De cómo el nancy-onanismo auspició el franquismo, se beneficia de él y, encima,... se atribuye la "lucha antifranquista"! (I)

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¿A quién pertenece el antifascismo?
MARTÍN ALONSO ZARZA


29 DE MAYO DE 2019

¿A quién pertenece el antifascismo?

A la vista de la magnitud del daño que produjo y dada la proliferación de quienes hoy se sitúan en su estela en el mapa europeo, debería imponerse una cierta claridad conceptual en torno a la definición y atribución de fascismo. Y, por consiguiente, a la de antifascismo. En un acto celebrado el pasado 4 de mayo en Mauthausen en memoria de los españoles muertos en los campos de exterminio nazis, un estudiante que acudió acompañando a la comitiva oficial del gobierno catalán consideró que los allí presentes representaban la lucha antifascista, que “es un poco como nuestro movimiento independentista”. Aunque se ha utilizado el término banalización para describir esa celebración independentista, no lo es en absoluto que la delegación estuviera presidida por la directora general de Memoria Democrática. No lo es porque precisamente la pedagogía de los campos es el soporte jovenlandesal de la arquitectura política que asociamos con los derechos humanos y con la proclama del ‘Nunca más’. ¿Se trataría de un dato aislado? No parece, porque episodios parecidos se reprodujeron en febrero –aunque sin presencia institucional–. Entonces, grupos de independentistas llamaron “fascistas” a miembros de la Fundación Antonio Machado, que rendían homenaje al poeta con motivo del 80.º aniversario de su fin, a la vez que coreaban consignas a favor de los “presos políticos”. Pero no era la primera vez que el nombre de Machado se había convertido en objetivo del purismo independentista. Ni tampoco es la primera vez que desde el ámbito institucional relacionado con la memoria se produce una instrumentalización poco respetuosa con los fines pedagógicos. La deriva del memorial se refleja de forma subliminal en el tratamiento de su exposición dedicada a conmemorar precisamente el 80º aniversario de la Guerra Civil (inaugurada el 18 de julio de 2018): el título, Víctimas, tiene una poco disimulada resonancia presentista, al estilo de la representación de Mauthausen.

El objetivo manifestado de “reflexionar sobre la diversidad de significados del concepto de víctima”, no deja muchas dudas sobre las intenciones de los promotores.
Con objeto de elucidar el fundamento de la atribución, este escrito se divide en cuatro bloques. Los dos primeros abordan los procesos de condicionamiento de la memoria en los casos catalán y vasco, el tercero remonta el curso de la historia para establecer la secuencia de nacionalización del antifranquismo desde el final de la Guerra Civil, el cuarto aborda la cuestión de la elaboración pendiente de la memoria del franquismo –con su núcleo fundamental en la insoportable realidad de las fosas comunes–, por un lado, y la necesidad de hacerse cargo sin discriminaciones partidarias de los episodios oscuros de la historia reciente, por otro.

1. Victimismo y atribución de intenciones genocidas desde el nacionalismo catalán
El campo semántico del victimismo se ha convertido en clave de bóveda del discurso secesionista. Así Oriol Junqueras ha repetidouna y otra vez que ERC es el partido más represaliado. Pero la vindicación victimista no es privativa de ERC, más bien se trata de una sensibilidad extendida y común en todos los credos nacionalistas. Citaré una anécdota más elocuente que mis frases. Cuandoun Carod-Rovira exultante informa desde el gobierno a Jordi Pujol de que el contencioso de los “papeles de Salamanca” se encamina en la dirección deseada, el expresident le objeta: “A nosaltres sempre ens convé mantenir les ferides obertes”.

Entre mantener e inventar no hay más que un paso. Josep Benet fue el artífice de la campaña Pujol-Cataluña en el momento de la detención de Pujol por los Sucesos del Palau, que le valieron la guandoca durante el franquismo. La guandoca no fue una invención; ni el maltrato tampoco. Pero la identificación de Pujol con Cataluña, con miras a robar el crédito del antifranquismo a los militantes de la izquierda que más habían combatido contra el dictador, lo fue. Y la atribución de una intención genocida –“un genocidi com ja havien practicat a Amèrica”, escribe el abogado Enric Vila Casas[1]– contra Cataluña, más aún. Pero el requiebro más notable de Benet consiste en asignar a Cataluña como tal la condición de derrotada en la guerra. Con independencia del bando a que se hubiera adscrito cada cual, sentenció: “Tots els catalans, vençuts”, porque “la desfeta de 1939 afectà a tots els catalans”.[2] En la misma dirección pero con más ambición apuntó Albert Manent al establecer que “La República, Catalunya i Euskadi van perdre la guerra civil”.[3] De modo que el Tercio de Montserrat, los prelados Gomá, Plá y Daniel, Juan Tusquets y la Iglesia católica en general, el general (y marqués) Andrés Saliquet –artífice del levantamiento en Valladolid y pieza central del desfile de la “Victoria” el 19 de mayo de 1939–, o los Catalanes de Franco, por no alargar el elenco, caen en la nómina de los vencidos. Las falacias de Benet no empañaron su crédito, más bien al revés si tenemos en cuenta que Pujol le nombró director del Centro de Historia Contemporánea de Cataluña.

Esta lectura de la historia reciente ha sido calificada con tino por el historiador Antonio F. Canales Serrano como “El robo de la memoria”.[4] Es el resultado de un “pacto simétrico en la tras*ición, en virtud del cual los herederos de los derrotados no sólo renunciaron a la petición de responsabilidades en aras de la acción política revestida de civismo unitario, sino que además asumieron la matriz ideológica del catalanismo conservador”. Lo que se suma al hecho de que la condena insistente del franquismo “no se acompaña de la denuncia de sus bases políticas, sociales y culturales”. De las últimas forma parte el victimismo, responsable de un revisionismo histórico que duplica el operado por los historiadores revisionistas y filofranquistas. De modo que, estrujando el argumento de Manent, se llega a la identificación de catalanismo y República, de un lado, y españolismo (en realidad no catalanismo) y franquismo, de otro; en consecuencia, se concluye la incompatibilidad apriorística de franquismo y catalanismo. Una operación exitosa de posverdad.

Pujol había inaugurado el ciclo convirtiendo una conducta delictiva –el fraude de Banca Catalana– en un título de crédito tras un juicio no precisamente modélico: “A partir de ahora, de ética, jovenlandesal y juego limpio hablaremos nosotros”, proclamó desde el púlpito de la Generalitat hace ahora 35 años. Se le olvidó añadir al final: “y de Historia”. Pero el Simposio España contra Cataluñada fe de cómo y dónde se produce la Historia en Cataluña. Canales Serrano subraya la paradójica consecuencia resultante de este relato mítico. Una distorsión conceptual construye una identidad colectiva amparada en la memoria de los derrotados; los protagonistas del relato, vencedores en la guerra, se metamorfosean en vencidos, y sus propuestas, que habían sido desautorizadas por los vencidos antes de serlo y cuando podían expresarse, se legitiman luego como recuperación de una supuesta tradición truncada. Un prodigio de ingeniería. De este modo, la franja más conservadora del catalanismo consigue reactivamente a la sombra de la dictadura franquista lo que nunca pudo conseguir antes: la prerrogativa de definir las características del sujeto político (el pueblo) y su perfil ontogénico (su historia).

Es acaso una coincidencia que el episodio de Mauthausen haya alentado a Gregorio Morán a desarrollar esta misma línea argumental, bien manifiesta desde el título de su columna: Ladrones de pasado. Vale la pena tras*cribir uno de sus recomendables párrafos: “Nos han robado las referencias del pasado convirtiéndolas en un trágala. El levantamiento militar de 1936 fue contra Cataluña; los lugares emblemáticos de la Batalla del Ebro tienen una placa que homenajea a los que lucharon por la libertad de Cataluña… […] Ahora se estila llamar ‘fascistas’ a los opositores en el más desvergonzado ejercicio de tras*ferencia de comportamientos. Nunca escuché la palabra ‘fascista’ tanto como ahora, pronunciada por quienes ni saben ni entienden qué quiere decir, ni lo vivieron. Ha devenido un producto más, de fácil adquisición en el animalario ideológico”.

Si hacemos una aproximación cabal a la gramática del franquismo no será difícil dictaminar quiénes, entre los acusados de fascistas o destinatarios de calificativos profundamente xenófobos, y los acusadores, están más cerca del prototipo. Y por tanto menos autorizados para lucir la vitola de antifascistas.

2. El discurso del conflicto y la nación impedida
Si el victimismo constituye el filón inagotable del proceso secesionista catalán, no le va a la zaga el ‘conflicto’ abertzale (las comillas, que suprimiré en adelante, porque el término no se corresponde con la geometría semántica sino con la psicología política partidaria). La detención del exdirigente de ETA José Antonio Urrutikoetxea, alias Josu Ternera, ha reactivado esta vena en la que no podía faltar el saqueo simbólico del antifascismo.

Empecemos por señalar que Josu Ternera, con el historial conocido que carga, ha sido objeto de homenaje en su pueblo natal a la manera en que otros excarcelados de ETA gozan del rito de recibimiento a través de la ceremonia del ongi etorri. Algo que no puede sino reabrir las heridas de las víctimas. Porque, conviene decirlo, el que ETA haya desaparecido no repara las ausencias ni los traumas.[5] A la vez, la respuesta desde la cúpula de Bildu replica la usual de Batasuna cada vez que se producía una detención: son contraproducentes; ese no es el camino; es una muestra del afán de venganza o de la baja calidad democrática del Estado, “sabotaje contra el proceso de paz” (Mediabask, 16/05/2019), por citar el último… Un Estado, por cierto, en el que alguien como Josu Ternera pudo sentarse en un Parlamento y, por si fuera poco, en la Comisión de Derechos Humanos. Una foto de entonces (enero de 2002) muestra a Ternera y Arnaldo Otegi en ese parlamento riendo a mandíbula batiente. Lo cual no tiene nada de particular ni objetable, a pesar de que ambos comparten un historial de pertenencia a ETA. Sin embargo, es Otegi el que en una sesión en esa institución increpó a los representantes del PP llamándoles ‘fascistas’ y criticó la detención de 11 miembros de Batasuna por su pertenencia a ETA. El presidente, Juan María Atutxa, le retiró la palabra.


Pues bien, en el repertorio iconográfico sobre Josu Ternera antes de darse a la fuga, aparece en un acto en Vitoria debajo de una enorme cruz gamada coloreada en sus cuatro extremos con las banderas francesa y española. El mensaje es tras*parente: Josu Ternera contra el fascismo, es decir, antifascista. Una respuesta pavloviana emparejada con el “algo habrá hecho”. Por eso, con la misma facilidad con que unos disparan balas, otros o los mismos disparan ¡fascistas! a quienes convierten en blanco. El etarra Daniel Pastor, Txirula, malo de Eduardo Puelles, tildó de ‘fascistas’ a los jueces que le juzgaban. De nuevo en el parlamento vasco, el presidente de Sortu, Hasier Arraiz, llamó ‘fascista’ a Borja Sémper, presidente de un partido que había visto asesinar a varios de sus miembros. La presidenta del parlamento, Bakartxo Tejeria, no vio motivo de aviso. La lista podría alargarse ad nauseam.

Veamos en cambio un par de variantes. Políticos de Ciudadanos han sido objeto de diferentes formas de intimidación dirigidas a impedir sus mítines en el País Vasco y Cataluña. Para rematar simbólicamente la faena, en Navarra un grupo de personas autodenominado “Brigada de desinfección de fascistas” fumiga la calle de Estella por la que pasó el líder de Ciudadanos. Imitaban lo ocurrido en Cataluña.
Fascistas y antifascistas. Recordemos, por ejemplo, a José Luis López de Lacalle, que sufrió la guandoca de Franco por antiespañol, pero fue asesinado por ETA por españolazo. O sea por fascista, según el diccionario de sinónimos del nacionalismo vasco radical. Era miembro del Foro de Ermua.

Las credenciales democráticas de los asesinos de ‘fascistas’ son bien conocidas. Acaso el mejor ejemplo de ello son las antimovilizaciones para neutralizar las concentraciones pacíficas de Gesto por la Paz, es decir, para impedir unas acciones simbólicas contra la violencia de ETA. Protagonizadas aquellas antimovilizaciones precisamente por quienes no dejan de blandir la bandera de la libertad de expresión. Impedir la libre expresión de la crítica, especialmente cuando se trata de criticar acciones que tienen que ver con la conculcación de derechos fundamentales, es algo que se parece mucho al fascismo. Hacerlo además mientras se acusa a terceros a renglón seguido de impedir la libertad de expresión es cinismo.

Cabe reiterar las preguntas: ¿quién se ajusta más a la matriz totalitaria, el asesinado o el malo?, ¿el que protesta contra el asesinato, el secuestro o la extorsión o quien impide que se proteste contra el crimen?, ¿cómo se interpretaría una acción parecida en una protesta contra un crimen machista o de la extrema derecha? La ausencia de una crítica de las esquirlas totalitarias del nacionalismo vasco radical es una afección grave de la cultura política, particularmente de ciertos sectores de la izquierda por lo que denota de ceguera intelectual e inhibición jovenlandesal.

Pero si hay un dato que define el carácter del movimiento de liberación nacional vasco es la purga. El asesinato es la fase final; antes de ella, periodistas, intelectuales, académicos y profesionales tuvieron que huir para salvar sus vidas. Una solitaria monografía se ocupa de ello.[6] Con su impacto en términos de la lucha por el relato: los que se van, como en el exilio republicano, no alimentan las venas de la memoria. No está de más recordar que miembros de ETA, alguno de los cuales obtuvieron sus titulaciones de maneras poco ortodoxas –nada de eso ha salido a colación en las diversas historias de másteres y tesis sospechosas–, están ahora contribuyendo a dar forma a la Deutungshoheit –la interpretación– de la historia reciente del País Vasco y a crear una memoria conveniente y blanqueadora. Como los revisionistas del franquismo.

Por otro lado, la ‘normalidad’ de ver a cientos de personas escoltadas es otra muestra de que los acusadores de fascistas cumplieron la regla que denunció Primo Levi: donde se maltrata a las personas, antes se maltrata al lenguaje. Y no olvidemos las vísceras en los buzones, las calaveras en las mesas del despacho y otros signos análogos difícilmente asimilables a la pureza antifascista. Las listas negras de la otra esquina de los Pirineos no apuntan en otra dirección.

3. Diálisis de la memoria del antifranquismo
La publicidad de la Generalitat para el 1-O tenía una imagen expresiva: un cambio de agujas. En la reconstrucción de la memoria del antifranquismo no hay nada más cercano a ese cambio de agujas conceptual que lo que ocurrió y lo que dejó de ocurrir la mañana del 20 de diciembre de 1973. Lo que ocurrió fue el atentado de ETA contra Carrero Blanco; lo que quedó oscurecido, o algo peor, fue el juicio del Proceso 1001 previsto para ese día y que había concitado por razones sobradas el interés de la ciudadanía española y de la prensa internacional. Obviamente, esa presencia sirvió de infraestructura de resonancia para cubrir el atentado y, consiguientemente, realzar el perfil antifranquista de ETA que ya había consolidado el proceso de Burgos. Vale la pena subrayar este punto.

Burgos es el comienzo de la nacionalización del antifranquismo: ETA demuestra la desmesura de la opresión hecha a los vascos como tales, porque nadie, en caso contrario, se jugaría la vida por nada; simétricamente, por parte de los partidos de izquierda no nacionalistas, ETA es ocasión de intentar conquistar carta de ciudadanía vasca que rompiera el histórico foso entre nacionalismo y socialismo, y que posibilitara la ampliación del movimiento contra el régimen. En esa dinámica, la lucha emprendida desde organizaciones obreras (que en lo fundamental habían sido las únicas actuantes hasta entonces) se convierte en lucha de los obreros vascos, o sea, en lucha de los vascos, o sea, en lucha vasca contra el franquismo, o sea, en lucha que demuestra la vitalidad de los vascos contra la opresión nacional, o sea, de una opresión tan grave que ha dado lugar al nacimiento de ETA.[7]

Una crónica recuerda, por un lado, que el proceso TOP 1001-72 había despertado “en los medios sindicales occidentales pareja expectación a la que despertó el proceso de Burgos” y, por otro, que “este parecía ser el hecho más importante que iba a producirse en España en aquellos días. No fue así, y el proceso 1001, que terminó al cabo de unos días con severas sentencias para los encausados, pasaron a un segundo término”.[8] No parece exagerado postular que ese episodio contribuyó como ningún otro a situar al nacionalismo no solo del lado del antifranquismo sino a acaparar el capital político de la izquierda y el movimiento obrero que habían llevado el grueso muy grueso de la lucha durante esas décadas, como en la Guerra Civil.

(continúa en la II parte)
 
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