Actor Secundario Bob
Madmaxista
Pongo encuesta y dejo este artículo de La Vanguardia de hoy que dice que España podría acabar saltando por los aires por culpa de la voracidad capitalina:
La revuelta de las provincias
Pedro Vallín, Madrid
08/12/2019 00:43
El modelo territorial español, supuestamente redistributivo, es hoy salvajemente centrípeto: Madrid, ahora, se lo lleva todo
El éxito de los partidos regionalistas y provinciales es la segunda novedad del nuevo Congreso de los Diputados. Mientras el nacionalcatolicismo de nuevo cuño atrae todas las miradas, una novedad aparentemente insignificante parpadea como una señal de alarma en el centro del tablero. Esta semana, los nuevos inquilinos territoriales del grupo mixto –incluido Más País, en tanto fenómeno madrileño aledaño al escaño de Compromís– han intentado una alianza para formar grupo parlamentario propio, lo que mejoraría sus recursos y su visibilidad en la cámara.
Este inesperado provincianismo –dicho sea en el mejor sentido– es una constatación que está leyéndose como un nuevo ovni político, pero que conviene contemplar como un molde, es decir, por vaciado. Fijamos el foco en por qué existen y son opción preferida en sus territorios, pero conviene hacerse la pregunta al revés, contemplando lo que su contorno dibuja: por qué en estas provincias o regiones (Teruel, Cantabria…) en las que no hay tensión nacional –es decir, no contienen sentimientos identitarios alternativos a la nación española con posibilidad de convertirse en hegemónicos– nuevos partidos locales arrebatan el lugar a los viejos colosos del bipartidismo. El neorregionalismo dibuja la segunda fase de la crisis del sistema bipartito.
Una nueva fase en el sistema bipartito
La primera crisis, la repartición del escenario político español en una pugna a cuatro –a la que sumar las realidades nacionales periféricas con expresión política propia (Cataluña, País Vasco y en menor medida, Galicia, Canarias y Valencia)– ha quedado consolidada, como revelan dos constataciones del 10-N: la resistencia de Unidas Podemos en la peor hora (que hace patentes los límites de recuperación del PSOE), y la sustitución de Ciudadanos, en su debacle, por otro partido de colindante mensaje ultranacionalista, Vox (que pone de manifiesto las dificultades del PP para lograr el retorno de sus votantes conservadores, nacionalistas y reaccionarios).
Ciudadanos abonó a su electorado con mensajes intensamente nacionalistas –un nacionalismo opuesto al de catalanes y vascos– y este, decepcionado con la renuncia del partido a ser el calzo sistémico, se entregó al rojigualdismo puro y viejo de Vox, en lugar de regresar en bloque al PP.
Vuelve la provincia, pero no solo como consecuencia de lo que el periodista Sergio del Molino bautizó con tino como “España vacía” –y que la política viró al participio, “vaciada”– sino en aplicación de lo que Germà Bel profetizaba en su libro España, capital París, cuyo subtítulo expresaba la tesis geopolítica del trabajo: Origen y apoteosis del Estado radial: del Madrid sede cortesana a la capital total (Ed. Destino).
Bel se remontaba a 1720, cuando Felipe V fijó en lo que hoy es la Puerta del Sol el kilómetro cero de las comunicaciones españolas. Ese kilómetro cero es una cerámica en el suelo para selfies de turistas que posee las propiedades del martillo de Thor: una gravedad cuántica que absorbe recursos y población incluso situados a medio millar de kilómetros, en las costas.
La dirección y sentido de las comunicaciones es un campo magnético con atributos de agujero neցro cuyas corrientes se sienten en las costas pero cuya víctima primera es toda la España interior, condenada a ser gregaria de la Corte. Bel señalaba con tino que esa gravitación madrileña se intensificó en progresión geométrica merced a dos decisiones trascendentes: por un lado, la nueva red ferroviaria de alta velocidad, inaugurada con el tren Madrid-Sevilla, en 1992, y cuyo diseño inclina aún más los flujos de talento hacia la capital, de donde salen y a donde llegan todos los trenes de alta velocidad. Cuando un tren acerca dos espacios urbanos de tamaño disímil, explica Bel, operan las leyes newtonianas y la urbe mayor tiende a absorber la actividad de la menor, dejándola convertida en segunda residencia o, todo lo más, ciudad dormitorio. Así Ciudad Real, Segovia, Córdoba, Valladolid… Eso ya ha pasado y no tiene remedio conocido.
Un detalle delator de la voracidad madrileña en el diseño de infraestructuras: incluso los trenes que cruzan la península de Norte a Sur padecen esa gravitación. Su ruta es un continuo de raíles que atraviesa el país y que únicamente se interrumpe en un agujero de exactamente 8,4 kilómetros. Los que hay entre las estaciones de Renfe de Chamartín y Atocha. Dicho de otra manera, la Castellana, el distrito financiero español, es el embudo, el Checkpoint Charlie de los trenes que unen la España atlántica con la España mediterránea.
El segundo acelerador de un proceso que Bel describía como irreversible ya en 2010, fue la madrileñidad militante de los gobiernos de José María Aznar: si en lo simbólico Aznar reconstruyó la idea de lo español como lo opuesto a las identidades vasca y catalana, tal como había hecho el franquismo, es decir, contraponiendo la idea de España a la idea de Cataluña o Euskadi –en lugar de hacerlo como una identidad estatal integradora que considere su alteridad a la francesa o a la portuguesa–, el programa económico desplegado aceleró la absorción de actividad de Madrid Distrito Federal, ese glacis semiurbano que se constituyó en comunidad autónoma: el Turbomadrid.
Madrid y la financiación territorial
“El problema territorial de España se llama Madrid. Es el agujero neցro”, escribía después de las elecciones el analista político Jorge Dioni López, a quien gusta jugar con la provocadora idea de una suerte de nuevo cantonalismo carlista. En esos días, sucesivamente, los presidentes socialistas de Asturias y de la Comunidad Valenciana, Adrián Barbón y Ximo Puig, quejosos con esa conjetura de Poincaré llamada “financiación autonómica”, en perpetua emergencia de revisión, acusaban a Madrid de practicar el dumping fiscal.
Lo venía haciendo también desde hace años la expresidenta andaluza, Susana Díaz, y el presidente cántabro, Miguel Ángel Revilla, líder de otro exitoso experimento regionalista. Pero ninguno con la intensidad del presidente valenciano. Después de todo, el pacto del Botànic que ampara el gobierno valenciano de PSOE-PSV, Compromís y Podemos descansa sobre dos pilares, el fin de la corrupción y la consecución de un modelo de financiación que acabe con la endémica infrafinanciación valenciana. La competencia fiscal madrileña es gota que colma el vaso del desespero valenciano.
Porque, efectivamente, sin necesidad de fueros ni leyes viejas, como Navarra o el País Vasco, hace dos décadas que los gobiernos del PP en el Distrito Federal eligieron convertirlo en un paraíso fiscal para atraer recursos con aún más intensidad que la que ya proporciona su tamaño, centralidad y comunicaciones. El modelo redistributivo del diseño territorial español es hoy salvajemente centrípeto, y las víctimas principales no son Euskadi o Cataluña, sino todos los demás.
El creativo diseño territorial que aportó la tras*ición (con caprichos como la conversión de La Rioja y Murcia en comunidades autónomas, una suerte de hiperprovincias, o la subordinación del antiguo Reino de León a Valladolid) generó 17 planetoides políticos, algunos de veterana tradición como tales –la capitalidad meridional de Sevilla, hoy disputada por el crecimiento de Málaga, o la de Valencia sobre el Levante Central– y otras de nuevo cuño. Esas unidades políticas lograron consolidarse durante dos décadas como objetos con gravedad propia, con sus propios flujos de poder, capacidad normativa y redistributiva, despliegue de servicios sociales, redes clientelares y una administración más o menos exitosa de las ingentes inversiones de los fondos europeos, acelerando la modernización del país.
Todas las regiones sufren el modelo actual
Con el cambio de siglo, la combinación de la efusión del Turbomadrid con el fin del flujo de fondos europeos –por la ampliación de la UE al Este y el inmediato desvío de la corriente financiera norte-sur hacia oriente– hizo desaparecer el suelo bajo los pies de esos planetoides políticos, que hasta entonces habían logrado consolidarse como administradores pluscuamperfectos del poder y del crecimiento de sus territorios. La ortodoxia presupuestaria con la que, desde 2011, el exministro de Hacienda Cristóbal Montoro amarró a las administraciones autonómicas fue el último clavo de ese ataúd, especialmente lesivo para los que, como la Comunidad Valenciana, arrastraban un balance de financiación muy desfavorable.
La tensión que expresa la nueva composición de la cámara –en la que a puntito ha estado de entrar un partido ceutí y cualquier día brotará un partido soriano– es la emergencia de un problema territorial de mayor calado que las aspiraciones de soberanía del País Vasco o Cataluña porque dibuja la colisión entre un diseño de poder descentralizado pactado en la tras*ición y unas infraestructuras económicas merced a las que Madrid amenaza con fagocitar el país entero. De ahí que para los territorios interiores de las mesetas sea tan grave la pifia de la izquierda madrileña el pasado mayo, regalando con sus niñerías el poder del ayuntamiento y del distrito federal a una derecha tripartita ontológicamente neoliberal y empeñada en profundizar aún más la condición de paraíso fiscal de la capital.
El PP y el PSOE ceden espacio allí donde fueron hegemónicos y donde jamás hubo identidades nacionales que cuestionaran la españolidad dominante, mientras España empieza a parecerse a ese país extraño que imaginó la novelista Suzanne Collins en el que los Trece Distritos se someten en régimen de vasallaje al Capitolio, una megaurbe versallesca que absorbe los recursos y se refocila en su abundancia y sus extravagantes indumentos. El 3 de diciembre arrancó la XIV Legislatura y en el aire se percibe un penetrante aroma a los XIV Juegos del Hambre. Teruel quiere ser Sinsajo.
La revuelta de las provincias
La revuelta de las provincias
Pedro Vallín, Madrid
08/12/2019 00:43
El modelo territorial español, supuestamente redistributivo, es hoy salvajemente centrípeto: Madrid, ahora, se lo lleva todo
El éxito de los partidos regionalistas y provinciales es la segunda novedad del nuevo Congreso de los Diputados. Mientras el nacionalcatolicismo de nuevo cuño atrae todas las miradas, una novedad aparentemente insignificante parpadea como una señal de alarma en el centro del tablero. Esta semana, los nuevos inquilinos territoriales del grupo mixto –incluido Más País, en tanto fenómeno madrileño aledaño al escaño de Compromís– han intentado una alianza para formar grupo parlamentario propio, lo que mejoraría sus recursos y su visibilidad en la cámara.
Este inesperado provincianismo –dicho sea en el mejor sentido– es una constatación que está leyéndose como un nuevo ovni político, pero que conviene contemplar como un molde, es decir, por vaciado. Fijamos el foco en por qué existen y son opción preferida en sus territorios, pero conviene hacerse la pregunta al revés, contemplando lo que su contorno dibuja: por qué en estas provincias o regiones (Teruel, Cantabria…) en las que no hay tensión nacional –es decir, no contienen sentimientos identitarios alternativos a la nación española con posibilidad de convertirse en hegemónicos– nuevos partidos locales arrebatan el lugar a los viejos colosos del bipartidismo. El neorregionalismo dibuja la segunda fase de la crisis del sistema bipartito.
Una nueva fase en el sistema bipartito
La primera crisis, la repartición del escenario político español en una pugna a cuatro –a la que sumar las realidades nacionales periféricas con expresión política propia (Cataluña, País Vasco y en menor medida, Galicia, Canarias y Valencia)– ha quedado consolidada, como revelan dos constataciones del 10-N: la resistencia de Unidas Podemos en la peor hora (que hace patentes los límites de recuperación del PSOE), y la sustitución de Ciudadanos, en su debacle, por otro partido de colindante mensaje ultranacionalista, Vox (que pone de manifiesto las dificultades del PP para lograr el retorno de sus votantes conservadores, nacionalistas y reaccionarios).
Ciudadanos abonó a su electorado con mensajes intensamente nacionalistas –un nacionalismo opuesto al de catalanes y vascos– y este, decepcionado con la renuncia del partido a ser el calzo sistémico, se entregó al rojigualdismo puro y viejo de Vox, en lugar de regresar en bloque al PP.
Vuelve la provincia, pero no solo como consecuencia de lo que el periodista Sergio del Molino bautizó con tino como “España vacía” –y que la política viró al participio, “vaciada”– sino en aplicación de lo que Germà Bel profetizaba en su libro España, capital París, cuyo subtítulo expresaba la tesis geopolítica del trabajo: Origen y apoteosis del Estado radial: del Madrid sede cortesana a la capital total (Ed. Destino).
Bel se remontaba a 1720, cuando Felipe V fijó en lo que hoy es la Puerta del Sol el kilómetro cero de las comunicaciones españolas. Ese kilómetro cero es una cerámica en el suelo para selfies de turistas que posee las propiedades del martillo de Thor: una gravedad cuántica que absorbe recursos y población incluso situados a medio millar de kilómetros, en las costas.
La dirección y sentido de las comunicaciones es un campo magnético con atributos de agujero neցro cuyas corrientes se sienten en las costas pero cuya víctima primera es toda la España interior, condenada a ser gregaria de la Corte. Bel señalaba con tino que esa gravitación madrileña se intensificó en progresión geométrica merced a dos decisiones trascendentes: por un lado, la nueva red ferroviaria de alta velocidad, inaugurada con el tren Madrid-Sevilla, en 1992, y cuyo diseño inclina aún más los flujos de talento hacia la capital, de donde salen y a donde llegan todos los trenes de alta velocidad. Cuando un tren acerca dos espacios urbanos de tamaño disímil, explica Bel, operan las leyes newtonianas y la urbe mayor tiende a absorber la actividad de la menor, dejándola convertida en segunda residencia o, todo lo más, ciudad dormitorio. Así Ciudad Real, Segovia, Córdoba, Valladolid… Eso ya ha pasado y no tiene remedio conocido.
Un detalle delator de la voracidad madrileña en el diseño de infraestructuras: incluso los trenes que cruzan la península de Norte a Sur padecen esa gravitación. Su ruta es un continuo de raíles que atraviesa el país y que únicamente se interrumpe en un agujero de exactamente 8,4 kilómetros. Los que hay entre las estaciones de Renfe de Chamartín y Atocha. Dicho de otra manera, la Castellana, el distrito financiero español, es el embudo, el Checkpoint Charlie de los trenes que unen la España atlántica con la España mediterránea.
El segundo acelerador de un proceso que Bel describía como irreversible ya en 2010, fue la madrileñidad militante de los gobiernos de José María Aznar: si en lo simbólico Aznar reconstruyó la idea de lo español como lo opuesto a las identidades vasca y catalana, tal como había hecho el franquismo, es decir, contraponiendo la idea de España a la idea de Cataluña o Euskadi –en lugar de hacerlo como una identidad estatal integradora que considere su alteridad a la francesa o a la portuguesa–, el programa económico desplegado aceleró la absorción de actividad de Madrid Distrito Federal, ese glacis semiurbano que se constituyó en comunidad autónoma: el Turbomadrid.
Madrid y la financiación territorial
“El problema territorial de España se llama Madrid. Es el agujero neցro”, escribía después de las elecciones el analista político Jorge Dioni López, a quien gusta jugar con la provocadora idea de una suerte de nuevo cantonalismo carlista. En esos días, sucesivamente, los presidentes socialistas de Asturias y de la Comunidad Valenciana, Adrián Barbón y Ximo Puig, quejosos con esa conjetura de Poincaré llamada “financiación autonómica”, en perpetua emergencia de revisión, acusaban a Madrid de practicar el dumping fiscal.
Lo venía haciendo también desde hace años la expresidenta andaluza, Susana Díaz, y el presidente cántabro, Miguel Ángel Revilla, líder de otro exitoso experimento regionalista. Pero ninguno con la intensidad del presidente valenciano. Después de todo, el pacto del Botànic que ampara el gobierno valenciano de PSOE-PSV, Compromís y Podemos descansa sobre dos pilares, el fin de la corrupción y la consecución de un modelo de financiación que acabe con la endémica infrafinanciación valenciana. La competencia fiscal madrileña es gota que colma el vaso del desespero valenciano.
Porque, efectivamente, sin necesidad de fueros ni leyes viejas, como Navarra o el País Vasco, hace dos décadas que los gobiernos del PP en el Distrito Federal eligieron convertirlo en un paraíso fiscal para atraer recursos con aún más intensidad que la que ya proporciona su tamaño, centralidad y comunicaciones. El modelo redistributivo del diseño territorial español es hoy salvajemente centrípeto, y las víctimas principales no son Euskadi o Cataluña, sino todos los demás.
El creativo diseño territorial que aportó la tras*ición (con caprichos como la conversión de La Rioja y Murcia en comunidades autónomas, una suerte de hiperprovincias, o la subordinación del antiguo Reino de León a Valladolid) generó 17 planetoides políticos, algunos de veterana tradición como tales –la capitalidad meridional de Sevilla, hoy disputada por el crecimiento de Málaga, o la de Valencia sobre el Levante Central– y otras de nuevo cuño. Esas unidades políticas lograron consolidarse durante dos décadas como objetos con gravedad propia, con sus propios flujos de poder, capacidad normativa y redistributiva, despliegue de servicios sociales, redes clientelares y una administración más o menos exitosa de las ingentes inversiones de los fondos europeos, acelerando la modernización del país.
Todas las regiones sufren el modelo actual
Con el cambio de siglo, la combinación de la efusión del Turbomadrid con el fin del flujo de fondos europeos –por la ampliación de la UE al Este y el inmediato desvío de la corriente financiera norte-sur hacia oriente– hizo desaparecer el suelo bajo los pies de esos planetoides políticos, que hasta entonces habían logrado consolidarse como administradores pluscuamperfectos del poder y del crecimiento de sus territorios. La ortodoxia presupuestaria con la que, desde 2011, el exministro de Hacienda Cristóbal Montoro amarró a las administraciones autonómicas fue el último clavo de ese ataúd, especialmente lesivo para los que, como la Comunidad Valenciana, arrastraban un balance de financiación muy desfavorable.
La tensión que expresa la nueva composición de la cámara –en la que a puntito ha estado de entrar un partido ceutí y cualquier día brotará un partido soriano– es la emergencia de un problema territorial de mayor calado que las aspiraciones de soberanía del País Vasco o Cataluña porque dibuja la colisión entre un diseño de poder descentralizado pactado en la tras*ición y unas infraestructuras económicas merced a las que Madrid amenaza con fagocitar el país entero. De ahí que para los territorios interiores de las mesetas sea tan grave la pifia de la izquierda madrileña el pasado mayo, regalando con sus niñerías el poder del ayuntamiento y del distrito federal a una derecha tripartita ontológicamente neoliberal y empeñada en profundizar aún más la condición de paraíso fiscal de la capital.
El PP y el PSOE ceden espacio allí donde fueron hegemónicos y donde jamás hubo identidades nacionales que cuestionaran la españolidad dominante, mientras España empieza a parecerse a ese país extraño que imaginó la novelista Suzanne Collins en el que los Trece Distritos se someten en régimen de vasallaje al Capitolio, una megaurbe versallesca que absorbe los recursos y se refocila en su abundancia y sus extravagantes indumentos. El 3 de diciembre arrancó la XIV Legislatura y en el aire se percibe un penetrante aroma a los XIV Juegos del Hambre. Teruel quiere ser Sinsajo.
La revuelta de las provincias