CiclopeBizco
El pesado de La Sagra
Algo funciona mal en esta sociedad cuando hay tantísima gente que se compra un huerto. Quiero decir que no es normal que la peña se deje los cuernos en el tajo de lunes a viernes y luego, en cuanto llega el fin de semana, se vaya a la huerta a seguir currando como un burro. Porque para eso, y solo para eso, sirve un huerto. Para currar como un nibelungo. Y ojo que en ese aspecto no hay forma de llamarse a engaño, puesto que la cosa ya empieza desde que lo compramos; cuando vamos a visitarlo con el propietario anterior y comprobamos que está lleno de piedras y maleza. Y es que, y esto ya es en sí mismo una señal de alarma, cuando alguien se quita un huerto es porque está hasta el gorro de atenderlo. Claro que nos acaba engatusando con la burda excusa de que ya está mayor y los hijos no quieren saber nada del asunto. Y entonces nosotros deberíamos preguntarnos que por qué. Puesto que la respuesta es bien sencilla: la familia ha dejado al abuelo solo con el huerto porque están hasta el moño chorongo de pegarse los domingos doblando el espinazo en lugar de dormitar en el sofá y hartarse de cañas y chopitos en el bar de al lado de casa. Que es la obligación de una persona que se ha dejado las meininges en el curro durante al menos cinco días.
Pero no. Lo compramos. Porque nosotros queremos estar en contacto con la progenitora tierra. Y criar nuestras propias hortalizas. Y arar y ver crecer los árboles. Pero antes de todo eso hay que pegarse el hartazón de convertir ese terreno en un lugar decente. E inflarse de arrancar hierbajos y quitar pedruscos. Y una vez hecho esto amurallarlo. No vaya a ser que nos lo roben. Pero amurallarlo con nuestras propias manos, haciendo bien de viajes de cemento y ladrillos y largándonos para allá perdiendo el ojo ciego en cuanto salimos del trabajo. Y echando allí los fines de semana enteros. Sin sombra y sin descanso. Porque los árboles, que es lo primero que habíamos plantado, tardarán en crecer unos añitos. Y porque la caseta aún no está hecha. Que eso llega después de la muralla. Va el acondicionamiento, los frutales, la valla, la siembra y la caseta. La caseta lo último. Y también artesanal, con dos huevones. Y con un depósito de agua encima del tejado, que tenemos que camelarnos al cuñado albañil para que se agencie una grúa y nos lo lleve un sábado. Y subirlo entre cinco y luego fundirte unos eurillos en birras y costillas para invitar a los forzudos a una barbacoa. Que para almuerzo en el bar no tienes pasta porque te la has pulido toda en ladrillos y cemento. Y más tarde, si aún te queda algún chavo, la piscina. Que la montas porque te parece superguay y luego, una vez hecho el chandrío, cuando vas a la tienda y te enteras de lo que se va en mantenimiento te entran ganas de cortarte las venas pero al ras. Y por supuesto el césped. Que como esto no es Asturias necesita riego. Y no vale el Sintrón, como en el caso de tu abuela. Han de ser aspersores. Que cuestan un riñón ya además hay bastantes posibilidades de que te los roben. De modo que colocas una tira de alambre de espino sobre el muro. Y cristales rotos. Que eso impresiona mucho. Y te compras un rotwailler que casi se te traga un dedo el primer día. Y pones el cartel de cuidado con el perro. Y es entonces, cuando ya tienes todo apañadito (casa, frutales, muralla, piscina, césped) cuando la tierra empieza a dar sus frutos y has de enfrentarte con hormigas, caracoles, saltamontes y demás animalillos que van picoteando tus manzanas y tus calabacines mientras que tú no estás. Y el huerto se va convirtiendo poco a poco en una pesadilla que se adueña de tu energía, tu tiempo y tu dinero. Y te pasas el día mirando al horizonte. Por si apedrea. Y comprobando las fases de la luna. Para lo de la siembra. Y echándote Reflex por todo el cuerpo, puesto que lo de la azada te está destrozando el espinazo. Porque para entonces tu familia, que en principio compartía el entusiasmo (sobre todo cuando llenabas la piscina), desertó hace meses y te ha dejado solo ante el peligro. Y ya no tienes tregua ni descanso. Y además estás hasta el gorro de calabacines, de peras y de pimientos del piquillo. Que vienen todos a la vez y no das abasto para comértelos. Y en casa te han dicho que si quieres embotar que lo hagas tú, que en el súper les sale más a cuenta. Así que no te queda más remedio que repartir las viandas. Y darle una barquilla repleta de hortalizas a tu vecino del tercero, ese zángano que se pega el fin de semana sesteando y hartándose de chopitos y de cañas en el bar de al lado.
El muy cabrón.
Pero no. Lo compramos. Porque nosotros queremos estar en contacto con la progenitora tierra. Y criar nuestras propias hortalizas. Y arar y ver crecer los árboles. Pero antes de todo eso hay que pegarse el hartazón de convertir ese terreno en un lugar decente. E inflarse de arrancar hierbajos y quitar pedruscos. Y una vez hecho esto amurallarlo. No vaya a ser que nos lo roben. Pero amurallarlo con nuestras propias manos, haciendo bien de viajes de cemento y ladrillos y largándonos para allá perdiendo el ojo ciego en cuanto salimos del trabajo. Y echando allí los fines de semana enteros. Sin sombra y sin descanso. Porque los árboles, que es lo primero que habíamos plantado, tardarán en crecer unos añitos. Y porque la caseta aún no está hecha. Que eso llega después de la muralla. Va el acondicionamiento, los frutales, la valla, la siembra y la caseta. La caseta lo último. Y también artesanal, con dos huevones. Y con un depósito de agua encima del tejado, que tenemos que camelarnos al cuñado albañil para que se agencie una grúa y nos lo lleve un sábado. Y subirlo entre cinco y luego fundirte unos eurillos en birras y costillas para invitar a los forzudos a una barbacoa. Que para almuerzo en el bar no tienes pasta porque te la has pulido toda en ladrillos y cemento. Y más tarde, si aún te queda algún chavo, la piscina. Que la montas porque te parece superguay y luego, una vez hecho el chandrío, cuando vas a la tienda y te enteras de lo que se va en mantenimiento te entran ganas de cortarte las venas pero al ras. Y por supuesto el césped. Que como esto no es Asturias necesita riego. Y no vale el Sintrón, como en el caso de tu abuela. Han de ser aspersores. Que cuestan un riñón ya además hay bastantes posibilidades de que te los roben. De modo que colocas una tira de alambre de espino sobre el muro. Y cristales rotos. Que eso impresiona mucho. Y te compras un rotwailler que casi se te traga un dedo el primer día. Y pones el cartel de cuidado con el perro. Y es entonces, cuando ya tienes todo apañadito (casa, frutales, muralla, piscina, césped) cuando la tierra empieza a dar sus frutos y has de enfrentarte con hormigas, caracoles, saltamontes y demás animalillos que van picoteando tus manzanas y tus calabacines mientras que tú no estás. Y el huerto se va convirtiendo poco a poco en una pesadilla que se adueña de tu energía, tu tiempo y tu dinero. Y te pasas el día mirando al horizonte. Por si apedrea. Y comprobando las fases de la luna. Para lo de la siembra. Y echándote Reflex por todo el cuerpo, puesto que lo de la azada te está destrozando el espinazo. Porque para entonces tu familia, que en principio compartía el entusiasmo (sobre todo cuando llenabas la piscina), desertó hace meses y te ha dejado solo ante el peligro. Y ya no tienes tregua ni descanso. Y además estás hasta el gorro de calabacines, de peras y de pimientos del piquillo. Que vienen todos a la vez y no das abasto para comértelos. Y en casa te han dicho que si quieres embotar que lo hagas tú, que en el súper les sale más a cuenta. Así que no te queda más remedio que repartir las viandas. Y darle una barquilla repleta de hortalizas a tu vecino del tercero, ese zángano que se pega el fin de semana sesteando y hartándose de chopitos y de cañas en el bar de al lado.
El muy cabrón.