Del cambio climático

Bartleby

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Las primeras ideas sobre la existencia del cambio climático son muy antiguas. Sin ir más lejos, Teofrasto, el sucesor de Aristóteles en el Liceo, escribió acerca de la sequía como consecuencia de la deforestación. Sus ideas, revitalizadas durante el Renacimiento, ayudaron a fomentar la preocupación por la deforestación en las colonias europeas, y desde el siglo XVIII en adelante los gobiernos coloniales establecieron reservas forestales que constituyeron las primeras medidas de conservación del medio ambiente de la historia.

Mientras tanto, los estudiantes de textos clásicos en la época de la Ilustración descubrían indicaciones literarias que apuntaban a un cambio del clima en tiempos históricos. Thomas Jefferson fue un paso más allá y afirmó que la deforestación provocada en América del Norte por los colonizadores europeos había moderado el clima lo suficiente como para hacer habitable el territorio. Sin embargo, los climatólogos del XIX aplicando un estudio más riguroso a las fuentes históricas y de los datos científicos llegaron a la conclusión de que no existían pruebas de que se hubiese producido ese cambio en el clima desde que existían registros escritos.

Por otra parte, el cambio climático a escalas geológicas se daba por seguro. Desde Buffon, Kant o Laplace hasta Kelvin y posteriores, los científicos especularon con el enfriamiento a largo plazo de la Tierra desde su origen como una bola de roca fundida y con el enfriamiento a mucho más largo plazo del Sol. Los geólogos del XIX encontraron pruebas incontrovertibles en forma de fósiles pertenecientes a climas más cálidos; estos mismos geólogos llegaron a mitad de siglo al convencimiento de la existencia de una o más edades de hielo.

Charles Lyell, con objeto de reconciliar estos descubrimientos con su convencimiento de la uniformidad en el estado de la Tierra, desarrolló la hipótesis del cambio climático cíclico, según la cual:

“todos [...] los cambios volverán a ocurrir en el futuro otra vez, y los iguanodontes […] deberán con la misma seguridad vivir en la latitud de Cuckfield como lo hicieron [en el pasado]”

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Varios filósofos naturales y matemáticos del XVIII y principios del XIX, incluyendo a Horace Bénédict de Saussure, Joseph Fourier y Claude Pouillet, se percataron de la tras*misión selectiva del calor que presenta la atmósfera terrestre. En este sentido, Fourier fue el primero en comparar la atmósfera al cristal de un invernadero.

Comenzando en 1859 John Tyndall realizó una serie de experimentos sobre las características radiativas de los gases atmosféricos, y aventuró que las variaciones en sus cantidades podrían haber alterado el clima de la Tierra en tiempos geológicos.

En 1895 Svante Arrhenius, intentando explicar las edades de hielo, calculó los cambios de temperatura que se producían por los cambios en la concentración del dióxido de carbono. Dos décadas después hacía la predicción de que el dióxido de carbono liberado por la actividad industrial protegería la Tierra de las siguientes edades de hielo, permitiendo además mayor producción de alimentos que podrían sustentar a una población creciente.

Las ideas de Arrhenius fueron muy bien recibidas por Thomas Crowder Chamberlin, quien a lo largo de las tres primeras décadas del siglo XX desarrolló una teoría de la atmósfera como agente geológico a gran escala basado en el ciclo del carbono. Según esta idea las elevaciones de la corteza expondrían grandes áreas superficiales a la erosión, un proceso que, según Chamberlin, absorbería dióxido de carbono, con los consiguientes enfriamiento y glaciación. El ciclo continúa con las elevaciones reducidas prácticamente a su nivel base.

Para la década de los cincuenta del siglo XX se habían identificado varios agentes causantes del cambio climático. Las variaciones en la cantidad de radiación solar que recibe el planeta, cambios orbitales, la formación de montañas y el vulcanismo son algunos ejemplos. Sin embargo, el vapor de agua eclipsó al dióxido de carbono como agente del calentamiento global hasta que Guy Stewart Callendar publicó una serie de estudios entre 1938 y 1964 en los que hacía énfasis las influencias antropogénicas en la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera.

Las tensiones políticas de la Guerra Fría alimentaron el estudio de situaciones de cambio climático extremo por causas antropogénicas como parte de los juegos de guerra de las superpotencias, tanto en un sentido como en otro, es decir, extremo calentamiento y extremo enfriamiento (invierno nuclear). Los resultados de estos estudios alimentaron la consciencia de la importancia que el cambio climático tendría sobre el planeta en general y la especie humana en particular. Como consecuencia empezaron a aparecer propuestas de intervención a gran escala: desde flotas de espejos en órbita hasta esparcir dióxido de azufre en las capas altas de la atmósfera.

Hoy, existe un consenso científico sobre el hecho de que los niveles globales de dióxido de carbono en la atmósfera han aumentado por la actividad humana y que está teniendo lugar un calentamiento a escala global. No está del todo establecida la relación entre los dos hechos, la participación de otros factores y la evolución futura del cambio climático.

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