Crítica histórica libro "Imperiofobia y Leyenda de color"

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Edgar Strahele


El regreso de la Leyenda de color

El resonante éxito cosechado por Imperiofobia y Leyenda de color (1) de María Elvira Roca Barea atestigua que la Leyenda de color sigue despertando un gran interés. Esta obra, de la que se han vendido más de 100.000 ejemplares, ha sido objeto de innumerables elogios y por ello, y pese a su corta carrera de historiadora, este año se ha propuesto a Roca Barea para el Premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales, contando con el aval de personalidades tan destacadas como Felipe González, José María Aznar, Alfonso Guerra o Fernando Savater.

Imperiofobia se sustenta sobre dos tesis muy difíciles de refutar: que España ha sufrido una Leyenda de color y que los grandes imperios padecen una mala prensa por parte de sus enemigos o rivales. Son dos tesis que expuestas así no son novedosas y por eso lo más importante del libro de Roca Barea es cómo enfoca estas cuestiones y hasta dónde lleva estas tesis: hasta el presente, pues la autora arguye que todavía somos víctimas de la Leyenda de color, y hasta un extremo como la fobia. De ahí que hable de imperiofobia y sobre todo de hispanofobia.

Ahora bien, que la Leyenda de color haya existido, y pienso que su existencia pasada no puede ser negada, no impide que también se haya cincelado una nueva leyenda en su nombre. Una nueva leyenda que en realidad no habla tanto del pasado como del presente e incluso del futuro. La misma Roca Barea, en su prólogo para el libro 1492. España contra sus fantasmas de Pedro Insúa, cita aprobatoriamente la afirmación de Carmen Iglesias de que la lucha por el pasado es una lucha por el futuro y añade que “los españoles tienen que aprender a conocer el uso perverso que por intereses distintos se ha hecho de su historia”. El conocimiento de esta historia, a su juicio, se convierte en una especie de deber para los españoles de hoy en día, pues ella asegura que hay una continuidad entre las críticas del siglo XVI y un episodio reciente como la subida de la prima de riesgo española en la crisis de 2008.

Quizá, por eso, no sea casualidad que, desde una perspectiva semejante, en los últimos años se hayan escrito muchos libros sobre la Leyenda de color (como el de Pedro Insúa u otros como los de Iván Vélez o Alberto Ibáñez), tanto después como antes de Imperiofobia. Sin embargo, eso no quiere decir que todas las obras de los últimos años sobre la Leyenda de color lo hagan desde ese punto de vista, pues Joseph Pérez o Jesús Villanueva han escrito obras solventes en que se la ha abordado de forma menos apasionada y menos presentista.

A menudo se ha criticado que buena parte de los acercamientos a la Leyenda de color lo hacen desde el nacionalismo y, como ejemplo, Jesús Villanueva cita a Julio Caro Baroja, quien apuntó que “la leyenda de color, como concepto, fue esencialmente un arma de propaganda, de propaganda nacionalista” (p. 15). Eso explica, así como el descrédito en el que cayó el nacionalismo tras la Segunda Guerra Mundial, que la historia de España sea reivindicada en estos últimos años bajo el rostro de un imperio que los discípulos de Gustavo Bueno, como Iván Vélez en Sobre la leyenda de color, se apresuran a calificar de generador y no de depredador. Un imperio, según Roca Barea, que descuella a nivel histórico por su rupturismo (que colisiona en especial con las estructuras locales), por su meritocracia y por ser víctima de la imperiofobia. Además, ella puntualiza que no hay que confundir imperio con imperialismo. En su opinión, esta confusión “era esperable porque la tentación del juicio jovenlandesal era irresistible. En este particular asunto, además, la condena ya existía de manera general. El que manda tiene siempre mala prensa” (p. 45, citaré desde la vigésima edición del libro para usar una versión corregida por la autora y no comentar errores ya subsanados). Más adelante apunta que el término imperialismo se acuñó en el contexto del colonialismo “y condenarlo jovenlandesalmente sin atender al hecho de que el imperio tiene poco que ver con el colonialismo. Son dos movimientos de expansión completamente distintos. El imperio es expansión incluyente que genera construcción y estabilidad a través del mestizaje cultural y de sangres” (p. 424).

Esta consideración de España como imperio – una categoría no solo histórica sino también jovenlandesal para Roca Barea en la que solo añade a Roma, Estados Unidos y Rusia (la zarista, la comunista y la actual comparecen como una sola unidad histórica)– le permite no solamente separarla sino contraponerla a unos nacionalismos a los que se refiere como agresivos y que habrían sido en buena parte los causantes de la hispánica Leyenda de color. De nuevo, los nacionalistas son siempre los otros: el humanismo italiano, Lutero y la Reforma, Guillermo de Orange o la Inglaterra de los Tudor.

Dandelet

Además, Roca Barea asocia el poder del Imperio no tanto a un poder violento como a la hegemonía y la influencia. Para ello acude a La Roma española de Thomas Dandelet, libro a su juicio magnífico que “desarrolla el concepto de imperio informal” y con el que “se refiere a una forma de dominio que no es ni política ni militar. Es pura hegemonía e influencia” (p. 48). El caso es que en verdad Dandelet habla de imperialismo informal y en ningún momento utiliza las expresiones de pura hegemonía o influencia. Sí estudia cómo España influyó en la ciudad de los Papas bajo diversas formas de colaboración (donde las presiones políticas, con las tropas españolas en la vecina Nápoles, o el dinero ofrecido a los miembros de la curia jugaban un papel fundamental), pero lo curioso es que Dandelet hace un estudio sobre Roma, un territorio independiente y singular al ser la ciudad papal. ¿Sirve este ejemplo excepcional para describir la relación de la monarquía hispánica con sus territorios (sean Cataluña, Nápoles, Flandes o los del continente americano)? Roca Barea no dice nada al respecto. Dandelet sí: “aunque España hizo uso de la fuerza o de un imperialismo duro (sic), lo que marcó la aproximación española a Roma fueron, con mayor frecuencia, las estrategias imperialistas más blandas como la colaboración política y económica y la dependencia cultural” (p. 274).

La imperiofobia, que llega a considerar como “un fenómeno casi universal”, es la puerta desde la que Roca Barea entra en la Leyenda de color y así enfocarla desde un lado distinto al habitual (y al cual, por cierto, ella misma no será fiel a lo largo de su libro). Al principio, la Leyenda de color deja de tener que ver con la doliente excepcionalidad del destino histórico de España, una nación descendiente de un imperio pretérito que no es reconocido como merece, y pasa a estar enmarcada dentro de un fenómeno habitual entre los imperios. De ahí que Roca Barea visite brevemente la historia de la antigua Roma y señale que “bárbaros e intelectualmente menguados fueron los romanos para los sofisticados griegos, como lo fueron siglos después los españoles para los cultísimos humanistas y lo son desde hace más de un siglo los estadounidenses para los intelectuales europeos. Nihil novum sub sole” (p. 60). En otro fragmento va más allá y apunta que

la leyenda de color acompaña a los imperios como una sombra inevitable. Es (…) el resultado de la propaganda antiimperial creada por poderes rivales o locales con los que el imperio ha colisionado en su crecimiento (…). Pero una leyenda de color es mucho más. Proyecta las frustraciones de quienes las crean y vive parasitando (sic) los imperios, incluso más allá de su fin, porque segrega autosatisfacción (sic) y proporciona justificaciones históricas que, sin ella, habría que inventar de nuevo (p. 50).

Macías Picavea

Acerca de la situación post-imperial, o una posible depresión o frustración post-imperial en España prácticamente no dice nada, algo que sorprende, pues no deja de ser sintomático que los orígenes de la expresión Leyenda de color se remonten a 1899, a la famosa conferencia de Emilia Pardo Bazán justo después de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y se vaya popularizando en un clima de decadencia (ya mostrado en obras de la época como Los males de la patria y la futura revolución española (1890) de Lucas Mallada o El problema nacional (1899) de Ricardo Macías Picavea, quienes no son citados por Roca Barea). El mismo Julián ****rías, el gran popularizador de la expresión Leyenda de color, escribirá bajo el influjo de la crisis de imagen sufrida por España tras la Semana Trágica y la ejecución de Ferrer i Guàrdia. Regresaremos a ello.

Es probable que el éxito de la obra de Roca Barea se deba en buena medida a la vasta cantidad de información que proporciona, y también al contundente tono que utiliza. Es innegable que Imperiofobia tiene el mérito de ser capaz de recopilar un asombroso y a veces apabullante caudal de datos (no pocos interesantes y relevantes) que versan sobre temas muy diferentes. Por ello, es normal que incurra en unos cuantos errores de fechas o nombres, muchos de ellos subsanables con facilidad y que no afectan a la tesis general de la obra (como afirmar que María I de Inglaterra sucedió en el trono a Enrique VIII cuando en realidad lo fue por Eduardo VI, p. 207; decir que tras la oleada turística de la Santa Alianza en 1823, en la edición anterior había puesto 1830, la siguiente guerra de España fue con Estados Unidos, olvidando conflictos como la Guerra Hispano-Sudamericana de 1865-1866, p. 80; confundir Enrique VIII con Enrique VII de Inglaterra, p. 344; o situar la batalla de Hastings en 1096, p. 408). Criticar Imperiofobia desde este flanco sería injusto, porque este tipo de errores se cuelan en todo texto, quizá también en esta misma crítica, y algunos de ellos ya habían sido enmendados en la reedición del libro.


Respecto a la información, el problema viene más bien por otro lado. Roca Barea no es rigurosa en su utilización y se sirve de todo tipo de fuentes, desde libros inencontrables, y a menudo sin citar la página, hasta textos de Internet (con links que a veces no funcionan) o la Wikipedia, que cuando le convienen no suele problematizar, contrastar ni contextualizar. No suele haber una labor crítica sino un uso oportunista e incluso forzado de las referencias que emplea. Dicho brevemente, se apoya en las que más le sirven, sin importar de quién o cuándo sean. El problema es que en muchos casos las referencias no son correctas y no he podido encontrarlas y contrastarlas. En otros, y cuando las he hallado, son a menudo inexactas, como cuando atribuye a William Cobbet, sin especificar la página, la afirmación de que “la reina Isabel provocó ella sola más muertes que la Inquisición en toda su historia” (p. 210). En verdad, Cobbett, político famoso por su campaña de emancipación de los católicos, habla de severidad y lo restringe a la reacción generada tras el episodio de la Armada Invencible en 1588 (epígrafe 324 de su libro). Un caso curioso es el de Geoffrey Parker, a quien Roca Barea elogia al mismo tiempo que cita de manera inexacta en la mayoría de ocasiones. Reproduzco un párrafo que, más allá de la cita, parece totalmente extraído de este historiador y que es un fragmento representativo del estilo de Roca Barea:

En 1566 Manuel Filiberto de Saboya, gobernador general, advirtió a Felipe II de que se extendía la idea de que los Países Bajos soportaban la mayor parte de la carga fiscal del imperio y, aunque el rey se apresuró a presentar cuentas detalladas para demostrar que esto no era cierto, no sirvió de nada. El propio conde de Lalaig, a la sazón gobernador al año siguiente, se queja de ello. Con encantadora ingenuidad, Parker escribe: «Si estas falsas ideas estaban tan profundamente arraigadas entre los ministros más importantes, no es de extrañar que los peor informados contribuyentes… estuvieran convencidos de que cualesquiera sumas que aprobaban se enviarían inmediatamente a España e Italia». El conde de Lalaig no estaba en absoluto mal informado. Y si esta falsa creencia se hizo más o menos general fue porque se convenció a la opinión pública, a base de ***etos y predicación, de que esto era así. Ya había empezado la «guerra de papel» (p. 247).

El caso es que los hechos fueron bastante diferentes y las modificaciones no son irrelevantes, pues Roca Barea los usa para situar desde su punto de vista los precedentes del estallido de la rebelión flamenca. Para empezar, lo que se cuenta sucede en 1556 y no en 1566 (el cambio de fecha, lo veremos, no es irrelevante) y el conde de Lalaing (no Lalaig) murió en 1558. Acto seguido Roca Barea reprocha, sin que se sepa su fuente de información, la ingenuidad de Parker por una afirmación que ella misma ha alterado. Parker no habla de los “peor informados contribuyentes” sino de los “peor informados representantes de los contribuyentes convocados a los Estados Generales en marzo de 1556” (p. 38, y no dejan de ser sintomáticas las palabras que borra en su paréntesis y que modifican el significado de la frase). Para Roca Barea, todo parece explicarse como producto de una “guerra de papel” que mediante panfletos manipuló la opinión pública que, esta sí, estalló en 1566, cuando Lalaing ya había muerto y la gobernadora ya era Margarita de Parma. Es decir, explica con convencimiento lo ocurrido, y corrigiendo a su fuente, desde un hecho que es diez años posterior a los hechos. La confusión es total.

Además, el relato de Parker, de cuyas investigaciones Roca Barea afirma que “son probablemente lo mejor que hay en el mercado sobre este conflicto” (p. 233) y el de la autora de Imperiofobia difieren en muchos puntos cruciales. No me puedo detener en esta cuestión y solo me centraré en un aspecto muy representativo. Parker concede una gran importancia al problema de la Inquisición en la rebelión de los Países Bajos —hay que recordar que en su opinión durante el reinado de Carlos V se habían ejecutado al menos 2.000 protestantes (p. 36) y que la Inquisición protagonizó buena parte de las principales quejas en la época inmediatamente previa al estallido de la rebelión— que en el escrito de Roca Barea desaparece por completo.

Alnoldsson

En otras ocasiones, Roca Barea incurre en modificaciones más divertidas y sintomáticas. Antes se ha hablado de Dandelet, pero también se podría hablar de su querido Arnoldsson. Roca Barea se sirve del hispanista sueco para indagar los orígenes de la Leyenda de color, que se sitúan en Italia y en la que, según ella y sin dar una mayor explicación, habla de una época antiaragonesa. En verdad, Arnoldsson no emplea la palabra antiaragonesa sino anticatalana (p. 11ss). Quizá es preferible en los tiempos actuales no decir que la Leyenda de color española se inició insultando injustamente a los catalanes (que, eso sí, formaban parte de la Corona de Aragón). Catalanes (catalani) era el improperio que, por ejemplo, empleaban contra los para nosotros valencianos Papas Borgia (Arnoldsson, p. 18ss).

Por cierto, tampoco las citas que Roca Barea hace de Arnoldsson son fieles: tres veces (pp. 95, 187-188 y 283) le atribuye, sin especificar la página, la idea de que la Leyenda de color es “la mayor alucinación colectiva de Occidente”, frase que ha trascendido en la prensa como epítome de la historia neցrolegendaria. En realidad, las palabras no son esas sino estas: “En su tiempo era políticamente la Leyenda de color una importante realidad, como que en verdad fue durante dos siglos una de las alucinaciones colectivas más significativas del Occidente” (pp. 142-143). La modificación no es pequeña y es la que diferencia a la historia de la leyenda. La alucinación, la más grande según Roca Barea, pasa a ser una entre varias, perdiendo así su carácter único, y una que a su juicio duró solo dos siglos (el XVI y el XVII). Es más, unas líneas más abajo Arnoldsson aporta una tesis diametralmente contraria a la de Roca Barea: “este malintencionado mito está prácticamente en vías de extinción” (p. 143). En su opinión, la Leyenda de color es un fenómeno mucho más del pasado que del presente.

Fin 1ª parte

Fuente: conversacionsobrehistoria.info
 
2ª parte:


Algo semejante hace Roca Barea con William Maltby (otro hispanista que ha denunciado la Leyenda de color) y de nuevo sin especificar la página. En un pasaje de Imperiofobia, y después de afirmar que “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están escritos en el ADN de su identidad colectiva”, añade que “Maltby no se equivoca cuando habla de ese «repruebo imperecedero de los protestantes en todo rincón de Europa, hasta un grado tal que acaso no lo hayan notado ni aun los propios hispanistas»” (p. 164). El caso es que este historiador había añadido antes de la frase “los esfuerzos de España como paladín del catolicismo durante los siglos XVI y XVII le valieron al país el repruebo imperecedero de los protestantes en todo rincón de Europa, hasta un grado tal que acaso no lo hayan notado ni aun los propios hispanistas” (p. 10). ¿Por qué Roca Barea sustrae la primera parte de la frase y convierte una afirmación acerca del pasado en una que llega hasta el presente?

Finalmente, Roca Barea también hace algo parecido con otro de sus hispanistas favoritos, Philip Powell. Ella se sirve de sus textos para demostrar su tesis imperial y, por ello, que no había diferencia entre los pueblos ibéricos y los de América. En este contexto, en la página 296, cita un pasaje de Powell: “El concepto básico del Imperio español no fue lo que nosotros llamamos hoy día colonial. Más bien puede calificársele como el de varios reinos de ultramar oficialmente equiparados en su categoría y dependencia de la Corona con los similares de la progenitora Patria […]. En general, la Corona no intentó imponer en América algo extraño o inferior a lo que regía en la Península”. El caso es que Powell, justo después de la primera parte reproducida por Roca Barea, puntualiza lo dicho una frase que la autora ha preferido omitir en, de nuevo, unos oportunos puntos suspensivos: “En la práctica, los peninsulares consideraban a los nacidos en América, de sangre hispana, como inferiores, y ésta fue la causa de frecuentes antagonismos entre «coloniales» y «europeos», factor importante en las guerras de independencia” (Powell, p. 34). Paradójicamente, también los hispanistas no hispanófobos de los que se sirve Roca Barea para justificar sus tesis se alejan no poco de lo que ella defiende.

Sobre el uso de las fuentes dedicaré un poco más de espacio a su análisis de la Inquisición que puede servir como un buen ejemplo del problemático acercamiento de Roca Barea a los temas que aborda. Para empezar, se debe decir que referirse en general a la Inquisición española es tremendamente complicado, pues perduró más de tres siglos (oficialmente, de 1478 a 1834), con monarcas, políticas, funcionamientos internos e incluso enemigos diferentes. Equiparar la Inquisición del primer medio siglo, cuando ante todo perseguía ****oconversos y se relacionaba con una limpieza de sangre de la que Roca Barea evita hablar (hasta 1865 fue necesario probarla en España para entrar en el servicio del Estado), con la de fines del XVIII o inicios del XIX es harto arriesgado, por lo que se debe tener cuidado a la hora de generalizar.

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El cardenal Juan Everardo Nithard, consejero de la reina Mariana de Austria e Inquisidor General de España (obra de 1674 atribuida a Alonso del Arco).

Roca Barea tiene razón cuando critica que se han escrito y difundido cuantiosas mentiras sobre la Inquisición. También es sabido que la cifra de ejecuciones no son las más de 30.000 afirmadas a principios del siglo XIX por Juan Antonio Llorente, algo refutado hace más de un siglo por Henry Charles Lea, quien también denunció las exageraciones sobre las torturas. Basándose en los datos de Gustav Henningsen y Jaime Contreras que, sin embargo, se restringen al periodo que va entre 1540 (Roca Barea dice 1550 en la edición corregida) y 1700, ella indica que las víctimas mortales ascenderían a 1.346. Más adelante, cita a Henry Kamen, a cuyo juicio la cifra se acercaría para toda la existencia de la Inquisición a unos 3.000. Otros historiadores, como Bartolomé Bennassar o Jean-Pierre Dedieu, y no mencionados por Roca Barea, consideran que debería ser más elevada, pero no se acercaría ni por asomo a las de Llorente. Para suavizar el dato, además, ella destaca que los ejecutados no son solo perseguidos por la religión, pues la Inquisición también juzgaba muchos otros crímenes. Y eso le sirve para comparar con la según Roca Barea “escalofriante cifra” de 264.000 condenados a fin en Inglaterra en tres siglos (no dice cuáles). Para ello, remite al jurisconsulto Sir James Stephen del XIX, de nuevo sin citar la página, en un texto (Criminal procedure from the Thirteenth Century to the Eighteenth Century) en donde no he hallado esa cifra en ningún momento y que además cubre un periodo de seis siglos. Después de haber investigado, he llegado a la conclusión de que el origen de la afirmación es en realidad otro muy diferente: me refiero a Julián ****rías y este párrafo (digamos) hipotético de su Leyenda de color que muy parcialmente corresponde a Stephen y el primer volumen de su History of the Criminal Law of England (p. 468) y que no tiene desperdicio.

¿Acaso es un misterio la facilidad con que los magistrados ingleses mandaban a la horca? (…). Sir James Stephen, dice que si el término medio de las ejecuciones en cada condado se calcula en 20 cada año, o sea en la cuarta parte de las ejecuciones que hubo en 1598 en Devonshire, el total es de 800 al año en los 40 condados ingleses y de 12.200 en catorce años, en vez de las 2.000 a 6.000 que se adjudican a Torquemada. Y siguiendo el mismo autor con sus cálculos, llega a 264.000 ejecuciones en trescientos treinta años (pp. 99-100).

En ningún momento de su libro Stephen habla de Torquemada ni tampoco de esas 12.200 (número, por cierto, mal calculado) o 264.000 ejecuciones mencionadas por ****rías. De la Inquisición solo una vez, de pasada y noventa páginas antes (en la 374). Sin embargo, eso no le impide decir a Roca Barea que

Stephen fue uno de los primeros que negó que la Inquisición hubiera podido producir el número de muertes que se le atribuían. Nunca investigó en sus archivos, pero no hacía falta realmente ir muy lejos para llegar a tales conclusiones. Bastaba con quitarse las telarañas de los ojos. El gran jurisconsulto inglés se limitó a estudiar el procedimiento penal de la Inquisición. Era tan garantista y tan sumamente protocolizado que resultaba materialmente imposible que un proceso judicial de tales características hubiera podido producir miles de muertos (p. 279).

Más adelante, Roca Barea cita el capítulo de una obra de 1902 de Ernst Schäfer (escribe mal su nombre), de sus Beiträge zur Geschichte des Spanichen Protestantismus (escribe mal el título), para refrendar sus tesis acerca de la indulgencia de la Inquisición y atribuirle la afirmación de que “el número de protestantes condenados por la Inquisición española entre 1520 y 1820 fue de 220” (p. 279) y que “de ellos solo doce fueron quemados”. Lo curioso es que en las páginas que cita Roca Barea (que van entre la 345 y 376), Schäfer solo escribe sobre la comunidad luterana de Sevilla y las afirmaciones de Roca Barea no salen por ningún lado. Además, el libro en verdad se titula, y aquí un matiz clave, Beiträge zur Geschichte des spanischen Protestantismus und der Inquisition im sechzehnten Jahrhundert. Es decir, el libro solo estudia la persecución de luteranos por la Inquisición en el XVI (y en realidad ante todo la segunda mitad de la centuria) y, dentro ese período, ofrece cifras que van más allá de los 12 luteranos quemados: en la página 160, de hecho, habla de 220. ¿De dónde ha sacado Roca Barea sus números? No se sabe.

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Auto de fe celebrado en Toledo en 1656 (imagen: Casa museo del Greco)

En verdad, resulta fácil refutar esos datos. En los dos autos de fe de Valladolid de 1559 contra luteranos ya se quemaron 26 personas y en los cuatro de Sevilla entre 1559 y 1562 lo fueron 50 más. ¿Por qué nada de todo esto ha sido señalado por ningún historiador? ¿Por qué Roca Barea acude a fuentes lejanas, aquí escritas en un alemán que a lo largo de su libro evidencia no conocer, para recurrir a una cifra inexistente (y que Schäfer mismo no defiende) cuando hay muchas fuentes más accesibles y nuevas que demuestran lo contrario? ¿Y por qué no cita en ningún momento las obras más completas sobre el tema, como Los protestantes y la inquisición en tiempos de Reforma y Contrarreforma o La represión del protestantismo en España, ambas de Werner Thomas?

Sigamos. Roca Barea juzga la maldad o no de la Inquisición a partir de la cantidad de condenas a fin, algo problemático. Ya hace muchos años que se detectó que habían sido infladas por Llorente, pero eso no impedía que fuera una institución que incluso para Julián ****rías era “cruel y despiadada”. Bennassar, una gran autoridad en la Inquisición y a quien Roca Barea no menciona en su libro, ha relacionado este tribunal con lo que llamó una “pedagogía del miedo” fundada, entre otros, en factores como el control de las actividades públicas u opiniones de las personas, el secretismo del procedimiento, en las delaciones anónimas (que Roca Barea niega, p. 279), en la memoria de la infamia (que afectaba a todo el linaje y comportaba una inhabilitación civil para el condenado y sus descendientes) o la censura de libros (entre los cuales se incluyeron textos por razones políticas como la Brevísima de Fray Bartolomé de Las Casas en 1659, algo que el censor, el jesuita Minguijón justificó diciendo que “por decir cosas muy terribles y fieras de los soldados españoles que, aunque fueran verdad, bastaba representarlas al Rey o sus ministros y no publicarlas, pues de ahí los extranjeros toman argumentos para llamar a los españoles crueles y fieros”). Por añadidura, al menos por lo que respecta a los datos del siglo XVI, el porcentaje de condenas (que, además de la fin física o en efigie, podía derivar en penas como el destierro, la penitencia pública o el ir a galeras) era muy elevado, en los territorios más indulgentes ascendía a un 75% de condenas de todos los procesos iniciados. Nada de todo esto sale en Imperiofobia.



Fuente: conversacionsobrehistoria.info
 
3ª parte:

Por último, habría que apuntar que la primera institución que intentó presentar como terrible a la Inquisición fue esta misma. Hubo una voluntad propia de cultivar una imagen temible y poderosa, en parte con la meta de conseguir el control social y de aspirar a tener una eficacia que su carencia de medios le impedía alcanzar, en especial en las zonas rurales. Muchas críticas a la Inquisición se basaban justamente en la propaganda que ella misma había fomentado, algo que en lo que podría ahondado gracias a una obra como La invención de la Inquisición de Doris Moreno, quien ha estudiado desde diversas perspectivas cómo la realidad de la Inquisición se mixtificó con su imagen.

¿Por qué Roca Barea no entra en estas cuestiones? Naturalmente puede estar en desacuerdo, pero lo lógico es que las discutiera. En cambio, lo que suele hacer es acudir reiteradamente a la falacia del hombre de trabajo manual: presenta un cuadro exageradamente negativo de un tema, por lo general uno ya hace tiempo desdeñado por los historiadores, para refutarlo in toto y luego ofrecer un poco riguroso y asimismo exagerado relato alternativo que no entra en el estado actual del debate historiográfico. En algún caso, además, sus referencias parecen directamente inventadas. Daré solo un ejemplo. Roca Barea escribe en un momento del libro que

Inga Clendinnen, historiadora australiana, comenta con humor que lamentar la desaparición del Imperio azteca es más o menos como sentir pesar por la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Solo en el sofisticado sistema de exterminio del nazismo encuentra Clendinnen un referente accesible para explicar la organización de miles de sacrificios humanos periódicos en los rituales de Tenochtitlán (p. 316).

Esta comparación le viene muy bien a Roca Barea porque sirve para justificar que el Imperio Azteca era mucho peor que el español y, de este modo, interpretar su conquista como un progreso indudable. El problema es que, sin especificar la página, cita un libro de Clendinnen, Aztecs: an Interpretation donde no sale nada parecido a lo que Roca Barea comenta. Hasta donde yo sé, y después de rebuscar en sus obras, Clendinnen no hizo nunca una afirmación semejante. Hay otros casos parecidos a lo largo del libro, pero este me interesa porque la “no frase” de Clendinnen fue referida por José Antonio Sánchez, entonces presidente de RTVE, pocos meses después de salir Imperiofobia. En su momento se desencadenó un escándalo y varios historiadores indicaron que esa afirmación no era de Clendinnen (quien falleció en 2016). Lo que no se comentó es que esa “no frase” provenía del libro de Roca Barea.

Sacrificios humanos de los aztecas, según el Códice Magliabechiano

Sacrificios humanos de los aztecas según el Códice Magliabecchiano (Biblioteca Nacional Central, Florencia)

La cuestión de las fuentes no es baladí. La historia funciona como lo que me gusta llamar una institución de la confianza. Es imposible que alguien conozca de memoria las fuentes o la información de todo lo que se expone en un libro de historia (en Imperiofobia hay más de 700 notas a pie de página), por lo que es fundamental citar bien y, así, que los lectores tengan a su disposición las herramientas para poder contrastar, matizar o refutar lo que se dice. En caso contrario, se genera un aura de desconfianza que se extiende al resto del libro, y eso es algo que ocurre a menudo con Imperiofobia.

Por el otro lado, se debe destacar la manera de escribir de Roca Barea, una vehemente y sentenciosa, donde además se introducen continuos juicios de valor y de intenciones, anacronismos, teleologismos, asociaciones extrañas, numerosos problemas de cifras, sobreinterpretaciones sorprendentes (como la citada “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están escritos en el ADN de su identidad colectiva”, p. 164), extraños contrafácticos (“Adam Smith pudo muy bien haber conocido a Azpilcueta, pero se hubiera dejado apiolar antes de citarlo y reconocer que había aprendido algo de un dominico”, p. 396), descalificaciones personales o a un continente entero (“el mundo hispano (no España) está todavía haciendo su Edad Media y nadie puede predecir qué sucederá con esta parte del mundo, que no es precisamente pequeña, cuando salga de la adolescencia”, p. 85), juicios digamos muy personales (como cuando dice que Torquemada, “comparado con Calvino, parece una mascota”, p. 190) o saltos en el tiempo (en medio de la discusión sobre el estilo imperial hispánico en el XVI recurre a un solo texto, de Chaves Nogales y sobre la ocupación de Ifni de 1934, para demostrar que la vocación de España nunca ha sido colonial, pp. 297-298). Además, en la edición corregida ha introducido frases como “por si no se ha reparado en ello, conviene señalar que el Mein Kampf de Hitler evoca en su título la Kulturkampf de Bismarck” (p. 191). Este bulo cuya fuente tampoco cita Roca Barea, y que hasta donde sé se ha comenzado a difundir hace poco por quienes están detrás de obras como Hitler: European Tour o Why Nazism was Socialism and Why Socialism is Totalitarian (p. 39), le sirve para continuar con la asociación que persigue entre nazismo y luteranismo o anticatolicismo.

En Imperiofobia se mezcla lo erudito con lo pasional. Roca Barea excita los ánimos de sus lectores con frases difícilmente escritas por un historiador y rebusca rastros de la hispanofobia por todos lados. Imperiofobia es un libro con buenos y malos, la mayoría de estos extranjeros (de quienes solo habla bien si hablan bien de España), pero también algunos ilustres traidores o renegados cuyos nombres son bien conocidos: ante todo Antonio Pérez, Fray Bartolomé de las Casas y Guillermo de Orange. Por supuesto, en el libro no falta el victimismo y en un momento Roca Barea llega a hablar del “auto de fe perpetuo y siempre exitoso que es la leyenda de color” (p. 291). ¿Cuál es el significado exacto de esta frase si antes había insistido en que la Inquisición era una institución moderna y garantista?

Un buen ejemplo de hasta dónde le lleva su deseo de ver hispanofobia en cualquier lado merece ser reproducido por entero:

El lunes, 4 de abril de 2016, El País informó de que las autoridades británicas habían borrado el nombre de Blas de Lezo de la consulta popular por internet para elegir el nombre para un buque de investigación de la Armada. Cuando el nombre de Blas de Lezo apareció en primer lugar se le hizo desaparecer. Simplemente (p. 226).

Lejos de ser una muestra de hispanofobia, lo que parece ignorar Roca Barea es que esa iniciativa había comenzado como una broma o troleo del portal Forocoches, cuando sus usuarios propusieron y votaron masivamente al militar español después de difundirse que la Armada Británica había impulsado en su iniciativa Name our ship que el nombre de uno de sus buques fuese votado por Internet. ¿Acaso cree Roca Barea que la Royal Navy iba a poner a uno de sus barcos el nombre de un extranjero y enemigo histórico que, además, les había propinado una de sus grandes derrotas históricas? Como se puede observar en la lista de los buques de la Armada Española, las figuras históricas que salen son de españoles o, en el caso de Colón, de alguien que sobresalió al servicio de la monarquía hispánica. Como es lógico, entre ellos no hallamos destacados marinos como Nelson, De Ruyter, Tromp o Drake, y sí, en cambio, la fragata Blas de Lezo.

De todos modos, Roca Barea no logra demostrar la principal tesis del libro: la pervivencia de la Leyenda de color en nuestros días. Está claro que hubo Leyenda de color, y también que hay elementos suyos que permanecen en nuestros días, sobre todo en algunos fenómenos de la cultura popular o, asimismo, revividos por los nacionalismos periféricos (y probablemente rebrotarán más si España entra en conflictos diplomáticos con otros países). Como es lógico, los movimientos que se quieren separar han buscado cultivar la peor imagen de España con el fin de legitimarse (y viceversa). Ahora bien, no está claro que la Leyenda de color de Felipe II, el mito de la Inquisición o la conquista de América (cuyo recuerdo, en cambio, sí fue usado por los catalanes en la Guerra dels Segadors, quienes reeditaron la Brevísima de Fray Bartolomé de las Casas, o ha sido recientemente evocado por López Obrador) jueguen algún rol en ello, pues en Cataluña se ha preferido recurrir a otros episodios no citados por Roca Barea como el franquismo, la guerra civil o la memoria de 1714.

Lo más curioso es que Roca Barea no entra mucho en esta vigencia de la Leyenda de color a lo largo de su libro. De sus casi 500 páginas dedica apenas 30 a analizar la pervivencia de la Imperiofobia a lo largo de los siglos XX y XXI. En teoría, al XXI le dedica apenas la mitad, sobre todo centrados en la inclusión de España entre los PIGS o con la subida de la prima de riesgo en la crisis de 2008, un análisis extraño que, de nuevo, descuida cómo se dio y parece desresponsabilizar a los políticos españoles de lo sucedido. Dice la autora:

Dos generaciones de españoles, al menos, van a trabajar más y a ganar menos que otros europeos para pagar un sobrecoste de financiación cuyas causas carecen de explicación racional, fuera de los prejuicios protestantes y de la propaganda financiera bien urdida a partir del anticatolicismo y la hispanofobia. Y puesto que nuestros hijos y nietos van a cargar con estos sobrecostes de manera casi irremediable, estaría bien que les contáramos el porqué. Sin negar nunca la amarga verdad: que la culpa mayor la tenemos nosotros, porque no fuimos capaces de defender nuestros intereses y los suyos. Para eso, para ayudar a poner en claro no el pasado, sino el futuro, se ha escrito este libro (p. 479).

A este epígrafe le dedica 13 páginas cuyo mayor espacio a la hora de la verdad está destinado a criticar otras cuestiones como que Alemania no ha pagado sus deudas en el pasado (aborda las contraídas tras la Primera y Segunda Guerra Mundial) y que su prestigio no se ha visto mermado “porque el cotarro internacional que crea y destruye opinión pública lo maneja el mundo protestante” (p. 464). Más allá de eso, las muestras aportadas sobre la pervivencia de la Leyenda de color en este siglo se reducen a algunos documentales (a uno de ellos, Andes: The Dragon’s Back, lo denuncia en tono burlón por afirmar que “1.500 millones de seres humanos fueron aplastados por solo 200 aventureros españoles” (p. 459) cuando en verdad dice 15 millones, mirar minuto 45:50 en adelante) y un par de películas (como Harry, un amigo que os quiere o Dirty Pretty Things). Al respecto señala que “son florecillas que me fui tropezando por casualidad, porque es raro que vea televisión. Con esto quiero decir que si me hubiera puesto a ello de manera organizada y sistemática, no hubiera encontrado florecillas sino bosques completos” (p. 460). Sobran los comentarios.

Fuente: conversacionsobrehistoria.info
 
Me espero al DVD. Por cierto, recomendables los dos libros de Roca Barea
 
Un autor hispanófobo, por lo que queda desacreditado.

Tal vómito de incongruencias es la mejor demostración de que la Leyenda de color vive, de que está encarnada en antihumanistas de todo pelaje empeñados en hundirnos en la irrelevancia histórica, algo que tiene evidentes consecuencias para la salud y el futuro de nuestras familias y cultura, y de que es más necesario que nunca defender a la Hispanidad de sus enemigos seculares.

Viva España mil veces.
 
Hombre negar a estas alturas que la leyenda de color en el siglo XX es algo más que residual como poco me parece un chiste.

No hace falta más que el pollo en cuestión ponga el "Canal Historia" una temporada y luego ya nos cuenta. Que sí, que todos sabemos que ni es canal, ni es historia, pero es una buena ejemplificación de los prejuicios y estereotipos que aún se tienen de los españoles o la conquista en todo el orbe anglosajón.

También le leo que critica a Roca Barea por citar una frase de Powell donde se afirma que la corona española nunca trató a los territorios americanos como colonias o entidades esencialmente distintas a la metrópoli, pero que en cambio omite (Roca Barea) que ese mismo párrafo afirma que los españoles peninsulares en general se sentían superiores a los subditos americanos. Como si fuese igualmente comparable una política o corpus legislativo claramente basado en hechos objetivos que una mera impresión particular de cada uno que por otro lado es extensible prácticamente a todos los pueblos del mundo ¿Acaso actualmente no se sentirán los neoyorquinos superiores a los angelinos? Deberíamos entonces concluir que la costa este oprime de alguna forma a California u Oregón.

En suma que aprecio el tiempo que le ha dedicado el pollo a intentar desmenuzar el libro de Roca Barea, pero me da la impresión que iba más buscando los pequeños fallos que los grandes aciertos.
 
Hombre negar a estas alturas que la leyenda de color en el siglo XX es algo más que residual como poco me parece un chiste.

No hace falta más que el pollo en cuestión ponga el "Canal Historia" una temporada y luego ya nos cuenta. Que sí, que todos sabemos que ni es canal, ni es historia, pero es una buena ejemplificación de los prejuicios y estereotipos que aún se tienen de los españoles o la conquista en todo el orbe anglosajón.

También le leo que critica a Roca Barea por citar una frase de Powell donde se afirma que la corona española nunca trató a los territorios americanos como colonias o entidades esencialmente distintas a la metrópoli, pero que en cambio omite (Roca Barea) que ese mismo párrafo afirma que los españoles peninsulares en general se sentían superiores a los subditos americanos. Como si fuese igualmente comparable una política o corpus legislativo claramente basado en hechos objetivos que una mera impresión particular de cada uno que por otro lado es extensible prácticamente a todos los pueblos del mundo ¿Acaso actualmente no se sentirán los neoyorquinos superiores a los angelinos? Deberíamos entonces concluir que la costa este oprime de alguna forma a California u Oregón.

En suma que aprecio el tiempo que le ha dedicado el pollo a intentar desmenuzar el libro de Roca Barea, pero me da la impresión que iba más buscando los pequeños fallos que los grandes aciertos.

Y es que lejos de ser residual, autores como Gullo ya han advertido que la ola izquierdista hispanoamericana en estos 2020 es leyendanegrista como nunca antes y más virulenta que nunca. La propaganda es prácticamente de guerra: los EEUU quieren destruir lo hispánico de la misma forma que destruyeron lo germánico a principios y mediados del siglo XX. Por su fuerza demográfica (EEUU es una nación de alemanes y mexicanos), estos dos han sido son los vectores de identidad que más han amenazado su núcleo constituyente, casi irremediablemente anglopuritano y de carácter mágico.

No ver esta inmensa y desesperada defensa histórica, por parte de una persona que se dice entendida en Historia, es cuanto menos risible.
 
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