hambre provoca esa especie de miedo vital, índole antiestética, ordinaria e inmetafísica, en que el mundo de las formas superiores de una cultura se sumerge, para dar comienzo a la desnuda lucha por la existencia entre bestias humanas” [LDO, II, 725].
“Der Krieg is der Schöpfer, der Hunger der Vernichter aller grossen Dinge. Dort wird das Leben durch den Tod gehoben, oft bis zu jener unwiderstehlichen Kraft, deren blosses Vorhandensein schon den Sieg bedeutet; hier weckt der Hunger jene hässliche, gemeine, ganz unmetaphysische Art von Lebensangst, unter welcher die höhere Formenwelt einer Kultur jäh zussamenbricht und der nackte Deseinkampf menschliche Bestien beginnt” [DUA, 1148].
Una falsa concepción materialista de la Historia insiste en considerar que el aguijón y motor principal de los hechos históricos es el hambre, la necesidad animal, la búsqueda de tierras y otros recursos básicos para la biología humana. En efecto, esa es causa de guerras y muertes, entre tantas otras determinaciones. Pero en la historia de las civilizaciones, dejando atrás la prehistoria y las fases iniciales de las culturas, en la medida en que éstas épocas son aún “Historia Natural”, la lucha por el hambre no se diferencia gran cosa de la lucha entre bestias que se despedazan entre sí por bocados escasos. Si acaso, el espectáculo grandioso que las grandes civilizaciones de la humanidad nos lanzan al rostro es justamente el contrario: en medio de la abundancia, al menos de una parte significativa de la población (al menos de quienes tienen que producir y guerrear) se da un acopio de fuerza muscular y psíquica suficiente como para “exigir más”. No se pueden negar otras determinaciones (sequías coyunturales, bombas demográficas, disensiones internas, etc.) pero la expansión, la conquista, o la defensa enérgica y la insumisión, son hechos posibles en pueblos y naciones que, indudablemente están “en forma”.
La filosofía occidental oficial y “políticamente correcta” quiere hacer de todos nosotros una especie de santones budistas, vegetarianos y pacíficos hasta un extremo tal que se nos exige que condenemos no ya esta o aquella guerra actual, sino hasta el extremo de que condenemos las guerras en general, y especialmente las guerras del Pasado. Condenar la Historia, renegar de los procesos esenciales que nos han constituido como hombres, como pueblos, como naciones y razas, como Civilización es pura ceguera, es fanatismo racionalista. El fanatismo racionalista ha elevado a los altares la idea ilustrada de una “Paz Perpetua” y la otra idea, no menos racionalista y abstracta (como son todas las ideas ilustradas) de una universal “Humanidad”. Solamente la Historia, no ya como ciencia positiva de especialistas, sino como mirada morfológica global de cuanto devienen los hombres, y de su sino, puede combatir este absurdo catecismo de una Humanidad futura sin guerras, sin rasgos distintivos (razas, pueblos, naciones, etc.) y esa condena sin paliativos (más absurda todavía) de nuestra propia Historia. Condenar la Historia es como condenar la Realidad: ¿qué Historia? ¿Qué realidad? Ya fue Friedrich Nietzsche uno de los grandes enemigos de este tipo contemporáneo, tan habitual entre nuestros racionalistas de hoy: esa especie de curilla resentido que protesta porque el mundo no es como debería ser, es decir, acorde con su catecismo racional. Ese apriorismo tan engreído, esas premisas tan falsas pero tan solidificadas por una cierta tradición (que se remonta a Locke, Spinoza, Rousseau) y que llega hasta hoy de la mano del “progresismo” y los “Derechos Humanos”, ese fanatismo acerca de cuanto debe ser el mundo y debe ser el Hombre, así escrito, con mayúscula y como ente homogéneo, abstracto, singular…ese fanatismo ilustrado, decimos, es el que nos ha deparado la peor especie de guerras. La guerra total, la guerra sin condiciones, la guerra que exige ontológicamente la negación de la condición humana al enemigo.
Antes de las guerras mundiales, pero aún más allá, antes de la ilustrada idea de “Humanidad” (1789) el enemigo era todavía humano. Al enemigo se le podía reprobar, menospreciar, etc. , pero siempre desde su condición humana, en reciprocidad con lo humano que hay en el “nosotros”, y en “los nuestros”. Carl Schmitt coincide con Spengler a la hora se denunciar el carácter no sólo utópico sino intrínsecamente deshumanizador al instaurarse, desde 1808 en la insurrección popular antinapoleónica, pero todavía más en la guerra mundial de 1939-1945, los conceptos de guerra total y de enemigo absoluto. Justamente cuando una serie de potencias, y en particular la hegemónica que fue –hasta hoy- los E.E.U.U. insisten en anular la soberanía de las potencias enemigas (que era reconocida en las guerras clásicas, al declararles oficialmente la guerra), por medio de conceptos tales como “estados delincuentes” y “estados terroristas”, entonces la aniquilación sin condiciones del enemigo y su deshumanización absolutas están servidas. Es preciso percatarse de la dialéctica hegeliana que se abre camino sobre la Tierra: el pacifismo total (una Paz Perpetua como doctrina oficial de la Humanidad) implica también el belicismo total: ya no enemigos que posean “sus” razones para hacer la guerra, sólo una potencia hegemónica en nombre de la Humanidad realizará la nueva clase de guerra. La guerra contemporánea que dice consistir en una restauración de la Unidad anulando no ya la vida (última ratio histórica de la guerra) sino la humanidad (última ratio ontológica) del Enemigo, es la más pavorosa de todas. No respeta reglas bilaterales: la Humanidad, el “Bien” representa la máxima unilateralidad. El enemigo ya no nos hace la guerra: lo suyo es delincuencia y patología, la guerra contra el enemigo es extirpación.
El pacifista de nuestro tiempo es cándido, cuando reclama desde el ámbito de las “verdades” la superioridad del diálogo sobre las armas, cuando reclama el imperio de la Política sobre la Guerra. Pero la candidez se disuelve cuando le vemos defender la paz mundial en el plano de los “hechos”. Entonces se ve, efectivamente, que su Paz es la continuación de la guerra por otros medios. También comprobamos que, en el nombre de una Razón Universal (Derechos Humanos, Democracia, Derecho Internacional) hay una intención y una praxis conscientes: que es la de inmiscuirse en los asuntos internos de los estados formalmente soberanos, intención y praxis de imponer su versión de la democracia, así como la intención y la praxis de trastocar toda legalidad constitucional interna y todo derecho de gentes bilateral en nombre de un ficticio, y en realidad imperativo, Derecho Internacional.
La gran mascarada que nos toca vivir tiene mucho que ver con las dicotomías impuestas por el poder hegemónico (hoy los E.E.U.U., aunque cada vez más debilitado y cuestionado), que niegan toda dialéctica. Ser crítico con este pacifismo es hoy, para el poder hegemónico, sinónimo de belicismo peligroso. De la misma manera, nos quieren imponer la mentira de una alternativa dicotómica, el sistema liberal más o menos intervenido y el sistema socialista, más o menos acorde con un enfoque bolchevique. Estas alternativas duales y excluyentes, que no admiten vías distintas forman hoy todo un modo orwelliano de control de las mentes, y especialmente constituyen un sistema de domesticación de los intelectuales. Los que todavía poseen un mayor aguijón crítico para con el Sistema, ya sea desde una posición u otra, se ven obligados a intercalar para su audiencia una serie de tics y señales reconfortadotas que dicen, de manera más burda o sutil: “soy de izquierdas, soy liberal, soy demócrata, soy anti-esto o anti-lo otro”… Tales tics intercalados vienen encaminados a expurgar cualquier posibilidad de una tercera vía hacia la superación revolucionaria del sistema suicida que hoy rige el mundo. Todo belicismo que no se ampare en las ideas oficiales de la Democracia Mundial y la Humanidad única y enteriza es sospechoso de ser tildado de fascismo.
Toda nación fue antes un pueblo y, en tiempos precivilizados todo pueblo existe en relación con otros pueblos. De la alteridad brota necesariamente la guerra. La guerra ya es política. Para Spengler es la política primordial.
“Un pueblo existe realmente solo con relación a otros pueblos. Pero por eso la relación natural, racial, entre ellos es la guerra. Es este un hecho que las verdades no pueden alterar, la guerra es la política primordial de todo viviente, hasta el grado de que en lo profunda, lucha y vida son una misma cosa, y el ser se extingue cuando se extingue la voluntad de lucha.” [LDO, II, 677].
“Ein Volk ist wirklich nur in bezug auf Andere Völker. Aber das natürliche, rassehafte Verhältnis zwischen ihnen ist eben deshalb der Krieg. Das ist eine Tatsache, die durch Wahrheiten nicht verändert wird. Der Krieg ist dier Urpolitik alles Lebendingen und zwar bis zu dem Grade, dass Kampf und Leben in der Tiefe eins sind und mit dem Kämpfenwollen auch das Sein erlischt” [DUA, 1109].
La integración de los pueblos en grandes imperios, naciones o espacios estatales de gran dimensión puede ocasionar una dilución de las virtudes guerreras de las unidades étnicas fundacionales. Además, el hecho de que la guerra dependa cada vez más de una serie de artificios técnicos y éstos, a su vez, de una estructura económica capaz que los produzca y los mantenga, ha ocasionado la entrega de masas enormes de población a la actividad puramente pacífica y al sentimiento antibelicista. La gran concentración de población en ciudades cosmopolitas refuerza ese sentimiento hostil a la milicia, pues las grandes unidades estatales tienden a dejar la milicia en manos de profesionales y de mercenarios, todos ellos del más variopinto origen. Sin embargo, lo que permite convertir en nación, en tiempos modernos, a todo pueblo es una eficaz y sólida comunión de milicia y enseñanza. Las grandes unidades estatales, si quieren tener sentido partiendo de una realidad multiétnica (y creaciones como “España” o “Unión Europea” son macrounidades de este jaez), deberían fomentar el “espíritu del pueblo” en cada pueblo o nacionalidad constituyente en estos dos pilares de la salud colectiva: educación y milicia. La macrounidad estatal o federal puede proporcionar el apoyo técnico y material que requiere la defensa ante peligros internacionales, en un mundo marcado por la vuelta a los bloques de hegemonía y de progresivo derrumbe del poder norteamericano. Pero además de la técnica moderna y avanzada, que necesita de la ciencia y de grandes espacios industriales, hace falta contar con el poder de la sangre. Este poder se haya concentrado todavía en Europa lejos de las grandes ciudades, en el campo y en la provincia, en la ciudad pequeña donde la tras*misión sanguínea es directa, y las virtudes étnicas pueden conservarse y volverse a potenciar. La garantía de una buena defensa militar no procede solo de máquinas sofisticadas y de grandes concentraciones presupuestarias (cosas que ya tienen que proporcionar las macrounidades federativas, la Europa futura), sino la “raza” en el sentido spengleriano. Sería concebible la creación de unidades de defensa y combate, “milicias”, con alto sentido patriótico y mucha fuerza de la sangre, íntimamente unidas a sistemas educativos específicos y singulares, adaptados a la Tierra, a la raíz de cada nacionalidad y región. De las elites de estos numerosos pueblos europeos armados (al menos, con vistas a la autodefensa), pueden surgir oficiales y tropas especialistas, ya suficientemente entrenados para las misiones de corte federal e internacional.
¿Cuál es la alternativa? La ilusión de que hay una defensa garantizada a cargo de pequeños y pobres ejércitos estatales en Europa, desconectados todos ellos del poder y la sangre de las nacionalidades ahogadas por esos Estados en miniatura, dependientes y subsidiados por los E.E.U.U. hoy, y quizá por Rusia, China u otra potencia cualquiera mañana. Pobres ejércitos al margen del pueblo, “rellenados” con mercenarios extranjeros, unidades aptas para desfiles y poco más. Todo el espacio continental de Europa depende enteramente de E.E.U.U. y enseña sus carnes traseras al resto del mundo.
El nacionalismo del futuro, así como el regionalismo más avanzado y todo tipo de movimiento identitario, deben tomar plena consciencia de la importancia del binomio: Escuela + Milicia. Las naciones y los pueblos se han vuelto pequeños a la hora de defenderse de las grandes amenazas mundiales. Hay potencias al acecho, y hay modelos de civilización alternativos e incompatibles con el europeo dispuestos a tomar el relevo. Sin una gran estructura federativa que imponga hacia fuera su imperium y concentre tecnología y fuerzas para sostener las capacidades defensivas, no hay nada que hacer. Pero esa gran estructura federativa debe alentar no la homogeneización hacia dentro, sino todo lo contrario, la pluralidad de nacionalidades europeas –todas ellas en armas- unidas en la conciencia común y en el sentimiento compartido de que entre todas ellas hay más elementos idénticos y fraternos que diferenciados.
Un amplio bloque continental dotado de estructuras federativas defensivas, políticas y con una única planificación tecnoeconómica es inatacable. Un amplio bloque continental dotado de múltiples estructuras autónomas, nacionales y regionales, cada una de ellas “en forma” desde el punto de vista de su propia idiosincrasia a efectos de organización de la escuela y la milicia es, a su vez, un espacio imposible de invadir. Esa debería ser la Europa del futuro. Una Europa libre de las tonterías cosmopolitas difundidas por poderes interesados, poderes que contribuyen a mantener a sus poblaciones postradas a un capital financiero especulativo carente de todo control.
La redefinición del concepto de Democracia es absolutamente necesaria. Se trata de una vuelta a los orígenes. El poder popular de cuño medieval era fundamentalmente local. En la Europa montañosa, y bien lo vemos en los concejos asturianos tanto como en los cantones suizos, ha conservado hasta hoy sus más puras formas. La soberanía de las comunas locales, al estilo medieval, no era incompatible con su lealtad e integración en estructuras confederales o en reinos e imperios intrínsecamente plurales. El máximo poder popular y soberano a nivel local, regional y de nacionalidad es perfectamente compatible con una jerarquía y una autoridad continental en temas capitales y de bien común. Esta redefinición del concepto de Democracia incluye su realización en el plano estricto de los hechos, no en el de las verdades. Los nuevos “educadores para la ciudadanía”, los nuevos curas que ofrecen homilías sobre “patriotismo constitucional” y “estados de derecho” nunca van a tener sangre suficiente para defender los valores que ellos propagan y para cuya defensa efectiva no saben hacer otra cosa que pagar a profesionales, mercenarios extranjeros o lumpen que les hagan el trabajo incómodo. Ya hemos dicho que la Democracia es Plutocracia, y el funcionamiento de un sistema que intrínsecamente lo corrompe todo, pues es el sistema de poder del dinero, exige que todos nosotros vivamos en un tremendo cenagal de idealismo.
Oswald Spengler señala en sus días –los nuestros, todavía, en muchos aspectos básicos- los dos tipos de idealismo. Uno es el reaccionario, otro, el democrático.
“El primero cree en la reversibilidad de la historia; el segundo, en un fin de la historia. Pero para el inevitable fracaso que ambos vierten sobre la nación en cuyo sino tienen poder, es indiferente que haya sido sacrificado el país a un recuerdo o a un concepto.” [LDO, II, 681].
“Der eine glaubt an die Umkehrbarkeit der Geschichte, der zweite an ein Ziel in ihr. Aber für den notwendigen Misserfolg, mit dem beide die Nation belasten, über deren Schicksal sie Macht besitzen, ist es gleichgültig, ob man sie einer Erinnerung opfert oder einem Begriff” [DUA, 1113].
Un telos (Ziel), un concepto (Begriff). Nada de eso mueve ni orienta la historia. El Juicio Final, el Progreso, la Utopía Socialista…todo idealista teleológico distorsiona la Historia, no la comprende. Y sobre todo, desde bases teológicas cristianas, comprimidas en la misma filosofía de la inmanencia (Hegel), todo se justifica y todo se vuelve medio con vistas a ese supremo Fin. Pero los idealistas del concepto no son mejores: la realidad empírica y los hechos positivos de la Historia le parecen detestables, y todo ha de ir encaminado a un ajuste, a la manera de Procusto, para que la experiencia se reforme ante la majestad de los conceptos. Para Hegel, el ser ya es un medio, y debe ser. Para los jacobinos y demócratas el ser debe cambiar y acabar condenado para adecuarse al deber ser. Toda esta Historia, la de reaccionarios o nostálgicos, tanto como la de progresistas y utopistas, se ve inmersa en el terreno de las verdades. Los hechos, en cambio, se realizan, se intuyen, circulan por la sangre y la hacen derramar. La Historia de hechos no se detiene.
En la actualidad vivimos bajo una Dictadura de los Partidos (la partitocracia) que es antesala del cesarismo, esto es, de la superación del propio sistema de partidos y del marco formalmente liberal y pluralista de la democracia tal y como se ha venido entendiendo por igual entre socialistas y liberales. En realidad, la Dictadura de Partidos es una Oclocracia (poder de la gente). En el seno de unas organizaciones excesivamente grandes y costosas, los partidos (pero también las centrales sindicales y patronales y muchas ONGs) aparecen líderes y cabecillas “del aparato”, cuya trayectoria ascendente es natural en el seno de una hez nivelada por definición. Quien posea ciertas dotes de arribista, trepador, ambicioso, cierta capacidad de mando de entre una masa en sí poco o nada cualificada, cuenta con “el aparato” para poder ascender y saquear. De entre ellos, los más talentudos son ya pequeños césares, aspirantes al cesarismo del futuro. En realidad el aparato partidista no existiría más allá de unas pocas semanas si se cortara el flujo inmenso de dinero que mana de las arcas públicas, los bancos o los “donadores” privados. Más allá de las dotes personales del caudillo cesarista de los Partidos, lo decisivo está en que los “donantes” (banca, capital, poderes fácticos) conozcan qué personaje va a servirles mejor, sin tropiezos ni objeciones. Estos caudillos partidistas, en su mayor parte, no sobrevivirían en un mundo “de libre competencia”, pues en gran medida se trata de gentes carentes de preparación, ignorantes e ineficientes. Son ya, desde hace muchos años, un producto puramente parasitario de los Partidos. Muchos políticos “de aparato” carecen de actividad profesional fuera del mismo, y han iniciado su carrera política en la más tierna juventud, en organizaciones y brazos juveniles del mismo, y en el Aparato han conseguido sus ingresos, sus conocimientos, la colocación de familiares, amigos y clientes. Se trata de una verdadera casta –opuesta a la clase- que las sociedades urbanas del capitalismo tardío necesariamente genera.
Lo importante en nuestra comprensión de qué es esta casta, en qué consiste su poder (derivado y delegado en todo caso) es su conexión con lo que de veras significa “Democracia” en estos siglos XX y XXI: La Banca financiera y la Técnica. El sistema de los Partidos es el sistema por medio del cual el capital financiero hace y deshace en contra del Pueblo, y sirviéndose de él, adoctrinándole y tras*formándole en gente (Oclocracia). El nivel técnico que alcanzan los medios de comunicación, que permiten la información y desinformación a distancia, desde unos pocos emisores a millones de receptores, sin intermediarios, sin filtros, posibilita la Dictadura Mediática, que es la otra cara necesaria de la Dictadura de Partidos. Millones de Receptores, muy pocos emisores y éstos, perfectamente controlados por los verdaderos propietarios de los Media. A su vez, los partidos son impunes, no responden ante nadie. Se diferencian de cualquier ciudadano normal o de cualquier persona jurídica corriente, que sí deben rendir cuentas ante la ley, y por ello los partidos han ido ganando en prepotencia, descaro, y seguridad en sí mismos mientras dispongan de financiación. Spengler señalaba cómo la Constitución de Weimar (1919) ya era una Dictadura de los Partidos [LDO, II, 704, nota 209; DUA, 1133, NOTA 1.].
Un control tan eficaz de una masa nivelada no sería posible sin el auge y control de las tecnologías de información y comunicación, medios que los poderes financieros controlan y que multiplican su poder, medios que ejercen no ya influjo y orientación, sino presión, violencia, mentira. El parlamentarismo languidece, y solo los extractos convenientemente seleccionados de las sesiones rituales son difundidos y conocidos por un gran público que, progresivamente, se abstiene y de todo ello se desinteresa. Cada vez hay más separación entre los Partidos y la Masa, que es consecuencia ineluctable de todo poder constituido que dirige al Pueblo pero que ya no es Pueblo. Es una casta autoalimentada y autoseleccionada, dispuesta antes al saqueo que a la perpetuación indefinida en el Poder. Esto hace que gran parte de la masa opte por mostrar sus simpatías hacia los “populismos”, que pueden acaso revestirse de formas “apartidistas”, con tics y estéticas ora de extrema derecha, ora de extrema izquierda o de supuestas “terceras vías”. Pero la consecuencia y el fin de los llamados populismos no es otro que la liquidación de la propia democracia (liberal o socialdemócrata). La democracia –dictadura- de partidos, fundada en la Oclocracia, en la finanza y en la tecnología mediática tiene sus días contados, como todo cuanto hace el hombre en la Historia. Todo fluye, como dijo Heráclito. La dictadura de Partidos incluye una dinámica que lleva a su propia eliminación y aun en el mundo de las grandes ciudades cosmopolitas hay una minoría de aventureros y de hombres fuertes que “llevan en la sangre” la Voluntad de Poderío y que harán resurgir nuevas hazañas, rodeándose de otros como ellos, ambiciosos, decididos. Resulta de todo punto crucial no ver en esto nada deseable o detestable. La Historia, así como el sino, es completamente amoral. Los hechos acaecen, sin más. A quien le toca en suerte ser protagonista de algunos de ellos, le será preciso conocer el curso de los mismos y adaptarse a las formas y modales de su tiempo. Ni el jacobino que anhela adelantarse al futuro, ni el reaccionario romántico “para quien cualquier tiempo pasado fue mejor” pueden devenir en Voluntad de Poder y en amos del Sino. El Sino (Schicksal) es, en rigor, el Amo definitivo y supremo. El hombre se hace amo si le obedece y atiende a sus designios, escrutando con claridad el porvenir. En el siglo XX, quien controlaba la prensa, el parlamento y la burocracia de los partidos podía alzarse como nuevo poder cesáreo a pesar de todas las apariencias. El totalitarismo del siglo XXI se presentará todavía bajo ropajes liberales o socialistas, nacidos ambos del mismo espíritu, hermanos de la misma mentalidad burguesa, pero sólo la masa ciega es incapaz de reconocerlo, de no ver allende las apariencias.
“La libertad es, como siempre, puramente negativa. Consiste en la repulsa de la tradición, de la dinastía, de la oligarquía, del califato. Pero el poder efectivo pasa en seguida de estas formas a otras potencias nuevas, jefes de partido, dictadores, pretendientes, profetas y su séquito. Y ante estos sigue siendo la masa objeto sin condiciones”. [LDO, II, 704]
“Die Freheit ist wie immer lediglich negativ. Sie besteht in der Ablehnung der Tradition: der Dynastie, der Oligarchie, des Kalifats; aber die ausübende Macht geht von diesen sofort und ungeschmälert an neue Gewalten über, an Parteihäupter, Diktatoren, Prätendenten, Propheten und ihren Anhang, und ihnen gegenuber belibt die Menge weiterhin bedigungnslos Objekt” [DUA, 1132].
La libertad como momento negativo, para “librarse de”, nunca como situación absoluta, pues a partir de toda liberación surge necesariamente un nuevo Poder (Macht) o autoridad (Gewalt). En un mundo superpoblado, en un mundo repleto por la muchedumbre (Menge), esos poderes siempre deben aparecer, aunque sean poderes informes que se corresponden a un mundo progresivamente informe. En la Democracia mediática, oclocrática, toda la masa está nivelada. No se vota por estamentos o corporaciones, en atención a asuntos en los que el elector es alguien, persona desigual al resto, desigual en el más positivo sentido de la palabra.
“El “derecho del pueblo a regirse a sí mismo” es una frase cortés; en realidad, todo sufragio universal –inorgánico-anula bien pronto el sentido primordial de la elección. Cuanto más a fondo quedan eliminadas las espontáneas articulaciones de clases y profesiones, tanto más amorfa se torna la masa electoral y tanto más indefensa queda entregada a los nuevos poderes, a los jefes de partido que dictan a la masa su voluntad, con todos los medios de coacción espiritual, que luchan por el poder con métodos ignorados e incomprendidos por la masa y que esgrimen la opinión pública como arma para atacarse unos a otros” [LDO, II, 704].
“Selbstbestimmungsrecht des Volkes” ist eine hölfliche Redensart; tatsächlich hat mit jedem allgemeinen –anorganische- Wahlrecht sehr bald der ursprüngliche Sinn des Wahlens überhaupt aufgehört. Je gründlicher dier gewachsenen Gliederungen der Stände un Berufe politisch ausgelöscht werden, desto formloser, desto hilfloser wird die Wählermassem desto unbedingter is sie den neuen Gewalten ausgeliefert, den Parteileitungen, welche der Menge mit allen Mitteln geistigen Zwanges ihren Willen diktieren, den Kampf um die Herrschaft unter sich aufsechten, mit Methoden, von denen die Menge zuletzt weder etwas sieht noch versteht, un welche die öffentliche Meinung lediglich als selbstgeschmiedete Waffe gegeneinander erheben. “[DUA, 1132-1133]
El supuesto “poder del pueblo” consiste, en realidad, en dejar al pueblo cada vez más sin forma y sin defensa [formloser, hilfloser]. Como parte esencial de toda oclocracia, de toda democracia mediática, aquí padecemos una coacción (Zwang) espiritual (geistig). El sueño de vivir en democracia es hoy el sueño de los pueblos de Europa, cada vez más esclavos, cada vez más felahs, cada vez más inorgánicos. La estructura (Gliederung) social civilizada, en el que una diversidad de profesiones, capacidades y estamentos, una variedad –desigual- de estamentos podía garantizar un acceso más justo (que no igualitario) a bienes y servicios de la comunidad, es una estructura que se derrite y se difumina por medio de la democracia mediática. La técnica se instalado en el corazón y en el alma de cada europeo y le ha impulsado de manera infinita, interminable, hacia un hedonismo alocado. Poseer los nuevos artefactos, y saltar por encima de toda otra consideración humana o ecológica con vistas a esa posesión, control y fabricación incesante de máquinas y dispositivos. La técnica, más que el viejo anhelo de oro, es el aguijón fáustico del hombre de Europa, para quien ya no existe la tierra (la odia cada día más, pues su medio es la ciudad pétrea), ni los coterráneos (sólo conoce contemporáneos, y eso de duna manera “virtual”). La técnica pretende sustituir la civilización, la alianza de coterráneos y coetáneos (Adam Müller), y para ello, para conseguir masas de productores-consumidores, no duda en desarticular todo cuanto la sociedad puede darnos.
SPENGLERIANA
Carlos X. Blanco Martín.
Es una actitud muy cándida: la Democracia entendida como el fin de la Política, el telos y el non plus ultra vislumbrado a través de noches muy largas. Feudalismo, despotismo monárquico, dictaduras y democracias imperfectas… todo eso existió para llegar a nuestra Democracia. Tras esas noches oscuras, dice el catecismo progresista, llegará la Democracia perfecta. Ya hay democracia de hecho, nos aseguran, el invento se ha logrado. Solamente falta su perfeccionamiento. Esta es la doctrina oficial: fuera de la Democracia no hay salvación. Cualquier régimen es criticable pero mejorable y aceptable siempre y cuando haya elecciones libres, parlamento, multipartidismo, Constitución. Todo sistema que no contemple la idea de Democracia imperfecta pero mejorable será tildado de fascista, totalitario, dictatorial.
Pero es totalitaria la visión unilateral y teleológica que nos imponen de la Democracia. “Poder del Pueblo”. Esta expresión es cándida fuera del contexto ateniense de donde salió, y contexto dentro del cual hay que fijar los parámetros que, en modo alguno, eran los nuestros (¿qué era el Pueblo allí y entonces?). Nadie puede creerse seriamente que hay y hubo nunca un poder universal e irrestricto del Pueblo. En las sociedades “mediáticas” el Pueblo -tan lisonjeado por la prensa y los cabecillas de partido- es el gran esclavo de la información (la prensa, las cadenas mediáticas, en suma, el dinero). Todo comenzó en el siglo que se dice tan luminoso, el siglo XVIII. Cuando aparecieron los “intelectuales” (Voltaire, los philosophes, el librepensamiento), también aparecieron las hojas volanderas, las gacetas, los periódicos. El cuarto poder tuvo que surgir inventándose el Pueblo en una sociedad aún preindustrial en gran medida, en donde no había clases sociales –no en el sentido marxista, productivo- sino estamentos, corporaciones. El cuarto Poder fue el verdadero poder de esa tercera clase (el tiers) carente de entidad propia, como dice Spengler repetidamente, y recortada ante las clases primordiales (nobleza y sacerdocio) por vía puramente negativa. El poder de una tercera clase que pivota sobre el dinero, y que solo es capaz de medir su poder ante nobles y sacerdotes cuando traduce la voluntad de dominio y el dominio efectivo de esas clases en dinero. Y para que el dinero se hiciera efectivo instrumento de poder, no ya un medio comprador (de voluntades, de bienes) fue preciso convertirlo en categoría de pensamiento. La burguesía, cuando aún existía, y luchaba contra las clases primordiales (“privilegiadas”) tenía que ser necesariamente –ella misma- una abstracción, la abstracción del dinero. Existe, según Spengler, un pensamiento en dinero, justo como en matemáticas existe un pensamiento en números. El economicismo de nuestros días, esto es, la subordinación de todo lo político al pensamiento económico, es consecuencia del triunfo del pensamiento burgués por encima del noble, del aldeano y del sacerdote. No es el triunfo de una opinión sobre otra, entiéndase bien, sino la imposición de unas categorías abstractas de pensamiento –pensar en dinero- sobre todas las demás, rebajando y oscureciendo a las demás.
Linaje, credo, tierra, sangre, privilegios, dogma… Todo cuanto no sea traducido en dinero, perece. Los nobles han de parecer burgueses y enajenar, dado el caso, sus casonas y tierras como meras mercancías. El título mismo es mercancía. La Iglesia misma ha de comportarse con espíritu comercial. Cualquiera con dinero compra el cielo o un palacio. El aldeano habrá de definirse: o es empresario agrícola o ha de engrosar las filas del proletariado. La Gran Política desaparece, se torna manía de fanáticos. Solo se permite una Gran Política: la del Dinero.
Pero de las bayonetas del dinero se pasa a una gran artillería “espiritual”, la de la prensa. Los libelos y gacetas, las hojas impresas que ya circulaban con abundancia en época de las guerras napoleónicas, necesitan aumentar su potencia, conformarse como Poder autónomo, mas nunca independiente. La Democracia y el Parlamentarismo aparecen como dictaduras del dinero, y la mercancía “Opinión” requiere de todo un aparato de control y dominación: el periódico. Spengler es exacto en su apreciación: el lector de periódicos va sustituyendo al lector de libros. La minoría instruida que guiaba a Europa antes de 1789, se ve desbordada por un círculo mucho más amplio y vulgar –aunque sigue siendo minoría- la de los lectores de periódicos. Estos ya no forman su criterio: el poder de las finanzas que controla las empresas periodísticas es quien “crea opinión”, domestica pareceres, alienta revoluciones, depone a reyes y gobiernos, sentencia a fin u ostracismo a los hombres, alimenta guerras y magnicidios.
En nuestros días, los días declinantes de Europa, la democracia mediática no se sustenta tanto en la letra impresa, cuyos caracteres exigen un esfuerzo mental de lectura e interpretación, aun cuando la propia sintaxis periodística ya revela una mecanización del pensamiento, una elaboración de platos listos para la digestión cuasi inmediata de contenidos ideológicos. En nuestros días, la imagen fugaz de televisión e Internet, y el eslogan brevísimo, junto con el entorno basado en el “clic” de la sociedad “digital”, sustituyen a la cultura de ovejas y esclavos ávidos de periódicos, por otra realidad distinta: la sociedad ovejuna y esclavizada de la civilización “digital” de las postrimerías. En esta sociedad todo es lejano, frío, distante. Incluso en las calles pavimentadas y entre los muros de acero y hormigón hay riesgo de caer en los viejos vicios: heroísmo, abnegación, esfuerzo. Por ello la civilización se olvida de los ideólogos, pues el Fin de la Historia es el fin de los ideólogos, y se propaga la absoluta entrega al hedonismo, al consumo barato y masivo de toda especie imaginable de mercancías y servicios. Especialmente ahora, como época correspondiente al cesarismo antiguo, es el ser humano como mercancía móvil y viviente, un vehículo de atesoramiento y de producción de valor: no ya solo porque es la fuente de todo valor a través del trabajo productivo, como quería Marx, sino la fuente del disfrute. En esta época del cesarismo, los grandes líderes de los partidos junto con sus séquitos se hacen con el control de fondos inmensos con los que comprar el poder y repartir cargos, prebendas y favores. La conquista y el mantenimiento del poder en la partitocracia suponen un endeudamiento incesante ante los lobbys (banca, grandes corporaciones) que son los que, en última instancia deciden. La ilusión de una “fiesta de la libertad” en las jornadas electorales, y el espectáculo ritual de toda una masa que va en procesión hasta las urnas es algo que se proclama con entusiasmo, incluso cuando se dan unas cifras de abstención superiores al 60 %. No importa: la ilusión de poder elegir –aunque sea una minoría entre unos pocos partidos con posibilidades de financiamiento- es muy fuerte y perfecciona la eficacia de la dictadura. Una dictadura del dinero.
No es la corrupción una propiedad adjetiva o accidental de la democracia: es su esencia. Pues democracia es el poder del dinero y su dictadura, y el pensar con dinero implica necesariamente el poder de comprar y vender. Voluntades, electores, oponentes. La tosquedad de los individuos sorprendidos con la mano en el bolsillo crea mayores posibilidades de que el escándalo salga a la luz y que sea instrumentalizado con astucia por los poderes mediáticos, pero todos meten la mano en bolsillos ajenos y en arcas públicas, con guante de seda o vestidos de porquero. La diferencia en cultura y elegancia no es una diferencia de especie en el perfil de nuestro político demócrata: todos son corruptos, todos invocan al pueblo como representantes suyos. Todos son agentes del mundo financiero que van abriendo camino –con sus trampas, maquiavelismos y corruptelas- para que el Dinero –ahora, el Capital- pueda seguir saqueando al “pueblo” y a todo cuanto sale a su paso:
“La democracia es la perfecta identificación del dinero con la fuerza política” [LDO, II, 747].
“Demokratie ist die vollendete Gleichsetzung von Geld un politischer Macht [DUA, 1167].
Hay una Historia Económica y hay una Historia Política. La mezquindad de nuestro momento, en que todo gran proceso histórico quiere reducirse a una lucha contra el hambre (y eso viene a consistir el materialismo histórico y económico) mutila al hombre de hoy en su capacidad de comprensión y apropiación del pasado. Las grandes migraciones no son grandes invasiones. Huir de una tierra para poder comer y conquistar una tierra para arrebatar botín son dos realidades completamente diferentes en el curso de los acontecimientos humanos.
“La guerra es la creadora, el hambre es la aniquiladora de todas las grandes cosas. En la guerra la vida es realzada por la fin, a veces hasta llegar a esa fuerza invencible que por sí sola es ya la victoria. El hambre provoca esa especie de miedo vital, índole antiestética, ordinaria e inmetafísica, en que el mundo de las formas superiores de una cultura se sumerge, para dar comienzo a la desnuda lucha por la existencia entre bestias humanas” [LDO, II, 725].
“Der Krieg is der Schöpfer, der Hunger der Vernichter aller grossen Dinge. Dort wird das Leben durch den Tod gehoben, oft bis zu jener unwiderstehlichen Kraft, deren blosses Vorhandensein schon den Sieg bedeutet; hier weckt der Hunger jene hässliche, gemeine, ganz unmetaphysische Art von Lebensangst, unter welcher die höhere Formenwelt einer Kultur jäh zussamenbricht und der nackte Deseinkampf menschliche Bestien beginnt” [DUA, 1148].
Una falsa concepción materialista de la Historia insiste en considerar que el aguijón y motor principal de los hechos históricos es el hambre, la necesidad animal, la búsqueda de tierras y otros recursos básicos para la biología humana. En efecto, esa es causa de guerras y muertes, entre tantas otras determinaciones. Pero en la historia de las civilizaciones, dejando atrás la prehistoria y las fases iniciales de las culturas, en la medida en que éstas épocas son aún “Historia Natural”, la lucha por el hambre no se diferencia gran cosa de la lucha entre bestias que se despedazan entre sí por bocados escasos. Si acaso, el espectáculo grandioso que las grandes civilizaciones de la humanidad nos lanzan al rostro es justamente el contrario: en medio de la abundancia, al menos de una parte significativa de la población (al menos de quienes tienen que producir y guerrear) se da un acopio de fuerza muscular y psíquica suficiente como para “exigir más”. No se pueden negar otras determinaciones (sequías coyunturales, bombas demográficas, disensiones internas, etc.) pero la expansión, la conquista, o la defensa enérgica y la insumisión, son hechos posibles en pueblos y naciones que, indudablemente están “en forma”.
La filosofía occidental oficial y “políticamente correcta” quiere hacer de todos nosotros una especie de santones budistas, vegetarianos y pacíficos hasta un extremo tal que se nos exige que condenemos no ya esta o aquella guerra actual, sino hasta el extremo de que condenemos las guerras en general, y especialmente las guerras del Pasado. Condenar la Historia, renegar de los procesos esenciales que nos han constituido como hombres, como pueblos, como naciones y razas, como Civilización es pura ceguera, es fanatismo racionalista. El fanatismo racionalista ha elevado a los altares la idea ilustrada de una “Paz Perpetua” y la otra idea, no menos racionalista y abstracta (como son todas las ideas ilustradas) de una universal “Humanidad”. Solamente la Historia, no ya como ciencia positiva de especialistas, sino como mirada morfológica global de cuanto devienen los hombres, y de su sino, puede combatir este absurdo catecismo de una Humanidad futura sin guerras, sin rasgos distintivos (razas, pueblos, naciones, etc.) y esa condena sin paliativos (más absurda todavía) de nuestra propia Historia. Condenar la Historia es como condenar la Realidad: ¿qué Historia? ¿Qué realidad? Ya fue Friedrich Nietzsche uno de los grandes enemigos de este tipo contemporáneo, tan habitual entre nuestros racionalistas de hoy: esa especie de curilla resentido que protesta porque el mundo no es como debería ser, es decir, acorde con su catecismo racional. Ese apriorismo tan engreído, esas premisas tan falsas pero tan solidificadas por una cierta tradición (que se remonta a Locke, Spinoza, Rousseau) y que llega hasta hoy de la mano del “progresismo” y los “Derechos Humanos”, ese fanatismo acerca de cuanto debe ser el mundo y debe ser el Hombre, así escrito, con mayúscula y como ente homogéneo, abstracto, singular…ese fanatismo ilustrado, decimos, es el que nos ha deparado la peor especie de guerras. La guerra total, la guerra sin condiciones, la guerra que exige ontológicamente la negación de la condición humana al enemigo.
Antes de las guerras mundiales, pero aún más allá, antes de la ilustrada idea de “Humanidad” (1789) el enemigo era todavía humano. Al enemigo se le podía reprobar, menospreciar, etc. , pero siempre desde su condición humana, en reciprocidad con lo humano que hay en el “nosotros”, y en “los nuestros”. Carl Schmitt coincide con Spengler a la hora se denunciar el carácter no sólo utópico sino intrínsecamente deshumanizador al instaurarse, desde 1808 en la insurrección popular antinapoleónica, pero todavía más en la guerra mundial de 1939-1945, los conceptos de guerra total y de enemigo absoluto. Justamente cuando una serie de potencias, y en particular la hegemónica que fue –hasta hoy- los E.E.U.U. insisten en anular la soberanía de las potencias enemigas (que era reconocida en las guerras clásicas, al declararles oficialmente la guerra), por medio de conceptos tales como “estados delincuentes” y “estados terroristas”, entonces la aniquilación sin condiciones del enemigo y su deshumanización absolutas están servidas. Es preciso percatarse de la dialéctica hegeliana que se abre camino sobre la Tierra: el pacifismo total (una Paz Perpetua como doctrina oficial de la Humanidad) implica también el belicismo total: ya no enemigos que posean “sus” razones para hacer la guerra, sólo una potencia hegemónica en nombre de la Humanidad realizará la nueva clase de guerra. La guerra contemporánea que dice consistir en una restauración de la Unidad anulando no ya la vida (última ratio histórica de la guerra) sino la humanidad (última ratio ontológica) del Enemigo, es la más pavorosa de todas. No respeta reglas bilaterales: la Humanidad, el “Bien” representa la máxima unilateralidad. El enemigo ya no nos hace la guerra: lo suyo es delincuencia y patología, la guerra contra el enemigo es extirpación.
El pacifista de nuestro tiempo es cándido, cuando reclama desde el ámbito de las “verdades” la superioridad del diálogo sobre las armas, cuando reclama el imperio de la Política sobre la Guerra. Pero la candidez se disuelve cuando le vemos defender la paz mundial en el plano de los “hechos”. Entonces se ve, efectivamente, que su Paz es la continuación de la guerra por otros medios. También comprobamos que, en el nombre de una Razón Universal (Derechos Humanos, Democracia, Derecho Internacional) hay una intención y una praxis conscientes: que es la de inmiscuirse en los asuntos internos de los estados formalmente soberanos, intención y praxis de imponer su versión de la democracia, así como la intención y la praxis de trastocar toda legalidad constitucional interna y todo derecho de gentes bilateral en nombre de un ficticio, y en realidad imperativo, Derecho Internacional.
La gran mascarada que nos toca vivir tiene mucho que ver con las dicotomías impuestas por el poder hegemónico (hoy los E.E.U.U., aunque cada vez más debilitado y cuestionado), que niegan toda dialéctica. Ser crítico con este pacifismo es hoy, para el poder hegemónico, sinónimo de belicismo peligroso. De la misma manera, nos quieren imponer la mentira de una alternativa dicotómica, el sistema liberal más o menos intervenido y el sistema socialista, más o menos acorde con un enfoque bolchevique. Estas alternativas duales y excluyentes, que no admiten vías distintas forman hoy todo un modo orwelliano de control de las mentes, y especialmente constituyen un sistema de domesticación de los intelectuales. Los que todavía poseen un mayor aguijón crítico para con el Sistema, ya sea desde una posición u otra, se ven obligados a intercalar para su audiencia una serie de tics y señales reconfortadotas que dicen, de manera más burda o sutil: “soy de izquierdas, soy liberal, soy demócrata, soy anti-esto o anti-lo otro”… Tales tics intercalados vienen encaminados a expurgar cualquier posibilidad de una tercera vía hacia la superación revolucionaria del sistema suicida que hoy rige el mundo. Todo belicismo que no se ampare en las ideas oficiales de la Democracia Mundial y la Humanidad única y enteriza es sospechoso de ser tildado de fascismo.
Toda nación fue antes un pueblo y, en tiempos precivilizados todo pueblo existe en relación con otros pueblos. De la alteridad brota necesariamente la guerra. La guerra ya es política. Para Spengler es la política primordial.
“Un pueblo existe realmente solo con relación a otros pueblos. Pero por eso la relación natural, racial, entre ellos es la guerra. Es este un hecho que las verdades no pueden alterar, la guerra es la política primordial de todo viviente, hasta el grado de que en lo profunda, lucha y vida son una misma cosa, y el ser se extingue cuando se extingue la voluntad de lucha.” [LDO, II, 677].
“Ein Volk ist wirklich nur in bezug auf Andere Völker. Aber das natürliche, rassehafte Verhältnis zwischen ihnen ist eben deshalb der Krieg. Das ist eine Tatsache, die durch Wahrheiten nicht verändert wird. Der Krieg ist dier Urpolitik alles Lebendingen und zwar bis zu dem Grade, dass Kampf und Leben in der Tiefe eins sind und mit dem Kämpfenwollen auch das Sein erlischt” [DUA, 1109].
La integración de los pueblos en grandes imperios, naciones o espacios estatales de gran dimensión puede ocasionar una dilución de las virtudes guerreras de las unidades étnicas fundacionales. Además, el hecho de que la guerra dependa cada vez más de una serie de artificios técnicos y éstos, a su vez, de una estructura económica capaz que los produzca y los mantenga, ha ocasionado la entrega de masas enormes de población a la actividad puramente pacífica y al sentimiento antibelicista. La gran concentración de población en ciudades cosmopolitas refuerza ese sentimiento hostil a la milicia, pues las grandes unidades estatales tienden a dejar la milicia en manos de profesionales y de mercenarios, todos ellos del más variopinto origen. Sin embargo, lo que permite convertir en nación, en tiempos modernos, a todo pueblo es una eficaz y sólida comunión de milicia y enseñanza. Las grandes unidades estatales, si quieren tener sentido partiendo de una realidad multiétnica (y creaciones como “España” o “Unión Europea” son macrounidades de este jaez), deberían fomentar el “espíritu del pueblo” en cada pueblo o nacionalidad constituyente en estos dos pilares de la salud colectiva: educación y milicia. La macrounidad estatal o federal puede proporcionar el apoyo técnico y material que requiere la defensa ante peligros internacionales, en un mundo marcado por la vuelta a los bloques de hegemonía y de progresivo derrumbe del poder norteamericano. Pero además de la técnica moderna y avanzada, que necesita de la ciencia y de grandes espacios industriales, hace falta contar con el poder de la sangre. Este poder se haya concentrado todavía en Europa lejos de las grandes ciudades, en el campo y en la provincia, en la ciudad pequeña donde la tras*misión sanguínea es directa, y las virtudes étnicas pueden conservarse y volverse a potenciar. La garantía de una buena defensa militar no procede solo de máquinas sofisticadas y de grandes concentraciones presupuestarias (cosas que ya tienen que proporcionar las macrounidades federativas, la Europa futura), sino la “raza” en el sentido spengleriano. Sería concebible la creación de unidades de defensa y combate, “milicias”, con alto sentido patriótico y mucha fuerza de la sangre, íntimamente unidas a sistemas educativos específicos y singulares, adaptados a la Tierra, a la raíz de cada nacionalidad y región. De las elites de estos numerosos pueblos europeos armados (al menos, con vistas a la autodefensa), pueden surgir oficiales y tropas especialistas, ya suficientemente entrenados para las misiones de corte federal e internacional.
¿Cuál es la alternativa? La ilusión de que hay una defensa garantizada a cargo de pequeños y pobres ejércitos estatales en Europa, desconectados todos ellos del poder y la sangre de las nacionalidades ahogadas por esos Estados en miniatura, dependientes y subsidiados por los E.E.U.U. hoy, y quizá por Rusia, China u otra potencia cualquiera mañana. Pobres ejércitos al margen del pueblo, “rellenados” con mercenarios extranjeros, unidades aptas para desfiles y poco más. Todo el espacio continental de Europa depende enteramente de E.E.U.U. y enseña sus carnes traseras al resto del mundo.
El nacionalismo del futuro, así como el regionalismo más avanzado y todo tipo de movimiento identitario, deben tomar plena consciencia de la importancia del binomio: Escuela + Milicia. Las naciones y los pueblos se han vuelto pequeños a la hora de defenderse de las grandes amenazas mundiales. Hay potencias al acecho, y hay modelos de civilización alternativos e incompatibles con el europeo dispuestos a tomar el relevo. Sin una gran estructura federativa que imponga hacia fuera su imperium y concentre tecnología y fuerzas para sostener las capacidades defensivas, no hay nada que hacer. Pero esa gran estructura federativa debe alentar no la homogeneización hacia dentro, sino todo lo contrario, la pluralidad de nacionalidades europeas –todas ellas en armas- unidas en la conciencia común y en el sentimiento compartido de que entre todas ellas hay más elementos idénticos y fraternos que diferenciados.
Un amplio bloque continental dotado de estructuras federativas defensivas, políticas y con una única planificación tecnoeconómica es inatacable. Un amplio bloque continental dotado de múltiples estructuras autónomas, nacionales y regionales, cada una de ellas “en forma” desde el punto de vista de su propia idiosincrasia a efectos de organización de la escuela y la milicia es, a su vez, un espacio imposible de invadir. Esa debería ser la Europa del futuro. Una Europa libre de las tonterías cosmopolitas difundidas por poderes interesados, poderes que contribuyen a mantener a sus poblaciones postradas a un capital financiero especulativo carente de todo control.
La redefinición del concepto de Democracia es absolutamente necesaria. Se trata de una vuelta a los orígenes. El poder popular de cuño medieval era fundamentalmente local. En la Europa montañosa, y bien lo vemos en los concejos asturianos tanto como en los cantones suizos, ha conservado hasta hoy sus más puras formas. La soberanía de las comunas locales, al estilo medieval, no era incompatible con su lealtad e integración en estructuras confederales o en reinos e imperios intrínsecamente plurales. El máximo poder popular y soberano a nivel local, regional y de nacionalidad es perfectamente compatible con una jerarquía y una autoridad continental en temas capitales y de bien común. Esta redefinición del concepto de Democracia incluye su realización en el plano estricto de los hechos, no en el de las verdades. Los nuevos “educadores para la ciudadanía”, los nuevos curas que ofrecen homilías sobre “patriotismo constitucional” y “estados de derecho” nunca van a tener sangre suficiente para defender los valores que ellos propagan y para cuya defensa efectiva no saben hacer otra cosa que pagar a profesionales, mercenarios extranjeros o lumpen que les hagan el trabajo incómodo. Ya hemos dicho que la Democracia es Plutocracia, y el funcionamiento de un sistema que intrínsecamente lo corrompe todo, pues es el sistema de poder del dinero, exige que todos nosotros vivamos en un tremendo cenagal de idealismo.
Oswald Spengler señala en sus días –los nuestros, todavía, en muchos aspectos básicos- los dos tipos de idealismo. Uno es el reaccionario, otro, el democrático.
“El primero cree en la reversibilidad de la historia; el segundo, en un fin de la historia. Pero para el inevitable fracaso que ambos vierten sobre la nación en cuyo sino tienen poder, es indiferente que haya sido sacrificado el país a un recuerdo o a un concepto.” [LDO, II, 681].
“Der eine glaubt an die Umkehrbarkeit der Geschichte, der zweite an ein Ziel in ihr. Aber für den notwendigen Misserfolg, mit dem beide die Nation belasten, über deren Schicksal sie Macht besitzen, ist es gleichgültig, ob man sie einer Erinnerung opfert oder einem Begriff” [DUA, 1113].
Un telos (Ziel), un concepto (Begriff). Nada de eso mueve ni orienta la historia. El Juicio Final, el Progreso, la Utopía Socialista…todo idealista teleológico distorsiona la Historia, no la comprende. Y sobre todo, desde bases teológicas cristianas, comprimidas en la misma filosofía de la inmanencia (Hegel), todo se justifica y todo se vuelve medio con vistas a ese supremo Fin. Pero los idealistas del concepto no son mejores: la realidad empírica y los hechos positivos de la Historia le parecen detestables, y todo ha de ir encaminado a un ajuste, a la manera de Procusto, para que la experiencia se reforme ante la majestad de los conceptos. Para Hegel, el ser ya es un medio, y debe ser. Para los jacobinos y demócratas el ser debe cambiar y acabar condenado para adecuarse al deber ser. Toda esta Historia, la de reaccionarios o nostálgicos, tanto como la de progresistas y utopistas, se ve inmersa en el terreno de las verdades. Los hechos, en cambio, se realizan, se intuyen, circulan por la sangre y la hacen derramar. La Historia de hechos no se detiene.
En la actualidad vivimos bajo una Dictadura de los Partidos (la partitocracia) que es antesala del cesarismo, esto es, de la superación del propio sistema de partidos y del marco formalmente liberal y pluralista de la democracia tal y como se ha venido entendiendo por igual entre socialistas y liberales. En realidad, la Dictadura de Partidos es una Oclocracia (poder de la gente). En el seno de unas organizaciones excesivamente grandes y costosas, los partidos (pero también las centrales sindicales y patronales y muchas ONGs) aparecen líderes y cabecillas “del aparato”, cuya trayectoria ascendente es natural en el seno de una hez nivelada por definición. Quien posea ciertas dotes de arribista, trepador, ambicioso, cierta capacidad de mando de entre una masa en sí poco o nada cualificada, cuenta con “el aparato” para poder ascender y saquear. De entre ellos, los más talentudos son ya pequeños césares, aspirantes al cesarismo del futuro. En realidad el aparato partidista no existiría más allá de unas pocas semanas si se cortara el flujo inmenso de dinero que mana de las arcas públicas, los bancos o los “donadores” privados. Más allá de las dotes personales del caudillo cesarista de los Partidos, lo decisivo está en que los “donantes” (banca, capital, poderes fácticos) conozcan qué personaje va a servirles mejor, sin tropiezos ni objeciones. Estos caudillos partidistas, en su mayor parte, no sobrevivirían en un mundo “de libre competencia”, pues en gran medida se trata de gentes carentes de preparación, ignorantes e ineficientes. Son ya, desde hace muchos años, un producto puramente parasitario de los Partidos. Muchos políticos “de aparato” carecen de actividad profesional fuera del mismo, y han iniciado su carrera política en la más tierna juventud, en organizaciones y brazos juveniles del mismo, y en el Aparato han conseguido sus ingresos, sus conocimientos, la colocación de familiares, amigos y clientes. Se trata de una verdadera casta –opuesta a la clase- que las sociedades urbanas del capitalismo tardío necesariamente genera.
Lo importante en nuestra comprensión de qué es esta casta, en qué consiste su poder (derivado y delegado en todo caso) es su conexión con lo que de veras significa “Democracia” en estos siglos XX y XXI: La Banca financiera y la Técnica. El sistema de los Partidos es el sistema por medio del cual el capital financiero hace y deshace en contra del Pueblo, y sirviéndose de él, adoctrinándole y tras*formándole en gente (Oclocracia). El nivel técnico que alcanzan los medios de comunicación, que permiten la información y desinformación a distancia, desde unos pocos emisores a millones de receptores, sin intermediarios, sin filtros, posibilita la Dictadura Mediática, que es la otra cara necesaria de la Dictadura de Partidos. Millones de Receptores, muy pocos emisores y éstos, perfectamente controlados por los verdaderos propietarios de los Media. A su vez, los partidos son impunes, no responden ante nadie. Se diferencian de cualquier ciudadano normal o de cualquier persona jurídica corriente, que sí deben rendir cuentas ante la ley, y por ello los partidos han ido ganando en prepotencia, descaro, y seguridad en sí mismos mientras dispongan de financiación. Spengler señalaba cómo la Constitución de Weimar (1919) ya era una Dictadura de los Partidos [LDO, II, 704, nota 209; DUA, 1133, NOTA 1.].
Un control tan eficaz de una masa nivelada no sería posible sin el auge y control de las tecnologías de información y comunicación, medios que los poderes financieros controlan y que multiplican su poder, medios que ejercen no ya influjo y orientación, sino presión, violencia, mentira. El parlamentarismo languidece, y solo los extractos convenientemente seleccionados de las sesiones rituales son difundidos y conocidos por un gran público que, progresivamente, se abstiene y de todo ello se desinteresa. Cada vez hay más separación entre los Partidos y la Masa, que es consecuencia ineluctable de todo poder constituido que dirige al Pueblo pero que ya no es Pueblo. Es una casta autoalimentada y autoseleccionada, dispuesta antes al saqueo que a la perpetuación indefinida en el Poder. Esto hace que gran parte de la masa opte por mostrar sus simpatías hacia los “populismos”, que pueden acaso revestirse de formas “apartidistas”, con tics y estéticas ora de extrema derecha, ora de extrema izquierda o de supuestas “terceras vías”. Pero la consecuencia y el fin de los llamados populismos no es otro que la liquidación de la propia democracia (liberal o socialdemócrata). La democracia –dictadura- de partidos, fundada en la Oclocracia, en la finanza y en la tecnología mediática tiene sus días contados, como todo cuanto hace el hombre en la Historia. Todo fluye, como dijo Heráclito. La dictadura de Partidos incluye una dinámica que lleva a su propia eliminación y aun en el mundo de las grandes ciudades cosmopolitas hay una minoría de aventureros y de hombres fuertes que “llevan en la sangre” la Voluntad de Poderío y que harán resurgir nuevas hazañas, rodeándose de otros como ellos, ambiciosos, decididos. Resulta de todo punto crucial no ver en esto nada deseable o detestable. La Historia, así como el sino, es completamente amoral. Los hechos acaecen, sin más. A quien le toca en suerte ser protagonista de algunos de ellos, le será preciso conocer el curso de los mismos y adaptarse a las formas y modales de su tiempo. Ni el jacobino que anhela adelantarse al futuro, ni el reaccionario romántico “para quien cualquier tiempo pasado fue mejor” pueden devenir en Voluntad de Poder y en amos del Sino. El Sino (Schicksal) es, en rigor, el Amo definitivo y supremo. El hombre se hace amo si le obedece y atiende a sus designios, escrutando con claridad el porvenir. En el siglo XX, quien controlaba la prensa, el parlamento y la burocracia de los partidos podía alzarse como nuevo poder cesáreo a pesar de todas las apariencias. El totalitarismo del siglo XXI se presentará todavía bajo ropajes liberales o socialistas, nacidos ambos del mismo espíritu, hermanos de la misma mentalidad burguesa, pero sólo la masa ciega es incapaz de reconocerlo, de no ver allende las apariencias.
“La libertad es, como siempre, puramente negativa. Consiste en la repulsa de la tradición, de la dinastía, de la oligarquía, del califato. Pero el poder efectivo pasa en seguida de estas formas a otras potencias nuevas, jefes de partido, dictadores, pretendientes, profetas y su séquito. Y ante estos sigue siendo la masa objeto sin condiciones”. [LDO, II, 704]
“Die Freheit ist wie immer lediglich negativ. Sie besteht in der Ablehnung der Tradition: der Dynastie, der Oligarchie, des Kalifats; aber die ausübende Macht geht von diesen sofort und ungeschmälert an neue Gewalten über, an Parteihäupter, Diktatoren, Prätendenten, Propheten und ihren Anhang, und ihnen gegenuber belibt die Menge weiterhin bedigungnslos Objekt” [DUA, 1132].
La libertad como momento negativo, para “librarse de”, nunca como situación absoluta, pues a partir de toda liberación surge necesariamente un nuevo Poder (Macht) o autoridad (Gewalt). En un mundo superpoblado, en un mundo repleto por la muchedumbre (Menge), esos poderes siempre deben aparecer, aunque sean poderes informes que se corresponden a un mundo progresivamente informe. En la Democracia mediática, oclocrática, toda la masa está nivelada. No se vota por estamentos o corporaciones, en atención a asuntos en los que el elector es alguien, persona desigual al resto, desigual en el más positivo sentido de la palabra.
“El “derecho del pueblo a regirse a sí mismo” es una frase cortés; en realidad, todo sufragio universal –inorgánico-anula bien pronto el sentido primordial de la elección. Cuanto más a fondo quedan eliminadas las espontáneas articulaciones de clases y profesiones, tanto más amorfa se torna la masa electoral y tanto más indefensa queda entregada a los nuevos poderes, a los jefes de partido que dictan a la masa su voluntad, con todos los medios de coacción espiritual, que luchan por el poder con métodos ignorados e incomprendidos por la masa y que esgrimen la opinión pública como arma para atacarse unos a otros” [LDO, II, 704].
“Selbstbestimmungsrecht des Volkes” ist eine hölfliche Redensart; tatsächlich hat mit jedem allgemeinen –anorganische- Wahlrecht sehr bald der ursprüngliche Sinn des Wahlens überhaupt aufgehört. Je gründlicher dier gewachsenen Gliederungen der Stände un Berufe politisch ausgelöscht werden, desto formloser, desto hilfloser wird die Wählermassem desto unbedingter is sie den neuen Gewalten ausgeliefert, den Parteileitungen, welche der Menge mit allen Mitteln geistigen Zwanges ihren Willen diktieren, den Kampf um die Herrschaft unter sich aufsechten, mit Methoden, von denen die Menge zuletzt weder etwas sieht noch versteht, un welche die öffentliche Meinung lediglich als selbstgeschmiedete Waffe gegeneinander erheben. “[DUA, 1132-1133]
El supuesto “poder del pueblo” consiste, en realidad, en dejar al pueblo cada vez más sin forma y sin defensa [formloser, hilfloser]. Como parte esencial de toda oclocracia, de toda democracia mediática, aquí padecemos una coacción (Zwang) espiritual (geistig). El sueño de vivir en democracia es hoy el sueño de los pueblos de Europa, cada vez más esclavos, cada vez más felahs, cada vez más inorgánicos. La estructura (Gliederung) social civilizada, en el que una diversidad de profesiones, capacidades y estamentos, una variedad –desigual- de estamentos podía garantizar un acceso más justo (que no igualitario) a bienes y servicios de la comunidad, es una estructura que se derrite y se difumina por medio de la democracia mediática. La técnica se instalado en el corazón y en el alma de cada europeo y le ha impulsado de manera infinita, interminable, hacia un hedonismo alocado. Poseer los nuevos artefactos, y saltar por encima de toda otra consideración humana o ecológica con vistas a esa posesión, control y fabricación incesante de máquinas y dispositivos. La técnica, más que el viejo anhelo de oro, es el aguijón fáustico del hombre de Europa, para quien ya no existe la tierra (la odia cada día más, pues su medio es la ciudad pétrea), ni los coterráneos (sólo conoce contemporáneos, y eso de duna manera “virtual”). La técnica pretende sustituir la civilización, la alianza de coterráneos y coetáneos (Adam Müller), y para ello, para conseguir masas de productores-consumidores, no duda en desarticular todo cuanto la sociedad puede darnos.
SPENGLERIANA