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Madmaxista
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Edgar Strahele
El regreso de la Leyenda de color
El resonante éxito cosechado por Imperiofobia y Leyenda de color (1) de María Elvira Roca Barea atestigua que la Leyenda de color sigue despertando un gran interés. Esta obra, de la que se han vendido más de 100.000 ejemplares, ha sido objeto de innumerables elogios y por ello, y pese a su corta carrera de historiadora, este año se ha propuesto a Roca Barea para el Premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales, contando con el aval de personalidades tan destacadas como Felipe González, José María Aznar, Alfonso Guerra o Fernando Savater.
Imperiofobia se sustenta sobre dos tesis muy difíciles de refutar: que España ha sufrido una Leyenda de color y que los grandes imperios padecen una mala prensa por parte de sus enemigos o rivales. Son dos tesis que expuestas así no son novedosas y por eso lo más importante del libro de Roca Barea es cómo enfoca estas cuestiones y hasta dónde lleva estas tesis: hasta el presente, pues la autora arguye que todavía somos víctimas de la Leyenda de color, y hasta un extremo como la fobia. De ahí que hable de imperiofobia y sobre todo de hispanofobia.
Ahora bien, que la Leyenda de color haya existido, y pienso que su existencia pasada no puede ser negada, no impide que también se haya cincelado una nueva leyenda en su nombre. Una nueva leyenda que en realidad no habla tanto del pasado como del presente e incluso del futuro. La misma Roca Barea, en su prólogo para el libro 1492. España contra sus fantasmas de Pedro Insúa, cita aprobatoriamente la afirmación de Carmen Iglesias de que la lucha por el pasado es una lucha por el futuro y añade que “los españoles tienen que aprender a conocer el uso perverso que por intereses distintos se ha hecho de su historia”. El conocimiento de esta historia, a su juicio, se convierte en una especie de deber para los españoles de hoy en día, pues ella asegura que hay una continuidad entre las críticas del siglo XVI y un episodio reciente como la subida de la prima de riesgo española en la crisis de 2008.
Quizá, por eso, no sea casualidad que, desde una perspectiva semejante, en los últimos años se hayan escrito muchos libros sobre la Leyenda de color (como el de Pedro Insúa u otros como los de Iván Vélez o Alberto Ibáñez), tanto después como antes de Imperiofobia. Sin embargo, eso no quiere decir que todas las obras de los últimos años sobre la Leyenda de color lo hagan desde ese punto de vista, pues Joseph Pérez o Jesús Villanueva han escrito obras solventes en que se la ha abordado de forma menos apasionada y menos presentista.
A menudo se ha criticado que buena parte de los acercamientos a la Leyenda de color lo hacen desde el nacionalismo y, como ejemplo, Jesús Villanueva cita a Julio Caro Baroja, quien apuntó que “la leyenda de color, como concepto, fue esencialmente un arma de propaganda, de propaganda nacionalista” (p. 15). Eso explica, así como el descrédito en el que cayó el nacionalismo tras la Segunda Guerra Mundial, que la historia de España sea reivindicada en estos últimos años bajo el rostro de un imperio que los discípulos de Gustavo Bueno, como Iván Vélez en Sobre la leyenda de color, se apresuran a calificar de generador y no de depredador. Un imperio, según Roca Barea, que descuella a nivel histórico por su rupturismo (que colisiona en especial con las estructuras locales), por su meritocracia y por ser víctima de la imperiofobia. Además, ella puntualiza que no hay que confundir imperio con imperialismo. En su opinión, esta confusión “era esperable porque la tentación del juicio jovenlandesal era irresistible. En este particular asunto, además, la condena ya existía de manera general. El que manda tiene siempre mala prensa” (p. 45, citaré desde la vigésima edición del libro para usar una versión corregida por la autora y no comentar errores ya subsanados). Más adelante apunta que el término imperialismo se acuñó en el contexto del colonialismo “y condenarlo jovenlandesalmente sin atender al hecho de que el imperio tiene poco que ver con el colonialismo. Son dos movimientos de expansión completamente distintos. El imperio es expansión incluyente que genera construcción y estabilidad a través del mestizaje cultural y de sangres” (p. 424).
Esta consideración de España como imperio – una categoría no solo histórica sino también jovenlandesal para Roca Barea en la que solo añade a Roma, Estados Unidos y Rusia (la zarista, la comunista y la actual comparecen como una sola unidad histórica)– le permite no solamente separarla sino contraponerla a unos nacionalismos a los que se refiere como agresivos y que habrían sido en buena parte los causantes de la hispánica Leyenda de color. De nuevo, los nacionalistas son siempre los otros: el humanismo italiano, Lutero y la Reforma, Guillermo de Orange o la Inglaterra de los Tudor.
Además, Roca Barea asocia el poder del Imperio no tanto a un poder violento como a la hegemonía y la influencia. Para ello acude a La Roma española de Thomas Dandelet, libro a su juicio magnífico que “desarrolla el concepto de imperio informal” y con el que “se refiere a una forma de dominio que no es ni política ni militar. Es pura hegemonía e influencia” (p. 48). El caso es que en verdad Dandelet habla de imperialismo informal y en ningún momento utiliza las expresiones de pura hegemonía o influencia. Sí estudia cómo España influyó en la ciudad de los Papas bajo diversas formas de colaboración (donde las presiones políticas, con las tropas españolas en la vecina Nápoles, o el dinero ofrecido a los miembros de la curia jugaban un papel fundamental), pero lo curioso es que Dandelet hace un estudio sobre Roma, un territorio independiente y singular al ser la ciudad papal. ¿Sirve este ejemplo excepcional para describir la relación de la monarquía hispánica con sus territorios (sean Cataluña, Nápoles, Flandes o los del continente americano)? Roca Barea no dice nada al respecto. Dandelet sí: “aunque España hizo uso de la fuerza o de un imperialismo duro (sic), lo que marcó la aproximación española a Roma fueron, con mayor frecuencia, las estrategias imperialistas más blandas como la colaboración política y económica y la dependencia cultural” (p. 274).
La imperiofobia, que llega a considerar como “un fenómeno casi universal”, es la puerta desde la que Roca Barea entra en la Leyenda de color y así enfocarla desde un lado distinto al habitual (y al cual, por cierto, ella misma no será fiel a lo largo de su libro). Al principio, la Leyenda de color deja de tener que ver con la doliente excepcionalidad del destino histórico de España, una nación descendiente de un imperio pretérito que no es reconocido como merece, y pasa a estar enmarcada dentro de un fenómeno habitual entre los imperios. De ahí que Roca Barea visite brevemente la historia de la antigua Roma y señale que “bárbaros e intelectualmente menguados fueron los romanos para los sofisticados griegos, como lo fueron siglos después los españoles para los cultísimos humanistas y lo son desde hace más de un siglo los estadounidenses para los intelectuales europeos. Nihil novum sub sole” (p. 60). En otro fragmento va más allá y apunta que
la leyenda de color acompaña a los imperios como una sombra inevitable. Es (…) el resultado de la propaganda antiimperial creada por poderes rivales o locales con los que el imperio ha colisionado en su crecimiento (…). Pero una leyenda de color es mucho más. Proyecta las frustraciones de quienes las crean y vive parasitando (sic) los imperios, incluso más allá de su fin, porque segrega autosatisfacción (sic) y proporciona justificaciones históricas que, sin ella, habría que inventar de nuevo (p. 50).
Acerca de la situación post-imperial, o una posible depresión o frustración post-imperial en España prácticamente no dice nada, algo que sorprende, pues no deja de ser sintomático que los orígenes de la expresión Leyenda de color se remonten a 1899, a la famosa conferencia de Emilia Pardo Bazán justo después de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y se vaya popularizando en un clima de decadencia (ya mostrado en obras de la época como Los males de la patria y la futura revolución española (1890) de Lucas Mallada o El problema nacional (1899) de Ricardo Macías Picavea, quienes no son citados por Roca Barea). El mismo Julián ****rías, el gran popularizador de la expresión Leyenda de color, escribirá bajo el influjo de la crisis de imagen sufrida por España tras la Semana Trágica y la ejecución de Ferrer i Guàrdia. Regresaremos a ello.
Es probable que el éxito de la obra de Roca Barea se deba en buena medida a la vasta cantidad de información que proporciona, y también al contundente tono que utiliza. Es innegable que Imperiofobia tiene el mérito de ser capaz de recopilar un asombroso y a veces apabullante caudal de datos (no pocos interesantes y relevantes) que versan sobre temas muy diferentes. Por ello, es normal que incurra en unos cuantos errores de fechas o nombres, muchos de ellos subsanables con facilidad y que no afectan a la tesis general de la obra (como afirmar que María I de Inglaterra sucedió en el trono a Enrique VIII cuando en realidad lo fue por Eduardo VI, p. 207; decir que tras la oleada turística de la Santa Alianza en 1823, en la edición anterior había puesto 1830, la siguiente guerra de España fue con Estados Unidos, olvidando conflictos como la Guerra Hispano-Sudamericana de 1865-1866, p. 80; confundir Enrique VIII con Enrique VII de Inglaterra, p. 344; o situar la batalla de Hastings en 1096, p. 408). Criticar Imperiofobia desde este flanco sería injusto, porque este tipo de errores se cuelan en todo texto, quizá también en esta misma crítica, y algunos de ellos ya habían sido enmendados en la reedición del libro.
Respecto a la información, el problema viene más bien por otro lado. Roca Barea no es rigurosa en su utilización y se sirve de todo tipo de fuentes, desde libros inencontrables, y a menudo sin citar la página, hasta textos de Internet (con links que a veces no funcionan) o la Wikipedia, que cuando le convienen no suele problematizar, contrastar ni contextualizar. No suele haber una labor crítica sino un uso oportunista e incluso forzado de las referencias que emplea. Dicho brevemente, se apoya en las que más le sirven, sin importar de quién o cuándo sean. El problema es que en muchos casos las referencias no son correctas y no he podido encontrarlas y contrastarlas. En otros, y cuando las he hallado, son a menudo inexactas, como cuando atribuye a William Cobbet, sin especificar la página, la afirmación de que “la reina Isabel provocó ella sola más muertes que la Inquisición en toda su historia” (p. 210). En verdad, Cobbett, político famoso por su campaña de emancipación de los católicos, habla de severidad y lo restringe a la reacción generada tras el episodio de la Armada Invencible en 1588 (epígrafe 324 de su libro). Un caso curioso es el de Geoffrey Parker, a quien Roca Barea elogia al mismo tiempo que cita de manera inexacta en la mayoría de ocasiones. Reproduzco un párrafo que, más allá de la cita, parece totalmente extraído de este historiador y que es un fragmento representativo del estilo de Roca Barea:
En 1566 Manuel Filiberto de Saboya, gobernador general, advirtió a Felipe II de que se extendía la idea de que los Países Bajos soportaban la mayor parte de la carga fiscal del imperio y, aunque el rey se apresuró a presentar cuentas detalladas para demostrar que esto no era cierto, no sirvió de nada. El propio conde de Lalaig, a la sazón gobernador al año siguiente, se queja de ello. Con encantadora ingenuidad, Parker escribe: «Si estas falsas ideas estaban tan profundamente arraigadas entre los ministros más importantes, no es de extrañar que los peor informados contribuyentes… estuvieran convencidos de que cualesquiera sumas que aprobaban se enviarían inmediatamente a España e Italia». El conde de Lalaig no estaba en absoluto mal informado. Y si esta falsa creencia se hizo más o menos general fue porque se convenció a la opinión pública, a base de ***etos y predicación, de que esto era así. Ya había empezado la «guerra de papel» (p. 247).
El caso es que los hechos fueron bastante diferentes y las modificaciones no son irrelevantes, pues Roca Barea los usa para situar desde su punto de vista los precedentes del estallido de la rebelión flamenca. Para empezar, lo que se cuenta sucede en 1556 y no en 1566 (el cambio de fecha, lo veremos, no es irrelevante) y el conde de Lalaing (no Lalaig) murió en 1558. Acto seguido Roca Barea reprocha, sin que se sepa su fuente de información, la ingenuidad de Parker por una afirmación que ella misma ha alterado. Parker no habla de los “peor informados contribuyentes” sino de los “peor informados representantes de los contribuyentes convocados a los Estados Generales en marzo de 1556” (p. 38, y no dejan de ser sintomáticas las palabras que borra en su paréntesis y que modifican el significado de la frase). Para Roca Barea, todo parece explicarse como producto de una “guerra de papel” que mediante panfletos manipuló la opinión pública que, esta sí, estalló en 1566, cuando Lalaing ya había muerto y la gobernadora ya era Margarita de Parma. Es decir, explica con convencimiento lo ocurrido, y corrigiendo a su fuente, desde un hecho que es diez años posterior a los hechos. La confusión es total.
Además, el relato de Parker, de cuyas investigaciones Roca Barea afirma que “son probablemente lo mejor que hay en el mercado sobre este conflicto” (p. 233) y el de la autora de Imperiofobia difieren en muchos puntos cruciales. No me puedo detener en esta cuestión y solo me centraré en un aspecto muy representativo. Parker concede una gran importancia al problema de la Inquisición en la rebelión de los Países Bajos —hay que recordar que en su opinión durante el reinado de Carlos V se habían ejecutado al menos 2.000 protestantes (p. 36) y que la Inquisición protagonizó buena parte de las principales quejas en la época inmediatamente previa al estallido de la rebelión— que en el escrito de Roca Barea desaparece por completo.
En otras ocasiones, Roca Barea incurre en modificaciones más divertidas y sintomáticas. Antes se ha hablado de Dandelet, pero también se podría hablar de su querido Arnoldsson. Roca Barea se sirve del hispanista sueco para indagar los orígenes de la Leyenda de color, que se sitúan en Italia y en la que, según ella y sin dar una mayor explicación, habla de una época antiaragonesa. En verdad, Arnoldsson no emplea la palabra antiaragonesa sino anticatalana (p. 11ss). Quizá es preferible en los tiempos actuales no decir que la Leyenda de color española se inició insultando injustamente a los catalanes (que, eso sí, formaban parte de la Corona de Aragón). Catalanes (catalani) era el improperio que, por ejemplo, empleaban contra los para nosotros valencianos Papas Borgia (Arnoldsson, p. 18ss).
Por cierto, tampoco las citas que Roca Barea hace de Arnoldsson son fieles: tres veces (pp. 95, 187-188 y 283) le atribuye, sin especificar la página, la idea de que la Leyenda de color es “la mayor alucinación colectiva de Occidente”, frase que ha trascendido en la prensa como epítome de la historia neցrolegendaria. En realidad, las palabras no son esas sino estas: “En su tiempo era políticamente la Leyenda de color una importante realidad, como que en verdad fue durante dos siglos una de las alucinaciones colectivas más significativas del Occidente” (pp. 142-143). La modificación no es pequeña y es la que diferencia a la historia de la leyenda. La alucinación, la más grande según Roca Barea, pasa a ser una entre varias, perdiendo así su carácter único, y una que a su juicio duró solo dos siglos (el XVI y el XVII). Es más, unas líneas más abajo Arnoldsson aporta una tesis diametralmente contraria a la de Roca Barea: “este malintencionado mito está prácticamente en vías de extinción” (p. 143). En su opinión, la Leyenda de color es un fenómeno mucho más del pasado que del presente.
Fin 1ª parte
Fuente: conversacionsobrehistoria.info
El regreso de la Leyenda de color
El resonante éxito cosechado por Imperiofobia y Leyenda de color (1) de María Elvira Roca Barea atestigua que la Leyenda de color sigue despertando un gran interés. Esta obra, de la que se han vendido más de 100.000 ejemplares, ha sido objeto de innumerables elogios y por ello, y pese a su corta carrera de historiadora, este año se ha propuesto a Roca Barea para el Premio Princesa de Asturias en Ciencias Sociales, contando con el aval de personalidades tan destacadas como Felipe González, José María Aznar, Alfonso Guerra o Fernando Savater.
Imperiofobia se sustenta sobre dos tesis muy difíciles de refutar: que España ha sufrido una Leyenda de color y que los grandes imperios padecen una mala prensa por parte de sus enemigos o rivales. Son dos tesis que expuestas así no son novedosas y por eso lo más importante del libro de Roca Barea es cómo enfoca estas cuestiones y hasta dónde lleva estas tesis: hasta el presente, pues la autora arguye que todavía somos víctimas de la Leyenda de color, y hasta un extremo como la fobia. De ahí que hable de imperiofobia y sobre todo de hispanofobia.
Ahora bien, que la Leyenda de color haya existido, y pienso que su existencia pasada no puede ser negada, no impide que también se haya cincelado una nueva leyenda en su nombre. Una nueva leyenda que en realidad no habla tanto del pasado como del presente e incluso del futuro. La misma Roca Barea, en su prólogo para el libro 1492. España contra sus fantasmas de Pedro Insúa, cita aprobatoriamente la afirmación de Carmen Iglesias de que la lucha por el pasado es una lucha por el futuro y añade que “los españoles tienen que aprender a conocer el uso perverso que por intereses distintos se ha hecho de su historia”. El conocimiento de esta historia, a su juicio, se convierte en una especie de deber para los españoles de hoy en día, pues ella asegura que hay una continuidad entre las críticas del siglo XVI y un episodio reciente como la subida de la prima de riesgo española en la crisis de 2008.
Quizá, por eso, no sea casualidad que, desde una perspectiva semejante, en los últimos años se hayan escrito muchos libros sobre la Leyenda de color (como el de Pedro Insúa u otros como los de Iván Vélez o Alberto Ibáñez), tanto después como antes de Imperiofobia. Sin embargo, eso no quiere decir que todas las obras de los últimos años sobre la Leyenda de color lo hagan desde ese punto de vista, pues Joseph Pérez o Jesús Villanueva han escrito obras solventes en que se la ha abordado de forma menos apasionada y menos presentista.
A menudo se ha criticado que buena parte de los acercamientos a la Leyenda de color lo hacen desde el nacionalismo y, como ejemplo, Jesús Villanueva cita a Julio Caro Baroja, quien apuntó que “la leyenda de color, como concepto, fue esencialmente un arma de propaganda, de propaganda nacionalista” (p. 15). Eso explica, así como el descrédito en el que cayó el nacionalismo tras la Segunda Guerra Mundial, que la historia de España sea reivindicada en estos últimos años bajo el rostro de un imperio que los discípulos de Gustavo Bueno, como Iván Vélez en Sobre la leyenda de color, se apresuran a calificar de generador y no de depredador. Un imperio, según Roca Barea, que descuella a nivel histórico por su rupturismo (que colisiona en especial con las estructuras locales), por su meritocracia y por ser víctima de la imperiofobia. Además, ella puntualiza que no hay que confundir imperio con imperialismo. En su opinión, esta confusión “era esperable porque la tentación del juicio jovenlandesal era irresistible. En este particular asunto, además, la condena ya existía de manera general. El que manda tiene siempre mala prensa” (p. 45, citaré desde la vigésima edición del libro para usar una versión corregida por la autora y no comentar errores ya subsanados). Más adelante apunta que el término imperialismo se acuñó en el contexto del colonialismo “y condenarlo jovenlandesalmente sin atender al hecho de que el imperio tiene poco que ver con el colonialismo. Son dos movimientos de expansión completamente distintos. El imperio es expansión incluyente que genera construcción y estabilidad a través del mestizaje cultural y de sangres” (p. 424).
Esta consideración de España como imperio – una categoría no solo histórica sino también jovenlandesal para Roca Barea en la que solo añade a Roma, Estados Unidos y Rusia (la zarista, la comunista y la actual comparecen como una sola unidad histórica)– le permite no solamente separarla sino contraponerla a unos nacionalismos a los que se refiere como agresivos y que habrían sido en buena parte los causantes de la hispánica Leyenda de color. De nuevo, los nacionalistas son siempre los otros: el humanismo italiano, Lutero y la Reforma, Guillermo de Orange o la Inglaterra de los Tudor.
Además, Roca Barea asocia el poder del Imperio no tanto a un poder violento como a la hegemonía y la influencia. Para ello acude a La Roma española de Thomas Dandelet, libro a su juicio magnífico que “desarrolla el concepto de imperio informal” y con el que “se refiere a una forma de dominio que no es ni política ni militar. Es pura hegemonía e influencia” (p. 48). El caso es que en verdad Dandelet habla de imperialismo informal y en ningún momento utiliza las expresiones de pura hegemonía o influencia. Sí estudia cómo España influyó en la ciudad de los Papas bajo diversas formas de colaboración (donde las presiones políticas, con las tropas españolas en la vecina Nápoles, o el dinero ofrecido a los miembros de la curia jugaban un papel fundamental), pero lo curioso es que Dandelet hace un estudio sobre Roma, un territorio independiente y singular al ser la ciudad papal. ¿Sirve este ejemplo excepcional para describir la relación de la monarquía hispánica con sus territorios (sean Cataluña, Nápoles, Flandes o los del continente americano)? Roca Barea no dice nada al respecto. Dandelet sí: “aunque España hizo uso de la fuerza o de un imperialismo duro (sic), lo que marcó la aproximación española a Roma fueron, con mayor frecuencia, las estrategias imperialistas más blandas como la colaboración política y económica y la dependencia cultural” (p. 274).
La imperiofobia, que llega a considerar como “un fenómeno casi universal”, es la puerta desde la que Roca Barea entra en la Leyenda de color y así enfocarla desde un lado distinto al habitual (y al cual, por cierto, ella misma no será fiel a lo largo de su libro). Al principio, la Leyenda de color deja de tener que ver con la doliente excepcionalidad del destino histórico de España, una nación descendiente de un imperio pretérito que no es reconocido como merece, y pasa a estar enmarcada dentro de un fenómeno habitual entre los imperios. De ahí que Roca Barea visite brevemente la historia de la antigua Roma y señale que “bárbaros e intelectualmente menguados fueron los romanos para los sofisticados griegos, como lo fueron siglos después los españoles para los cultísimos humanistas y lo son desde hace más de un siglo los estadounidenses para los intelectuales europeos. Nihil novum sub sole” (p. 60). En otro fragmento va más allá y apunta que
la leyenda de color acompaña a los imperios como una sombra inevitable. Es (…) el resultado de la propaganda antiimperial creada por poderes rivales o locales con los que el imperio ha colisionado en su crecimiento (…). Pero una leyenda de color es mucho más. Proyecta las frustraciones de quienes las crean y vive parasitando (sic) los imperios, incluso más allá de su fin, porque segrega autosatisfacción (sic) y proporciona justificaciones históricas que, sin ella, habría que inventar de nuevo (p. 50).
Acerca de la situación post-imperial, o una posible depresión o frustración post-imperial en España prácticamente no dice nada, algo que sorprende, pues no deja de ser sintomático que los orígenes de la expresión Leyenda de color se remonten a 1899, a la famosa conferencia de Emilia Pardo Bazán justo después de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y se vaya popularizando en un clima de decadencia (ya mostrado en obras de la época como Los males de la patria y la futura revolución española (1890) de Lucas Mallada o El problema nacional (1899) de Ricardo Macías Picavea, quienes no son citados por Roca Barea). El mismo Julián ****rías, el gran popularizador de la expresión Leyenda de color, escribirá bajo el influjo de la crisis de imagen sufrida por España tras la Semana Trágica y la ejecución de Ferrer i Guàrdia. Regresaremos a ello.
Es probable que el éxito de la obra de Roca Barea se deba en buena medida a la vasta cantidad de información que proporciona, y también al contundente tono que utiliza. Es innegable que Imperiofobia tiene el mérito de ser capaz de recopilar un asombroso y a veces apabullante caudal de datos (no pocos interesantes y relevantes) que versan sobre temas muy diferentes. Por ello, es normal que incurra en unos cuantos errores de fechas o nombres, muchos de ellos subsanables con facilidad y que no afectan a la tesis general de la obra (como afirmar que María I de Inglaterra sucedió en el trono a Enrique VIII cuando en realidad lo fue por Eduardo VI, p. 207; decir que tras la oleada turística de la Santa Alianza en 1823, en la edición anterior había puesto 1830, la siguiente guerra de España fue con Estados Unidos, olvidando conflictos como la Guerra Hispano-Sudamericana de 1865-1866, p. 80; confundir Enrique VIII con Enrique VII de Inglaterra, p. 344; o situar la batalla de Hastings en 1096, p. 408). Criticar Imperiofobia desde este flanco sería injusto, porque este tipo de errores se cuelan en todo texto, quizá también en esta misma crítica, y algunos de ellos ya habían sido enmendados en la reedición del libro.
Respecto a la información, el problema viene más bien por otro lado. Roca Barea no es rigurosa en su utilización y se sirve de todo tipo de fuentes, desde libros inencontrables, y a menudo sin citar la página, hasta textos de Internet (con links que a veces no funcionan) o la Wikipedia, que cuando le convienen no suele problematizar, contrastar ni contextualizar. No suele haber una labor crítica sino un uso oportunista e incluso forzado de las referencias que emplea. Dicho brevemente, se apoya en las que más le sirven, sin importar de quién o cuándo sean. El problema es que en muchos casos las referencias no son correctas y no he podido encontrarlas y contrastarlas. En otros, y cuando las he hallado, son a menudo inexactas, como cuando atribuye a William Cobbet, sin especificar la página, la afirmación de que “la reina Isabel provocó ella sola más muertes que la Inquisición en toda su historia” (p. 210). En verdad, Cobbett, político famoso por su campaña de emancipación de los católicos, habla de severidad y lo restringe a la reacción generada tras el episodio de la Armada Invencible en 1588 (epígrafe 324 de su libro). Un caso curioso es el de Geoffrey Parker, a quien Roca Barea elogia al mismo tiempo que cita de manera inexacta en la mayoría de ocasiones. Reproduzco un párrafo que, más allá de la cita, parece totalmente extraído de este historiador y que es un fragmento representativo del estilo de Roca Barea:
En 1566 Manuel Filiberto de Saboya, gobernador general, advirtió a Felipe II de que se extendía la idea de que los Países Bajos soportaban la mayor parte de la carga fiscal del imperio y, aunque el rey se apresuró a presentar cuentas detalladas para demostrar que esto no era cierto, no sirvió de nada. El propio conde de Lalaig, a la sazón gobernador al año siguiente, se queja de ello. Con encantadora ingenuidad, Parker escribe: «Si estas falsas ideas estaban tan profundamente arraigadas entre los ministros más importantes, no es de extrañar que los peor informados contribuyentes… estuvieran convencidos de que cualesquiera sumas que aprobaban se enviarían inmediatamente a España e Italia». El conde de Lalaig no estaba en absoluto mal informado. Y si esta falsa creencia se hizo más o menos general fue porque se convenció a la opinión pública, a base de ***etos y predicación, de que esto era así. Ya había empezado la «guerra de papel» (p. 247).
El caso es que los hechos fueron bastante diferentes y las modificaciones no son irrelevantes, pues Roca Barea los usa para situar desde su punto de vista los precedentes del estallido de la rebelión flamenca. Para empezar, lo que se cuenta sucede en 1556 y no en 1566 (el cambio de fecha, lo veremos, no es irrelevante) y el conde de Lalaing (no Lalaig) murió en 1558. Acto seguido Roca Barea reprocha, sin que se sepa su fuente de información, la ingenuidad de Parker por una afirmación que ella misma ha alterado. Parker no habla de los “peor informados contribuyentes” sino de los “peor informados representantes de los contribuyentes convocados a los Estados Generales en marzo de 1556” (p. 38, y no dejan de ser sintomáticas las palabras que borra en su paréntesis y que modifican el significado de la frase). Para Roca Barea, todo parece explicarse como producto de una “guerra de papel” que mediante panfletos manipuló la opinión pública que, esta sí, estalló en 1566, cuando Lalaing ya había muerto y la gobernadora ya era Margarita de Parma. Es decir, explica con convencimiento lo ocurrido, y corrigiendo a su fuente, desde un hecho que es diez años posterior a los hechos. La confusión es total.
Además, el relato de Parker, de cuyas investigaciones Roca Barea afirma que “son probablemente lo mejor que hay en el mercado sobre este conflicto” (p. 233) y el de la autora de Imperiofobia difieren en muchos puntos cruciales. No me puedo detener en esta cuestión y solo me centraré en un aspecto muy representativo. Parker concede una gran importancia al problema de la Inquisición en la rebelión de los Países Bajos —hay que recordar que en su opinión durante el reinado de Carlos V se habían ejecutado al menos 2.000 protestantes (p. 36) y que la Inquisición protagonizó buena parte de las principales quejas en la época inmediatamente previa al estallido de la rebelión— que en el escrito de Roca Barea desaparece por completo.
En otras ocasiones, Roca Barea incurre en modificaciones más divertidas y sintomáticas. Antes se ha hablado de Dandelet, pero también se podría hablar de su querido Arnoldsson. Roca Barea se sirve del hispanista sueco para indagar los orígenes de la Leyenda de color, que se sitúan en Italia y en la que, según ella y sin dar una mayor explicación, habla de una época antiaragonesa. En verdad, Arnoldsson no emplea la palabra antiaragonesa sino anticatalana (p. 11ss). Quizá es preferible en los tiempos actuales no decir que la Leyenda de color española se inició insultando injustamente a los catalanes (que, eso sí, formaban parte de la Corona de Aragón). Catalanes (catalani) era el improperio que, por ejemplo, empleaban contra los para nosotros valencianos Papas Borgia (Arnoldsson, p. 18ss).
Por cierto, tampoco las citas que Roca Barea hace de Arnoldsson son fieles: tres veces (pp. 95, 187-188 y 283) le atribuye, sin especificar la página, la idea de que la Leyenda de color es “la mayor alucinación colectiva de Occidente”, frase que ha trascendido en la prensa como epítome de la historia neցrolegendaria. En realidad, las palabras no son esas sino estas: “En su tiempo era políticamente la Leyenda de color una importante realidad, como que en verdad fue durante dos siglos una de las alucinaciones colectivas más significativas del Occidente” (pp. 142-143). La modificación no es pequeña y es la que diferencia a la historia de la leyenda. La alucinación, la más grande según Roca Barea, pasa a ser una entre varias, perdiendo así su carácter único, y una que a su juicio duró solo dos siglos (el XVI y el XVII). Es más, unas líneas más abajo Arnoldsson aporta una tesis diametralmente contraria a la de Roca Barea: “este malintencionado mito está prácticamente en vías de extinción” (p. 143). En su opinión, la Leyenda de color es un fenómeno mucho más del pasado que del presente.
Fin 1ª parte
Fuente: conversacionsobrehistoria.info