a la ruina
Madmaxista
Fortaleciendo la institución del matrimonio
HACIA UNA ECONOMIA CENTRADA EN LA FAMILIA
Allan C. Carlson*
New Oxford Review, diciembre de 1997, Vol. LXIV, Nro. 10.
Comenzaremos con lo que algunos aun llaman la paradoja de una era de abundancia y riqueza que es también una era de degradación jovenlandesal y declinación familiar.
El industrialismo del siglo XX ha producido un cuerno de la abundancia de bienes materiales, ingresos promedios crecientes y mayores expectativas de vida. El vigésimo siglo cristiano ha también sido testigo de un nivel sin precedentes de rupturas familiares. Defino a la familia natural como la de un hombre y una mujer comprometidos en una alianza socialmente aprobada llamada matrimonio, con propósitos de propagación de hijos, comunión sensual, amor y protección mutua, la construcción de una pequeña economía hogareña y la preservación de costumbres de generación en generación. Mientras culminamos el segundo milenio cristiano, esta familia natural está desapareciendo como una presencia culturalmente significativa en la mayor parte del mundo occidental. Tasas decrecientes de primeros matrimonios, divorcio extendido, bajos niveles de nacimientos dentro del matrimonio, ilegitimidad creciente, promiscuidad rampante, cohabitación, y aborto, y la sexualización de la cultura popular: Estos desarrollos han sido especialmente pronunciados en las mismas naciones donde el triunfo de la industria ha sido más completa.
Surgen preguntas críticas: ¿Están ambos desarrollos relacionados? ¿El crecimiento de la industria causa la ruptura familiar? Y si así es, ¿es posible encontrar una forma tanto de abundancia material como de virtud familiar? ¿Podemos manufacturar una economía virtuosa?
Con respecto a la primera pregunta, la obvia, pero aun así mayormente olvidada, la respuesta es “sí”: La producción industrial moderna tiende, por su misma naturaleza, a minar los fundamentos material y psicológicos de la familia. Para entender por qué, necesitamos volvernos sobre la misma esencia de la industria moderna, y lo que ella ha reemplazado.
La economía pre-industrial –el medioambiente para la mayor parte del tiempo de la humanidad en la tierra—estaba centrada en el hogar, donde cada familia era mayormente autosuficiente, en la producción y preservación de la comida básica, en el refugio, en la ropa y en la educación principalmente jovenlandesal y práctica. Esta autosuficiencia trae a la familia una forma de independencia económica. Los maridos, las mujeres, los hijos y otros miembros del hogar se especializan en algún grado en las tareas, una natural división del trabajo que genera ganancias materiales. El hogar familiar natural sirve como unidad de producción tanto como de consumo, unidad construida sobre el altruismo y el amor, donde el principio de compartir desinteresado realmente funciona. Usando el lenguaje corrupto de fines del siglo XX, el hogar familiar no es una entidad “capitalista”; es más cercano al ideal socialista de un compartir desinteresado, donde el egoísmo y el individualismo están balanceados con las necesidades y requerimientos de la familia y la comunidad próxima, y este hogar se conserva mejor en un medio no industrial.
Así es por qué la familia natural encuentra su escenario favorable en la granja de subsistencia, entre los campesinos libres o minifundistas. El pequeño taller del artesano, también organizado alrededor del hogar familiar, sirvió (y sirve) como la contraparte pueblerina (o urbana) de este minifundio rural.
En su esencia, el proceso de industrialización significa romper estos hogares productivos de pequeña escala y distribuir sus partes humanas en las fábricas: a fábricas materiales como molinos, enlatados, plantas automotrices y oficinas; y a fábricas sociales y educativas como escuelas estatales masivas para los niños y geriátricos para los ancianos. A través de la producción industrial de bienes físicos, la riqueza crece (es cierto) con ganancias extras que provienen de esta exagerada división del trabajo. Pero estas ganancias materiales exigen una pérdida de solidaridad e independencia familiar.
Por eso es que es justo decir que tanto las modernas corporaciones industriales como los modernos estados tienen un cierto interés en la desintegración familiar. Visto en términos de eficiencia, la unidad familiar independiente representa una carga sobre el producto nacional bruto. Los vínculos familiares interfieren con la distribución eficiente del trabajo humano y la producción casera limita la sacudida de una economía de base monetaria. En verdad, lo que llamamos “crecimiento económico” se apoya, en una parte significativa, sobre la constante tras*ferencia de funciones productivas del hogar, donde tales trabajos no son traducidos en dinero y por lo tanto no son contabilizados, hacia entidades industriales organizadas, tanto corporativas como estatales. A mediados del siglo XIX, estas funciones tras*feridas incluían la hilandería, la teneduría, la zapatería y la educación. Para comienzos del siglo XX, incluían la producción y conservación de alimentos, el tras*porte y la protección de los niños. En nuestro tiempo, estas tras*ferencias de la familia a la industria han incluido la preparación de la comida, el paseo de niños y el cuidado de los ancianos.
De hecho, mucho de lo que medimos como crecimiento económico desde los ’60 ha sido simplemente la tras*ferencia de las remanentes tareas caseras contabilizadas en términos monetarios –cocina casera, cuidado de niños, cuidado de ancianos—hacia entidades externas como Burger Kina, guarderías privadas y geriátricos estatales. La pequeña economía productiva hogareña ha sido desvestida de sus tareas.
El tratamiento de la mujer bajo el regimen industrial ofrece un caso de estudio. En el mercado no regulado de trabajo del capitalismo industrial, como en el programa formal del socialismo industrial, la mujer –particularmente la mujer joven—es deseada como trabajadora, por sus pequeños dedos, su comportamiento obediente y los efectos económicos colaterales: sumándola al mercado laboral los salarios permanecen bajos. En la Europa y los Estados Unidos del siglo XIX, las nuevas fábricas contrataban esposas, madres e hijas para mantener a raya a los artesanos especializados: literalmente, los maridos y padres de estas mismas mujeres. Solo fue la larga y dificultosa organización del trabajo, enfocada en esos años a un sorprendente grado de restauración familiar, lo que reconstruyó los límites de la decencia alrededor del hogar, y limitó la intrusión industrial en la casa. Bajo los sistemas de “salario vital” o “salario familiar” del trabajo organizado a fines del siglo XIX y comienzos del XX, la fábrica solo podía requerir un único miembro de la familia –normalmente el padre—quien cobraría un salario suficiente para mantener su familia en la decencia. La mujer podía entonces regresar al hogar para llevar, alzar, proteger y educar a su descendencia. Los niños también serian protegidos del ingreso prematuro al medioambiente industrial.
Algunos industrialistas llegaron a ver la sabiduría jovenlandesal de este “salario familiar” y la virtud de preservar algún nivel de autonomía familiar dentro del sistema fabril. En los EE.UU., Henry Ford deslumbró a los observadores en 1914 al duplicar inmediatamente los salarios de los trabajadores casados, arguyendo que el trabajador “no es tan solo un individuo... Es miembro de un hogar... El hombre hace su trabajo en el negocio, pero su mujer hace el trabajo en la casa. Por lo tanto, el negocio debe pagarle a ambos.” La alternativa, enfatizaba Ford, era “el horrendo prospecto de los niños pequeños y sus madres siendo forzados a salir a trabajar”. En Francia, mientras tanto, sacerdotes católicos organizaban a los industrialistas de sus parroquias en círculos de estudio sobre la enseñanza social de la Iglesia. Estos patrones llegaron a diseñar un vasto y voluntario sistema de protección familiar que suplementaba los salarios pagados a las cabezas del hogar con adicionales según el número de hijos. Para mediados de los ’20, este sistema voluntario también proveía niñeras, enfermeras y adicionales por nacimiento y maternidad a las familias involucradas.
Sin embargo, la respuesta más común, y admitamos más lógica económicamente, fue una constante campaña para despedazar la familia en sus partes constitutitas. Desde su fundación a mediados del siglo XIX, la Asociación Nacional de Fabricantes (National Association of Manufacturers) en los Estados Unidos consistentemente batalló para desmantelar el sistema de “salario familiar” y lograr acceso de nuevo al mercado laboral de mujeres casadas y niños. Secretamente, según los rumores, la organización de los empleadotes fundó en los ’20 el Partido Nacional de las Mujeres (National Women’s Party), el grupo feminista radical que fue autor de la propuesta de la Enmienda sobre Iguales Derechos a la Constitución de los Estados Unidos. La Asociación Nacional de Fabricantes, del brazo con las feministas, abiertamente batalló para poner fin a las protecciones legales especiales que existían para las mujeres y los niños. En los ’60, las mismas fuerzas festejaron juntas cuando el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 fue tras*formado de una herramienta de justicia económica racial en un espolón de guerra contra el sistema de “salario familiar” estadounidense. La mayoría de las corporaciones se apresuraron a golpear el vasto mercado laboral de mujeres, bajando el salario industrial promedio una vez más. Para 1990, las mujeres jóvenes se habian convertido en el grupo mas “proletarianizado” o asalariado en los Estados Unidos; mas miembros de la familia trabajaban largas horas; y las tasas de matrimonios y nacimientos maritales se precipitaron.
El crecimiento de la educación estatal masiva ofrece otro caso de estudio de los efectos del industrialismo sobre la familia. La investigación actual sobre la fertilidad muestra que los padres reducen el tamaño familiar de un promedio natural de siete hijos por hogar solo cuando existe una disrupción en las relaciones económicas dentro de la familia. El demógrafo John Caldwell arguye que, de hecho, es la educación masiva de los jóvenes la que conduce al cambio en las preferencias de una gran a una pequeña familia, y así promueve el deterioro de la familia como institución.
La tesis de Caldwell –que la industrialización de la educación por el estado causa el declive familiar—soluciona el misterio que tanto ha intrigado a los historiadores estadounidenses: ¿cómo explicar la constante caída en la fertilidad en los EE.UU. entre 1850 y 1900? A través de todo este periodo los EE.UU. eran predominantemente rurales, y absorbían las masas de jóvenes pagapensiones, y los pagapensiones y granjeros usualmente tienen muchos hijos. Pero los datos desde 1871 hasta 1900 muestran una remarcablemente fuerte relación negativa entre la fertilidad femenina y la expansión de la escuela pública. La caída en la tasa de nacimientos estaba atada con particular fuerza al tiempo promedio con que los niños existentes acudían a la escuela estatal en un año dado: Cada mes adicional en el ciclo lectivo de una escuela publica decrecía el tamaño de la familia en ese distrito por 0,23 por hijo. Vemos aquí cómo extraer la educación de los niños del escenario familiar, y organizar escuelas según el modelo industrial, bastante literalmente “consumía” a los hijos, y debilitaba las familias.
Antes de la educación estatal masiva, los padres realizaban toda una variedad de arreglos para la educación de sus hijos, incluyendo la educación en el hogar. Uno podría pensar que si la progenitora podía ahora enviar a sus hijos a escuelas públicas gratuitas, se sentiría mas libre para tener mas hijos. Pero no funcionaba de esa forma. El proceso de educación industrializada debilitaba las conexiones de los miembros de la familia y el compromiso de la progenitora hacia sus hijos y familia. Usualmente, en vez de tener mas hijos, la progenitora con mas tiempo libre salía a buscar trabajo.
El poeta de Kentucky Wendell Berry delinea la misma imagen para nosotros en su libro, What Are People For?: “Si no existe una economía hogareña o comunitaria, entonces los miembros de la familia y sus vecinos no son mas útiles entre sí. Cuando la gente no es mas útil para los otros, entonces la fuerza centrípeta de la familia y la comunidad se cae, y la gente cae en la dependencia de economías y organizaciones externas...”
Cuando la familia se debilita como una pequeña economía, los hijos se hacen menos bienvenidos, la lógica de para entrar en un matrimonio se hace más difusa, crece el desorden sensual y el aprendizaje declina.
Han existido variadas respuestas frente a esta situación. El gran desastre económico del comunismo puede verse como un intento de aplicar el principio altruista o familiar –“de cada uno según su habilidad, a cada cual según su necesidad”—a través de toda la sociedad. Pero nuestro siglo ha demostrado que esto fue un enorme y trágico error: El principio no puede imponerse centralmente. Cuando nos movemos mas allá del hogar, el clan, la comunidad religiosa o el pueblo –donde todos conocen el carácter y las fortalezas y debilidades de los otros y donde reglas heredadas imponen una disciplina tolerable—una vez que nos movemos mas allá de estas pequeñas comunidades, esta forma de altruismo falla.
Una segunda respuesta frente al pedido de ayuda de la familia en el medio industrial fue la búsqueda de la “Tercera Vía”, el camino de la democracia social que supuestamente llevaba a un punto intermedio entre el capitalismo industrial y el comunismo industrial. La frase proviene del título de un libro escrito por Marquis Childs en 1938, que celebraba el modelo de desarrollo de Suecia. Él y otros entusiastas argüían que los efectos disruptivos del industrialismo podrían ser balanceados por una pesada regulación estatal del sistema fabril y por la construcción de un estado de bienestar centrado en la familia, donde los costos de criar hijos fuesen soportados por el gobierno. Por cerca de tres décadas, entre 1940 y 1970, Suecia sí pareció un modelo atractivo. Pero el sistema sucumbió de allí en más por sus contradicciones internas, todas demostrablemente ligadas al problema familiar:
- Pensiones de vejes estatales que tras*ferían de la familia la antigua tarea de cuidar a los ancianos en la adversidad, cortando los vínculos naturales de seguridad entre las generaciones y desalentando el nacimiento de hijos en número suficiente para mantener el sistema.
- Políticas de bienestar estatal que protegían a la gente de las inevitables consecuencias de elecciones inmorales, creando incentivos que hacían más fácil –o en realidad promovían—el divorcio, la cohabitación y la ilegitimidad como substitutos del matrimonio.
- Ingresos gubernamentales por hijo que en realidad debilitaban los vínculos padre-hijo, a medida que las madres ganaban una preponderancia que minaba el rol del padre como preceptor y distribuidor del ingreso.
- Y la visión altruista de un estado del bienestar racional, inspirado por la familia, que necesariamente daba vía libre a penalidades basadas en el altruismo y se apoyaba en la irracionalidad.
Específicamente, el sistema sobrevivió financieramente solo mientras que los ciudadanos restringieron sus requerimientos, como cuando las familias preferían cuidar a sus miembros ancianos en casa antes que enviarlos a centros geriátricos estatales. Pero la misma lógica de un sistema de derechos financieramente penalizaba la elección altruista.
[continua...]
HACIA UNA ECONOMIA CENTRADA EN LA FAMILIA
Allan C. Carlson*
New Oxford Review, diciembre de 1997, Vol. LXIV, Nro. 10.
Comenzaremos con lo que algunos aun llaman la paradoja de una era de abundancia y riqueza que es también una era de degradación jovenlandesal y declinación familiar.
El industrialismo del siglo XX ha producido un cuerno de la abundancia de bienes materiales, ingresos promedios crecientes y mayores expectativas de vida. El vigésimo siglo cristiano ha también sido testigo de un nivel sin precedentes de rupturas familiares. Defino a la familia natural como la de un hombre y una mujer comprometidos en una alianza socialmente aprobada llamada matrimonio, con propósitos de propagación de hijos, comunión sensual, amor y protección mutua, la construcción de una pequeña economía hogareña y la preservación de costumbres de generación en generación. Mientras culminamos el segundo milenio cristiano, esta familia natural está desapareciendo como una presencia culturalmente significativa en la mayor parte del mundo occidental. Tasas decrecientes de primeros matrimonios, divorcio extendido, bajos niveles de nacimientos dentro del matrimonio, ilegitimidad creciente, promiscuidad rampante, cohabitación, y aborto, y la sexualización de la cultura popular: Estos desarrollos han sido especialmente pronunciados en las mismas naciones donde el triunfo de la industria ha sido más completa.
Surgen preguntas críticas: ¿Están ambos desarrollos relacionados? ¿El crecimiento de la industria causa la ruptura familiar? Y si así es, ¿es posible encontrar una forma tanto de abundancia material como de virtud familiar? ¿Podemos manufacturar una economía virtuosa?
Con respecto a la primera pregunta, la obvia, pero aun así mayormente olvidada, la respuesta es “sí”: La producción industrial moderna tiende, por su misma naturaleza, a minar los fundamentos material y psicológicos de la familia. Para entender por qué, necesitamos volvernos sobre la misma esencia de la industria moderna, y lo que ella ha reemplazado.
La economía pre-industrial –el medioambiente para la mayor parte del tiempo de la humanidad en la tierra—estaba centrada en el hogar, donde cada familia era mayormente autosuficiente, en la producción y preservación de la comida básica, en el refugio, en la ropa y en la educación principalmente jovenlandesal y práctica. Esta autosuficiencia trae a la familia una forma de independencia económica. Los maridos, las mujeres, los hijos y otros miembros del hogar se especializan en algún grado en las tareas, una natural división del trabajo que genera ganancias materiales. El hogar familiar natural sirve como unidad de producción tanto como de consumo, unidad construida sobre el altruismo y el amor, donde el principio de compartir desinteresado realmente funciona. Usando el lenguaje corrupto de fines del siglo XX, el hogar familiar no es una entidad “capitalista”; es más cercano al ideal socialista de un compartir desinteresado, donde el egoísmo y el individualismo están balanceados con las necesidades y requerimientos de la familia y la comunidad próxima, y este hogar se conserva mejor en un medio no industrial.
Así es por qué la familia natural encuentra su escenario favorable en la granja de subsistencia, entre los campesinos libres o minifundistas. El pequeño taller del artesano, también organizado alrededor del hogar familiar, sirvió (y sirve) como la contraparte pueblerina (o urbana) de este minifundio rural.
En su esencia, el proceso de industrialización significa romper estos hogares productivos de pequeña escala y distribuir sus partes humanas en las fábricas: a fábricas materiales como molinos, enlatados, plantas automotrices y oficinas; y a fábricas sociales y educativas como escuelas estatales masivas para los niños y geriátricos para los ancianos. A través de la producción industrial de bienes físicos, la riqueza crece (es cierto) con ganancias extras que provienen de esta exagerada división del trabajo. Pero estas ganancias materiales exigen una pérdida de solidaridad e independencia familiar.
Por eso es que es justo decir que tanto las modernas corporaciones industriales como los modernos estados tienen un cierto interés en la desintegración familiar. Visto en términos de eficiencia, la unidad familiar independiente representa una carga sobre el producto nacional bruto. Los vínculos familiares interfieren con la distribución eficiente del trabajo humano y la producción casera limita la sacudida de una economía de base monetaria. En verdad, lo que llamamos “crecimiento económico” se apoya, en una parte significativa, sobre la constante tras*ferencia de funciones productivas del hogar, donde tales trabajos no son traducidos en dinero y por lo tanto no son contabilizados, hacia entidades industriales organizadas, tanto corporativas como estatales. A mediados del siglo XIX, estas funciones tras*feridas incluían la hilandería, la teneduría, la zapatería y la educación. Para comienzos del siglo XX, incluían la producción y conservación de alimentos, el tras*porte y la protección de los niños. En nuestro tiempo, estas tras*ferencias de la familia a la industria han incluido la preparación de la comida, el paseo de niños y el cuidado de los ancianos.
De hecho, mucho de lo que medimos como crecimiento económico desde los ’60 ha sido simplemente la tras*ferencia de las remanentes tareas caseras contabilizadas en términos monetarios –cocina casera, cuidado de niños, cuidado de ancianos—hacia entidades externas como Burger Kina, guarderías privadas y geriátricos estatales. La pequeña economía productiva hogareña ha sido desvestida de sus tareas.
El tratamiento de la mujer bajo el regimen industrial ofrece un caso de estudio. En el mercado no regulado de trabajo del capitalismo industrial, como en el programa formal del socialismo industrial, la mujer –particularmente la mujer joven—es deseada como trabajadora, por sus pequeños dedos, su comportamiento obediente y los efectos económicos colaterales: sumándola al mercado laboral los salarios permanecen bajos. En la Europa y los Estados Unidos del siglo XIX, las nuevas fábricas contrataban esposas, madres e hijas para mantener a raya a los artesanos especializados: literalmente, los maridos y padres de estas mismas mujeres. Solo fue la larga y dificultosa organización del trabajo, enfocada en esos años a un sorprendente grado de restauración familiar, lo que reconstruyó los límites de la decencia alrededor del hogar, y limitó la intrusión industrial en la casa. Bajo los sistemas de “salario vital” o “salario familiar” del trabajo organizado a fines del siglo XIX y comienzos del XX, la fábrica solo podía requerir un único miembro de la familia –normalmente el padre—quien cobraría un salario suficiente para mantener su familia en la decencia. La mujer podía entonces regresar al hogar para llevar, alzar, proteger y educar a su descendencia. Los niños también serian protegidos del ingreso prematuro al medioambiente industrial.
Algunos industrialistas llegaron a ver la sabiduría jovenlandesal de este “salario familiar” y la virtud de preservar algún nivel de autonomía familiar dentro del sistema fabril. En los EE.UU., Henry Ford deslumbró a los observadores en 1914 al duplicar inmediatamente los salarios de los trabajadores casados, arguyendo que el trabajador “no es tan solo un individuo... Es miembro de un hogar... El hombre hace su trabajo en el negocio, pero su mujer hace el trabajo en la casa. Por lo tanto, el negocio debe pagarle a ambos.” La alternativa, enfatizaba Ford, era “el horrendo prospecto de los niños pequeños y sus madres siendo forzados a salir a trabajar”. En Francia, mientras tanto, sacerdotes católicos organizaban a los industrialistas de sus parroquias en círculos de estudio sobre la enseñanza social de la Iglesia. Estos patrones llegaron a diseñar un vasto y voluntario sistema de protección familiar que suplementaba los salarios pagados a las cabezas del hogar con adicionales según el número de hijos. Para mediados de los ’20, este sistema voluntario también proveía niñeras, enfermeras y adicionales por nacimiento y maternidad a las familias involucradas.
Sin embargo, la respuesta más común, y admitamos más lógica económicamente, fue una constante campaña para despedazar la familia en sus partes constitutitas. Desde su fundación a mediados del siglo XIX, la Asociación Nacional de Fabricantes (National Association of Manufacturers) en los Estados Unidos consistentemente batalló para desmantelar el sistema de “salario familiar” y lograr acceso de nuevo al mercado laboral de mujeres casadas y niños. Secretamente, según los rumores, la organización de los empleadotes fundó en los ’20 el Partido Nacional de las Mujeres (National Women’s Party), el grupo feminista radical que fue autor de la propuesta de la Enmienda sobre Iguales Derechos a la Constitución de los Estados Unidos. La Asociación Nacional de Fabricantes, del brazo con las feministas, abiertamente batalló para poner fin a las protecciones legales especiales que existían para las mujeres y los niños. En los ’60, las mismas fuerzas festejaron juntas cuando el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 fue tras*formado de una herramienta de justicia económica racial en un espolón de guerra contra el sistema de “salario familiar” estadounidense. La mayoría de las corporaciones se apresuraron a golpear el vasto mercado laboral de mujeres, bajando el salario industrial promedio una vez más. Para 1990, las mujeres jóvenes se habian convertido en el grupo mas “proletarianizado” o asalariado en los Estados Unidos; mas miembros de la familia trabajaban largas horas; y las tasas de matrimonios y nacimientos maritales se precipitaron.
El crecimiento de la educación estatal masiva ofrece otro caso de estudio de los efectos del industrialismo sobre la familia. La investigación actual sobre la fertilidad muestra que los padres reducen el tamaño familiar de un promedio natural de siete hijos por hogar solo cuando existe una disrupción en las relaciones económicas dentro de la familia. El demógrafo John Caldwell arguye que, de hecho, es la educación masiva de los jóvenes la que conduce al cambio en las preferencias de una gran a una pequeña familia, y así promueve el deterioro de la familia como institución.
La tesis de Caldwell –que la industrialización de la educación por el estado causa el declive familiar—soluciona el misterio que tanto ha intrigado a los historiadores estadounidenses: ¿cómo explicar la constante caída en la fertilidad en los EE.UU. entre 1850 y 1900? A través de todo este periodo los EE.UU. eran predominantemente rurales, y absorbían las masas de jóvenes pagapensiones, y los pagapensiones y granjeros usualmente tienen muchos hijos. Pero los datos desde 1871 hasta 1900 muestran una remarcablemente fuerte relación negativa entre la fertilidad femenina y la expansión de la escuela pública. La caída en la tasa de nacimientos estaba atada con particular fuerza al tiempo promedio con que los niños existentes acudían a la escuela estatal en un año dado: Cada mes adicional en el ciclo lectivo de una escuela publica decrecía el tamaño de la familia en ese distrito por 0,23 por hijo. Vemos aquí cómo extraer la educación de los niños del escenario familiar, y organizar escuelas según el modelo industrial, bastante literalmente “consumía” a los hijos, y debilitaba las familias.
Antes de la educación estatal masiva, los padres realizaban toda una variedad de arreglos para la educación de sus hijos, incluyendo la educación en el hogar. Uno podría pensar que si la progenitora podía ahora enviar a sus hijos a escuelas públicas gratuitas, se sentiría mas libre para tener mas hijos. Pero no funcionaba de esa forma. El proceso de educación industrializada debilitaba las conexiones de los miembros de la familia y el compromiso de la progenitora hacia sus hijos y familia. Usualmente, en vez de tener mas hijos, la progenitora con mas tiempo libre salía a buscar trabajo.
El poeta de Kentucky Wendell Berry delinea la misma imagen para nosotros en su libro, What Are People For?: “Si no existe una economía hogareña o comunitaria, entonces los miembros de la familia y sus vecinos no son mas útiles entre sí. Cuando la gente no es mas útil para los otros, entonces la fuerza centrípeta de la familia y la comunidad se cae, y la gente cae en la dependencia de economías y organizaciones externas...”
Cuando la familia se debilita como una pequeña economía, los hijos se hacen menos bienvenidos, la lógica de para entrar en un matrimonio se hace más difusa, crece el desorden sensual y el aprendizaje declina.
Han existido variadas respuestas frente a esta situación. El gran desastre económico del comunismo puede verse como un intento de aplicar el principio altruista o familiar –“de cada uno según su habilidad, a cada cual según su necesidad”—a través de toda la sociedad. Pero nuestro siglo ha demostrado que esto fue un enorme y trágico error: El principio no puede imponerse centralmente. Cuando nos movemos mas allá del hogar, el clan, la comunidad religiosa o el pueblo –donde todos conocen el carácter y las fortalezas y debilidades de los otros y donde reglas heredadas imponen una disciplina tolerable—una vez que nos movemos mas allá de estas pequeñas comunidades, esta forma de altruismo falla.
Una segunda respuesta frente al pedido de ayuda de la familia en el medio industrial fue la búsqueda de la “Tercera Vía”, el camino de la democracia social que supuestamente llevaba a un punto intermedio entre el capitalismo industrial y el comunismo industrial. La frase proviene del título de un libro escrito por Marquis Childs en 1938, que celebraba el modelo de desarrollo de Suecia. Él y otros entusiastas argüían que los efectos disruptivos del industrialismo podrían ser balanceados por una pesada regulación estatal del sistema fabril y por la construcción de un estado de bienestar centrado en la familia, donde los costos de criar hijos fuesen soportados por el gobierno. Por cerca de tres décadas, entre 1940 y 1970, Suecia sí pareció un modelo atractivo. Pero el sistema sucumbió de allí en más por sus contradicciones internas, todas demostrablemente ligadas al problema familiar:
- Pensiones de vejes estatales que tras*ferían de la familia la antigua tarea de cuidar a los ancianos en la adversidad, cortando los vínculos naturales de seguridad entre las generaciones y desalentando el nacimiento de hijos en número suficiente para mantener el sistema.
- Políticas de bienestar estatal que protegían a la gente de las inevitables consecuencias de elecciones inmorales, creando incentivos que hacían más fácil –o en realidad promovían—el divorcio, la cohabitación y la ilegitimidad como substitutos del matrimonio.
- Ingresos gubernamentales por hijo que en realidad debilitaban los vínculos padre-hijo, a medida que las madres ganaban una preponderancia que minaba el rol del padre como preceptor y distribuidor del ingreso.
- Y la visión altruista de un estado del bienestar racional, inspirado por la familia, que necesariamente daba vía libre a penalidades basadas en el altruismo y se apoyaba en la irracionalidad.
Específicamente, el sistema sobrevivió financieramente solo mientras que los ciudadanos restringieron sus requerimientos, como cuando las familias preferían cuidar a sus miembros ancianos en casa antes que enviarlos a centros geriátricos estatales. Pero la misma lógica de un sistema de derechos financieramente penalizaba la elección altruista.
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