INVENTARIO
Ella se había ido hacía dos tubos de dentífrico, y un paquete de arroz y dos botes de Nescafé. Durante el primero él le echó la culpa a ella de todo lo que había pasado y siempre pensó que volvería. ¿Pues no sabía que él la quería más que a nada? ¿Qué las otras no eran nadie, que el trabajo no importaba? Durante el segundo, se cambiaron las tornas y se echó la culpa a sí mismo, porque él y sólo él era el culpable de que ella hubiese cogido esa mañana su maleta y se hubiese ido, “Lo siento, Javier, ya no aguanto más” y lo peor no fue que no hubiesen lágrimas, ni reproches, lo peor fue el absoluto cansancio de sus ojos al mirarle, la certeza de que esta vez sí, esta vez era de verdad.
Ahora, cuando tiró a la sarama el segundo frasco (el ultimo que él y ella habían comprado juntos, en una de esas ofertas extrañas que ella siempre aprovechaba y a él le sacaban de quicio), sólo sintió una pena dulcísima por sí mismo, porque esto se había acabado y no daba más de si.
Y revisar las cinco macetas que ella dejó cuando se fue y que él, que nunca se había preocupado de ellas, intentaba mantener con vida tercamente, por que sí, porque cuando ella se diera cuenta de que sólo él era su vida, sólo él, quería que todo estuviese como cuando ella se marchó... ¿y cómo podía haberlas dejado en casa, sabiendo lo malo que él era con las plantas, si no pensara volver?... Y de camino a recoger las llaves, recontar los libros de la estantería, los suyos, los de ella, los que como él la esperaban sin palabras... aunque él hoy intuía que jamás la volvería a ver leerlos otra vez.
Y las horas en el trabajo, y por primera vez en semanas no preguntar si alguien había llamado, ni revisar el contestador, ni hacer otra cosa que mirar por la ventana, entre perplejo y desmotivado. Durante las primeras semanas había trabajado como un loco, las horas pasadas en la oficina hacían que las pocas de estar en casa fueran más fáciles, durante las siguientes había planificado con detalle cada una de las palabras que le diría cuando ella decidiera llamar, el tono de él al principio tan suficiente, luego según pasaba el tiempo cada vez más amable... llevaba una semana en que el tono era casi suplicante. Hoy por primera vez, no pudo imaginar una conversación que sabía que no se produciría, el guión tantas veces escrito no iba a servir esta vez... y simplemente se enfrascó en el trabajo, sin rabia, sin prisa, sin ganas. Como cada día antes de ella. Como un día más.
Salir por la tarde, y compartir las cañas con los compañeros de trabajo, y hablar del fútbol, y de las niñas de la oficina como si le interesara, como si no hubiese deseado más tener que decirles “señores, yo lo siento pero me esperan para cenar”, y la cena en el restaurante de siempre, se fijó en que por primera vez no le preguntaban si iba solo, menú para uno y la botella de vino de cada noche, recordando con nostalgia que casi dolía las veces en que ella, ahora como de humo al otro lado de la mesa, le cogía algo de su plato para probarlo, las veces que estiraba sus pies hasta tocar los suyos, la sonrisa fácil y la mirada azul por encima de las gafas. Dios, la tenía tan cerca, tanto... para hacerla durar pidió el postre que ella hubiese pedido (él nunca lo hacía) y en su honor lamió la cuchara como ella, alargando el sabor de la nata y el chocolate, despidiéndose de ella también allí, de la posibilidad de otras noches que hasta ahora el había creído cercanas, de su presencia real y de la de humo y sueños que se disolvía...
Y salir después a los pubs de siempre alargando el momento de volver a casa, encontrarse con los mismos de siempre que ya no le preguntaban por ella, beber las dos copas de costumbre, hablar y hacer como que reía (todo mentira) pero sin ella. Y al salir, notar la calle más silenciosa que de costumbre sin el eco de los tacones de mujer, de ella, de su mujer haciendo coro a sus pasos. Y no notar su mano pequeña escondiéndose en la suya y su voz en susurros, como cada vez que salían “A casa, chofer, por el camino más rápido”. Llegar a casa y tratar de no espiar los pasos en el descansillo, de anhelar las llaves de ella contra la puerta y las palabras que lleva tanto tiempo soñando (“Amor mío, he decidido volver”), porque sabe con certeza que no va a ser así. Y dejar caer la ropa en el montón desordenado y triste (sólo su ropa, sólo) de hace ya demasiado tiempo y desnudo meterse en la cama, anhelando el olor que juntos formaban, el olor de sus dos cuerpos al mezclarse y que ahora sólo forma el suyo propio. Y contener las lágrimas, la sensación de vacío, de soledad, las ganas de marcar un número que se sabe de memoria y que al que sabe que nadie contestará y decirle aquello de vuelve, por favor, por lo que más quieras, que esto que me has dejado no es vida... Por que hoy hace tres tubos de pasta de dientes que se fue, y dos botes de Nescafé y un paquete de arroz... porque hoy hace tres meses que ella salió por la puerta y hoy Javier entiende por fin que fue para siempre... y que su vida, sea la que sea, tendrá que ser sin ella.